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LA CONSTRUCCIÓN DE AMERIKA » VI

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VI

 

E

l trabajo en la Prairie había dejado a John una pequeña fortuna con la que en Wichita o en Cherryvale hubieran vivido sin estrecheces hasta que encontrase un nuevo trabajo, pero eso no iba a ser posible en una ciudad como Nueva York, un auténtico leviatán que podía engullir una suma como aquella en cuestión de días. Las primeras habitaciones que ocuparon como neoyorquinos se hallaban en el hotel Wentworth, una residencia prácticamente tomada por gentes del mundo del espectáculo situada en la calle 46 Oeste. Para unos paletos de Kansas, que es lo que al fin y al cabo eran, aquel lugar tenía poco que envidiar al infierno: a todas horas había fiestas que convertían las noches y los días en una pesadilla ininterrumpida de gritos, música y ruidos escandalosos, en los ascensores solían toparse con hombres y mujeres en plena coyunda, no necesariamente en pareja y no necesariamente con personal del otro sexo, y a menudo se organizaban en los pasillos peleas etílicas que parecían luchas a muerte pero que concluían en amistades para toda la vida. Del Wentworth entraban y salían a diario decenas de mujeres vestidas con piezas de Milgrim y Jaeckel, imposibles de alcanzar con su caché de coristas de segunda fila o de dependientas de Macy’s, con lo cual su dinero solo podía proceder de sus elegantes carabinas, aquellos tipos de punta en blanco que las llevaban de aquí para allá con aséptica indiferencia, aunque conscientes de su prestigio de diamantes. Crossan sentía hacia ellos un rencor amargo, producido por el hecho de saberse esclavo de una vida angosta, previsible, cuyas posibles ramificaciones quedaban cercenadas por haberse atado en la salud y la enfermedad, la riqueza y la pobreza, a aquel bulto con el que compartía la cama. Por eso se hubiera sorprendido más de saber que, para ellos, aquel lucimiento de sus conquistas no iba más allá de la mera fachada. El amor no entraba en sus planes, y el matrimonio aún menos. Si elegían entre las jóvenes coristas, las pequeñas muñecas del Ziegfeld Follies o el Sixteen Hundred Club, era porque en ellas no existía el peligro inherente a las aspirantes a actrices, esas muchachitas que fondeaban en la ciudad desde las provincias del brazo de madres calculadoras que, en cuanto olfateaban una buena cartera, se dejaban uñas y dientes en su lucha por atar a aquellos embaucadores podridos de dinero mediante esos lazos que solo Dios podía desuncir en el cielo. Al igual que lo fue para John Crossan y su familia, el varadero natural de aquellas fervorosas asociaciones femeninas era el hotel Wentworth, pues incluso a las provincias más remotas habían corrido historias sobre lo fácil que era cazar un millonario en sus vastas praderas, aunque a la larga madres e hijas acabasen por darse de bruces con el revés de leyenda que casi siempre oculta esa clase de historias.

En realidad, John Crossan no era un tipo tan osado como para presentarse en Nueva York sin un plan establecido, y no lo hizo. Antes incluso de abandonar Kansas, escoltado por su cortejo de baúles, maletas, esposa renuente e hijos indecisos, Crossan se había propuesto conseguir en Manhattan un empleo de pocas horas pero bien remunerado y al menos dos o tres amigos solventes que le allanasen el camino hasta establecer un negocio propio, daba igual de qué tipo mientras no se viera obligado a corromperse demasiado para mantenerlo. Y ya. El modo de lograr todo aquello, naturalmente, era lo de menos. La vida ya se iría ordenando por sí sola, que para algo estaban en Nueva York, decía con su optimismo ciego, desaforado. Y es que, a tenor de aquel insólito plan, en el que personas y cosas poco menos que se confabulaban para aliarse en su beneficio, John Crossan debió de imaginar una Nueva York todavía más idílica que aquella con la que soñaban los italianos al desembarcar en la isla de Ellis. Para él, un joven apenas maleado por la experiencia, el nombre de «gran manzana» no tenía por qué conllevar la presencia de esos gusanos que se ocultan en la fruta podrida, ni siquiera ese aroma a perdición que arrastraba desde la noche de los tiempos. Debía de ser un vergel para los atrevidos, una tierra casi virgen con sus empresas decorativas que te pagaban solo por figurar en sus archivos y sus millones de habitantes sin imaginación, ansiosos sin embargo por dilapidar sus ahorros con paletos que ardían de devoción emprendedora. Con esa visión de la vida, solo un golpe de suerte hubiera podido apartarlo de la miseria, pero la suerte es una novia caprichosa, y en el caso de Crossan debió de considerar que con una mujer joven y bonita para calentarle las sábanas y unos hijos sanos y nada estúpidos como los que tenía ya le había dado más de lo que merecía. Era el momento de que Crossan echase a andar por sí mismo, pareció decirle la suerte antes de remontar el vuelo, y ver qué era capaz de hacer con su vida.

