Amerika

Amerika


LA CONSTRUCCIÓN DE AMERIKA » XIX

Página 66 de 70

X

I

X

 

Q

ue Dowe aprovechara su recién estrenado cargo de capataz para seleccionar a Hayes como ayudante fue una acción ciertamente generosa por su parte, pues Hayes era un auténtico inútil, y lo que Dowe necesitaba para no desempeñar el trabajo de dos era alguien capaz de valerse por sí mismo. Todos en el campamento comprendieron que Dowe solo pretendía proteger al muchacho, pese a que con ello redoblase las responsabilidades que ya recaían sobre sus hombros. Y si Hayes hubiera empleado un poco la cabeza, seguramente no hubiese pensado lo que pensó ni hecho lo que hizo unos días más tarde, pero estaba tan acostumbrado a no esperar favores de nadie que cuando alguien le ayudaba sin razón aparente solo podía mirar las cosas con desconfianza. Llevaba tres años corriendo de aquí para allá, huyendo de la justicia por el asesinato de su padre, Ted Hayes, o mejor dicho, Ted Keys, el quinto Ted Keys de la familia. Hayes era el apellido tras el que Bob decidió ocultarse cuando escapó de Pennsylvania, pero hasta entonces había respondido al mismo nombre que su padre, lo cual lo convertía en la sexta figura de una larga saga cuyos orígenes se remontaban a Texas pero abarcaban la mayoría de los estados. Con catorce años como tenía cuando acabó con la vida de su padre, es bastante probable que a Bob Hayes no le hubieran caído muchos años de cárcel, o de reformatorio, o de trabajo social, aunque fuera por pura piedad hacia las circunstancias que le había tocado en suerte vivir; pero no iba a quedarse allí para comprobarlo. De hecho, si había algo en este mundo en lo que no creía era precisamente la piedad, lección que quizá la vida va enseñando poco a poco pero que a él prefirió explicársela el viejo Hayes con la dureza con que deben tratarse estos asuntos, sobre todo cuando no eres más que un crío.

Al parecer, el bueno de Ted solo creía en dos cosas: el béisbol y Dios. Con el tiempo sumó una tercera, pero por desgracia la aprendió demasiado tarde, tarde para él y tarde para los Philadelphia Athletics. Es extraño que estas cosas puedan ir mezcladas, pero qué se puede decir al respecto, salvo que la vida es así. Ted Hayes se había agarrado una cogorza monumental con unos compañeros de trabajo en el jardín de recreo que daba al Shibe Park, el estadio de los Athletics, y como toda la buena gente de Philadelphia que apoyaba al vigente campeón de la Serie Mundial, tenía la firme convicción de que algo grande iba a pasar, presumiendo, por alguna razón, que ese algo grande también lo tendría en cuenta a él. Era 1914, quizá no el mejor año para el mundo, pero sí un buen año para revalidar el campeonato y dejar bien claro quién mandaba allí, en plena época de los

