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AMERIKA O LAS CONFESIONES DE UN MUERTO VIVIENTE » 7

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quella historia se remontaba al día en que Swanee se disponía a celebrar su séptimo cumpleaños. Pese a lo exiguo de su pasado, Swanee podía presumir de una de esas infancias que parecen concebidas para amueblar los novelones victorianos, si bien a ella, más dotada por la naturaleza para arrancarle monólogos al piano que para ejercer de limpiabotas, sus primeros pasos por la vida no hubieron de proponerle mayores dificultades que las derivadas de nacer en la familia equivocada: su madre, una belleza rural asediada de pretendientes a la que ni siquiera faltaba una fastuosa herencia para reforzar sus atractivos, se casó con el único hombre con quien no debía hacerlo, Viktor Klein, un aspirante a poeta universal estancado dolorosamente en la rima del infinitivo y el gerundio, y que creía en el poder redentor de las musas con la misma vehemencia con que otros creen en los extraterrestres o las patas de conejo. Tras su apresurado matrimonio, que desvinculó para siempre a los Klein de la herencia que debía corresponder a la madre de Swanee, Viktor Klein logró algunas radiantes conquistas en el modesto arte del pareado, algunos tímidos deslumbramientos en el empleo del adjetivo, pero después de varios experimentos fallidos con la rima consonante, dificultados, además, por los llantos de aquel pequeño bulto rosado que había acabado por conjurar en el desidioso ejercicio de sus obligaciones matrimoniales, tuvo al fin que aceptar lo que las gacetillas de su pueblo y las editoriales menos exigentes llevaban años diciéndole. O eso, o había tenido la puntería de elegir para su incursión en el Parnaso a una musa de tercera, como por otro lado su esposa parecía demostrarle con aquel súbito derrumbamiento emocional que, desde el nacimiento de Swanee, iba desmantelando lentamente su belleza. Demasiado tarde se había dado cuenta Viktor Klein de que aquella promiscuidad de responsabilidades que originaba el matrimonio no era ninguna redención, sino un agravamiento de su condena, que explicaba a las claras que el equipaje con el que uno hubiera sido provisto al nacer era lo único con lo que podía contar, que uno más uno no valía necesariamente por dos. Y así, a falta de un aliado de carne y hueso para hacerle encarrilar su talento en la dirección adecuada, Viktor Klein cimentó una amistad sin concesiones con las botellas que atestaban su velador, cuyo oportuno trato, como pudo comprobar entre tambaleos, también favorecía los raptos de inspiración, aunque la mayor parte de las veces el resultado que obtenía de aquello solo sirviese para engordar el cesto de los papeles, esa alimaña hambrienta que se nutría provechosamente de sus fracasos. La madre de Swanee decidió entonces que el juego que aquella mano de cartas que la existencia le había entregado ya no podía dar mucho más de sí, y a pocos días del séptimo cumpleaños de Swanee resolvió dar un vuelco a la partida con un arriesgado farol: por desgracia para ella, su intento de llamar la atención coincidió con una memorable borrachera que aturdió a Viktor Klein más de lo que sus sentidos eran capaces de aguantar, y pese a que acertó a interpretar convenientemente los ruidos procedentes del piso de arriba, no supo qué hacer con el cuerpo de su esposa, desmadejado en el suelo del cuarto de baño entre una constelación de barbitúricos, que emitían allí sus destellos fúnebres como la cosecha de una pescadora de perlas.

