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AMERIKA O LAS CONFESIONES DE UN MUERTO VIVIENTE » 8

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—Así que no es que Rilke nos vigile con cámaras y micrófonos ocultos, sino que en realidad lee nuestros pensamientos. ¿De veras piensa que me voy a creer eso?

—Puede creer lo que usted quiera —espetó la anciana—. Quizá la máquina funciona o quizá no, pero si el señor Rilke opina que ha sido privilegiado con el talento de leer los pensamientos de la gente, con máquina o sin ella, yo no soy nadie para negarlo. A lo mejor la máquina era lo único que necesitaba para creer en ese milagro, para lograr ese propósito por sí mismo. No estoy dentro de su cabeza para comprobar si es así o no. El señor Rilke dice que lee las mentes, ¿no? Pues bien, no seré yo quien afirme lo contrario, aunque, la verdad, con tipos como ustedes le resultaría imposible no lograrlo: si algo trota como un burro, relincha como un burro y tiene patas de burro, ¿qué puede ser, sino un burro?

La mujer casi rio al decir aquello, y me di cuenta de que se obligó a hacer un enorme esfuerzo para controlar el impulso de mirar la mella que sus palabras habían ocasionado en mí. Agradecí que no lo hiciese, porque los destrozos debían de resultar fastidiosamente visibles. Lo que más me molestaba era la facilidad con la que aquella mujer lograba hacerme sentir como un estúpido, y de hecho estuve tentado de replicarle si era eso lo que pensaba de mí, que formaba con los demás una recua de vociferantes asnos. Antes de que pudiera expresar aquel pensamiento en voz alta, la criada terminó de ahondar en mi desconcierto diciendo:

—No voy a decirle ahora que sé lo que está pensando, pero, al menos en lo que a usted le atañe, me disgustaría que se tomase mi apreciación como algo personal.

Perplejo, preferí callar hasta que me vi en el despacho de Rilke, no fuera que la criada tuviera otra broma guardada en la manga, y solo al comprobar que esta se retiraba de la habitación pude soltar un suspiro de alivio.

Rilke no levantó la vista de un puñado de fotografías que estaba repasando, instalado tras la mesa. Frunció un par de veces el ceño, mientras yo me sentaba en la misma silla que me ofreció en nuestro primer encuentro. Apretó los labios y los movió de un lado a otro, como un niño irritado, y solo articuló una expresión satisfecha cuando elevó una de las fotografías hacia la luz y la observó desde otro ángulo. Acto seguido, me las tendió desde el otro lado de la mesa, solicitándome que las examinase. Según me explicó Rilke, mientras yo iba pasando una tras otra las fotografías, acababan de llegarle en el correo de la mañana, tras dos angustiosos meses de espera. Los paisajes recogidos en ellas reproducían diversos lugares públicos de otros tantos países del mundo: un céntrico barrio de Bogotá, la ciudad más importante de un depauperado pueblecito de no sé qué colonia francesa, la plaza principal de una isla griega. El detalle que llamó mi atención, y que después de observarlo detenidamente aumentó el asombro que ya me embargaba, era la estatua que se repetía de una fotografía a otra, la estatua de un hombre que se cubría el rostro con las manos: Leonardo Rilke.

—No he querido distinguirme sino por algunos detalles que solo reconocerán quienes me han tratado en persona —dijo—. El anillo de plata, la forma de mis manos, la estructura de los huesos, la altura. Incluso las gafas que llevo en un bolsillo: por cierto, no las que el actor Ray Milland llevaba en aquella embrujadora película de Roger Corman, sino las del abominable Doctor Z.

Apenas escuché las palabras de Rilke, y solo acerté a preguntarle, presa de la curiosidad, si aquellas imágenes no eran en realidad un excelente montaje.