dead-balls y los partidos a cara de perro, y los Athletics lo estaban haciendo realmente bien, con 99 victorias y ese .651 de promedio que asustaba a cualquiera. Y fue en aquel momento, rememorando con Ray Coogan y aquel pueblerino de Jackie Sweevo la estremecedora antología de victorias protagonizadas hasta la fecha en el diamante de Shibe Park, mientras liberaba el pajarito para regar los matorrales del jardín y abrirle un hueco a la siguiente cerveza, cuando se dio cuenta de que su destino y el del equipo de su vida estaban unidos por un yugo que Dios ataba en el cielo y ningún hombre podría desatar en la tierra. Erguido allí, tan ricamente, mirando la fachada del estadio con el manubrio en la mano, acababa de oír nada menos que la voz de Dios proponiéndole un pacto: mata a tu mujer y los Philadelphia Athletics ganarán la Serie Mundial. Bueno, no es exactamente que la hubiera oído, Ted Hayes no era uno de esos pirados que oían voces en su cabeza, y la prueba estaba en que aún podía sostener que si uno oía voces en su cabeza es que era un pirado. La había oído, sí, pero a su manera. Hayes trabajaba desde los veinte años como telegrafista en la estafeta de Lehigh Avenue, en Swampoodle, y después de casi otros veinte escuchando el picoteo a que quedaban reducidos los miles de mensajes en morse que un operador normal podía llegar a percibir en una jornada de trabajo, se le hacía imposible apartar de la cabeza ese repiqueteo atroz que ahora podía oír en cualquier parte, fuera de día o de noche, estuviese dormido o despierto. Empezó a beber para enmudecer el ruido, aquel combate de gallos incansables que tenía por estadio su cabeza, pero resultó que el alcohol estimulaba el efecto de los niveles de estática y desde entonces ya no solo lo oía sino que también empezó a verlo. Luces que parpadeaban, dos coches rojos y uno azul, una mujer que llevaba sombrero y tres que no. En otras circunstancias, seguramente ni se le hubiera ocurrido hacer caso a los focos del estadio, dos apagados, uno encendido y otro extrañamente parpadeante, pero en aquella ocasión la voz se hizo oír con tanta autoridad que el asunto se antojaba más una orden que una sugerencia, y quién sabía, igual el destino del mundo dependía de si los Athletics ganaban o no la Serie Mundial. Y desde luego el destino del mundo importaba más que la vida de su esposa, teniendo en cuenta que estaban inmersos en una guerra también mundial. Así que Hayes ni siquiera terminó las cervezas que le quedaban. Se guardó el pájaro en la jaula, se despidió de sus amigos, caminó hasta su casa, abrió la puerta, y sin mediar palabra, como suelen hacerse estas cosas, sacó a su mujer de la cama y le dio una paliza de muerte, una paliza tan grande que solo le hubieran cabido más golpes si hubiera sido más alta o hubiera estado más gorda. Por arriba y por abajo, por delante y por detrás, con la mano abierta y con la mano cerrada. Pero, como se suele decir, el corazón humano tiene razones que la razón no conoce, y en cuanto vio un diente roto, un ojo morado, y a la alumna más bella del Swampoodle Highschool tirada como un fardo sobre la cama en la que con tanto amor habían engendrado a su pequeño Bob —Ted Keys V, en realidad—, al pobrecillo Hayes le embargó un irresistible sentimiento de piedad. Se acurrucó al lado de su maltrecha esposa, le besó las heridas, le pidió disculpas y le perdonó la vida. Le dijo que no entendía por qué lo había hecho, que estaba borracho, que sus amigos, que en fin, la vida; luego le dijo que la amaba con locura y le preguntó si ella también lo amaba a él y si podía perdonarle. Ella dijo a todo que sí, atemorizada como un cachorrillo, dejándose acunar por las mismas manos que habían estado a punto de abrirle la cabeza como una sandía. ¿Y qué paso después? ¿Acaso la vida fue mejor desde entonces? Nada de eso: al final de la temporada, los Athletics perdieron en la Serie Mundial contra los Boston Braves por un inapelable 4-0, toda una lección de humildad, para Hayes y para los Athletics. Es decir, Dios no habla para todo el mundo, y si uno se hace el sordo a sus palabras, ¿no deberá atenerse a las consecuencias? Pero todo el mundo tiene su propio modo de impartir justicia, y desde que los Athletics perdieron la Serie Mundial, Hayes practicó el suyo: la piedad es para los débiles, decidió, y las palizas a su mujer y al pequeño Bob se repitieron casi noche tras noche, ya fuera para congraciarse con Dios o porque Hayes aguardaba así un mejor giro de la fortuna, un buen partido de los Athletics, una tregua en su dolor de muelas, ese ascenso que nunca llegaba, y así marcharon las cosas durante doce años, día sí, día también, hasta que el pequeño Bob tuvo edad suficiente para apretar los dientes y sujetarle la mano. Quién lo iba a decir: dos hombres que se miran a los ojos sabiendo que por mucho que vivan no volverá a haber un momento como ese ni una mirada como esa. Hayes golpeó a su padre con tanta furia que al primer puñetazo se rompió las falanges de cuatro dedos, pero de eso ni se enteró. Él iba a lo suyo, pega que te pega. Ted Hayes arrastrando el culo de rincón en rincón, encajando los golpes como mejor podía. Ted Hayes escondiéndose detrás de una mesa, subiendo a cuatro patas las escaleras, perdiendo el pantalón y los calzoncillos en medio de la refriega. Cuando por fin quedó acorralado contra el retrete, ridículamente desnudo de cintura para abajo, Hayes sonrió, se llevó las manos desolladas al pecho y con una voz incongruentemente almibarada canturreó: «Mi pequeño muchachito. Mi bueno y pequeño muchachito». Por su expresión parecía que acababa de ingresar en algún paraje de su infancia que la memoria le había conservado con una fidelidad maravillosa. Miró a los ojos de Bob y le rogó con la mayor ternura que se cuidara esa mano si no quería perder el talento que Dios le había concedido. No a todo el mundo se le regala un don, dijo, aprovecha el tuyo, aprovéchalo o la vida que vivas será un asco, será como vivir la vida de otro. Tenía la cara llena de sangre, la sonrisa vidriosa, si es que es posible imaginar una sonrisa vidriosa, y una mirada blanda que luchaba por aferrarse a cualquier cosa para no perder la consciencia. Luego endureció los músculos del rostro, como quien dice: «Hagamos de una vez lo que nos ha traído hasta aquí», y le explicó a su hijo con la mayor tranquilidad que si lo dejaba con vida, lo mataría. Si era la compasión lo que le refrenaba el impulso de matarle —«si no lo haces por pena, mariquita»—, muy bien, que no lo matase, pero él ya se buscaría su oportunidad y no mostraría la menor compasión. Mi propio hijo, gimoteó después con la expresión otra vez ablandada, el niño de mis ojos, al que yo enseñaba a tirar una buena bola que le llevara algún día al Salón de la Fama de Shibe Park. Se puso a llorar, el muy capullo. Aquello era lo último que Bob Hayes estaba dispuesto a aguantar. Deja de llorar, cabrón, le dijo. Levántate, coño, levántate y compórtate como un hombre. Eso dijo, pero quién sabe qué pasó de verdad por la cabeza del chico. Seguro que en aquel momento ya no sabía si su padre quería inspirar su piedad, si estaba montando aquel teatro para provocarlo, o si lo que pretendía de veras era que lo matase para que alguien acabara de una vez con aquel ruido que le atravesaba día y noche la cabeza, aquel ruido de los cojones que iba a terminar por volverle loco. También Bob estaba a punto de llorar, así que tiró por el camino de en medio y siguió golpeando a su padre hasta que lo vio muerto y bien muerto, hasta que la nariz se le cayó de la cara, hasta que le metió las orejas en el cerebro, hasta que en aquel suelo de baldosas ajedrezadas solo quedó un montón de pulpa a la que ya no era posible llamar por ningún nombre.