En lo que parecía un alarde de buenas intenciones, o una desafortunada exhibición de mal gusto,Viktor Klein decidió celebrar el cumpleaños de Swanee con una imponente fiesta, para la que invitaría a treinta y seis niños del vecindario. Me pareció curioso que Swanee recordara con tanta precisión el número de invitados, pero había una razón para que jamás lo olvidase: según su padre, experto no solo en el esotérico universo de las musas sino también en el de la numerología, se trataba de una cifra mágica. Por su culpa, Swanee había sufrido mucho, y tampoco él había sido hasta entonces el padre más atento del mundo, le explicó, pero estaba dispuesto a comenzar con ella una nueva vida, invocando para ello a las fuerzas ocultas de la naturaleza, que desde ese día habrían de escoltar cada paso que dieran con su vigilante compañía. Con el tiempo, Swanee comprendió que aquella asombrosa revelación, probablemente sustraída del fondo optimista de las botellas, no era más que un juego ideado por su padre para que ella viviese su cumpleaños como un día verdaderamente especial, capaz por sí solo de borrar el recuerdo de la muerte de su madre, aunque aquella repentina preocupación por su felicidad, donde incluso la magia tenía un papel protagonista, no podía dejar de asombrarla. Así pues, hizo cuanto pudo para que no se arrepintiese de haberla tenido en cuenta, con magia o sin ella. Extrajo del armario su mejor vestido, ensayó su expresión más bella ante el espejo y se maquilló con las pinturas de su madre, único botín que, junto con algunos vestidos arramblados por aquel orfeón de primas lejanas que acudieron a llorar su muerte, sobrevivió a la desaparición de cuanto la acompañó en vida, y resolvió no abandonar la habitación hasta no verse lo bastante hermosa como para enseñar en público su nueva cara. Una o dos veces su padre llamó a la puerta urgiéndola a que saliese de allí, pero Swanee lo rechazaba empleando las mismas excusas que había oído decir a su madre cuando él reclamaba su presencia y ella batallaba ante el espejo para combatir los desperfectos producidos por el acoso de la depresión: aún no puedes verme, no me veo todavía lo bastante bonita para ti. Tardó horas en pintarse. Mezclaba sombras en hojas de papel y experimentaba con tonalidades que parecían cobrar una nueva gama de efectos cromáticos al contacto con su piel, como un camaleón coqueto que escogiese los rincones selváticos en los que asentarse preocupado por su aspecto. Para Swanee, aquello era algo más que un juego: se trataba de todo un ritual, como el que celebraban las muchachas indias cuando abandonaban la pubertad y se preparaban para recibir a un hombre entre las piernas. Que ella recordase, nunca había estado tan nerviosa, ni siquiera al sentarse ante el piano para elaborar uno de esos rebuscados arpegios que sus profesores debían puntuar. Cualquier ruido la hacía saltar de la silla. Cada vez que escuchaba el motor de un coche, corría a asomarse por entre los visillos, e iba contando los niños que faltaban para llenar el salón. Cuando llegó a treinta y seis, consultó el reflejo que le devolvía el espejo y consideró que era el momento de presentar en público su nuevo rostro. Se sentía un poco intimidada, pero antes de salir de la habitación logró reunir el aplomo que necesitaba diciéndose: «No es a ti a quien van a mirar, sino a otra Swanee, la que ha escondido tu cara bajo un montón de pintura. En cuanto te convenzas de que tu rostro es el rostro de otra persona, las miradas que te dirijan no podrán hacerte ningún daño». El corazón le latía con fuerza cuando asomó al rellano y enfiló las escaleras que desaguaban en el salón, pero la realidad era esa: a medida que bajaba un nuevo peldaño, acariciando con unos dedos trémulos el mármol helado del pasamanos, iba convenciéndose más y más de que su rostro era el rostro de una Swanee distinta. Hasta pudo verla durante unos instantes, al girar vagamente la cabeza y mirar el espejo que dominaba a intervalos la pared sobre la que se apoyaba la balaustrada, mientras alzaba la barbilla y posaba para la galería con su mejor figura de princesa de cuento: tal y como alcanzó a verla, la otra Swanee era un poco más pálida, su cabello era rojo, y dedicaba al mundo una mirada tan adulta que parecía ensombrecida por un profundo odio. Swanee se asombró al reparar en ella, pero la otra Swanee no imitó su sorpresa: le bastó con dirigirle una sonrisa esquinada y un guiño para transmitirle la entereza que le faltaba, la convicción, en una palabra, de que no tenía nada que temer. A Swanee le fascinó aquella otra Swanee altiva y resuelta, tan segura de su posición privilegiada respecto al resto del mundo como solo podría estarlo el habitante de algún universo mejor, y quizá por eso se sintió menos firme, como si una voz interior le hubiera dicho que no se engañase, que los espejismos solo viven en los espejos y que en el mundo real nadie la vería tan hermosa como ella creía verse en aquel reflejo que ya solo podía divisar por el rabillo del ojo. Cuando al fin alcanzó el vestíbulo y llegó al salón tuvo miedo de trastabillar y caer al suelo ante sus invitados, pero no solo consiguió mantener la compostura, sino también elevar una mano para recibir la que le tendía su padre y empuñar la misma sonrisa letal que había visto formarse en los labios de la otra Swanee. Todos los niños la contemplaban en silencio, inmersos en un devoto recogimiento: según ella, por la expresión de sus rostros parecía que acababan de ver aterrizar un ángel sobre los globos que alfombraban el suelo, una criatura celeste que parecía absurdamente feliz de tomar asiento en la pura lobreguez de la carne. Tampoco su padre se libró de mostrar aquel temor reverencial. No acertaba a construir esa expresión orgullosa e indulgente que cualquier padre hubiera dedicado a una hija que juega a parecer mayor, sino un gesto de contenido espanto que solo dimitió de su rostro cuando, esbozando una sonrisa insegura, se atrevió a musitar: «No me hagas daño, Swanee. Aún es demasiado pronto para que me des miedo».

