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AMERIKA O LAS CONFESIONES DE UN MUERTO VIVIENTE » 2

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—Seguramente no me ha entendido bien —respondió—, aunque estoy convencido de haber hablado con toda la sencillez de que soy capaz. Ni loco creería que en el futuro pudiera llegar a haber otra mujer para sustituir a la única a la que uno está destinado. Ni loco. Es estar con ella o no volver a reconocerte en un espejo. Es estar con ella o morir, no hay más. Y, por más vueltas que le doy, no veo cómo el hecho de que la deje marchar el único hombre que hubiera sabido disfrutar de una mujer como Ilsa puede llegar a ser una solución que satisfaga a nadie, y menos que a nadie, a él. ¿De veras Víktor Laszlo sería incapaz de liderar la Resistencia si Ilsa no permanece a su lado? Venga ya. Un tipo así no solo es indigno de dirigir ninguna Resistencia; yo no le permitiría ni dirigir la banda de música de mi barrio.

Dicho lo cual, retomó la pluma, pasó algunas páginas de su cuaderno y escribió un poco más. Disimuladamente, estiré el cuello para tratar de leer algo de lo que estaba escribiendo, pero por más que me esforcé solo distinguí una caligrafía retorcida, formada por cadáveres de hormigas cuyas hileras se apretaban más y más a medida que se aproximaban a los márgenes del cuaderno: aunque más menuda era la letra que había visto en la anotación que venía adherida al billete de avión, la caligrafía que solo lograría elaborar y perfeccionar, generación tras generación, un extenso ramaje de locos peligrosos.

—En fin —prosiguió—, supongo que usted también se habrá formado su propia opinión.

Me había distraído mirándole escribir en su cuaderno y aquella pregunta me pilló por sorpresa.

—¿Mi opinión sobre qué? —pregunté.

—Pues sobre

Casablanca, ¿sobre qué va a ser, la Luna? ¿Le parece buena, le parece mala o solamente mediocre? ¿Le parece una bagatela, una pérdida de tiempo? ¿Qué?

Prudentemente, ofrecí la respuesta más trillada: que

Casablanca era la prueba evidente de que una pésima planificación, un guión improvisado, un plantel de actores que no sabían por dónde iban y un director desquiciado que trataba de salir como mejor podía de los muchos apuros que la historia le presentaba, eran capaces de elevarse sobre las dificultades y lograr una obra maestra.

—Ya —dijo Rilke—, pero lo que yo quiero saber es su opinión personal. Quiero saber qué le parece a usted, no que me haga un resumen para el colegio. Quiero saber si le gusta.

Solté un suspiro. Empezaba a sentirme incómodo con aquella manera de interrogarme, y consideré que lo mejor era responder sin evasivas, tratando de decir lo que pensaba y no lo que Rilke esperaba oír. Le dije entonces que sí, que a pesar de los problemas entre bastidores me parecía una película genial, sus diálogos perfectos y sus escenas irreprochables; si eso no bastaba para que la película me gustase, es que nada podría hacerlo. Mi franqueza, a la postre, dibujó una brillante sonrisa en el rostro esmaltado de Rilke, tan insultante como su manera de reprobar mis contestaciones:

—Yo pienso igual —argumentó—, por eso me parece tan repugnante. Muy bonito todo, sí, muy perfecto, hasta las lucecitas que chispean en los ojos de Ilsa. Pero eso es pura basura. La vida no es así, la vida no es perfecta. No hay que ser muy listo para darse cuenta de que la vida está hecha de malos encuadres, de frases idiotas, de personajes que entran cuando no tienen que entrar y otros que abandonan en el peor momento. ¿Ha visto

La furia del hombre lobo? Hay una escena en la que la actriz que encarna a Wandesa tropieza con alguna pieza del decorado, incluso está a punto de caer al suelo; no es algo improvisado, pero la escena sigue: ni por un instante al director se le pasa por la cabeza la idea de cortar y repetir. Es algo real. En su vida diaria, Wandesa se encontraría todos los días con ese problema, caminar por sus salones y tropezar, tropezar y estar a punto de caer, caer y volver a levantarse. Si se cae es problema suyo, ninguna voz va a ofrecerle la oportunidad de que repita la escena.