Bob Hayes podía tener sus propias razones para desconfiar de la bondad de los desconocidos, pero el trato con Dowe le hizo ver que nada soportaba menos en esta vida que la atracción que parecía ejercer en tipos como él, redentores de pacotilla que se creían obligados a colocárselo bajo el ala y desempeñar hasta la náusea la figura del padre que nunca tuvo. Pero Bob ya había tenido un padre, y tal y como lo tuvo se había deshecho de él. Era muy duro decirlo, pero así es la historia. Dowe le había conseguido el cargo de ayudante con el propósito de cuidarlo de cerca, y para Bob no podía haber nada más nauseabundo que tener que responder desde entonces al papel de buen hijo, aunque fuera por puro reflejo. Bueno o malo, en realidad, porque daba igual que mostrase desagrado o indiferencia, que pataleara de rabia o devolviese el favor que se le dispensaba con una sonrisa hechizada; hiciera lo que hiciese, siempre estaría haciendo lo que cualquier hijo haría. De modo que ocurrió lo que no puede dejar de ocurrir en estos casos: cuanto mejor se comportaba Dowe con él, mayor puntuación recibían sus acciones en la imaginaria lista de agravios que Hayes creía recibir de cualquier individuo que se le aproximaba. Y hasta la fecha, todo el que se había aproximado a él había recibido una nota tan nefasta que daba la impresión de que para Hayes el mundo estaba poblado por necios, si es que no había nacido con un don especial para atraer a los idiotas como lo tenía para lanzar una buena bola, que también podía ser. Aunque había una salvedad con la que no contaba, y se llamaba Melmoth Kane.

