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LA CONSTRUCCIÓN DE AMERIKA » XXI

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Contra mi voluntad, yo también sonrío, pero imagino que mi sonrisa resulta igual de amarga que la de Nora. Por suerte, no tenemos ocasión de lamernos mutuamente nuestras heridas, de recordar que cualquier tiempo pasado fue mejor. Alborotando la melancolía de la mañana con sus gritos, una niña ataviada con un tutú y unos escarpines aparece correteando en el balcón, porque, si este curioso periodista no ha entendido mal, parece ser que cierta criatura llamada Mr. Clumsy se ha quedado atrapada detrás de un clavicordio.

Nora y yo intercambiamos una mirada, e inevitablemente sonreímos, aunque esta vez sin una sombra de amargura en los labios. Sí, a ambos nos gustaría pertenecer a ese mundo en el que la mayor de las tragedias es que algún patoso Mr. Clumsy decida buscarse la vida detrás de los muebles.

—¿Quién es Mr. Clumsy? —decido preguntarle a la niña.

Nora se adelanta a responder:

—Mr. Clumsy era...

—Mr. Clumsy es mi tortuga favorita —le interrumpe la niña—. Es de Florida, y todavía es muy pequeña. Cuando crezca podrá alcanzar este tamaño —dice, abriendo los brazos de par en par, antes de añadir con tristeza—: pero si se queda detrás del clavicordio no crecerá jamás.

—Quién sabe —le digo, sabiéndome observado atentamente por Nora—. Tal vez Mr. Clumsy es la única tortuga en el mundo que no necesita crecer para ser más grande. Tal vez su manera de crecer consiste en hacerse tan pequeña que no se la pueda ver.

—Es ridículo —replica la niña, atusándose distraídamente el tutú mientras se rasca el interior de la rodilla con la punta del otro pie, aunque por el modo en que lo ha dicho comprendo que no está del todo convencida de si aquello es ridículo o no—. ¿Y de qué le serviría eso?

—Bueno —le digo—, le serviría para estar siempre contigo sin que tú la veas. Hay tortugas más tímidas y tortugas menos tímidas. Precisamente, las de Florida suelen ser muy vergonzosas.

La niña piensa por unos segundos, apretando las mandíbulas, en una expresión reconcentrada que resulta un calco asombroso de la de su madre:

—Aun así, sigue siendo ridículo —dice—. Las cosas no crecen para hacerse pequeñas. Crecen para hacerse grandes.

—Oh, yo no estaría tan seguro de eso, jovencita. Incluso el mundo es un lugar enormemente pequeño, por muy grande que nos parezca. Ya lo dice la canción.

—¿Qué canción?

—¿Cómo que qué canción? Esta canción:

 

En el mundo hay risas y dolor,

esperanza, fe y también temor;

mucho hay en verdad

que poder compartir,

entre la humanidad.

Muy pequeño el mundo es.

Muy pequeño el mundo es,

Debe haber más hermandad,

muy pequeño es.

Una luna hay, solo hay un sol,

pero ambos brillan sin distinción.

Y aunque muy grandes son

las montañas y el mar;

muy pequeño el mundo es.

 

—¡Eso es solo una canción! —exclama la niña, que sin embargo resuella de impaciencia, como si se supiera al borde de una gran verdad que hasta entonces le ha sido esquiva.

—Oh, nada es solo una cosa, mi querida amiguita. Lo cual significa que una sola cosa puede ser todo. ¿Sabes qué? Hace mucho tiempo, un hombre muy viejo y muy sabio me dijo: «Jacob, si eres capaz de pensar en todas las cosas que deseas, si puedes pensar en ellas y verlas con tanta claridad ante ti como puedes ver la luz del día, entonces tienes el mundo en tus manos». Y era verdad. Nadie necesita vivir en el mundo. Todos, grandes y pequeños, vivimos en nuestro propio mundo. Y en ese mundo las cosas son como queremos que sean. Ni más ni menos.

La niña vacila unos instantes y retrocede unos pasitos, como consternada al haber encontrado en el mundo, inesperadamente, su propia madriguera de conejo. Después, como a sabiendas de que si no hace algo en ese momento se quedará paralizada para el resto de su vida, corretea hacia la balaustrada y se dedica a recoger las flores que trepan al balcón desde el acantilado. Con una coquetería resueltamente femenina, se coloca un ramillete hábilmente trenzado entre sus cabellos y me pregunta si esas flores la hacen «aún más bonita». Yo le digo que es ella quien hace aún más bonitas a esas flores. La niña abre los ojos de par en par y, con una sonrisa de puro agradecimiento en los labios, corre con su tutú y sus escarpines al interior de la casa.

—Una bailarina en la familia —digo.

—Ya lo ve —responde Nora, con una sonrisa que no puede ocultar su satisfacción—. El gen del espectáculo está en nuestra sangre. Y en la suya, por lo que veo. Debo reconocer que me ha dejado verdaderamente asombrada.

—¿A qué se refiere?

—Tiene una voz excelente, miente como un gran actor y ha cautivado a mi pequeña como yo misma sería incapaz de hacerlo. ¿Quiere saber una cosa? Aunque ella aún no lo sepa, aunque no recuerde ni cómo ni por qué, este será uno de los momentos más importantes de su vida. La conozco muy bien, tan bien como uno puede conocer al amor de su vida. Supongo que, como el resto de la familia, Alice es una niña dotada de una gran imaginación, y sé lo mucho que aprenderá de ese truco que acaba de enseñarle para darle la vuelta a las cosas. Créame, puedo imaginármela perfectamente en el futuro manteniendo con su hijo la misma conversación que usted acaba de tener con ella. De hecho, ya me la imagino haciéndolo con su prima, que aunque viva en Amerika, al menos está más cerca de Alice que sus futuros hijos. La fantasía nunca ha sido el fuerte de los Stielike.

Aliviado de haber regresado al presente, aunque haya sido gracias a una tortuga muerta, aprovecho para preguntar a Nora dónde imagina que tendrá lugar ese futuro del que habla.

—Si le digo la verdad —replica—, creo que volveré a Amerika. No es más que un pequeño pueblo, pero, lo crea o no, es el único lugar donde realmente me he sentido siempre como en casa. Pauline, Lili, mi madre, incluso Agnes, Nana, papá y el marido de Pauline: todos ellos siguen allí. Recuerdo nuestras conversaciones en las praderas de Penig, nuestros paseos a la orilla del Mulde... Toda la gente a la que he amado de verdad vivió, nació o murió en Amerika. Para mí el mundo empieza y acaba ahí.

—Nora —digo, manteniendo los ojos bajos—, imagino que sabrá a lo que se expone al dar a conocer esta historia. ¿Qué le diría a quienes piensen que todo cuanto ha relatado es mentira?

Nora reflexiona por unos instantes, aunque le sobran segundos para responder:

—No les diría nada. Es mi mundo, ¿sabe? Puede que sea un mundo demasiado pequeño —concluye, con una sonrisa triste—. Pero me guste o no, es el único que tengo.

—Supongo que aún no es tan mayor como para no creer en tortugas que crecen para hacerse pequeñas —le digo, devolviéndole la sonrisa.

Nora frunce un poco las cejas y su expresión se vuelve encantadoramente pícara:

—Supongo —responde.

Y por el modo en que ríe, me doy cuenta de que es verdad.

 

Escaneo y corrección del doc original:

Maquetación ePub: El ratón librero (tereftalico)

 

 

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