Swanee supo entonces que había logrado lo que quería, y lo que era todavía mejor: que en adelante lograría lo que se propusiese solo con convencerse de que su rostro era otro, mucho más adulto, más pernicioso y más fiero que el suyo. No tenía sino que imaginar sus cabellos envueltos en aquel oro rojo que había visto en el espejo para admitir que ella no era ya esa Swanee tímida y asustadiza de siempre, sino la otra Swanee, la que solo con levantar una ceja podía poner el mundo a sus pies. Todo un carácter, me dijo Swanee permitiéndose una sonrisa afligida, mientras encendía un cigarrillo; recuerda que acababa de cumplir siete años. Pero el resto de los niños contaba una edad similar, y ni siquiera aquella aparición imperial debía de resultar lo bastante hermosa como para eclipsar por mucho tiempo a las tartas de crema y los batidos de fresa. De pronto, la fiesta se convirtió en pillaje, y Swanee se sintió tan indignada por la conducta de sus invitados como una princesa contra la que se hubiera alzado su pequeña corte de bufones y eunucos en el mismísimo palacio de sus antepasados. Con unos modales demasiado morigerados para un carácter tan impulsivo como el suyo, Viktor Klein trató de poner orden en aquel alboroto, aunque Swanee, recién iniciada en los caprichos del orgullo aristocrático, hubiera preferido ver que zanjaba el asunto cortando cabezas entre sus desleales súbditos. Pero la rabia se le disipó cuando su padre ordenó que dos niñas engalanadas como damas de honor acudieran a la habitación vecina para traerle su regalo. Se hizo un silencio expectante mientras Swanee rasgaba a tirones el envoltorio de una voluminosa caja, que se revolvía en sus manos como si tuviese vida propia. El regalo resultó ser algo más que la cesta de rejilla que escondía el papel: en su interior, un cachorrillo de pelo blanco abrió dos ojos descomunales cuando la luz introdujo sus dedos entre las listas de plástico, provocándole una nerviosa agitación que hizo caer la cesta. El carraspeo de ladridos ofuscados que recorrió de pronto el salón terminó de arruinar la compostura que Swanee había mostrado hasta entonces. Presa de la excitación, Swanee echó a correr tras su cachorro. Los lengüetazos del animal le sabotearon el maquillaje, y su vestido favorito acabó ensuciado por las huellas que hacían florecer aquellas pezuñas menudas, pero nada de eso le importó lo más mínimo. En los espejos que la reflejaban solo estaba ella con su perro: una niña de tirabuzones rubios y una bola blanca a la que había que tirar del rabo para que no se extraviase en aquel universo paralelo que parecía anidar detrás de los muebles, allí donde los objetos, sobre todo los rodantes, iniciaban un recorrido a ninguna parte del que ya nunca regresaban. Fue entonces cuando la otra Swanee desapareció de su vista. O a lo mejor la verdadera Swanee no lo recordaba bien y ya apenas podía asegurar si en los reflejos que le devolvían los espejos no la habría visto escondida tras una puerta, observando con su mirada de niña adulta cómo aquel divertimento con el que no había contado la había alejado de su hermana gemela, el único ser que había aliviado su vida en los espejos con un poco de compañía, algo, puntualizó Swanee, que desde luego una chica celosa como ella nunca iba a consentir.