Melmoth Kane III, en verdad, así como Bob Hayes era Ted Keys V. Hayes conoció a Kane en una de sus jornadas retirando carteles, cuando se encaminaba hacia el foso que había en la falda de la Colina Negra para proceder una vez más a su labor de incendiario. Melmoth Kane, que con su sombrero aplastado, su barba de tres días y su cerilla en la boca no hubiera podido hacerse pasar por nada salvo lo que en realidad era, saludó a Hayes y se presentó ante él como un cazador de recompensas. Lo de cazador de recompensas sonaba muy bien, pero aquello solo era un modo de simplificar las cosas. Bob Hayes cometió el error de pensar que aquel tipo había acudido por él, y sin saber que de esa manera estaba poniéndose en sus manos, le dijo que prefería entregarse a la policía por sí solo antes que hacerle ganar a un cazarrecompensas el dinero en que estaba tasada su cabeza. Kane, que no mostró ninguna expresión de sorpresa, como si en su universo personal no hubiera nada tan habitual como toparse con individuos que debían ofrecer el cuello a la horca, fue lo bastante astuto como para aguardar hasta que Hayes deslizó el dato importante: confesó que igual que había matado a su padre, también podría cargarse a cualquier entrometido que metiese la nariz donde menos le concernía. Kane utilizó esa información para chantajear a Hayes, que ante una pistola cargada y un tipo con más cicatrices que arrugas en la cara se achicaba lo suyo, y supuso que con ello lograría lo que había ido buscando a Rushmore: la cabeza de John Dowe.