—Nada de eso —protestó Rilke—. Son reales como usted y como yo, reales como la vida misma. O, bueno, en el caso de que exista una vida que podamos calificar como «real». La idea se me ocurrió hace algunos años, creo que después de que lograra amasar mi primer millón de dólares. Pensé que sería una buena idea comprar algunos de esos pueblecitos que sus habitantes ponen a la venta cuando la economía se les va al traste y el índice demográfico desciende por debajo de su capacidad de subsistencia, y una vez adquiridos, convertirlos en paraísos para ricos aburridos que ya no supieran en qué gastar su dinero. Mi proyecto era hacer de ellos pequeñas monarquías, reinos independientes de los países que los acogen, en los que cada propietario se pudiese sentir como un rey o como un tirano, y en los que por supuesto sería recibido con fastos de jefe de Estado cada vez que se aviniese a distinguirlos con una visita. Mi plan se quedó ahí y no hice nada por convertirlo en realidad, pero cuando quise darme cuenta, ya poseía más de una decena de pueblos repartidos por todo el mundo, y un buen día pensé que debía hacer algo con ellos. Entonces se me ocurrió esta maravillosa idea: erigirme estatuas. No por vanidad, claro, sino por envenenar esa realidad espúrea que doblega las mentes de los pobres seres que nos rodean, por derrocarla y mostrar sus gusanos, el fraude que en verdad es. Vea, ni siquiera soy yo el hombre de las estatuas. Lleva mi nombre, pero no puede asegurarse que sea yo quien se halla representado en ellas, pues, como puede observar, carecen de un rostro en el que se me alcance a reconocer. Para qué. Quiero decir, ¿qué demonios es una cara? En Venezuela, la estatua a Leonardo Rilke se ha levantado en honor al inventor de la primera máquina del tiempo; en Casablanca, al primer fabricante de golems creados con la voluntad suficiente para decidir sus propios destinos: huelga decir que la erigieron los propios golems; en la isla de Phaedra, al primer extraterrestre que pisó el planeta Tierra. Todo está pensado al detalle: los textos que explican cada estatua han sido escritos en inglés, en sánscrito y en latín, para que puedan desentrañarlos los hombres del futuro. No pretendo que se me adore, ni que se me glorifique, ya se lo he dicho. Solo pretendo intoxicar la realidad. Como sabe, no se necesita más que un puñado de tiempo para que una mentira se convierta en verdad, y a todos los efectos, cuando ese tiempo haya pasado y la mentira se haya acomodado en la Tierra, yo seré para la historia de la humanidad Leonardo Rilke, el viajero del tiempo, el creador de golems, el hombre del planeta X.

Repasé las fotografías sin saber qué decir, y tras reconocer mi estupefacción, le pregunté por qué razón había decidido mostrármelas.

—Me gustaría conocer su opinión sobre ellas —replicó.

—Eso es fácil —dije—. De ser cierto que posee una máquina para leer los pensamientos, tal y como su criada me acaba de confesar, ya sabrá cuál es mi opinión al respecto.

Rilke agravó las facciones, como si acabara de morder un fruto podrido:

—Mi máquina no es un vulgar capricho y prefiero usarla para asuntos más serios. En realidad, es algo más que una máquina para leer las mentes. Me sirve para diferenciar el bien del mal. Si el Diablo, el Príncipe de la Mentira, ingresa en esta casa bajo algún disfraz, sin mi máquina me vería incapacitado para reconocerlo. Sus engaños ya me han hecho suficiente daño como para que pueda permitirme el lujo de verme herido otra vez por su causa.

Como siempre, yo no podía saber si Rilke hablaba en broma o en serio, o, cuando menos, todo lo serio que puede hablar un demente. La historia de las estatuas resultaba de por sí lo bastante absurda, pero que sacara al Diablo a relucir ya me parecía el colmo del ridículo.

—En cualquier caso —añadió—, si alguna vez he transgredido su derecho a la privacidad, desde luego no era con la intención de perjudicarle, sino impulsado por la impaciencia de saber qué forma estaba tomando la historia de Jacques Tourneur en su cabeza.

—Entonces ya sabrá las noticias —respondí—. Desde el momento en que empecé a pensar en la historia, no he hecho otra cosa que ir de un lado a otro dando palos de ciego.

Rilke asintió, con la mirada perdida en algún lugar que parecía reposar a mi espalda.

—Ya veo —murmuró—. La turbadora y turbada Mary le resulta una pesada carga y preferiría buscarse una protagonista menos reconocible, ¿verdad?

Recibí aquellas palabras con un pestañeo incrédulo, y me tomé mi tiempo antes de responder:

—Así es.

—¿Y aparte de eso, tiene alguna noción de dónde puede estar el problema?

—No lo sé —repliqué—. Por más vueltas que le doy, no se me ocurre nada que me convenza. El relato de Vidor tiene muchas posibilidades, pero hasta el momento, ninguna de las ideas que he considerado está a la altura de lo que su argumento promete. A lo mejor es el hecho de no conocer a los personajes lo que me detiene. No son un producto de mi imaginación, o la de Tourneur, sino seres de carne y hueso, y temo que algún error al llevarlos a escena contribuya a traicionarlos. O a lo mejor es que no es mi historia. No lo sé.

Aquello sorprendió a Rilke:

—Oh, pero se supone que un escritor cuenta historias, ¿no? ¿Entonces qué problema hay? Yo ya le he dado la mitad de la historia hecha. Solo tiene que macerarla, conducirla por donde mejor le convenga para cumplir su trabajo. No tiene que exprimirse el cerebro en busca de un punto de partida, Tourneur ya hizo lo más duro por usted.

