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AMERIKA O LAS CONFESIONES DE UN MUERTO VIVIENTE » 5

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U

na vez en mi habitación, me derrumbé sobre la cama y traté de conciliar el sueño, pero, pese a aquel aturdimiento que embarullaba mis sentidos, y que debía mecerme hacia las plácidas corrientes de la inconsciencia, me resultó imposible incluso cerrar los párpados. Por paradójico que se me antojase, estaba tan cansado que no podía ni dormir. La insólita entrevista de la mañana, junto a la firma de aquel contrato que me unía a un probable perturbado casi en calidad de esclavo, bastaban para amueblar de obstáculos esa hondonada de los sentidos que sirve de vestíbulo al sueño, pero por si con eso no fuera suficiente también estaba la violenta atracción que había experimentado hacia una de las expertas en Tourneur, un inesperado golpe de efecto ante el que solo podía reaccionar con perplejidad. Quise pensar que había bebido más de lo que suponía y que probablemente mi visión de las cosas tomaría un rumbo distinto a la mañana siguiente, pero la única certeza a la que arribé, tras una hora torturando la almohada, dejaba a las claras que cualquier reparo con el que pretendiese matizar mi atracción hacia Swanee no vendría motivado por el descubrimiento de algún lunar en su inmaculada belleza, o el de alguna inquietante interferencia en su patrón de conductas, sino, sencillamente, por el empeño que pusiese en evitar enamorarme de ella. Dejé para un momento mejor mis reflexiones sobre lo que Vesalius había dicho cuando enfilaba el camino a mi dormitorio, pues, a menos que la sabiduría popular estuviera en lo cierto y solo los borrachos y los niños dijeran la verdad, pocas conclusiones podían extraerse del discurso de un alcohólico que creía firmemente que estábamos allí para crear entre todos una nueva raza de hombres.

Incapaz de dormir, resolví registrar la habitación para comprobar si Rilke me había deparado alguna otra muestra de su fastidioso humor negro. No localicé ninguna, aunque, como para reparar esa falta, un pequeño librito titulado

Cartas del divorcio descansaba en el interior de mi mesilla de noche, junto a un lápiz que rodó sobre sus cubiertas cuando abrí el cajón. Me senté en un vértice de la cama y lo hojeé. Tras un prólogo que ocupaba la mitad de las páginas, el libro recogía el intercambio epistolar que Jacques Tourneur y su esposa Christiane Virideau acumularon durante la separación de ambos en 1949, un capítulo en la vida de Tourneur que yo ignoraba por completo. Leonardo Rilke se anunciaba como antólogo y editor de la obra, sin demasiada grandilocuencia tratándose de él, y, según la información que se desprendía de la última página del libro, había hecho imprimir una tirada de cien ejemplares en una pequeña imprenta privada, quizá la misma, pensé, donde fabricaba sus rollos de papel higiénico. Supuse que en todos los dormitorios del ala este habría en cada mesilla el mismo librito rojo, como esas Biblias que la secta de los gedeones dejan en los hoteles para acompañar a posibles suicidas en su tránsito al otro mundo. Puesto que no me sentía lo bastante despejado para sentarme a leer, me levanté de la cama y seguí curioseando por la habitación.