—Pero en eso consiste la magia del cine, ¿no? —dije—. En embellecer la realidad, en recluir al espectador durante unas cuantas horas en un mundo un poco más tolerable que la realidad en que habita.

—¿Lo ve? Evadirse, ese es el problema. Todo el mundo quiere evasión, parece el nombre de una nueva droga. Y qué mundo. Multitudes que solo ven la realidad que se les presenta con todo lujo de mentiras, escombros humanos que no aciertan a descubrir la podredumbre que se oculta bajo la máscara de la belleza. Idiotas que prefieren seguir viviendo en un engaño por temor a abrir los ojos o crear su propia realidad. Evadidos, zombis. Basura. ¿Quién necesita cardiólogos en un mundo como este?

Se me quedó mirando con la boca abierta y yo creí que iba a decir algo más, para terminar de ilustrar aquella alusión a los cardiólogos que desde luego me descolocó por completo, pero no dijo nada. Levantó una mano, y en un tono de voz melifluo y casi infantil, muy diferente al fervor con el que me estaba hablando, solicitó un vaso de leche a alguien que por lo visto se encontraba a mi espalda. Me volví: sentada en un rincón, como velando el monólogo de su amo, se hallaba la criada que me había abierto la verja de la mansión. Salió del despacho sin hacer ruido, acudió al cabo de unos segundos con el vaso de leche y se lo tendió a Leonardo Rilke desde el otro lado de la mesa, demorándose al dejarlo en sus manos en un intercambio de roces y sonrisas que más que de esclava a señor parecía de madre a hijo. Me miró mientras el millonario engullía ruidosamente del vaso como si fuera el biberón de la noche, y solo al regresar hacia su asiento pareció reparar en que yo no era una pieza más del mobiliario: sin apenas volverse, me preguntó si yo también deseaba tomar algo. Respondí que no, y la mujer reanudó sus pasos hasta el rincón, adoptando allí su envarada posición de torre. Solo entonces Rilke continuó:

—Debe disculparme si he sonado demasiado vehemente —se lamentó—, es lo que ocurre cuando saco a colación el dichoso asunto. Pero no me gustaría que pensase que soy un ser tan insensible como para que no pueda admitir que

Casablanca tiene también sus cosas buenas.

—¿Como cuáles? —le pregunté, por pura curiosidad.

—No sé —dijo—. Quizás el que sirva para que los novios idiotas puedan despedir a sus novias en el aeropuerto diciendo: siempre nos quedará París.

Tras aquella extraña presentación, por llamarla de alguna manera, Rilke consultó el pequeño reloj que atenazaba su muñeca y sentenció que era la hora de sacar a pasear a

Belerofonte, así que, si no me importaba, dijo, podíamos seguir conversando en otra parte. Yo imaginé un mastín escocés o un dogo alsaciano al oír aquel nombre, aunque después de circular por varios pasillos que desembocaban en el lago subterráneo advertí que

Belerofonte no era más que un pequeño velero gobernado por un motor eléctrico y un mando a distancia. La habitación del lago estaba decorada con unas angulosas plantas de invernadero, palmeras en miniatura y otros parientes selváticos con estatura de bonsai a los que alimentaba un complejo sistema de regadío: había también unas mesas protegidas por sombrillas, algunos muñequitos semidesnudos apostados entre los árboles, representando un día cualquiera en la vida de una tribu amazónica, y tras ellos una cadena de oteros que se extendían más allá de las orillas del lago gracias a la situación estratégica de un juego de espejos. Rilke se inclinó sobre la superficie del lago para depositar allí su juguete, y durante un rato tuve que limitarme a observar cómo el millonario se ponía a jugar con su mando a distancia. Se le había endulzado la sonrisa, y parecía más tranquilo que durante su monólogo en el despacho. Tras unos minutos de sencillo calentamiento, el velero comenzó a esquivar los obstáculos que le salían al paso: el volcán de

