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AMERIKA O LAS CONFESIONES DE UN MUERTO VIVIENTE » 9

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No era algo en lo que fuera sencillo reparar, al menos a primera vista, y de hecho tuve que leer cientos de páginas para alcanzar a distinguir aquel patrón oculto en la maraña de hilos invisibles que convertía los libros en vasos comunicantes. No había un solo volumen que no hiciese alusión a aquella familia o a las circunstancias en las que se sustentaba su historia, por tenue que la mención se antojase. Los libros, los diarios y los almanaques, los pequeños dietarios y los encuadernados manuscritos en los que unas manos anónimas habían dejado constancia de sus fatigas domésticas —gastos en alimentación, trueques vecinales, proyectos de viaje, la compra de unos caballos o la venta de diversas casas—, constituían una especie de portentoso memorial, el único recuerdo posible de un universo extinguido que igual podía adquirir el aspecto de un monumento al esfuerzo colectivo como el de un resignado lamento por la etérea condición de las conquistas humanas. Y, la verdad, en cuanto comprendí aquello ya no pude parar. Pasé horas recorriendo las páginas de los diarios en busca de un nombre o algún dato esquivo, muchas más de las que podía dar de sí un solo día, y tan pronto como creía atrapar una pista, examinaba con reverenciosa atención los libros que se amontonaban contra el costado de las paredes hasta dar con el título que seguía deshaciendo la madeja de aquella referencia. Al final, desarrollé tal destreza en mi empeño por localizar cada continuación que llegó un momento en el que ya no precisaba más que de un rápido vistazo para dar con el fragmento que buscaba. Naturalmente, tuve también que resignarme a muchas horas de empeños baldíos, a muchos momentos de frustración en los que la historia se me iba de las manos, justo cuando llegaba a un giro inesperado o sus episodios cobraban una nueva vida. Me desesperaba al pensar en las horas que había invertido para arribar a un callejón sin salida, o al apercibirme de que había estado siguiendo una pista falsa que semejaba responder a los caprichos de un trilero bromista.

Si de algo podía estar seguro era de que mi esfuerzo se hubiera visto fácilmente allanado solo con saber qué texto originaba la historia. Era evidente que Rilke —quién si no—, había reunido aquellas páginas dispares para preservar una historia que por algún motivo había despertado su interés. Pieza a pieza, había reunido un inmenso rompecabezas, hecho de periódicos y libros, cuyos fragmentos había recogido pacientemente de los lugares más recónditos, por infranqueables que se le presentasen —bibliotecas públicas, casas particulares extraviadas en estados remotos, librerías de segunda mano, archivos privados—, y luego, cuando al fin había logrado consumar el tapiz que ilustraba aquel puzle, no había vacilado en tomar las piezas una por una para barajarlas de la forma más arbitraria posible, en una ceremonia de destrucción que solo tendría sentido para él. Me pregunté si Rilke, también él consciente del valor de las conquistas etéreas, no habría querido resaltar así que lo único importante había sido la persecución de cada pieza, que en comparación con las aventuras a las que lo había destinado aquella cacería, la historia que contaban era lo de menos. Aquello era puro Rilke, y habría sido bastante fácil dejarse tentar por esa idea, sobre todo en los momentos en que la búsqueda se complicaba y me bastaba cualquier pretexto para arrojar la toalla. Pero solo tenía que repasar mis apuntes para desechar aquella posibilidad. Había todavía más espacios en blanco que episodios cerrados, y pocas cosas podían atisbarse tal y como eran, despojadas de equívocos claroscuros; pero, con todo, el retrato que insinuaban resultaba tan embriagador que no podía sino seguir adelante, conjurando aquellos retales de historias en las que solo podía adentrarme con los ojos bien abiertos, arrancando de su sopor aquellas vidas que pedían a gritos ser escritas, aunque no fuese más que para demostrar que alguna vez habían sido ciertas.

Para facilitarme el trabajo, trasladé todos los libros a uno de los platós del estudio, un gigantesco almacén donde no había más que un par de focos esqueléticos para deshacer la telaraña de sombras que se tejía en sus rincones. El traslado me ocupó menos tiempo del que pensaba, y aun así, cuando acabé la tarea habían pasado seis horas. Repartí los libros por el suelo, ordenándolos según los temas que trataban: desde la esquina izquierda que se abría a una de las puertas del fondo y hasta la pared derecha coloqué los títulos que recogían asuntos aparentemente menores, la cocina americana del siglo XIX, el arte de tallar piedras, las ropas que acostumbraban a vestir los colonos del medio oeste, la construcción de cabañas en el desierto, la doma de caballos, los métodos que se seguían para arrancar oro al vientre de los ríos, la reparación de carruajes. Después fui disponiendo los títulos restantes en líneas paralelas hasta el extremo inferior del plató, dejando entre unas horizontales y otras un espacio vacío para poder desplazarme sin dificultades: los tratados de geografía antes que los de historia, las novelas antes que los ensayos, las biografías antes que las memorias. Entre medias repartía al azar los periódicos y los almanaques sin considerar cabeceras ni ciudades de origen, respetando tan solo que los libros junto a los que decidía asentarlos discutieran asuntos comprendidos en fechas más o menos similares. El trabajo, de esta forma, empezó a agilizarse. No tenía más que desplazarme arriba o abajo para dar con la referencia exacta o el personaje que buscaba. A veces me sentaba sobre la pila formada por los ejemplares que había descartado añadir a aquel laberinto para repasar las notas que había tomado, sacar punta a los lápices y meditar inútilmente sobre el significado de mi obra. Allí sentado, me sentía mareado e inseguro, como un príncipe al que su padre hubiera subido a lo alto de una montaña para hacerle consciente de sus dominios o abrumarle con la responsabilidad de que, algún día, todo esto sería suyo.