Siempre he tenido la costumbre de inspeccionar las habitaciones de los hoteles en los que me he alojado, y aunque la mansión Rilke no podía considerarse un hotel, no pude resistirme a examinar el interior de los muebles con que la imaginación del millonario había querido agasajarme, en busca de algún objeto que hubiera pertenecido a un inquilino anterior. Al menos para mí, las habitaciones de hotel tenían algo de esas islas remotas que aguardan pacientemente el desenterramiento de sus tesoros. Rastreadas a conciencia, podían incluso erigirse en faros destinados a iluminar los claroscuros del alma humana, en guías que explicaban a los hombres sus debilidades y fracasos, sus vanidades y sus miserias, su capacidad para infligir dolor o demostrar su ternura. En aquellos regatos donde se recogía el goteo que rebosaba de sus obras mayores, los hombres iban dejando caer el testimonio secreto de sus vidas, el que nunca hubieran deseado que transpirase al exterior, ya fuera en la forma de un consolador anatómico, una nota de suicidio o la factura de una puta que era fácil confundir con los honorarios de un traductor políglota. Durante varios años viajando sin destino y refugiándome en hoteles que abarcaban todas las categorías conseguí reunir un buen número de propiedades ajenas: libros en diversos idiomas, anotaciones escritas en cuadernos y hojas sueltas, amuletos de apariencia hostil, joyas de bisutería, ropas íntimas, juguetes eróticos, máquinas fotográficas, cintas de vídeo con imágenes de familias entrañables que venían seguidas por imaginativos escarceos sexuales, el escarpado garabato de un niño, tarjetas de visita, fotografías rasgadas seguramente por la mano de algún amante engañado, incluso dientes humanos, aunque el caso más envidiable que conozco es el de un vendedor de aspiradoras a domicilio que encontró un pene aún amarrado a sus testículos en un frasco de formol que alguien había abandonado en el minibar de la habitación de su hotel, camuflado entre varias botellas de Evian junto a una nota que decía: «Contiene el instrumental que sirvió para ayudarla a venir a la vida y luego a morir en ella». Parece una historia inventada, una leyenda hotelera ideada para amedrentar a los botones novatos o hacer subir los colores a las doncellas y las camareras, como esos cuentos sobre habitaciones ocupadas por fantasmas o los que aseguran que siempre hay una huésped recién salida de la ducha para recibir al mozo que le lleva el desayuno a la cama, o los que prometen que ningún hotel del mundo dispone de un piso trece para no espantar a los supersticiosos, pero lo cierto es que de no haber mediado el azar ahora estaría contando la historia en primera persona, aunque en lugar de haberme quejado a la dirección del hotel por aquel hallazgo macabro, como hizo el inquilino de aquella habitación que yo debí ocupar, habría guardado el frasco en mi maleta junto a la nota para reunirlo con el mosaico de reliquias que iba atesorando en mis incursiones de hotel en hotel. Quizá el mejor momento de mis viajes llegaba cuando por fin aterrizaba en casa —y por casa me refiero a cualquier residencia temporal desde la que partía para extraviarme por el mundo durante semanas o meses—, y sumaba a la maleta donde guardaba mis tesoros las nuevas adquisiciones que había logrado cosechar. Por supuesto, aquella maleta era otro de mis hallazgos. Tenía junto al cierre una placa dorada en la que se leía el nombre de su antiguo propietario: Roger Carvan. A veces, cuando el insomnio atenazaba mi consciencia y no disponía de un paquete de cigarrillos con que vadear la madrugada, me pasaba las horas observando la maleta e imaginaba que Roger Carvan entraba en la habitación para recogerla. Más de una vez logré verlo. Era un hombre alto tocado con un sombrero gris, parapetado tras unas gafas de sol y envuelto en una gabardina también gris cuyas solapas apenas permitían ver que llevaba el rostro vendado, como el actor Claude Rains en la película

El hombre invisible. Avanzaba unos pasos, se me quedaba mirando durante unos segundos antes de decidirse a levantar la maleta y finalmente me decía en un susurro amortiguado por las vendas: «Gracias por reconstruir mi vida». Luego desaparecía, sin más, y yo seguía contemplando el vacío que la maleta había originado en la habitación del hotel, ese agujero negro que tal vez comunicaba con algún universo paralelo en el que recalaban aquellos seres que habían quedado inoperativos para el nuestro, tratando de adivinar adónde iría Roger Carvan con los objetos que yo había recogido para él, en qué lugar, en este mundo o en otro, se dispondría a vivir su nueva vida; aunque, en los días en que la melancolía ennegrecía mis pensamientos, me preguntaba qué sucedería si se me ocurría olvidar alguna de mis pertenencias en algún hotel para que la encontrase un inquilino posterior, alguien a quien en el futuro yo daría las gracias por haber levantado del olvido los objetos que amortizarían mi existencia.

Me sentí un tanto decepcionado al comprobar que, salvo por el lápiz y aquel volumen que reconstruía el divorcio de Tourneur, la habitación no mostraba secuelas de haber sido ocupada por un visitante anterior. Antes de quedarme dormido, me prometí que echaría un vistazo al libro a la mañana siguiente; también me prometí que despertaría temprano, así que activé la señal de un reloj de alarma que Rilke había dejado sobre mi mesilla de noche. Al pulsar el botón que ponía en marcha el aparato, de sus entrañas surgió inesperadamente la voz susurrante del millonario:

