Amerika

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LA CONSTRUCCIÓN DE AMERIKA » XIII

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XIII

 

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urante la época en la que trabajó en Stone Mountain, Borglum fue captado por la segunda encarnación del Ku Klux Klan, la versión pintoresca de las cruces envueltas en llamas inspirada en El nacimiento de una nación, de D. W. Griffith. Dado su carácter autoritario y la radicalidad de muchas de sus ideas, a pocos les extrañó que Borglum se afiliara al Ku Klux Klan de Simmons: se decía que lo había hecho para ganarse el favor de ciertas minorías racistas con dinero suficiente para costear su obra, aunque a saber dónde estaba la verdad. Al fin y al cabo, también se decía que participó en sus reuniones, que se disfrazó con la toga y el capirote, que prendió alguna que otra cruz y que por pura voluntad dramática asustó a unos cuantos negros atándoles horcas al cuello y echándolos a los perros, aunque sin llegar a causarles daños de consideración. Fuera como fuese, lo cierto es que nunca se comportó como el exacerbado encapuchado que contaban las leyendas. Incluso tenía un chófer negro, un tal Charlie Johnson, al que no trató de forma diferente al resto de sus empleados; de hecho, le dejó a deber tanto dinero como al que más. Pero no era menos cierto que cada vez que la indignación le abría la boca, Borglum encontraba siempre una raza a la que culpar de que las cosas no marchasen como él quería: cuando no eran los polacos, eran los judíos, si no eran los judíos, eran los irlandeses. Cualquier sangre que no hubiese sido bendecida por el sol americano pertenecía necesariamente a una raza distinta, y por distinta había que entender, por supuesto, inferior.

La nueva encarnación del Ku Klux Klan la había fundado en 1915 un pastor episcopaliano llamado William Joseph Simmons, típico producto del hombre que se ha hecho a sí mismo contra todo pronóstico: fue expulsado de su iglesia por incompetente, se empeñaba en que se le reconociese bajo el título de «doctor» (sin serlo) o de «coronel» (apelativo cariñoso que le fue concedido en una de las variopintas hermandades racistas que frecuentó, sin relación alguna con un rango militar que nunca obtuvo), levantó florecientes empresas que enseguida quebraban, amasó una fortuna como solo los mentecatos consiguen hacerlo, y, en fin, resumía en su existencia la clase de inmortales figuras del imaginario americano que surgen de la nada para demostrar que en el país de la democracia, la libertad y las oportunidades cualquier individuo puede llegar al destino que se proponga con tal de que compense el tener una cabeza pequeña con una boca muy grande. Había que ver la petulancia con la que Simmons sacaba a relucir sus medallas de americano de pro por su pueblecito de Atlanta. Había que escucharle arengar a sus conciudadanos, decirles «hasta aquí hemos llegado» en su tolerancia a los judíos, los negros, los asiáticos, los católicos al viejo y decadente estilo europeo y todos aquellos que no pudiesen demostrar que por su sangre corría pólvora y whisky entre pepitas de oro, la mejor prueba de que la historia de América se les había grabado a fuego en las venas. Era la mentalidad del americano que vivía convencido de que Dios hablaba con acento de Arkansas, un ejemplar de la más profunda tradición rural, del «que hablen las pistolas» y el «esta tierra es mía». Con un temperamento así, asistir al pase de El nacimiento de una nación, donde el Ku Klux Klan se presentaba como el salvador del pueblo, tuvo que ser para Simmons una especie de epifanía, una revelación triunfal, en la que Dios mismo le inspiraba el camino a seguir por intermediación de Griffith, su profeta en la tierra. Para Simmons, saltaba a la vista que la América en la que él creía se iría al garete en un puñado de años, si alguien no ponía freno a la promiscuidad de sus habitantes más indeseables e incluso de los que uno hubiera considerado deseables, de no ser porque también ellos habían empezado a practicar esa promiscuidad que alejaba del recto camino. La promiscuidad era el enemigo, sí. La promiscuidad en todos los sentidos, en todos los peores sentidos de la palabra. Promiscuidad en la abyección, promiscuidad en la lujuria, promiscuidad en el adulterio, promiscuidad en elevar falsos testimonios. Promiscuidad hasta para decirle a la mano derecha lo que hacía la izquierda. Pero no había que llevarse a engaño, era lo que repetía Simmons para los listillos, los que opinaban que la maldad excesiva solo podía combatirse con una bondad también excesiva. No había una promiscuidad buena, ni siquiera lo hubiera sido una promiscuidad concebida para acabar con todas las demás promiscuidades. Nada de eso. Dios no era Dios por enseñar a sus criaturas todo el arsenal de sus trucos, sino por no dejar escapar sus palomas del pañuelo, por saber ocultar las manos a su debido tiempo. Contención, caballeros, esa es la palabra. Bien fácil le hubiera resultado al Creador hacer que los conejos rebosasen de su sombrero de copa, pintar el universo con los colores que se había reservado para decorar el Paraíso y traernos el cielo a la tierra, pero entonces, ¿qué prueba representaría el mundo para sus criaturas? ¿Qué sentido tendría la existencia, si la gracia nos venía impuesta desde el nacimiento? O bien, a riesgo de hacer un mal chiste que Simmons se reprobaría enseguida, ¿qué gracia tendría la gracia?

