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LA CONSTRUCCIÓN DE AMERIKA » XII

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XII

 

A

quellas cartas estaban fechadas en Dakota del Sur, junto al pueblo minero de Keystone, una diminuta ciudad abandonada que se levantaba junto a las estribaciones del Monte Rushmore en el corazón de las Montañas Rocosas. El desconocido, quien desde su llegada a Keystone empezó a firmar sus cartas con el nombre de John Dowe, se había enrolado en una aventura de proporciones mitológicas al mando de un escultor medio loco llamado Gutzon Borglum, que a June, más que un nombre, le parecía el ruido que producían las digestiones pesadas o las avalanchas de rocas sedimentarias que había presenciado en Kansas cuando era solo una niña. Claro que, por lo que se desprendía de las cartas de Dowe, el tal Borglum no era la clase de tipo que hubiera aceptado de buen grado una broma a costa de su nombre. Lo más probable era que, en general, Borglum viviese en uno de esos universos graves y trascendentes donde las bromas, tanto como los hombres afeminados y las mujeres con pololos, no tenían cabida.

A June, que con Dowe creía haberlo visto todo, no pudo por menos de fascinarle la historia de Borglum. El escultor era uno de esos hombres que nacen marcados por un destino de leyenda, individuos que si alguna vez elevan su mirada a los cielos no es para abstraerse en su propia pequeñez frente a la inmensidad del Universo, sino para no olvidar el lugar al que pertenecen. En palabras de quienes mejor lo conocían, Dowe con el tiempo entre ellos, Borglum era un torrente de energía, una fuerza de la naturaleza. Cuando se enfadaba, podían echarse a temblar hasta las montañas. Si se mostraba generoso resultaba abrumador, si se comportaba como un mezquino era más miserable que nadie. Por asemejarse a los colosos a los que admiraba, Gutzon Borglum se había propuesto hacerse célebre antes de cumplir treinta años, pero al llegar a esa edad estaba en la quiebra, su matrimonio con una mujer dieciocho años mayor que él había terminado en un doloroso proceso de divorcio y su única vía de ingresos consistía en merodear por los parques ofreciendo a los transeúntes sus dibujos de los alrededores. Pese a todo, Borglum no rendía las fuerzas, y menos aún iba a quejarse a las altas instancias del cielo de que la aciaga suerte se estuviera cebando con él. Consideraba que las contrariedades no eran escollos en los que detenerse para lamentar su desdicha, sino pruebas para tasar la resistencia de su voluntad y averiguar si de veras estaba hecho para ocupar las alturas. Llorar no iba a cambiar su suerte. Si la vida se mostraba extremadamente dura, Borglum debía ser todavía más duro que ella. Debía responder a sus envites como los guijarros lo hacían al agua del río: sin conmoverse, dejándose envolver por ella, resistiendo imperturbable su minuciosa erosión. Seguramente fue así como se propuso convertirse en escultor: si podía tallar la corteza que revestía sus miedos y sus aflicciones, sus frustraciones y su ciega voluntad de superarlas, cómo no iba a moldear el mármol que era mucho menos resistente que él. Y eso fue lo que hizo. Un día abandonó los parques públicos, se radicó en París, estudió con Auguste Rodin, y en 1901, recién cumplidos los treinta y cuatro años, regresó a Nueva York, donde pudo por fin disfrutar las mieles de una fulgurante escalada hacia el éxito. En el barco que lo devolvió a América había conocido a una rica heredera llamada Mary Montgomery, que regresaba a la ciudad de Connecticut tras terminar su doctorado en la Universidad de Berlín, y al cabo de pocas semanas Borglum se casó con ella. Para entonces se había construido una personalidad magnética que atraía la amistad de ricos y famosos, y aquella joven estudiante no había tardado en rendirse a su conversación inflamada, a ese arsenal de pasión y ansias de belleza que parecía rebosarle el pecho. Borglum y Mary adquirieron una granja de quinientos acres en Connecticut, y allí el escultor trabajó como nunca, con la mirada puesta en el destino. En algo menos de una década compuso cien figuras para la catedral de St. John The Divine, talló el monolítico Lincoln de Rotunda, vendió las Yeguas de Diomedes al Metropolitan, forjó la estatua de Mackay en Reno y la de Sheridan en Washington. Lo que no había obtenido en una existencia consagrada al arte en su expresión más clásica lo había logrado apoyándose en una visión propia que deslumbraba y perturbaba a las masas, una forma de contemplar la creación en la que las viejas proporciones del arte se habían ido desfigurando poco a poco hasta presentar a la multitud un rostro irreconocible. América ingresaba en una nueva era, aducía Borglum, una era de proporciones colosales, y los artistas tenían que ensanchar la mirada para celebrar al coloso americano como este merecía.

