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LA CONSTRUCCIÓN DE AMERIKA » XI

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XI

 

P

ero con Ginger Mannix en prisión, y los asuntos de la pequeña en manos de Liberty, lo cierto es que las apariciones de June en los teatros de Manhattan no hicieron más que aumentar. Cualquier papel era bueno para ella: el de huérfana optimista, el de raterilla de buen corazón, el de pobre niña rica, ya fuera cantado o hablado, ya fuera una aparición de cinco minutos o de hora y media. Lo importante era que se hablase de ella, que su nombre apareciese en las marquesinas y los carteles de medio Broadway, aprovechando el nuevo impulso que había dado a la publicidad el faraónico cartelista O. J. Gould, que ese mismo año, tras poblar la Gran Vía Blanca de luminosos, había dicho: «Colocaré estos carteles de tal forma que la gente no pueda evitar leerlos, y asimilarlos, y asimilar la lección del publicitario, lo quieran o no». Liberty haría también que los paseantes que anegaban Broadway leyesen y asimilasen el nombre de su pequeña, lo quisieran o no. Había descubierto ya que sus espaldas eran más anchas de lo que prometía su diminuto cuerpo, y aceptó cuantos papeles llegaban para June, en muchas ocasiones a costa de hacer malabarismos con las horas asignadas a cada pase. Lo tenía todo calculado: un primer acto en el Booth, una intervención de cinco minutos en el Cort, vuelta al Booth para el segundo y tercer actos y de nuevo al Cort para recibir los aplausos del público. Y quien dice el Booth y el Cort dice el Lyceum y el Shubert, o el Park y el New Amsterdam. Por suerte para ella, June consideraba aquello un mero entretenimiento, una manera de pasar el rato tan natural como para cualquier otro niño lo era ir a la escuela. Al fin y al cabo, y a excepción de sus hermanos, la mayor parte de la gente con la que se codeaba eran actores, directores, empresarios, o, en definitiva, tenían algo que ver con el teatro. Nada había de extraño, pues, en que en las horas muertas jugase a las muñecas con las maquilladoras, o aprendiese a sumar y restar con Evelyn Nesbit o Anna Held como divertidos pigmaliones. Al contrario: si la hubieran dejado con otros niños de su edad, ajenos por completo al mundo del teatro, probablemente se hubiera quedado de brazos cruzados en una esquina, sin saber qué hacer.

A los seis años, June empezó a interesarse en los libros que poblaban las estanterías de sus hermanos, y aunque nunca había dejado de estar rodeada de gente, lo cierto es que desde ese momento se sintió menos sola. Además, tenía una memoria infalible. Aprendía enormes tiradas de versos con apenas echarles un vistazo, y eso que la mayor parte de las veces los asimilaba simplemente en virtud de su sonoridad: aunque no comprendiese del todo su significado, intuía que algo de ella quedaba explicado en las palabras que contenían, como si aquellos viejos desconocidos que las habían escrito la hubieran tratado incluso desde mucho tiempo antes de que hubiera nacido. La frase le gustó. La apuntó en un cuaderno con el que a veces se acompañaba, y eso fue lo primero que escribió en su vida. Así comenzó a escribir. También debió de ser por entonces cuando comenzó a improvisar versos de Whitman, Longfellow y Poe en mitad de sus representaciones. Los incorporaba a alguna canción o los soltaba sin más, con la gravedad de un veterano de las candilejas, y en ocasiones se volvía hacia el público y preguntaba: «¿Alguien sabe lo que quiero decir?», un gesto insólito que era recibido con alzamientos de cejas o perplejas carcajadas. Aquello no es que fuera infrecuente: en realidad, era bastante único. Con siete años hacía algo a lo que mucho más tarde los Hermanos Marx darían carta de novedad en sus representaciones teatrales: romper la distancia con el público, introducirlo en la obra, invitarlo a que se considerase también él una parte del espectáculo. Nadie sabía qué significaban aquellas interpelaciones a la platea, ni los espectadores ni los propios empresarios que contrataban a June; nadie sabía si todo eso estaba planeado de antemano o si esa mocosa era un prodigio aún mayor de lo que creían. Su desenvoltura era tan natural que la obra nunca se veía afectada por sus improvisaciones. Cuando June tenía que reír, reía. Si tenía que llorar, lloraba. Si era el momento de decir: «Mi padre murió en las colinas de Idaho», entonces se llevaba las manos al pecho, caía sobre sus rodillas y desgarraba la voz de tal modo que era imposible que hasta al espectador más encallecido no se le pusiese un nudo en la garganta.