Pero Dios sabía lo que hacía, y en lugar de presumir de milagros, decidió que la vida del hombre habría de ser una sucesión de peldaños de oscuridad que solo los elegidos ascenderían hasta las puertas de la sabiduría. Los elegidos merecían ese nombre porque no perdían la gracia en insensateces, así que el secreto estaba en saber dominarse, en practicar la contención. Acabar con la promiscuidad, pero sin pasarse. Liquidar a los impuros mediante el fuego, o, si se andaban listos, ayudarles a alcanzar la pureza mostrándoles el camino de la sabiduría, aunque fuese a hostias. Había que ganarse aquel paraíso terrenal que era América con la misma austeridad que Dios, en su infinita sabiduría, había desplegado para crear el mundo.

Pasaron algunas cosas entre medias, antes de que llegase el día en que América empezaría por fin a purificarse, cosas buenas y cosas malas, señales, en una palabra, que Simmons tenía que descifrar. El asesinato de Mary Phagan, por ejemplo, o el linchamiento de Leo Frank, que los propios periódicos de la ciudad demandaron a los valientes ciudadanos de Atlanta para acabar de una vez por todas con aquella basura negra que atacaba a las muchachas blancas, o incluso el atropello que sufrió el propio Simmons, precisamente cuando salía de ver El nacimiento de una nación, todavía con la música de Wagner metida en las orejas. Estaba claro qué era lo que Dios pretendía arrojándole un coche por encima: que despertase, que abriese los ojos, que viese de una vez que América era el pueblo que Él había elegido y ahora su pueblo lo necesitaba. No hacía falta decir más, Simmons era el epítome del buen entendedor y necesitaba de muy poco para comprender las cosas, sobre todo si era Dios mismo quien le hablaba, aunque se valiese de símbolos tan misteriosos como aquella brutal embestida en plena vía pública que lo había dejado baldado. Así que seis noches después, sin encontrarse del todo repuesto del accidente pero con el Señor como su vara y su cayado, Simmons hizo lo único que podía hacer para responder al mandato divino: ascendió a la cima de Stone Mountain, acompañado por la vieja guardia del Ku Klux Klan y los cuarenta leales americanos que habían recibido con él la llamada de las capuchas blancas, y bajo la aquiescente mirada del alto espíritu que lo había precedido en el cargo, Nathan Bedford Forrest, Gran Mago Imperial, y la de todos los Grandes Magos de los Estados Confederados de América, juró solemnemente defender su país contra las promiscuidades del enemigo, poco importaba la forma en que se le presentase, la del falso americano, la del rojo invasor, la del avaro judío o la del negro piadoso, ese que olía a hienas muertas cuando sudaba. Luego se arrodilló y, con lágrimas en los ojos, dio las gracias al cielo por haberle tocado a él y no a otro con su dedo, aunque hubiese sido a lo bestia: gracias, Señor, por haberme elegido entre todas tus criaturas, gracias por haberme alumbrado con tu luz, gracias por ilustrarme con el recto camino, gracias por echarme a los pies de los carros, gracias, gracias, gracias. Un sinfín de genuflexas gratitudes. Era la noche de Acción de Gracias de 1915, pero para Simmons aquel día era en realidad el Día Cero, el Día de la Segunda Creación, el día que anunciaba que la tierra ya había sido roturada y por fin —¡por fin, oh Señor!— se acercaba el momento de la siega.