La prensa adoraba a Borglum, y Borglum no escatimaba escándalos para embaucarla y procurarse esa admiración. Afirmaba odiar a los judíos, se jactaba de ser racista y consideraba que la inmigración era una de las peores lacras que América se veía obligada a padecer por culpa de la incuria de sus representantes políticos. Cuando se le interrogaba por los monumentos nacionales, Borglum se mostraba más compasivo y aseguraba que le parecían perfectos: perfectos, claro, para dinamitarlos. Pocas cosas le resultaban dignas de su atención, pocas criaturas tan agudas como lo era él. En 1915, las Hijas de la Confederación le ofrecieron tallar un busto del general Lee para posarlo sobre la cumbre de Stone Mountain, y Borglum se burló de ellas argumentando que eso sería como adherir un sello de correos en la puerta de una porqueriza. Era una propuesta tímida, la clase de oferta que hubiera estremecido de placer a cualquier artista mediocre, pero Borglum tenía una visión de sí mismo demasiado elevada como para perder el tiempo con pequeñeces. Si querían un busto de Lee en plena montaña, el busto no podría ser menos grandioso que la montaña en la que se sostendría. O mejor dicho, el busto sería la misma montaña, una cara tallada en la piedra que Dios había labrado con sus propias manos. Dios y Borglum unidos por la misma causa. Para Borglum las cosas eran blancas o negras, no había término medio. Como artista poseía su propia percepción de la realidad, y era evidente que ningún proyecto tendría suficiente empaque si no se ajustaba a la forma en que según él la obra debía ser plasmada.

Aun así, Borglum también sabía que se hallaba ante una oportunidad única para engrandecerse, para medirse con el futuro; sin saber cómo, el destino lo había puesto cara a cara frente a la obra de su vida. Y desde el primer momento supo lo que quería. Podía pasar el resto de sus días trabajando el color y la forma, pero lo grandioso poseía su propia cualidad estética, y ninguna criatura dejaría de sentirse sobrecogida ante la visión de lo inconmensurable. Que fuera el busto de un general confederado lo que debía tallar en la piedra era lo de menos. El rostro de Lee no se le antojaba ni mejor ni peor que el del dios Apolo. No era más que un pretexto para firmar la Octava Maravilla del Mundo: no el rostro de un hombre, sino el de todos los hombres. Lo importante era el tamaño, dictarle a la piedra la forma que tenían sus sueños. Si las Hijas de la Confederación no entendían esto, el calado de aquella aventura, es que tampoco entendían que él no era el hombre que buscaban para llevar adelante su proyecto.

Para sorpresa de Borglum, lo entendieron. Aquello era mucho más de lo que se habían atrevido a soñar. Borglum les había remitido una remesa de diez o doce dibujos en los que pormenorizaba al milímetro los detalles del monumento, diferentes vistas de una esfinge colosal que asomaba su rostro petrificado entre los insignificantes arbustos de un bosque de abetos, y los confederados no habían tardado en sobrecogerse y emocionarse ante aquel tenebroso gigante cuya mirada era la de un dios implacable. El único problema era el dinero: la Confederación no podía sufragar una empresa de aquella envergadura. Habían imaginado una obra modesta, así que la suma con que pensaban costear el proyecto era igual de modesta. Pero a Borglum, que en un alarde de fuerzas había añadido la figura de Stonewall Jackson al proyecto, aquella dificultad se le antojaba un obstáculo nimio, intrascendente. Se procuró el dinero que precisaba para iniciar la obra hipotecando su granja de Connecticut, y se trasladó a Georgia con su mujer y sus hijos mientras se apuraba en diseñar los modelos a escala de aquel rostro afilado, de líneas tortuosas, que debía hacer suyo antes de trasladar sus facciones a la montaña. De un día para otro, los diarios se hicieron eco de la fabulosa empresa de Gutzon Borglum. Su magnitud deparó genuino asombro, encendidas protestas y algún que otro chiste fácil donde un Borglum ataviado con el bacín, la adarga y la armadura de Don Quijote se arrojaba a galope tendido contra dos montañas en las que se distinguían los rasgos de Stonewall Jackson y el general Lee, sin atender al aviso que una caricatura del gobernador de Georgia le gritaba desde el lomo de un asno: «¡Mire que no son gigantes, vuestra merced, sino montañas!». Pero aquellas burlas inofensivas no iban a arredrarlo. Fiel a la máxima de «ladran, luego cabalgamos», Borglum no dudó en emplear su reciente publicidad para seguir solicitando dinero.

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