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LA CONSTRUCCIÓN DE AMERIKA » IX

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IX

 

C

uando John Crossan abandonó aquel tugurio y regresó al Wentworth, sobrecogido por las explosiones de color que se sucedían en aquellas inmensas calles hechas de lava, su esposa Liberty aguardaba su llegada sentada ante la puerta, junto a la mesa, donde latía una luz arrebujada que Crossan interpretó enseguida como un enorme bolsón de cuero. Recordó entonces las palabras de su esposa aquella misma mañana. Parecía que habían pasado siglos desde la última vez que traspuso esa misma puerta, pero aunque ahora le resultase impensable había sucedido solo unas horas atrás. Y desde luego, lo último que esperaba era el tenso recibimiento con el que Liberty había decidido celebrar su vuelta a casa. Regresaba allí para refugiarse del fuego que ardía con aquella insistencia dolorosa ante sus ojos, para examinar a oscuras su conciencia y comprobar si la nueva luz con que ahora las cosas se revestían era un don cuyo fin se le escapaba o un castigo que arrastraría hasta reparar el daño que sus estupideces habían causado. No pensaba vivir como si nada de lo que había ocurrido hubiera ocurrido, en una palabra. Buscaba tiempo, solo eso. Tiempo para sopesar sus errores, para flagelarse por su ambición, para dar lugar a que todo se calmase o, simplemente, para aceptar de una vez que era un criminal y entregarse a la policía. Nada más atravesar la puerta, sin embargo, supo que ningún poder en la tierra o el cielo lo mantendría ni cinco minutos al lado de aquella mujer, a la que con un solo vistazo conocía ahora mejor que en todos los años de su matrimonio. Sentada en la silla, Liberty March era una hondonada vacía en el tejido del aire, un agujero negro que absorbía la luz de cuantos objetos se agolpaban a su alrededor, deshaciéndolos en un chaparrón de color cobalto que se perdía en aquella nada oscura que era su silueta. Al verla por primera vez tal y como verdaderamente era, Crossan no pudo evitar que un escalofrío le atenazase las vértebras.

—Supongo que vendrás a recoger tus cosas —dijo Liberty.

Aquellas palabras permanecieron durante unos instantes suspendidas en la habitación, emitiendo ese brillo a plata quemada que cobra el mar cuando se avecina una tormenta.

—Antes de irme quiero ver a los niños —fue lo único que Crossan alcanzó a responder.

—¿Te refieres a tus pequeños esclavos? Están durmiendo. Y de todas maneras es mejor que no los veas, no quiero que los asustes. Les ha costado mucho conciliar el sueño. Ya saben que estás muerto, y los muertos no regresan. Si te sirve de consuelo, no les ayudó a calmarse el que les dijese que no merecías tantas lágrimas.

—Estás podrida, Liberty March —respondió Crossan—. Me gustaría saber si siempre has sido como eres en este preciso instante. Si pudieras verte ahora, te juro que hasta tú misma te aterrarías al descubrir la miseria de la que estás hecha.

—Lo mismo te digo, John —contestó Liberty—. Eres un infeliz y siempre lo serás. Lo serás hasta el día en que te mueras, y ese día tendrán que enterrarte en un ataúd sin fondo para que puedan caber en él todos esos sueños que se habrán muerto contigo. Es lo único que tienes y lo único que tendrás. Crossan el niño criado entre los indios, Crossan el joven vividor, Crossan el hombre de mundo... Crossan, que era tantas cosas y no pudo ser ninguna porque nunca logró desenredarse de entre las faldas de su madre. La vida real te ha pasado por encima, John. Pero tú nunca te has dado cuenta de nada. Siempre mirando un paso más allá, siempre buscándole las vueltas a las cosas con ese estúpido optimismo tuyo, seguro de que en el futuro nos aguardaba una vida mejor. El futuro... ¿Quieres saber algo? Siempre que me dejabas sola en casa, pensaba que si nunca volvías a mi lado era ahí donde tendría que buscarte. Era ahí donde vivías, Crossan, en el maldito futuro. Y mientras vivías allí eras incapaz de ver las cosas que tenías más cerca. Jamás te molestaste en conocerlas y disfrutar de ellas, sencillamente las ponías a un lado para que nada se interpusiese entre el futuro y tú. Daba igual qué, tus hijos, tu vida. Yo. Y yo estaba hecha para amar una vez, John. Pero ni siquiera has sabido nunca quién dormía a tu lado.

—En eso tienes razón, Liberty. Y puedes creerme, ahora lo sé.