La primera misión de Simmons como Gran Mago del Imperio Invisible consistió en ordenar la erección de un monumento. Tenía que ser algo grandioso, que conmoviera a toda la nación. Tal vez un busto gigante, tal vez una estatua colosal. El monumento conmemoraría la alianza de Dios con la nueva América, por lo que había que andarse con cuidado para representarla sin caer en la alegoría. Eso era lo que había llevado a América a estar donde estaba, lo que había destruido imperios y barrido civilizaciones enteras, el maldito símbolo. Cruces, estrellas de David, lo que fuese. Cuando una cosa podía ser al mismo tiempo otra, cuando algo podía ser algo y su contrario, entonces ya no tenías nada a lo que asirte, y no había que asombrarse si un día te despertabas y ya no reconocías el mundo en el que vivías. Así que nada de símbolos. Nada de cruces que pudieran darse la vuelta, nada de estrellas que, en lugar de reclamar la compañía de las sacrosantas barras, pudiesen hacer pensar que eran un grupito de judíos enmascarados. Rostros humanos, manos, piernas, vidas, realidades concretas, pero algo sólido, a lo que un hombre pudiera agarrarse cuando la tierra se tambalease bajo sus pies. El general Lee, por ejemplo. Un verdadero hombre, esa era la idea. La cabeza del general, con la frente erguida hacia el Este, asistiendo cada mañana al despertar de un nuevo día. Maravilloso, Simmons ya casi podía verlo con sus propios ojos: los ocres y pardos de la tierra, los naranjas y dorados del cielo americano, y en mitad de aquel estallido de luz, el pálido rostro de Lee coronándose con el sol creciente, como una nova. Era perfecto. Mucho más que eso, era lo que América demandaba, aunque todavía no lo supiera, sobre todo esa escoria de la costa este a la que Europa todavía parecía irradiar su perniciosa influencia. Respecto al emplazamiento no cabía discusión alguna: el monumento se alzaría en la propia Stone Mountain. Teniendo las ideas tan claras como Simmons las tenía, ya solo faltaba reunir la financiación y dar con el artista adecuado. El hombre encargado de despertar a Lee de entre los muertos, de conferirle una nueva vida, de permitirle ver el nacimiento de una Nueva América, nada más y nada menos. Eso era lo único que inquietaba a Simmons, dar con un artista de genio, un visionario que además fuera un auténtico americano. Pero quizás era excesivo preocuparse. De la manera en que Dios Todopoderoso le estaba presentando las cosas, no tenía que resultarle tan complicado encontrarlo.

El resto ya lo sabemos. Borglum cayó en Georgia en el momento apropiado, y Simmons no tardó en hacerle su ofrecimiento en nombre de las Hijas de la Confederación, que sabían que el Coronel era un iluminado, pero no tanto. Borglum dejó que Simmons hablase, que le soltara lo que tuviera que decir, y cuando estuviera seco de una vez expondría sus condiciones. Dinero, una casa con cientos de acres y caballos para su familia. El artista deshojaba ya la región más cruda del calendario y se había vuelto práctico. Cada día que pasaba le quedaba menos tiempo para alcanzar la celebridad, para ser Gutzon Borglum, el artista americano más admirado en el mundo, y desde luego con encargos como el que aquel opositor a subnormal le estaba proponiendo no iba a codearse con Bernini o Miguel Ángel en el Parnaso. Sin embargo, fue durante su charla con Simmons cuando sucedió el milagro que cambiaría su vida. A Borglum lo invadió de pronto una extraña visión, una imagen tan clara que ni el enorme cabezón de aquel paleto le podía resultar más real: la Historia de América desfilando hacia el horizonte y él, Gutzon Borglum, avanzando a paso firme delante de ella. Borglum interrumpió a Simmons para decirle que Stone Mountain no sostendría el monumento, sino que sería el monumento. Ni él supo de dónde le vino la idea, y menos aún qué diablos quería decir exactamente con aquello, pero lo anunció con tal aplomo que era como si llevara toda la vida aguardando la hora señalada para decirlo. Se le hacía curioso que la hora señalada fuera ante aquel obsequioso palurdo, pero ya se sabe que los caminos del Señor son inescrutables y la verdad muchas veces se esconde en sus renglones torcidos. Borglum estaba nervioso, la cabeza le daba vueltas y apenas podía respirar. Se mareó, sintió vértigo. Le sudaban las manos y preguntó a Simmons si le podía dar un vaso de agua. Obediente como un perro, y casi igual de jadeante, Simmons se levantó, llenó un vaso y se lo tendió tras volver a la mesa, sin dejar de observar a Borglum con su sonrisita salivosa. Así que Stone Mountain será el monumento, ¿eh?, dijo por fin, asintiendo a sus propias palabras. Oh, pero Stone Mountain es ya el monumento, remató, y sin más preámbulo comenzó a narrar la gloria de Lee y por qué fracasó en la batalla de Gettysburg, por qué esto y por qué lo otro. Borglum dejó el vaso, miró a Simmons a los ojos y, mientras resonaba en su cabeza aquel parloteo de fondo, vio a las claras la clase de necio que era. El muy idiota se ponía a recordar la historia cuando gracias a él estaba viviendo en primera persona un momento que pasaría a la Historia. Un necio incurable, sí, pensó Borglum. Un analfabeto iluminado, un rico que no merecía la suerte que había tenido de nacer del afelpado coño de una princesita feudal.