—El escáner de rayos X no ha detectado entre sus pertenencias ningún reloj —decía—, de modo que me he tomado la libertad de proporcionarle este. Perteneció a la actriz Jean Harlow. Por favor, no retire el papel celofán que lo cubre. Es la única manera de conservar intactas las huellas digitales de Jean. No es solo un capricho de coleccionista: si alguna vez el laboratorio al que pago una fortuna por replicarla logra crear un clon suyo, quisiera comprobar que se trata de ella y no me han dado gato por liebre —tras emitir una carcajada de carraca, la voz de Rilke añadió—: es broma, pero no retire el papel. Cuando estoy deprimido, cosa que sucede a menudo, me gusta mirar las huellas de Jean antes de quedarme dormido. Es como si pudiera verla a ella. Es como si Jean acudiese desde el más allá a acariciarme el cabello, mientras ingreso en ese mundo feliz en el que por fin soy libre, simplemente un hombre que duerme, un hombre que descansa y que no sueña.

En la parte superior del reloj, fuera del precinto, distinguí un botón amarillo que emitía un difuso resplandor en la oscuridad: cuando lo pulsé, la esfera irrigó una luz celeste, similar a la que emplea la policía científica para barrer el escenario de un crimen, y en cuestión de segundos vi cómo emergían a la superficie del reloj unas líneas quebradas que lentamente, igual que si hubiera aproximado un fósforo a un texto escrito con limón, se fundieron en un revoltijo de crestas y circunvoluciones, adquiriendo la inconfundible forma de una huellas digitales. Tendí la cabeza sobre la almohada, convencido de que si observaba atentamente aquellas huellas vería el rostro del hada de los sueños materializándose entre las espirales y secantes, y que ese rostro sería el de Jean Harlow. Pero el hada dispersó mis sentidos antes de que pudiera llegar a verla, sumergiéndome con destreza de hipnotizador en un sueño de cuento, de esos en los que uno duerme como un cadáver mientras el mundo sigue girando durante siglos a sus espaldas.

 

Curiosamente, al menos para tratarse de uno de los juguetitos de Rilke, el reloj no funcionó, y cuando desperté advertí que ya eran cerca de las cuatro de la tarde. No me sentía demasiado descansado, como hubiera sido de esperar tras dormir casi catorce horas del tirón. Comprobé aliviado que algún invisible criado de Rilke había dejado mis maletas al pie de un armario, tanto la que cargaba mi ropa como la que contenía el equipaje de Roger Carvan, algo que no advertí al llegar a mi habitación después de la cena. ¿Las habrían introducido en ella mientras yo dormía? Fuera como fuese, relegué para más tarde la lectura de las

Cartas del divorcio, y tras una ducha rápida, me vestí y decidí dar un paseo por el interior de la casa.

No sé cuánto tiempo estuve dando vueltas por los pasillos de la mansión, pero solo tras muchas idas y venidas, después de entrar y salir por habitaciones que parecían girar sobre un eje invisible cada vez que cerraba sus puertas o conducían a rincones polvorientos donde la casa abandonaba su ocioso esplendor para recogerse sobre sus secretos, después de extraviarme en salones inmensos, ingresar en ratoneras o fondear en alcobas donde los objetos perdían su prestigio de piezas de museo para teñirse de una dolorosa melancolía, como esos aposentos donde los reyes lloraban la muerte de sus princesas, aparecí nuevamente en el salón donde se había celebrado la cena. No sabía cómo había llegado hasta allí, aunque estaba seguro de que, por más que lo intentase, jamás lograría dar con el camino de vuelta. Me alegró comprobar que el salón estaba desierto, salvo por aquella mesa atragantada de platos que alguien limpiaba silenciosamente en la cocina.

A través de dos puertas batientes, distinguí a la criada que me había abierto la verja de la mansión el día anterior. Tenía el pelo gris recogido en la nuca y el mismo vestido de institutriz de niños poseídos con que me había introducido en la casa, y murmuraba algunas palabras lacónicas que dirigía a la ventana, envuelta en una luz difusa que parecía proceder de sus propias manos. Oí ladrar a los perros. Los imaginé apretados bajo la ventana, a la espera de que la benevolencia de su ama los regalase con algunos despojos que aún pudieran desollar. La anciana abrió la ventana, lanzó unos cuantos huesos al jardín y escuché al instante cómo los ladridos se convertían en jauría. Después la mujer abandonó la cocina, y siguió retirando los platos de la mesa sin dedicarme siquiera una mirada que me invitase a pensar que había reparado en mi presencia. Cuando despejó la mesa y volvió a colocar sobre ella los candelabros, se recogió las manos en el regazo y me dedicó una mirada entre el hastío y la impaciencia, como si esperase que de un segundo a otro me volatilizase en el aire y la dejase trabajar en paz. Resignándose al fin a que tal cosa estaba por encima de mis capacidades, lanzó un suspiro, colocó un par de sillas junto a la mesa y preguntó qué demonios quería. No me dirigió la pregunta a mí, sino al suelo. Antes de que me diera tiempo a responder, me trepanó con sus ojos de criatura de los hielos y, curándose en salud, espetó que ya era demasiado tarde para prepararme la comida.