La respuesta no tardaría en llegar. A las primeras de cambio, John Crossan había logrado deshacerse de la mitad de su capital poniéndolo en manos de un par de granujas que, tras prestar oído a sus ingenuas propuestas, se dieron cuenta de que se hallaban ante un diamante en bruto, o dicho en otras palabras, un auténtico tonto de manual. Se presentaron como Stan y Oliver, lo acompañaron a una taberna a la que llamaban «despacho de ideas», le prometieron el negocio del siglo, lo marearon con tentadoras propuestas que ni siquiera a él se le había pasado por la cabeza considerar, y, con la misma naturalidad con que le hicieron pagar las cervezas, le exigieron el adelanto de una suma de dinero que ellos destinarían a cubrir las primeros inversiones de su sociedad. Como los tipos honrados que indudablemente eran, en un puñado de días le reintegrarían el adelanto junto a los intereses que dicha suma hubiese generado hasta entonces, un récord que solo debía de estar al alcance de los avezados bolsistas de Wall Street. John Crossan quedó deslumbrado por las promesas de sus dos nuevos socios. Para alguien que desconocía la existencia de la palabra «timo», aquello no sonaba a gran negocio, sino a pura magia. Sí, Nueva York era increíble. El dinero era como Dios, no lo veías pero estaba en todas partes. Polvorines de riqueza aguardaban como yacimientos secretos en el interior de tabernas en las que poca gente se hubiera atrevido a poner los pies: por desgracia para ellos, claro, pero no iba a ser el hechizado John quien se lamentase de su cobardía, el astuto John que, con una sonrisa embriagada en los labios, empezaba a contemplar su vida en una panorámica perfecta, como desde lo alto de una montaña, el futuro tan nítidamente extendido a sus pies como lo estaba el pasado. Aisling Crossan, pensó, ojalá estuvieses aquí para verme, seguro que jamás soñaste que tu hijo podría llegar tan lejos. Recién llegado a Nueva York, un pobre palurdo de Kansas, y ya estaba cerrando negocios con aquellos talentos de la manipulación bursátil. John colocó sobre la mesa los billetes que hasta aquel momento había guardado con recelo, los planchó con las palmas de las manos y, como si fuera la primera vez que reparaba en ella, miró con absorta fascinación la pirámide que figuraba en el dorso del dólar. Puede que lo embargase entonces un momento de duda, o a lo mejor no había descendido aún del pináculo desde el que podía ver su vida con tan rotunda claridad, pero, fuera como fuese, su vacilación no duró demasiado: lo justo, en cualquier caso, para que sus socios guardasen un emotivo minuto de silencio y le permitiesen despedirse para siempre del último amigo que le quedaba en el mundo. Para despejar las dudas que aún pudiera albergar, el individuo que respondía al nombre de Stan se inclinó ceremoniosamente sobre Crossan y vertió en su oído unas frases que a aquel hijo de irlandeses que ya divisaba ante sus ojos un imperio tan inmortal como las mismísimas pirámides se le antojaron el poema de amor más bello que había escuchado en su vida:

—No tengas miedo, John. Sobre esta piedra edificarás tu iglesia. Confía hoy en tu suerte y verás que en unas semanas ni siquiera la volverás a necesitar.

John Crossan asintió con la boca abierta, asombrado de que un hombre de negocios con una roca por corazón lograra conmoverle como ni siquiera la Biblia podía hacerlo. Y así, sin nada más que un apretón de manos y un papel garabateado con un par de nombres estrafalarios y una dirección falsa por toda garantía, sus socios le comunicaron que en una semana debía encontrarse con ellos en el vestíbulo de un céntrico hotel en el que por supuesto nunca se molestaron en comparecer.

Todo un jarro de agua fría para Crossan, que, como es de suponer, después de aquello habría aprendido la lección de la peor manera posible. Pues no: como todo buen estafado que se precie, Crossan también creyó que había habido un error. Pero el error, por supuesto, era exclusivamente suyo. Era él quien había llegado tarde a la cita, él quien había confundido el nombre del hotel y hasta la fecha asignada para la reunión. Reprochándose su estupidez, volvió a la taberna donde había tenido lugar el encuentro con sus socios y preguntó por los dos hombres que trabajaban allí, los empresarios que arrendaban al amo del local una mesa a la que llamaban «despacho de ideas». Para su espanto, los parroquianos de aquel tugurio que de pronto cobró ante sus ojos el aspecto de lo que en realidad era, un cubil de apestosos borrachos, le respondieron con una estridente carcajada.

—No siga buscando, amigo —dijo uno de los que estaban en las mesas del fondo, apiadándose de él—. Esos pájaros ya estarán puliéndose su dinero en otro nido —aunque no pudo evitar concluir la frase mascullando un irónico—: qué pena no haberlo conocido antes.

Hubo otro estallido de risas mientras aquella nueva víctima de los bajos fondos abandonaba la taberna con la cabeza hundida entre los hombros. Naturalmente, John Crossan nunca le confesó a su mujer la verdad. No tuvo el valor de decirle lo que había hecho con sus ahorros, que gracias a su apabullante visión mercantil ahora apenas tenían dinero para subsistir. Aún les quedaban dos meses de alojamiento en sus habitaciones del Wentworth, pues por fortuna Liberty March tuvo la precaución de sugerirle que pagasen ocho semanas por adelantado, ¿pero qué significaban en aquellas circunstancias, salvo un modo absurdo de ralentizar la agonía? Parecía imposible que eso pudiera sucederle a ellos. A ellos, que en Wichita o en Cherryvale hubieran sido una de las familias más prósperas con el dinero que John había dilapidado en unos cuantos días en Nueva York. No era el momento de invocar de nuevo la memoria de la vieja Aisling, aquella férrea esfinge que ni con dos ojos hubiera podido prever lo lejos que era capaz de llegar su hijo en demostraciones de extrema necedad. Con todo, John Crossan era demasiado terco como para perder de aquella manera la esperanza, así que se propuso no dejar de acudir todas y cada una de las tardes de aquellos dos meses al vestíbulo del hotel donde sus socios lo habían citado. Estaba en Nueva York. Todavía creía en los milagros. Tuvieron que pasar tres semanas para que aceptase de una vez por todas que aquellos malditos hijos de puta lo habían timado como a un idiota.

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