—Nunca te he querido, John —prosiguió Liberty, indiferente a las palabras de Crossan, a sabiendas de que, si eran ciertas, aquel conocimiento llegaba demasiado tarde—. Lo único que quería era que te alejases de mí. Ahora te lo digo de la única forma en que eres capaz de entenderlo: aléjate de mí. Estás muerto, y los muertos no regresan. Y si eso no te basta, entonces acepta que quien ha muerto soy yo. Adiós, John Crossan. Esta será la última vez que pronuncie tu nombre.

—En cambio, yo solo me olvidaré del tuyo cuando lo vea grabado en una lápida —sentenció Crossan—. Y puedo asegurarte que tu muerte será lenta, Liberty. Lenta y dolorosa. Lo llevas escrito en la cara.

Liberty no respondió. Se levantó de la silla, sumergió el fuego de aquellas manos de cobalto en la plata del fregadero y de esa forma dio por terminada la conversación. Crossan avanzó hacia la mesa, pero no hizo ademán de coger la bolsa. En su lugar, enfiló el pequeño pasillo que comunicaba con el cuarto de los niños e ingresó allí a tientas, orientado por las lucecitas amarillas que los pequeños destilaban bajo las volutas azules de sus sueños. Tratando de no hacer ruido, se arrodilló junto a la cama de June. Lo embargó una amarga sensación de culpa cuando vio en las pestañas de la niña aquel destello tibio, todavía palpitante, que revelaba las lágrimas que había derramado antes de quedarse dormida. Sintiendo el corazón encogiéndose en su pecho, se acercó un poco más a ella, apenas capaz de rozarle la tranquila llamarada blanca de sus cabellos:

—June —musitó—. ¿Puedes oírme, June? Tienes que oírme, pequeña. Tienes que oírme aunque sea en tus sueños, porque hay algo que debes saber. No te abandono, June. Hagas lo que hagas y vayas donde vayas, yo estaré contigo. Te protegeré con mi vida si es preciso. Cuidaré de ti, vigilaré cada paso que des. Hasta el último día de mi vida, seré tu ángel de la guarda. He intentado hacer siempre lo que debía, June. No dejes que te mientan.

Se inclinó suavemente para posarle un beso en la frente, un beso que no tenía por qué significar una despedida, pues la vida que ahora los separaba encontraría el modo de reunirlos en el futuro, cuando él no sintiera más el asco que sentía hacia sí mismo por haber matado a un hombre ni su libertad tuviera como precio vivir una mentira, otra más. Pero al hacerlo tuvo que dar un respingo, sobresaltado. Nada más tocar su piel había sentido que le ardían los labios. Sorprendido, retiró delicadamente el cabello que la niña tenía pegado a su frente aún húmeda, y vio que había dejado allí una marca similar a una mariposa, de un brillante color rojo, como cauterizada sobre la misma carne. Crossan recibió la visión con perplejidad, que sin embargo se concretó en un sentimiento de alivio. Aquello era un pacto de sangre, pensó. Por muchos años que pasasen, por mucho que las manos del tiempo la moldeasen, esa marca distinguiría a June de la multitud.

Cuando se dio la vuelta para abandonar el dormitorio, vio en el umbral la sombra candente de Liberty erguida ante él, interrumpida por la blancura filosa de lo que sin duda era la nueva representación visual de un cuchillo. La magnitud de su figura lo paralizó. Casi desbordaba los límites de la habitación. Ascendía como un enorme géiser hasta la lámpara que ardía en el techo, y volvía a caer en varios chorros espesos, creando charcos de electricidad que chisporroteaban sobre la alfombra. Parecía un ángel caído, recordaría Crossan después. El magma terrible de su silueta, y aquel aura de color negro como dos alas extendidas que brotaban de su espalda. Estaba más fascinado que aterrado, y eso le hizo soltar un suspiro de alivio, pues comprendió que Liberty no había pensado todavía en matarlo.

—Agradece que no se haya despertado —le dijo—. De haber abierto los ojos, te juro que ahora tendrías esto clavado en el cuello.

Crossan pasó entre sus llamas sin aparentar inquietud y recogió la bolsa. Luego abrió la puerta, se cargó la bolsa al hombro y, temblando de pies a cabeza, salió al vestíbulo. Esa fue la última vez que Liberty vio a John, pero no fue la última ocasión en que John vio a Liberty. Era esa antorcha de cobalto oscuro que se elevaba tras una silueta del color del electro, menuda y frágil, que llevaba una mariposa roja tatuada en la frente. Y desde entonces, siempre que John observaba a Liberty comprendía que era cierto que la muerte había posado su mano sobre ellos, y que ambos estaban muertos.

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