De no haber mediado aquella manifestación de verdadero talento, es posible que Liberty hubiera seguido creyendo sus propias mentiras y pensado que todo aquello terminaría a la vuelta de uno o dos años, cuando June hubiese dejado de ser una novedad para el ávido público de Broadway. Que era mejor aprovechar el tirón y ganar ahora el dinero que nunca en la vida volverían a ver. Pero alguien demasiado guapo, demasiado atento, demasiado bien vestido como para ser rebajado a la categoría de los embaucadores, atraído por la creciente fama de la pequeña June, le habló cierta tarde al oído, le expresó de todas las formas imaginables que la niña tenía un don, que ese don convertiría las piedras en oro y haría que las aguas se abrieran a su paso, y así, de la noche a la mañana, Liberty pasó a albergar extraños sueños de gloria y expiación donde su propia existencia quedaba reparada con el cauterio de la fama, aunque, paradójicamente, en ellos June quedaba relegada a un lugar en los planos de fondo, a un mero papel secundario: el de la herramienta de la que el destino se valía para salvar del sinsentido la vida de Liberty March. Ahora, el mundo empezaba a mostrarle que sus sacrificios no habían sido en balde. Solo una persona podía eclipsar esa felicidad que sentía de haber redondeado por fin su vida, de haberle dado la forma exacta que debía tener, y esa persona era, precisamente, la propia June. ¿Cuánto tiempo podía aguantar una niña esa clase de vida, esa existencia de nómada de las tablas? Y sobre todo June, que no era una niña cualquiera. Daba la sensación de que había nacido con el alma ya templada, definida, lo que le evitaba sufrir esa lucha por domar sus sacudidas que en la mayoría de los hombres podía prolongarse durante años, pero también la convertía en blanco fácil de esas rachas de entumecimiento emocional que acompañan a la vida adulta. Liberty sabía qué era lo que motivaba aquellos raptos de angustia que cada vez más a menudo se apoderaban de la pequeña: June pensaba en espectros, en cierta madrugada en que un fantasma le impuso un beso en la frente. Tenía miedo de preguntarle abiertamente por ello, pues no creía estar preparada para recibir la única respuesta que, inevitablemente, acabaría por recibir. Solo alguna vez, cuando la melancolía de la niña se volvía demasiado profunda, se atrevía a decirle: «Ten cuidado, June. Lo que creemos que es real a veces no lo es. Los muertos están muertos, y los fantasmas no existen». Entonces June, con su turbadora belleza, con sus ojos de niña adulta, le sostenía la mirada mientras se llevaba una mano a la frente, como si aún estuviese soñando y un fantasma hubiese acudido desde las tinieblas a dibujarle una mariposa en la piel. Pero no decía nada. Lo que opinaba de aquella impresión lo guardaba para ella, y a Liberty solo le dejaba el silencio y un montón de preguntas que, como tantas otras veces, quedarían sin respuesta.

El tipo que habló con Liberty March aquella tarde era un productor de cine, uno de tantos que buscaban el diamante en bruto de la próxima estrella mundial en la mina de los teatros de variedades. Había acudido a verla directamente desde los estudios Centaur, en Nueva Jersey, adonde habían empezado a llegar rumores de la creciente fama de June, y si nadie los había hinchado por el camino, dejaban a las claras que aquella niña tenía que ser suya. Portaba un contrato por seis películas a cambio de 10.000 dólares, y después de la charla que mantuvo con él, a la luz de las velas y más tarde con el desayuno en la cama, Liberty March comprendió que no estaba firmando un simple contrato, sino su adquisición de una parcela en el Paraíso. Tras el asentamiento en Hollywood de la Centaur y su fusión con la Universal Pictures, las seis películas se prorrogaron en otras seis. Las siguientes seis, en diez. June no era solo una gran actriz: además atraía a la suerte. Parecía contar con un ángel de la guarda que en los momentos difíciles la tomaba de la mano, mostrándole el camino a seguir. Lo curioso es que, a lo largo de los años, June declaró más de una vez que ese ángel existía. Era una sombra con una cicatriz en la frente, afirmaba, un hombre misterioso al que había visto mil veces desde niña y que siempre la seguía oculta entre la multitud, como si esperase de ella un mudo reconocimiento. En una ocasión lo vio en la forma de un vagabundo en la calle 42 Este, dibujando a los paseantes con ceras de colores, y le entregó unas monedas que el hombre recibió con lágrimas en los ojos. En otra ocasión, coincidiendo con su decimoquinto cumpleaños, lo vio en el vestíbulo del hotel en el que se alojaba, disfrazado como un inquilino más, antes de dejarle un paquetito con su nombre junto a unas palmeras y diluirse en la multitud. Y una tarde especialmente aciaga en que una desesperada June pensaba que el amor estaba hecho para los demás, que a pesar de ser la diosa que todos los hombres deseaban llevarse a la cama a ninguno parecía agradarle la mujer de carne y hueso que despertaba a su lado, supo que la mano que surgió entre la multitud para detenerla antes de cruzar la calle era la suya. Aquella mano le había salvado la vida. Un vehículo desbocado descendía pegado al arcén, pero los ojos de June estaban demasiado anegados por las lágrimas como para haberlo visto cuando ya se precipitaba sobre ella.

