Amerika

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LA CONSTRUCCIÓN DE AMERIKA » XVII

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ás o menos por aquella época las cartas que June recibía desde Dakota empezaron a escasear. June se había embarcado en otro rodaje, la última de las películas que rodó sabiendo de antemano que triunfaría, la última de sus películas que conseguiría el éxito. Luego decayó su suerte. Algunos rodajes insensatos, dos incursiones en Europa que fueron ignoradas en América, un intento de sacar a flote su imagen cuando el cine sonoro hacía jadear de asombro a los espectadores, y June Caprice pasó a engrosar las filas de estrellas adoradas por el público que ya nadie recordaba y solo algún seguidor verdaderamente leal se molestaba en pronunciar, aunque lo hiciera con esa devoción con que se pronuncia el nombre de los muertos. Pero eso vendría después. Durante el rodaje de su última gran película, las cosas no marcharon tal y como June esperaba, aunque solo a ella podía culparse de la situación. En realidad, no sabía qué le estaba ocurriendo. Llegaba tarde al set de rodaje, respondía con desgana a las indicaciones del director, prefería tenderse en un diván con un libro entre las manos antes que repasar las hojas de un guión que ni siquiera había memorizado aceptablemente, reaccionaba con súbitos arranques de ira a cualquier malentendido o se comportaba como una diva caprichosa ante el elenco de actores que secundaban su presencia en la película, e incluso ante los asustados asistentes que se ocupaban de su maquillaje o su vestuario. Pasaba horas en su camerino, llorando con desconsuelo, gritando a quienes llamaban a su puerta que la dejasen en paz. Estaba asustada. Se sentía perdida, y lo peor era que no sabía por qué.

Para entonces, la tensa relación que mantenía con su madre, en la que tan pronto pasaban del amor a las lágrimas, había llegado a su punto culminante: Liberty March era ahora una de esas mujeres ni viejas ni jóvenes, ni guapas ni feas, que atraen a los mismos hombres a los que les atraería una buena pintura, pero que se contentan con adquirir sus réplicas por no poder optar al original. Tiempo atrás, Liberty pensaba que su propio original, paradójicamente, era June, y que los hombres que se acostaban con ella lo hacían por poseer aquel sucedáneo todavía en buen estado en cuyos rasgos, si uno se fijaba bien, podían vislumbrar el rostro de esa deliciosa estrella de cine a la que desgraciadamente jamás tendrían la suerte de llevarse a la cama. Ahora, Liberty había llegado a la conclusión de que para los hombres que la cortejaban su original era ella misma, y no sabía si le desagradaba más que muchos de sus amantes se hubieran acostado con ella por ser la madre de June, o que ahora simplemente se dejase hacer a sabiendas de que las manos que la recorrían hubieran preferido posarse en la bella reproducción de sí misma que el tiempo guardaría ya para siempre en su cámara acorazada. Fuera como fuese, aquel súbito declive había adquirido para Liberty el carácter de una cuantiosa deuda cuyo pago se empeñaba en retrasar, y la única manera que tenía de seguir retrasándolo pasaba por mantener en su cama un tráfico constante de hombres, fueran o no entendidos en pintura.

Aquella era la nueva vida de Liberty March, una vida en la que June no encajaba por ninguna parte, aunque entre hombre y hombre no dudaba en culparla de su abandono. La telefoneaba a los hoteles en los que se hospedaba, a las mansiones de sus amigos, a los apartamentos que alquilaba para ocultarse de la muchedumbre, y con la voz empapada de alcohol le describía su última conquista, la nueva casa que se había comprado o el orzuelo que acababa de salirle en un ojo; le relataba después su lucha contra la infelicidad, le refería los sacrificios que había hecho a lo largo de su vida para convertirla en la mujer que ahora era, los hombres a los que había tenido que renunciar para no descuidar su carrera, todo aquello, en definitiva, que a esa maldita egoísta que tenía por hija jamás le había escuchado agradecer. «Espero que Dios te castigue por esto», le gritaba por fin, cuando interpretaba por aquel silencio escarchado al otro lado de la línea que June había resuelto dejar el auricular sobre la mesilla, probablemente tras soltar un suspiro hastiado y sentarse con alguna copa en la mano a escuchar la crepitación que el teléfono evacuaba en la habitación.

Claro que, por lo general, las cosas no siempre sucedían así. De hecho, solo en una ocasión Liberty acertó en sus intuiciones. Pero June, que en efecto se había derrumbado en una silla, con el teléfono descolgado sobre la mesilla, no lo había hecho blandiendo una copa, sino una pluma, y ante un rimero de folios sobre los que derramaba copiosas lágrimas. Por primera vez se había dado cuenta de lo sola que estaba, tan sola como nunca se había sentido en su vida, y fue entonces cuando decidió que, si Dowe no le escribía a ella, sería ella quien escribiese a Dowe. Aunque sonase ridículo, era como si las cartas que aquel desconocido le había escrito hubieran servido para orientarle los pasos, y ahora que le faltaban ya no pudiera ver a las claras el lugar en el que debía poner los pies.