Pasaron un par de horas hasta que en la casa de Swanee se hizo de nuevo la calma: niños atiborrados de pasteles salían a los coches que los aguardaban en la puerta tambaleándose como viejos borrachos, con ese aliento a azúcar que solo tienen los diabéticos y los novios de quince años. Swanee no se molestó en despedirse de ellos. Ya en el cobijo de su alcoba siguió jugando con su perrito hasta que el cansancio le desplomó los párpados, abrazándola dócilmente a aquel cálido algodón blanco que hacía rechinar los dientes a los peluches de la estantería. Ese fue el último recuerdo que se llevó al desordenado mundo de los sueños, un mundo en el que hasta entonces se había adentrado sin preocuparse de dejar atrás un reguero de migas, aunque su puerta giratoria, por lo visto, no siempre devolvía al lugar por el que uno había entrado.

A la mañana siguiente, el perrito de sus sueños no amaneció junto a ella. Inquieta, Swanee lo buscó por toda la casa, pero no encontró un solo rastro de su presencia, ni siquiera la flor marchita de sus pezuñas en el vestido que había llevado durante la fiesta. Cuando preguntó a su padre si sabía dónde estaba el perro que le regaló la tarde anterior en su fiesta de cumpleaños, la abúlica respuesta de Viktor Klein solo sirvió para desconcertarla todavía más: «Ayer no hubo ninguna fiesta. Ayer no te regalé ningún perro. Todo eso lo has soñado». Luego, aquel derrocado amante de las musas siguió hipnotizándose desde las profundidades del sofá con las imágenes que aparecían en el televisor y a las que él volvía una y otra vez presionando los botones de su mando a distancia, monarca de un universo que podía convocar y destruir a su antojo, y de nada sirvió que Swanee llorara y protestara que aquello no era cierto, que estaba segura de que la noche anterior su padre había celebrado una fiesta en su honor. Era verdad, le había regalado un perro, un cachorro de color blanco que parecía una esponja y emitía aquellos graznidos de juguete cuando le tiraba del rabo. Tenía treinta y seis niños como testigos para demostrarlo.

¿Pero quiénes eran aquellos treinta y seis niños que habían visitado su casa? Swanee, cuando al fin logró rehacerse de su llantina, tuvo que aceptar que no lo sabía. No conocía a ninguno de ellos, ni les había prestado suficiente atención como para saber si tenían una existencia real más allá de su casa, si no serían seres desembarcados en su salón desde algún mundo de fantasmas ubicado en el interior de los espejos, como parecía ser la otra Swanee, aquel gemelo idéntico al que había visto ingresar en su vida como a través de las aguas de un sueño. Se le ocurrió entonces que podía barrer todo el vecindario en busca de aquellos niños, llamar puerta por puerta hasta dar con algún niño que, al verla, no tuviera más remedio que decir: «Todo es verdad, yo estuve en tu fiesta de cumpleaños, yo comí tus pasteles, yo te vi jugar con un perrito blanco ataviada con tu vestido de princesa de cuento». Sí, claro que podía hacerlo. Tal vez era una timorata, pero incluso a aquella edad tan temprana sabía que había algo en su rostro que funcionaba como un pasaporte perfecto para franquearle las puertas. De modo que no esperó más: aquella misma mañana emprendió la búsqueda de sus misteriosos invitados por todos los hogares del vecindario, tocada con un impermeable rojo y armada con un capazo rebosante de galletas y chocolatinas, como uno de esos personajes de los cuentos que abandonan su casa para perderse en el bosque.