En su época de mayor fama, entre 1923 y 1925, June recibía a diario unas tres mil cartas de sus admiradores. En ellas, hombres y mujeres de todas las edades, capas sociales y antecedentes psiquiátricos le juraban amor eterno, la emplazaban a conocerse más allá de esas salas de cine que delimitaban sus relaciones con ella, impidiendo que la intimidad que hacía germinar un verdadero amor aflorase entre ellos, la amenazaban con el suicidio si insistía en hacer oídos sordos a sus peticiones, ya fuera una cena romántica o alguna prenda íntima que no hubiera pasado por la lavandería, o, volviendo las tornas, amenazaban con matarla a ella como castigo por dejar que otros hombres ocuparan su cama, como la puerca asquerosa que en realidad era. De entre todas aquellas cartas, June siempre reconocía las que le enviaba el hombre que le había salvado la vida, el desconocido de la cicatriz en la frente. Estaban escritas con ceras de colores, lo que hubiera interpretado como una excentricidad de no ser porque desde muy niña había visto en ello una suerte de lenguaje secreto que solo ellos dos podían entender. June incluso era capaz de averiguar el estado de ánimo de aquel extraño solo con ver los colores que más resaltaban en su caligrafía. Si destacaba el azul, estaba exultante. Si destacaba el verde o el marrón, entonces es que alguna angustia le atormentaba. Rara vez pintaba sus cartas en amarillo, pero cuando lo hacía, June se veía empujada a cancelar alguna cita o a desestimar un contrato. No podía evitarlo. Era algo superior a sus fuerzas. Para sus agentes no era más que una extravagancia, esa clase de caprichos propios de una actriz de éxito como era June, pero a la larga, fuera por pura casualidad o por una sensibilidad especial a los colores, no tuvieron más remedio que admitir que sus decisiones siempre resultaban acertadas. La película por la que no firmaba se convertía en un rotundo fracaso, incluso con el respaldo de estrellas tan populares como lo era June, y las citas que se negaba a atender le ahorraban problemas con amantes que pretendían seguir nutriéndose de su fama o periodistas que querían husmear en su vida privada para conseguir un comentario desafortunado, un artículo incendiario y un notable ascenso en el diario que les pagaba por derribar las estrellas que iluminaban el cielo de Hollywood.

Durante años, June vivió intrigada por la figura de aquel desconocido que parecía saber de ella mucho más de lo que la propia June sabía acerca de sí misma. Sus cartas procedían de los lugares más diversos, Chicago y Florence, Galveston y Atlanta, Chippewa Falls y Denver, Colorado, y siempre relataban fragmentos de una existencia errante en la que parecía proyectarse la sombra fatídica de las tragedias griegas. Aquel desconocido podía ser tan pronto un estibador en Norfolk como un músico ambulante que recorría los tugurios de Memphis con su guitarra al hombro, o el carbonero de un vapor de Mississippi, o un cazador con la fiebre de las cabañas en Nebraska. Era una vida de película, pensaba June. Era el hombre de las mil caras. A veces tenía la impresión de que no le dirigía aquella ingente correspondencia solo para detallarle su vida, que aquel desguace emocional tenía un propósito mayor que el de hacerle partícipe de sus aventuras. Quería que lo conociese todo sobre él, sus enfermedades, sus alegrías, sus borracheras, sus peregrinaciones de un rincón al otro del continente americano, sus luchas contra animales feroces, contra la oposición de los climas y la brutalidad de los hombres que encontraba en su camino. Cualquier historia alentaba a June a aguardar expectante sus siguientes cartas, si bien no podía evitar sentirse un tanto estúpida al hacerlo. Lo llamaba «El Hombre Misterioso», a la manera de los protagonistas de los seriales que invadían las salas de Norteamérica y los programas de la radio. Y al igual que sucedía con aquellas aventuras enlatadas, a las que June no podía entregarse con la misma devoción porque como actriz conocía la mayor parte de sus secretos, lo que más temía, casi tanto como dejar de recibir sus cartas, era que un día las hazañas de «El Hombre Misterioso» empezasen a tocar fondo. Una vida como la suya, después de todo, no podía prolongarse durante demasiado tiempo sin que algo de dentro se resintiese.

Pero se equivocaba. June recibiría las cartas más extraordinarias a partir de 1927, cuando «El Hombre Misterioso» encontraba por fin el lugar al que había estado destinado desde que comenzó su odisea, el viaje a su propia Ítaca.

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