Escribió una carta de siete folios en los que resumía su vida lejos de los focos, enfatizando lo que según ella la había convertido en la mujer que era: un padre del que no volvió a saber una palabra desde que desapareció de su casa cuando ella tenía siete años, y que seguramente a estas alturas estaría muerto, una madre tiránica que la había arrojado a los escenarios antes incluso de que June hubiera podido decir si era eso lo que quería, un par de hermanos que se habían olvidado de ella excepto para pedirle dinero o anunciarse ante sus conocidos como los hermanos de la actriz más famosa del mundo, y una caravana de amores fracasados que le habían llenado el alma de cicatrices, aunque afortunadamente para su carrera el cinematógrafo no era todavía un ingenio tan perfecto como para transmitirlas a la pantalla. June envió la carta a la atención de John Dowe, estrella del equipo de béisbol Rushmore Memorial, Colina Negra, Monte Rushmore, Dakota del Sur. Quería estar segura de que la carta llegaría a sus manos, así que realizó aquel encargo por sí misma. Puesto que era la primera vez que enviaba una carta, le preguntó al funcionario que la atendió en la estafeta de correos si aquel era el protocolo para enviarlas a un lugar como Rushmore, un pedazo de tierra que ni siquiera constaba en la mayoría de los mapas. El hombre no supo qué decir, y se contentó con responder que cruzase los dedos y tuviese fe en el servicio de correos de los Estados Unidos de América.

—Pero sea quien sea el tipo que debe recibir esta carta —añadió—, estoy seguro de que hará lo imposible por recibirla. Demonios, es usted una muchacha endiabladamente bonita. ¿Sabe a quién me recuerda? A Louise Brooks. La novia secreta de Nueva York. Podré ser un viejo, pero no he olvidado lo que se siente al tener una muñeca colgada de tu brazo, y dígame, ¿a quién no le gustaría tener una novia que se parece a una estrella de cine?

June hubiera querido decirle que se le ocurrían destinos mejores que el de ser una estrella, pero sabía que si abría la boca para contestar, solo con que moviese un músculo de la cara, acabaría rompiendo en un mar de lágrimas.

La carta nunca llegó a John Dowe, aunque por lo visto no era necesario que la fe en el servicio postal de los Estados Unidos de América fuera desorbitada, pues al menos sí llegó hasta el campamento de Rushmore. El mismo día en que June echaba la carta al correo, John Dowe decidió que había llegado la hora de salir otra vez al camino. O eso fue lo que el propio Borglum le contó de su puño y letra. June recibió la carta que le había enviado, todavía cerrada, dos semanas después de remitirla, acompañada de una escueta anotación de Gutzon Borglum en la que el escultor le explicaba que Dowe ya no se encontraba en el campamento. Sin permitirse perder un segundo, June le telegrafió aquel mismo día preguntándole esta vez por el paradero de Dowe, pero tampoco entonces quiso Borglum aclararle las cosas. El nombre que firmaba el telegrama y la carta, además, no iba a servir para convencerlo. Dowe podía ser una caja de sorpresas, pero lo último que Borglum hubiera esperado de él era que tuviese como ferviente admiradora a una estrella de cine. En cambio, imaginó quién podía ocultarse tras lo que a todas luces debía de ser un seudónimo: un acreedor dispuesto a todo por recuperar lo que le pertenecía, la madre de algún bastardo del que Dowe no querría responsabilizarse —con todo el derecho del mundo, aprobó Borglum—, e incluso un detective privado que alguien había arrojado tras su pista, siguiendo el hedor de sus pecados. Fuera como fuese, ya era demasiado tarde para saberlo. El día en que recibió la carta, Borglum pudo abrir el sobre y despejar todas sus dudas de un plumazo, pero si de veras Dowe estaba metido en algún lío, probablemente su brusco abandono de la escena resultaría más creíble si devolvía la carta cerrada a la estafeta de origen y describía el destino de Dowe en unas palabras tan vagas como escuetas. Lo que no esperaba era aquella segunda llamada, el cable que aquella insistente June Caprice remitía desde Nueva York, y entonces Borglum solo pensó en proteger a su amigo. Dowe era un tipo extraño, lo más parecido que había visto jamás a un lobo solitario. Nadie sabía adónde iba ni de dónde venía, y había alguna circunstancia en su pasado que él no deseaba aclarar. Para Borglum las cosas estaban bien como estaban, y al margen de lo que Dowe hubiera hecho en su vida, había aprendido a quererlo como a un verdadero amigo. Así que contó lo justo. Que Dowe cogió sus cosas y se largó, dejándolo empantanado con su obra, sin desearle suerte siquiera. No sabía dónde podría encontrarlo y tampoco le importaba un comino si lo lograba. Peor para ella si era así. Porque en lo que a él respectaba, Dowe era un chiflado, un mentiroso y un buscavidas de tres al cuarto. Allá donde se encontrase, concluía, lo mejor que le podía desear es que estuviese muerto.

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