La historia secreta que custodiaban aquellos libros, como un velo que yo comenzaba al fin a descorrer, tenía todo lo necesario para desconcertar e inquietar, para atrapar y no soltar la mano. Era una de esas historias que acortan la distancia entre la realidad y la fantasía y nos invitan a creer que el mundo real no está ni en un sitio ni en otro, sino en un lugar intermedio, de la misma forma en que las notas de un piano no están solo en la cuerda que golpea el mazo ni en el aire que las soporta, por decirlo de alguna manera. Cuando concluí la parte más ardua del trabajo —adentrarme en un libro y en otro, desbrozar durante horas la maleza de sus páginas, salir de allí con algún tesoro entre las manos, descubrir que más de la mitad eran cofres vacíos—, regresé al estudio, me senté frente a la mesa y coloqué en ella los dos cuadernos que a estas alturas ya rebosaban de apuntes, pensamientos, referencias y títulos de obras junto con algunos croquis del mapa que había levantado en el plató, sobre cuya superficie había marcado con lápices de colores un entramado de flechas y agujas que sugerían intimidades secretas entre unos libros y otros, aunque ahora me sorprendía que aquella enrevesada madeja hubiera tenido alguna vez un significado. Después saqué punta a los lápices, cogí un par de cuadernos sin usar y una goma de borrar, y por último abrí una libreta sobre la mesa. Durante unos instantes me quedé mirando todo aquello: los lápices ordenados junto a los cuadernos, las notas y las gomas de borrar perfectamente alineadas. Solo entonces admití que no me atrevería a hacer nada más que eso; fingir, como mucho, que me preparaba para escribir, como si aquello fuera a servir para algo, como si de veras viviésemos en un mundo en el que la intención es lo que cuenta. Era la primera vez en mucho tiempo que debía enfrentarme a una página en blanco, si no consideraba las que ya había emborronado improvisando diálogos vacíos y escenitas sin garra para el guión de una película que ni siquiera estaba seguro de llegar a escribir, y de pronto me invadió la terrible certeza de que no podría hacerlo, que algún día, en algún misterioso recoveco de mi vida, se había erigido entre las palabras y yo una barrera que ya nunca sería capaz de rebasar. Fue un instante de puro pánico, uno de esos momentos en los que intuimos que algo en lo que siempre habíamos creído está a punto de perder su sentido y entonces todo lo demás lo perderá también, pero quizá lo que más me asustaba era, precisamente, el no haber sido consciente de que todo lo que había hecho desde que decidí sumergirme en el plató de

Amerika me había conducido a eso. Había estado frotando palos sin saber que acabaría prendiendo una hoguera.

Tardaría aún en reconocer que escribir aquella historia era mucho más que otro modo de mover la mano: por lo poco que aún se podía discernir, pues todavía me faltaban decenas de paseos del plató al estudio y del estudio al plató para completarla, la historia de June Caprice era perfecta para la película de Jacques Tourneur. El problema era que no sabía por dónde empezar a contarla. Para empeorar las cosas, mis apuntes se me antojaban ahora un laberinto de frases sin sentido, pues durante mis lecturas me había conformado con dejar algunas palabras en el aire o abreviarlas vagamente, bajo la errónea presunción de que sabría interpretarlas cuando fuera necesario hacerlo. Tuve que reconocer mi fracaso. Y es que, en cierto modo, aquello era incluso peor que no poder escribir: era como haber perdido hasta la capacidad de leer, como si el más grave de los problemas no consistiera en darles lo que buscaban a aquellos cuadernos extendidos que parecían entregarse con las piernas abiertas. Pese a mi angustia, comprendí que una vez llegado al borde del precipicio solo cabía una opción, y me arrojé sobre ella con la misma desesperación de quien se arroja al vacío, sin saber entonces que aquello sería el inicio de un largo encierro que se prolongaría durante más de dos semanas: así que empecé a escribir, primero una palabra, luego otra. Y, contra lo esperado, lo que sucedió fue todo lo contrario de lo que temí que pudiera suceder. En realidad no sabía bien qué esperaba que ocurriera, desde luego no me iba a partir un rayo, ni me iba a matar la vergüenza al ver que mis lápices no arrojaban otra cosa que un saldo de frases mal escritas como testimonio de mi talento, ni se me aparecerían los fantasmas de Homero y Shakespeare para castigar mi intrusión de advenedizo en el territorio sagrado de la literatura, pero lo que no había esperado ni de lejos era justamente lo que sucedió: las palabras salieron por sí solas, simplemente, con la facilidad con que una vieja melodía nos viene a la cabeza. Todo empezaba en 1877, decían mis apuntes, y yo escribí aquella misma frase palabra por palabra, trazando con minucia de monje medieval sus curvas y sus líneas, saboreando aquel placer casi físico que me producía el roce del lápiz sobre el cuaderno, y a partir de ahí las cosas fueron incluso demasiado sencillas, como charlar con mis propios antepasados o con unos amigos a quienes conocía de toda la vida.

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