Viaje al centro de la tierra, el monstruo de la Laguna Negra, unos fuegos fatuos, incluso uno de los viejos tapacubos reconvertidos en platillos volantes de

Plan 9 del espacio exterior, que saltó de las aguas impulsado por un rotor electromagnético que, según me explicó Rilke con una exclamación orgullosa, había sido fabricado por el mismísimo Faraday, como lo probaba la astronómica suma que había pagado por él en una subasta de la casa Sotheby’s

. Cuando el millonario consideró que ya había puesto suficientemente a prueba sus reflejos, se dignó a dirigirse a mí, informándome por encima del hombro de que ya desde la mañana del día anterior había dado por perdida mi visita.

—Por cierto, ¿ha visitado la ciudad? Mis espías me enviaron la noticia de que usted había subido al vuelo que le asigné, pero nadie supo darme cuenta del hotel en que se instaló. Es más rápido usted que esa guardia de mirones ociosos que mantengo.

Aquello me sorprendió, y pregunté si me habían estado siguiendo. Rilke esquivó con una maniobra arriesgada el monolito de

2001, que acababa de emerger de las aguas; no tardé en observar que esa piedra negra pertenecía en realidad a una película menor pero desde luego mucho menos aburrida,

The Monolith Monsters.

—No hace falta que lo sigan —dijo—. Tengo espías por todas partes, en todos los rincones del mundo. Gente anónima que recibe su prestación solo por observar. Ancianos que se sientan en los parques, en los bancos de las plazas públicas, en los asientos de los trenes y en los vestíbulos de los aeropuertos. Se dedican a mirar. Solo miran. La gente ignora la disciplina que eso requiere. No es un trabajo fácil.

De nuevo Rilke me había dejado sin palabras. Como mentira, aquella afirmación era tan burda que resultaba imposible no creer en ella.

—Me gustó su artículo sobre Tourneur —prosiguió—. Me gustó que se diese cuenta de la broma que Tourneur y Val Lewton incorporaron a los títulos de crédito de

Yo anduve con un zombie, pero sobre todo me agradó que se fijase en las sombras quebradas que aparecen constantemente a lo largo de la película

. También yo reparé en ellas, pero admito que nunca supe verlas tal y como son hasta que no leí su trabajo.

Ignoraba a qué se estaba refiriendo exactamente, porque ya apenas recordaba una palabra de mi artículo sobre Tourneur, pero evité cualquier comentario tras considerar que podía tratarse de una maniobra para comprobar la fidelidad de mi memoria, la fragilidad de mis opiniones, mi vocación de pelota o incluso la originalidad de mi texto. Reparé entonces en que aquello era una entrevista de trabajo en toda regla, a pesar de las extravagancias con que Rilke parecía tratar de desorientarme.

—¿Cuáles son sus películas preferidas? —preguntó.

—¿En qué género?

—En todos los géneros.

No había visitado aún los cuartos de baño de la mansión, pero era fácil detectar los cepos bajo la hojarasca de su pregunta. Busqué inspiración en la decoración que había visto en la casa y respondí lo primero que se me pasó por la cabeza, improvisando un gesto de desdén para insinuar que no ignoraba la clase de juicios que producían unos gustos tan arriesgados como los míos:

Sandokán —dije—,

El coleccionista de cadáveres, Acorralado y

El coloso de Rodas, por citar unos pocos.

—¿No le gustan los clásicos? —quiso saber Rilke, desviando la mirada de su barquito.

—Acabo de citarle cuatro.

Rilke varó su velero en una de las orillas del lago, apagó el motor pulsando un botón de su mando a distancia y se volvió para estudiarme de arriba abajo, como esforzándose en comprender qué otros asombrosos detalles de su invitado se le habían escapado por no haberse detenido a examinarle con más atención:

—O sea que

Acorralado le parece un clásico.

—Lo es. Aunque el monólogo del final está a punto de echarlo todo a perder, la verdad es que el resto de la historia es puro

Frankenstein.

—¡Por Júpiter! —concedió Rilke—. Nunca se me había ocurrido mirarlo así.