Por el contrario, Simmons consideraba a Borglum un americano de los pies a la cabeza, un hijo de América de los que por desgracia ya no quedaban. Y bien pensado, había más de un buen motivo para que Gutzon Borglum reflejase el paradigma de americano que cualquier patriota soñaba al mirar a sus hijos, el ideal del all-american-boy que moría por su país confiando ciegamente en Dios y dejando un precioso cadáver que envolver con la bandera, ese rostro de saludable tez americana que ha sido fotografiado desde la infancia, enmarcado en plata y colocado con su sonrisa de cascanueces en el testero de la chimenea, junto a una ramita de acebo engalanada de barras y estrellas, presumiendo de tan escueta biografía como cualquier elegido de los dioses. Y es que, aunque sus padres eran europeos —daneses—, Borglum había nacido en suelo americano, pero no en Nueva York, en Washington o Chicago, o cualquier ciudad civilizada de la que uno no se avergonzase al rememorar la primera luz que recibió en el mundo. Esa sensación de haber sido arropado al nacer con unas hojas de parra no se la iba a quitar mientras viviese, y si de veras existía un más allá, seguro que tampoco ahí dejaría de atosigarle la vergüenza. Había nacido en Utah, que para el caso lo mismo le hubiera dado nacer en el Triángulo de las Bermudas. En Utah no había más que vacas, pajares y esa clase de gente de pueblo a la que si llamamos auténtica es por no ofenderla, y había tantos desiertos merecedores de figurar en la Biblia que no se hacía raro que esos Santos de los Últimos Días hubieran decidido plantar allí sus iglesias. Era un paraje tan irreal como los canales de Marte o las Montañas de la Luna, así que, de alguna forma, Borglum no era ni de aquí ni de allí. Precisamente por no ser de ninguna parte se consideraba más americano que nadie, más dueño de aquella tierra feraz y desconfiada que el descendiente del pionero más antiguo, alguien, al fin y al cabo, que no había tenido que cortejarla para que ella lo amase. Era tan radical al referirse a «su América» que asustaba. Hasta a Simmons le asustaba un poco, si bien no lo suficiente como para declinar ofrecerle un escaño en su distinguida sociedad de capuchones blancos. Al contrario, gente como Borglum era lo que necesitaban. El Ku Klux Klan crecía en fama y prosperidad, se anunciaba en los noticiarios de las salas de cine antes de que fueran proyectadas las películas de más éxito, había sido aplaudido en Atlanta como «la orden secreta, social, patriótica y fraterna más grande que el mundo ha conocido», y aunque la mayoría de sus patriarcas habían formado parte de la turba que linchó a Leo Frank, ningún político, periodista o intelectual que se preciase iba a escatimarle el reconocimiento de «sociedad benéfica». De hecho, el folleto que Simmons entregó a Borglum «por si quería pensárselo» durante la fiesta celebrada en la mansión virginiana de Samuel Venable, dueño de Stone Mountain, para festejar lo que Simmons anunció como el nacimiento de una nueva era, se bastaba para admitir que sus correligionarios eran un montón de buena gente, la clase de tipos a los que cualquier persona sensata querría tener como vecinos:

 

«Los Hombres del Klan son: Pro-Americanos, Pro-Gentiles, Pro-Blancos y Protestantes. Los Caballeros del Ku Klux Klan constituyen una organización de Americanos Nativos, Gentiles Blancos, Ciudadanos Protestantes, formada para oponerse por todos los medios legales a cualquier elemento infractor de la Ley de nuestro País... Recordad, los Hombres del Klan no son rojos, radicales, incendiarios, matones o asesinos. Son leales ciudadanos Americanos, tus propios vecinos, los amigos con los que te encuentras y saludas satisfecho cada día. Los hombres del Klan comen a tu mesa, te venden sus productos y acuden a la iglesia contigo. Los Hombres del Klan son hombres honorables en las comunidades en que residen».

 

Los hombres del Klan son tan cojonudos que uno hasta los contrataría como payasos de cumpleaños, pensó Borglum con una sonrisa, y en voz alta le preguntó a Simmons si había otro modo de calificar a una facción de ciudadanos que se dedicaban al saludable deporte de vapulear negros por las calles más que bajo el nombre de sociedad benéfica. A Simmons se le iluminaron los ojos y también sonrió. Samuel Venable sonrió, y las Hijas de la Confederación sonrieron y alguna se preguntó si aquel caballero de nombre tan exótico no estaría soltero. Estaba claro que se los tenía ganados, pensó Borglum. Menuda panda de imbéciles. Se los había metido en el bolsillo y no iba a pasar mucho tiempo hasta que empezasen a comer de su mano.

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