—Eso es lo que quiero decirle —objeté—. Me tengo que adaptar a una historia que ya está iniciada. No es mi historia, no es seguramente lo que a mí se me hubiera ocurrido escribir. Es la historia de otro, y para escribir esa historia yo tendría que ser él. Verá, no sé de qué otro modo explicárselo, pero en cierta forma es como si debiera subirme a un tren en marcha. Debo hacer un gran esfuerzo para alcanzarlo, y el problema es que una vez dentro ni siquiera sabré a dónde va. Lo más probable es que no vaya a ninguna parte, que solo marche en círculos alrededor de un abismo. A lo mejor incluso el tren está vacío, no lo sé. Pero si no fuera así, si me encontrase con alguien en el interior de los vagones, este respondería a mis preguntas en un idioma que no es el mío. Un lenguaje de símbolos que solo pertenece a quien inventó esa historia.

Rilke volvió a asentir, pero vi que los ojos le resplandecían antes de replicar:

—¿Y por qué no secuestra el tren? Me parece que el problema es que usted está demasiado dentro de la historia, tanto que ya no puede ver nada con la necesaria claridad, pero todo cambiará en cuanto se abra camino hasta el vagón principal. Solo tiene que recibir un poco de luz y abrir bien los ojos para distinguir las maravillas del camino que se extiende ante usted.

—Creo que no me comprende —repuse—. Lo que me pide es que haga algo que llevo dos años intentando hacer.

—En ese caso, ¿no cree que le he comprendido demasiado bien? Le estoy dando la oportunidad de salvar su vida, le ofrezco un pasaporte para conseguir su libertad. Estaría loco si no quisiera aceptarlo.

—No he dicho que no lo acepte —respondí—. Lo que digo es que no tengo ni idea de por dónde empezar.

Rilke levantó una mano, en un gesto principesco que demostraba lo cansado que estaba de escuchar mis protestas. Me reiteró su confianza en mí, volvió a decir que yo era su hombre, que apostaba su vida a que no se había equivocado conmigo:

—La historia está en sus manos, y no me hace falta leer sus pensamientos para saber que saldrá adelante. Solo haga con ella lo que crea conveniente. Viólela si es necesario, los hijos que le produzca sin duda serán hermosos. Si he metido la pata, yo sería el primero en sorprenderme. Significaría que el mundo en el que cree Leonardo Rilke en realidad no existe. A menos, claro, que tome el camino difícil, y si usted no se adapta a la historia, la historia se adapte a usted.

Me dedicó una mirada intrigante, a tono con el guante que me había arrojado con aquella frase enigmática, pero la discusión concluyó ahí. Conversamos después sobre algunas otras cosas, el problema que sin duda me supondría encontrar a Kitty Frances y la estrategia que, según Rilke, debía plantear para dar con ella, cosas de las que en su opinión no debíamos preocuparnos, pues lo importante, dijo, ya lo habíamos aclarado. Cuando dio por concluido el encuentro, sacó una libreta de cheques del interior de una billetera de plata y se entretuvo en rellenar pacientemente uno de ellos.

—Esta es la prueba de la confianza que tengo en usted —dijo, tendiéndome el cheque desde el otro lado de la mesa.

Abrí la boca: su confianza ascendía a cien mil dólares.

—No puedo aceptarlo.

—¿Por qué?

—¿Por qué? Es una suma demasiado elevada por una historia que ni siquiera sé si puedo escribir.

—Pero la escribirá —respondió Rilke—. Y cien mil dólares no significarán mucho en comparación con lo que debería percibir por ella. No sea modesto, en un mundo en el que las ideas se pagasen por el dinero que valen, su talento ascendería a mucho más que esto.

—No es una cuestión de modestia —reprobé—. No estoy acostumbrado a cobrar por adelantado, y menos una suma como esta.

—Entonces es que se ha acostumbrado a las transacciones equivocadas, ¿no cree? —replicó.

Intenté negarme a aceptar el cheque, pero Rilke no permitió que lo importunase con mis reparos. Recogió otra vez sus fotografías, giró la silla hacia la ventana y reconcentró su atención en las estatuas, dejándose envolver por aquella luz cenicienta que parecía pesarle sobre los hombros, asemejándolo a una de esas estatuas que había decidido repartir por el mundo.