Y, de hecho, eso fue lo que sucedió. Swanee deambuló de una calle a otra sin perder el entusiasmo, comiendo alegremente sus dulces y dejando a su paso un rastro de envoltorios de colores, pero tras varias horas de expedición se dio cuenta de que el lugar por el que caminaba ya no era su vecindario, y dudaba incluso que fuera su propia ciudad. Por dudarlo, podía dudar hasta de que fuera un país de verdad, y no uno de esos universos imaginarios en los que habitan los ogros y las hadas y los niños son pasto de la envidia de las brujas. Los árboles retorcían sus brazos en los márgenes de las aceras, y se agitaban a su alrededor con un inquietante aspecto de jorobados o monstruos furiosos, abriendo unas bocas descomunales en las que el viento se entretenía en inventar aullidos. Swanee no supo decir a cuántas puertas había llamado antes de flaquear, antes de que la noche cubriese el mundo con su bandada de cuervos. De pronto comprendió que jamás iba a dar con aquellos niños. Que podría seguir caminando por lugares ignotos, buscarlos durante años y que, aun así, en ninguna casa del mundo la recibiría alguien que pudiese afirmar: «La fiesta existió, no la soñaste, yo también estuve allí». Empezó a sospechar que su padre no le había mentido, que la fiesta solo fue un sueño y todo aquello lo había imaginado para combatir la desazón que le producía vivir con un hombre al que amaba pero que nunca se preocupaba por ella. Por primera vez, Swanee supo lo que era el miedo: tenía un sabor a hierros viejos y te hacía sentir más pequeño de lo que en realidad eras, aunque, aun así, siempre serías lo bastante grande como para no conseguir hurtarte a las miradas de algo que jamás llegabas a divisar pero que te seguía de cerca. El cielo cerraba su infantería de nubes sobre los tejados que despuntaban en el horizonte, sondeando el terreno con el lanzamiento de unas gotitas disuasorias, y aunque Swanee podía haber elegido entre volver sobre sus pasos o refugiarse de la tormenta que se avecinaba en el patio de alguna casa, en lugar de seguir caminando por la senda en la que llevaba horas avanzando sin conocer exactamente a dónde iría a desembocar, lo cierto es que siguió adelante, mientras el viento le despojaba insistentemente de la capucha y el agua empapaba sus cabellos rubios, que ya iban destiñéndose lentamente en un color oscuro de tierra levantada por la lluvia.

Fue entonces cuando vio a la mujer de la bicicleta, la verja oxidada y la casa de ventanas oscuras que hacían pestañear sus postigos, retumbando sordamente en el silencio como un presagio de truenos. Al verla detenida en la calzada, la mujer hizo un gesto hacia Swanee, caracoleando unos dedos nudosos y retorcidos como un garfio que alargaba y encogía al tiempo que su voz le susurraba: «Ven conmigo». Antes de dar el primer paso que la separaba de ella, Swanee ya se había sentido atraída por sus ropas de gitana sucia, por aquella expresión curiosa y asustada que afloraba a su rostro, como si acabara de escapar de un castillo en el que había vivido desde niña sometida a los caprichos de sus hermanastras. Mientras se aproximaba a ella sabía que no estaba haciendo lo que debía, pero también tenía la impresión de que aquella mujer no quería hacerle ningún daño, que estaba tan desvalida bajo la lluvia como lo estaba ella. Puede que Swanee pretendiera convencerse así de que hacer algo incorrecto no significaba necesariamente hacer algo malo, sobre todo cuando la noche se desplomaba sobre el mundo y no horadaba el cielo una sola estrella para mostrarle la senda que la devolvería a casa, pero lo cierto es que la inquietud desapareció al pensar que, si no aceptaba el ofrecimiento de la mujer, algo terrible le sucedería: podía extraviarse en aquel bosque de árboles furiosos que se apretaba a su alrededor, confundiendo los lamentos del viento con el aullido de los lobos, o bien podía surgir entre la bruma uno de esos amables desconocidos que colman sus bolsillos de caramelos para atraerse la compañía de los niños. No pensaba que ese desconocido podía ser, precisamente, la mujer de la bicicleta que la reclamaba con aquel dedo que parecía un garfio. Tan segura estaba de su inocencia que hasta hubiera jurado que aquella mujer vivía en una casita de caramelo rodeada por un mobiliario de chocolate, siempre dispuesta a agasajar a sus invitados con un ejército de osos de peluche. No es que fuera una anciana, pero era la clase de mujer a la que Swanee hubiera cedido el asiento en un autobús o hubiera ayudado a cruzar la calle. Y aunque en el fondo admitía que le daba un poco de miedo, también le hacía pensar en esas viejas que viven con la sola compañía de sus gatos pero que se derriten de felicidad al poder cambiar unas palabras con algún extraño que por error ha llamado a su puerta.