—La cocina está cerrada —anunció—. Debe saber que en la mansión hay unos horarios que respetar, y si usted no está contento con ello mejor será que se busque un hotel en el que le sirvan a su conveniencia. Aquí no hay esclavos, señor —añadió—. Usted practica su arte y yo practico el mío. Seguramente el suyo le parecerá más distinguido, pero en el mío mando yo, y mientras eso no cambie tendrá que atenerse a las reglas o morirse de hambre. A no ser, claro, que las palabras que escriba se hagan carne y se alimente de ellas.

Escuché atónito aquella caravana de exabruptos y reproches, incapaz de articular palabra. Era una forma un tanto violenta de iniciar nuestro trato, o de proseguirlo si es que ella ya lo había dado por iniciado en algún momento desde que llegué a la casa. Me conformé con replicar que no había acudido allí para eso, y que sin duda nada me gustaría tanto como conocer las reglas del lugar, acerca de las cuales el señor Rilke, agregué, no había tenido la gentileza de instruirme. La anciana escupió un simple: «¡Ja!» que me desconcertó: igual podía estar manifestando así su disconformidad con el amo de la casa por mostrarse tan descuidado a la hora de hacer respetar las reglas, o riéndose de mi incapacidad para mentirle con un embuste tan repudiable como el de que el señor Rilke no hubiera hecho sus deberes, o resumiendo en aquel monosílabo alguna expresión con la que declarar que no esperaba menos de su amo, un sujeto demasiado riguroso con la lógica que regulaba su mundo interior pero no tanto con la que regía la realidad en la que se movía el resto de los mortales.

—Todos ustedes se comportan de la misma forma —sentenció—, les daría igual si el señor Rilke les hubiera contratado para escribir una historia infantil sobre gatos domésticos. Estoy segura de que lo poco que ha visto de él ya le ha servido para tacharlo de loco, como hacen todos.

—No me atrevería a decir si está loco —respondí—, pero tampoco es algo que deba incumbirme, mientras eso no me impida hacer mi trabajo.

Pese a mis recelos hacia la cordura de Rilke, tuve la impresión de que mi frase había sonado convincente, pero el rostro de la anciana no expresó ninguna alteración que pudiera insinuar si confiaba en la veracidad de mis palabras. Luego, lentamente, las arrugas del rostro se le fueron distorsionando, y justo cuando pensé que iba a lanzar un grito reparé en que, por primera vez, la anciana sonreía. Era la sonrisa de alguien que hubiera pasado toda una vida observando a sus congéneres y hubiese concluido que ya no podía considerarlos hermanos suyos, sino los primos lejanos de una especie inferior:

—Por eso está usted aquí —replicó—. Lo ha contratado para realizar un trabajo. Si ya estaba loco cuando lo hizo, ¿por qué razón iba ahora a ponerle dificultades?

Arriesgué un comentario que enseguida se me antojó estúpido:

—Quizá porque su locura lo anima a emprender aventuras que un simple ataque de desánimo le impide luego continuar.

—Con su respuesta está usted dando por sentadas dos cosas, señor —repuso la anciana—. En primer lugar, que el señor Rilke, efectivamente, está loco. Y en segundo lugar, que carece de la tenacidad necesaria para llevar adelante su proyecto, con locura o sin ella —tras decir aquello, resopló, colocó una silla en el lugar que le correspondía ante la mesa y pasó junto a mí, elaborando un ademán con la mano que me hizo pensar otra vez en vampiros que invitan a los desconocidos a adentrarse en sus moradas—. Ande, será mejor que venga conmigo —dijo—. El señor Rilke me ha pedido que le enseñe algo.

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