Aún me encontraba bajo los efectos de la sorpresa cuando volví a la habitación de Swanee. Sentada al piano, tenía esa expresión ausente que a mí me encantaba admirar, como la de un médium en pleno trance. Se aplicaba en ensayar unas notas crispadas, pero en cuanto oyó la puerta y me vio entrar se apartó del teclado y acudió a recibirme con un beso, tan feliz como una niña, como si hubiéramos estado separados durante años y aquel fuera por fin el momento de nuestro reencuentro. Me dejé caer en la cama y, todavía absorto, le pormenoricé los detalles de mi reunión con Rilke. Swanee rio asombrada cuando le hablé de la máquina para leer nuestros pensamientos, y se estremeció de puro placer al describirle las estatuas que, si podíamos fiarnos de las palabras de Rilke, poblaban ahora algunos rincones del planeta. En cuanto le confesé que me había sincerado con él acerca de mi capacidad para llevar adelante el guión de su película, me pasó una mano por el pelo y, acallándome con un beso confortador, me dijo que ella también confiaba en mí. Fue entonces cuando reparó en el cheque.

—¿Y esto? —preguntó. Yo no me había molestado en guardarlo, y aún lo acunaba en las manos, como si fuese un billete de lotería premiado y no pudiera creerme tanta suerte. Swanee leyó la cifra en voz alta, me miró y la volvió a leer—. Cien mil dólares —dijo.

—Cien mil dólares —repetí.

Sin saber qué más decir, Swanee esbozó una sonrisa insegura:

—¿Por qué?

—Es el precio en que Rilke ha tasado su confianza en mí. Según él, una bagatela.

Swanee arrugó el ceño, velando de pronto aquella expresión de aliento con que había decidido animarme:

—¿Y eso es todo? ¿Una cuestión de confianza?

—Eso parece —respondí, encogiéndome de hombros.

—Bueno —replicó Swanee, con lo que parecía un incongruente reproche—, supongo que entonces deberíamos brindar por que Rilke haya decidido hacer otra excepción contigo.

—¿Otra excepción?

Ignoraba a qué se refería, y Swanee pareció entonces tan confundida como yo:

—¿Acaso no te ha contado Rilke cómo piensa pagarnos por nuestro trabajo?

—La verdad es que ni siquiera se me había pasado por la cabeza preguntarle por ello —repuse—. Quizá te extrañe, pero en comparación a cómo las cosas me marchaban antes de que Rilke contactase conmigo, solo el hecho de estar aquí se me antojaba premio suficiente.

A Swanee no pareció convencerle mi respuesta, más bien al contrario. Dijo que las cosas no me tenían que haber ido tan mal cuando el dinero no había sido para mí una cuestión fundamental a la hora de firmar mi contrato. Si ella hubiera tenido suficiente para pagarse unas vacaciones, o vivir en paz unos meses sin rendir a nadie el producto de su trabajo, lo hubiese hecho encantada antes de responder a la llamada de un millonario cuya forma de ponerse en contacto con ella ya daba por sentado que se trataba de un talento desperdiciado, un geniecillo del tres al cuatro que no tenía dónde caerse muerto.

—No he querido decir eso —expliqué, midiendo las palabras, contrariado por aquel repentino encono—. De una forma u otra, sabía que el dinero estaba ahí. Que no se hablase de él no quiere decir que no me importase recibirlo.

—Como tampoco parece importarte recibir este cheque —contraatacó Swanee.

Para ella, lo que estaba claro era que por algún motivo Rilke insistía en seguir mostrándome como el favorito de la casa. Según el contrato que Swanee había firmado, ninguno de los miembros del equipo percibiría el dinero que le correspondiese por su trabajo hasta que la película estuviese rodada y todo el mundo hubiera abandonado la mansión. Naturalmente, yo no cobraría mi cheque hasta que también saliese de ella, y eso en el caso de que no fuera falso o careciese de fondos, pero al menos era una prueba palpable de que mi trabajo tenía sentido, de que había una recompensa por hacer lo que hacía, un número en el que se cifraba la calidad de mi trabajo o la distinción de mi talento, aunque fuera un estímulo temporal que luego resultara ser papel mojado. Pero los demás no podían pensar lo mismo de su labor allí: cada huésped recibiría al final de mes una nómina en la que quedaría fijado el monto al que asciendesen sus ingresos comunes; no se trataría de una cifra individual, nada que diferenciase a unos de otros según la calidad del trabajo que cada cual emprendiera. Aquella cifra, que Rilke había decidido llamar «la banca», representaría las habilidades del grueso del grupo, una suma que no haría distinciones entre los vagos y los perfeccionistas, entre los listos y los tontos: simplemente, pondría en el mismo rasero la calidad de sus talentos como si todos fueran genios de manual o idiotas sin remedio; y para colmo ni siquiera se trataría de un cheque, sino de un vulgar número apuntado en un folio. Si alguien se marchaba de la casa antes de que Rilke diera por concluida su misión, el dinero que hubiera cosechado pasaría a la banca, incrementando el monto que al final del proyecto cada empleado debía cobrar. Así, cuanta menos gente quedara en la casa, más cobraría cada uno. Por eso nadie decidía marcharse, explicó Swanee, por eso la gente se entretenía como podía en aquella cárcel. Para muchos, vivir así era un completo aburrimiento, pero todos allí se habían acostumbrado a ello, y se considerarían bien pagados si al final de aquella aventura veían sus cuentas saneadas por no haber hecho prácticamente nada. Los expertos de Rilke habían aceptado participar en aquel juego y ofrecían a los demás la mejor de sus sonrisas no solo porque eran en realidad ese hatajo de hipócritas que decía Vesalius, sino porque deseaban demostrar que la presión no iba a cebarse con ellos, que solo pesaría sobre quienes se erigían como sus rivales; y si seguían aguantando, era porque cada día que pasaba se veían más cerca de obtener una suma memorable que crecería con la ausencia de sus competidores.