La confianza desapareció cuando la mujer atenazó los brazos de Swanee tan pronto como se le puso al alcance de la mano. Sorprendida, Swanee gritó y forcejeó, pero sus gritos no sirvieron para desatrancar las puertas de las casas que la rodeaban ni conmover los visillos de las ventanas. Repeliendo sus patadas, la mujer arrojó a un lado la bicicleta para poder sujetarla mejor; pese a lo menuda que era, Swanee demostró ser una presa difícil de dominar, al menos hasta que la mujer consideró que ya estaban hechas las presentaciones y decidió derribarla de un puñetazo en la mandíbula. Luego la cargó fácilmente bajo el brazo y la arrastró hasta la casa, abriéndose paso entre aquella espesa maleza que parecía un bosque en miniatura, y en la que Swanee distinguió algunas sillas astilladas y muebles destartalados que parecían observarla con una profunda tristeza, antes de perder la consciencia.

Cuando Swanee despertó al fin, no sabía dónde se encontraba. Recordó entonces a la mujer que la tumbó de un puñetazo, y, con un sobresalto, descubrió que se hallaba encerrada en un pequeño cuarto, o eso era lo que le permitía distinguir aquella luz confusa que encharcaba sus pies, filtrada por las junturas de una puerta tan gruesa que igual podía pertenecer a una mazmorra. Alguien había dejado un plato rebosante de agua sucia encima de un colchón, donde se acurrucaba lo que Swanee, jadeando de terror, tardó en reconocer como una manta. Pese a la sed que sentía, la princesita altiva y orgullosa de la noche anterior decidió tomar las riendas de la situación. Ni de lejos podía imaginar que un día acabaría rogando a sus secuestradores que le diesen un platito para recoger las gotas de agua que se filtraban del techo; de momento, se sentía lo bastante fuerte como para hacer remilgos a una sopa mugrienta, y hasta volcar el plato de una patada para que aquella mujer que la había escondido allí viese que había tocado en hueso, que esa niña de apariencia tan frágil era una pieza de cuidado. No estaba segura de que tal cosa pudiera servirle de mucho, pero tenía esa edad en que aún no queda muy lejos el tiempo en que una pataleta bastaba para conseguir milagros de los mayores. Por supuesto, Swanee no podía saber que esas rabietas no servirían de nada en el lugar donde se encontraba, que solo eran canjeables en ese universo de pronto tan lejano que se extendía al otro lado de la puerta. Lo que aquella mujer quería de ella pertenecía a algún rincón secreto del mundo de los adultos, algo tan grande y tan oscuro que Swanee ni siquiera lo podía concebir.

—Cuando aún puedes gritar, es porque no has llegado a rebasar el umbral del miedo —me dijo Swanee—. Aún sientes tu cuerpo, recuerdas dónde estás, ves a los seres que te rodean y por horribles que te resulten aún puedes decir: son hombres, no son fieras, no pueden hacerte tanto daño. Pero una vez que lo traspasas, una vez que has cruzado el umbral del miedo, adviertes que te encuentras en un gigantesco vacío. No reconoces nada. A duras penas puedes reconocerte a ti mismo. Los hombres que te rodean son ahora monstruos cuyas caras parecen desfiguradas por todas las tragedias y todos los dolores del mundo. Y entonces estás tan lejos de ser quien eras que ya ni siquiera te parece que tengas una boca con la que poder gritar. Como si todo cuanto te convierte en la persona que fuiste hubiera desaparecido por completo.