Desde luego, viniendo de un tipo como él, que parecía haber visto toda la bazofia que se había filmado desde los tiempos de los hermanos Lumière, aquello representaba todo un halago. Procedió entonces a disparar otra retahíla de preguntas. Cuántas películas había visto en mi vida, cuáles eran las que más odiaba y cuáles eran mis actores y actrices favoritos. Para responder a la primera pregunta reconocí mi falta de interés en enumerar las películas que veía desde que a los dieciocho años llegué a los dos mil títulos visionados y me percaté de que nueve de cada diez eran basura, agregué después que de ese elevado porcentaje de excrementos artesanales la mayor parte estaba constituida por títulos de arte y ensayo, el llamado cine de autor, clásicos indiscutibles como

La noche del cazador o

La diligencia, y vomitonas de metraje filmadas por cineastas rusos, suecos y pakistaníes que me sirvieron para responder a la segunda pregunta acerca de mis odios personales. Y por fin, cuando tras pronunciar los nombres de Tom Conway, Betsy Jones-Moreland, Jack Taylor o Dianik Zurakowska para contestar a su última pregunta, le respondí que la actriz a la que más había admirado nunca, aquella a la que desde niño había convertido en la mujer de mi vida, era Soledad Miranda, Rilke abrió la boca para intentar expresar su admiración por mi elección pero tan solo le salió una frase balbuceante con la que parecía querer decirme: «No siga hablando, usted y yo somos almas gemelas». Supe entonces que el puesto era mío, que me había ganado mucho más que la confianza del millonario Rilke, su respeto incluso, su amistad inquebrantable si forzaba un poco más la mano; aun así, quise exprimir un poco más mi papel de fanático y me divertí en fingir cierta vergüenza por la calidad de mi criterio.

—¿Avergonzarse? —fue la respuesta de Rilke—. ¿Avergonzarse? Pero qué dice, usted es el hombre que andaba buscando. Lo supe desde el instante en que leí su firma en el artículo más inteligente que he leído nunca sobre Jacques Tourneur. Lo he sabido siempre, y aunque usted hubiera querido sabotear este encuentro, nada me hubiera hecho dudar de mi apreciación.

Rilke dejó el mando a distancia sobre una pila de toallas bordadas con sus iniciales y sacó una bolsita de papel del interior de un pequeño maletín que reposaba sobre una mesa. Se acercó a mí agitando la bolsita suavemente, para depositarla con extrema delicadeza sobre una de las mesas que asediaban la habitación. Me invitó a que me sentase, y cuando lo hice sacó de la bolsa un fajo de folios, cada uno de ellos en un sobre de plástico, y los empujó hacia mí con aquel dedo de tísico al que estrangulaba un anillo de plata.

—Lea esto. En cuanto pase la última página, tenga por seguro que usted trabajará para mí.

Bajé la vista. Pensé que aun cuando esas páginas que me brindaba fuesen un contrato para trabajar un año como lacayo suyo haría lo que Rilke me pidiera, daba igual el sueldo que recibiese por ello. Porque si el trabajo que se disponía a ofrecerme no me hacía ganar el dinero que precisaba para seguir vivo, al menos sí lo haría una novela en la que refiriese las experiencias que sobrellevaría en aquella casa extraña, dirigido por un lunático como aquel Rilke demostraba ser. Pensé en lo bueno que era mintiendo, en lo bien que se me daba engañar en su propio terreno a un consumidor empedernido de cine basura, mientras aquel pobre loco que vivía habitado por no sé qué recuerdos obtenidos en las peores salas de cine se alejaba de mí para abandonar la habitación del lago, observado por la misma tribu que había visto morir a sus padres, con el paso ufano de quien ha conseguido una presa que ansiaba desde mucho tiempo atrás. Luego saqué las hojas de sus sobres, con cuidado para que no se me quebrasen entre los dedos. Luego leí: «

Otro invierno en Amerika, de Jacques Tourneur». Y lo siguiente que pensé al leer la primera línea de texto fue que, en efecto, quizás había sido demasiado fácil engañar al millonario Rilke.

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