—Todos estamos aquí por el dinero —concluyó Swanee—, incluso yo, así que te recomiendo que no hables de esto con nadie. La aventura de Rilke ha suscitado bastantes recelos, y solo falta que alguien piense que por el mero hecho de estar excluido de las normas que rigen al resto de los inquilinos tuvieses algo que ver en sus planes. Tú eres su Redentor, ¿recuerdas? El Mesías que esperaba la casa.

—¿Y tú qué piensas? —le pregunté, aunque no estaba seguro de que quisiera conocer la respuesta.

—Yo confío en ti. Me casaría contigo esta misma noche y me sentiría la mujer más feliz del mundo si supiese que algún día serás el padre de mis hijos. Pero ya hemos hablado de ello, no nos conocemos de nada. Que parezcas el marido ideal no significa que no me puedas estar engañando.

Después de aquello no dijimos nada más durante un buen rato. Swanee encendió un cigarrillo y se sentó ante el piano, pero no se atrevió a tocarlo: para ella, todo lo que no fuese hablar levantaría un muro entre los dos, y era demasiado pronto para demostrarnos que nuestro orgullo era un sentimiento mucho más poderoso que el amor que asegurábamos sentir el uno por el otro. Pero lo cierto es que tampoco sabía qué decir. Permaneció en silencio, devorando su cigarrillo casi con avaricia, como si esperase que algún rapto de inspiración le dictase las palabras que debía pronunciar para arreglar las cosas. Yo, simplemente, dejaba pasar el tiempo, sabiendo que en realidad no había nada que decir. Había sido un malentendido, solo eso, y cualquier intento de repararlo serviría únicamente para fortalecer la impresión de que todo lo que habíamos dicho era mucho más grave de lo que en realidad era. Teníamos que dejar que el silencio hiciese su trabajo, y cuando todo estuviese por fin en calma, uno de los dos terminaría por pronunciar las palabras que incluso arrancarían carcajadas aliviadas en el otro. Pero Swanee no pudo soportar la tensión y por fin dijo algo. Construyó un par de frases anodinas que debieron de resultarle estúpidas tan pronto como las pronunció, a juzgar por la expresión de reproche que se apoderó de sus rasgos y aquella sonrisa incrédula con que decidió culminarla, como culpándose por haber sido tan necia, y para no dejar que pensase que solo ella se estaba esforzando en tender la mano, me obligué a acompañar su comentario con alguna observación que, en lugar de resultar estúpida, hasta a mí se me antojó paternal, condescendiente, como la que hubiera empleado para reprender a una niña. Aquello no sirvió de nada, más bien al contrario: después de haber estado tan unidos desde el primer momento, era extraño sentirnos de pronto como dos completos desconocidos.

Decidí dejarla sola, a sabiendas de que a la mañana siguiente los dos veríamos las cosas de otra manera. Había sido un malentendido, solo eso, me dije una vez más, y cuando nos despertásemos por la mañana nos reiríamos con ganas de lo idiotas que habíamos sido. Antes de marcharme a mi dormitorio me acerqué a Swanee, le di un beso en la frente y, para no abandonarla con aquella sensación de derrota y allanar el camino para el día siguiente, le dije la verdad: que esa noche iba a echarla de menos. Swanee dio una calada a su cigarrillo, expulsó el humo con una sonrisa arrogante clavada en los labios y replicó:

—Entonces cubriré todos los espejos de la habitación cuando te marches. Así ninguna jovencita de cabellos rojos me dirá que eso es mentira.

 

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