Swanee traspasó el umbral del miedo más o menos el tercer día de su secuestro, si podía contar los días de encierro por los platos de agua sucia que acarreaba hasta su cuarto la mujer de la bicicleta. Los dos primeros días, Swanee respondió a su interés en que bebiera aquella pócima pateándole el plato cuando la mujer aún lo sostenía en la mano. En las dos ocasiones, el agua le empapó la cara, el cabello y la camisa, y en las dos ocasiones, Swanee recibió un aluvión de bofetadas y puñetazos por su insolencia. La mujer se complacía especialmente en tirarle del pelo y en llamarle «pequeña puta», «zorra de mierda» y «calientapollas». Aquel era un lenguaje que Swanee no comprendía, al menos no referido a ella, pero tenía la contundencia de una patada en la boca. Al tercer día, la mujer de la bicicleta entró en el cuarto con un hombre calvo que vestía una chaqueta de pana con coderas, una camisa blanca y un pantalón marrón, las mismas prendas que hubiera llevado un espantapájaros o el muñeco de un ventrílocuo. A Swanee le horrorizaba no haber podido olvidar jamás la vestimenta de aquel tipo bajito y un poco obeso, cuya expresión conciliadora y tranquila le recordaría siempre a la de los médicos que la atendieron tras su secuestro y la exploraron a lo largo de su difícil adolescencia. El hombre no decía nada, hasta el momento no era más que otra pieza del mobiliario, inmóvil como un perro de porcelana, pero la mujer no paraba de repetir: «Tranquila, cariño, no vamos a hacerte daño. Si te relajas, lo vas a pasar muy bien». Pero Swanee sabía que aquello no era cierto. El hombre se sentó a su lado, con una expresión santurrona pintada en la cara, y solo tras haber comprobado que la niña se mostraba tan dócil como él, comenzó a desabotonarle los tirantes del peto. Movía las manos con una precisión higiénica, como celebrando un ritual de gestos memorizados, aunque la reiteración que se adivinaba en sus movimientos no parecía impedirle disfrutar de aquel nuevo momento de éxtasis que la vida le regalaba. La mujer levantó una cámara ante su rostro y empezó a disparar fotografías hacia Swanee, mientras el hombre desprendía suavemente sus tirantes y dejaba al descubierto el pájaro de ojos grandes que mostraba su camiseta. Swanee no podía reaccionar. Fue en ese momento, se explicó a sí misma años después, cuando dio el primer paso más allá del umbral del miedo. Todavía con un pie en el mundo real, fusilada por los fogonazos que disparaba la cámara y desconcertada por el tacto de una mano gelatinosa que le recorría el vientre bajo la camiseta, tuvo la valentía de abofetear al hombre y tratar de huir por la puerta que sus captores habían dejado abierta, y tal vez habría logrado su objetivo de no haberse pisado el peto, que en aquella carrera a trompicones se le había caído hasta los tobillos. La mujer corrió tras ella, la cazó cuando ya se venía al suelo y la devolvió al redil de su pequeño zulo, donde el hombre se pasaba una mano incrédula por el zarpazo de sangre que Swanee le había trazado en la mejilla. Ya no había el menor rastro de sosiego en la expresión de aquel tipo. Swanee no lo supo explicar de otra forma, pero, recordado en la distancia, le daba la impresión de que era el mismo rostro que alguien hubiera compuesto después de mirarse en un espejo y decir: «Ese no soy yo». Le dije a Swanee que sin duda aquel hijo de puta ya había maltratado antes que a ella a otras niñas pero probablemente ninguna había reaccionado como ella lo hizo: para él no eran seres vivos, sino muñecas que se prestaban dócilmente a su placer, y ver que uno de sus juguetes cobraba vida propia tenía por fuerza que asustarle.

—Puede ser —dijo Swanee—, pero la verdad es que si pretendieron convertirme en una muñeca, estuvieron muy cerca de conseguirlo, porque desde ese momento yo ya no tenía identidad. Había cruzado el otro pie más allá del umbral del miedo, yo ya no era yo, la pequeña Swanee que pocas noches atrás había celebrado con sus mejores galas de mujercita un cumpleaños de cuento, yo ya no era nadie de quien pudiera decir: sé quién eres. Y la verdad es que debo agradecerlo, porque no creo equivocarme si digo que eso es justamente lo que me salvó la vida.

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