Por pura casualidad, Kane había visto a Dowe en uno de esos noticiarios que se proyectaban en los cines de toda América, y para él no podía caber duda alguna de que el hombre que llevaba años buscando y aquel tipo desgarbado eran en realidad el mismo hombre. Le vio los ojos, y con eso bastaba: unos ojos horadados en el rostro como cavernas sin fondo, en donde ardían dos llamas concéntricas, verde la izquierda, azul la derecha. Nadie más que él podía verlo, por la sencilla razón de que nadie más que él conocía el rostro que tenía el Diablo. Si no se equivocaba, él era el último superviviente de los Hijos de Crossan, una hermandad de pistoleros que había buscado al Diablo a lo largo y ancho de América hasta que, según se decía, el Diablo los había encontrado a ellos. Kane no era su verdadero nombre, sino el que había recibido del segundo de los Kane, en la ciudad tejana de Roswell, hasta donde este había llegado con su último aliento y guardando como un tesoro la bala que reservaba para el Diablo. Estaba malherido cuando se desplomó en la taberna que el futuro tercer Kane regentaba en Roswell —una ganga en mitad del desierto adquirida al viejo moribundo que fue su propietario, y la única que había junto a la carretera en más de cien millas a la redonda—, pero antes de morir le contó toda la historia. El carro de los ángeles que privó a sus padres de la capacidad de hablar, la llegada de un profeta que les devolvió el habla mediante sus lecturas de la Biblia, el adulterio de la esposa del profeta con el propio Diablo, el nacimiento en Kansas del hijo del Maligno... Por supuesto, Keys no dudó ni una palabra de aquello. Sabía que tarde o temprano tendría que ocurrir algo así, porque, en fin, sí, las voces se lo decían. Llevaba años oyéndolas, al principio como un animoso compañero de fatigas —«vamos, muchacho, solo quiere hacerte creer que no te ve, en realidad está loca por ti»—, luego como ese amigo del alma que te hace mirar las cosas tal y como son —«tranquilo, respira hondo, ya está, le has dado su merecido, esa puta no tenía que haber jugado contigo»—, después como una madre atenta que solo quiere lo mejor para su niño —«ahora corta el cuerpo en trocitos y límpiate toda esa sangre, y luego nos encargaremos de la cabeza y las manos, la cabeza y las manos son lo más identificable»—, y por último como el mismísimo Dios en persona, lo que cerraba el círculo y daba un sentido a la hasta entonces ciega carnicería de Kane, o como diablos se llamase aquel sanguinario asesino antes de que el segundo Kane se encontrase con él en Roswell. Allí, Kane III había llevado una vida tranquila, poblando el desierto con todas aquellas mujeres descarriadas que hacían un alto en su taberna de camino al este o el oeste, dependiendo de si pretendían ser actrices de teatro o estrellas de cine. Kane las despachaba igualmente, pero al menos se tomaba la molestia de enterrarlas en el lado de la carretera que correspondía a sus sueños: en dirección a Alamogordo las descuartizadas del celuloide y en dirección a Amarillo las descuartizadas de las candilejas. El problema era que el nuevo Kane se había tomado demasiado en serio su papel como redentor, o eso, o las voces habían empezado a ver demonios por todas partes ahora que tenía una misión que cumplir. A lo largo de poco más de un año, y desde una punta a la otra de los Estados Unidos, Melmoth Kane III había dejado, cual Pulgarcito enloquecido, un caudaloso reguero de cadáveres mutilados y horriblemente desfigurados que tenían en jaque a la policía: Stephanie Jackson, 19 años, blanca, camiseta azul y pantalón corto, desaparecida en Montgomery, Alabama, el 12 de julio de 1927, Hillery Swanson, 23 años, blanca, abrigo de piel y falda plisada marrón y negra, desaparecida en Somerset, Kentucky, la madrugada del 23 de enero de 1928, Kristin Maconochie, 17 años, blanca, abrigo negro y uniforme de enfermera, desaparecida en Mankato, Minesotta, el 2 de marzo de 1928, April Page, 18 años, Jane Pelletier, 18 años, Shelley Halsey, 22 años, Aurora, Chicago, Omaha, Nebraska, Mustang, Oklahoma... Pero ninguna de ellas era el Diablo, o no, al menos, el Diablo que Kane buscaba. Tendría que esperar hasta el final de la temporada de béisbol de 1929 para encontrarlo.

Kane se dio cuenta de que matar sin un propósito era una cosa, pero matar con un plan establecido era otra muy distinta. Le sorprendió encontrarse aburrido, harto, como recién llegado de un banquete, para emprender la misión que se le había encomendado. O eso, o es que matar a un hombre no era lo mismo que matar mujeres, pues hasta en eso uno podía tener sus gustos. Así que Kane entregó a Bob Hayes una pistola con dos balas y le ordenó que matase esa misma noche a Dowe. Para que el muchacho no titubease, le halagó el oído diciéndole que se repartirían entre ambos la recompensa por su cabeza y él, además, se libraría de la deuda que aún tenía con la ley. Hayes aceptó el encargo, al fin y al cabo ya había matado una vez y donde caben dos caben tres, y no le tembló el pulso cuando acudió esa noche a la cabaña. Su intención era acabar cuanto antes, así que se sentó en la cama y, empuñando el arma hacia la espalda de Dowe, le preguntó si creía en Dios. Dowe estaba escribiendo algo en la mesita de su cabaña, una carta probablemente, y la pregunta no pudo sino hacerle reír a carcajadas. ¿Tanto te inquieta, Bobby?, le dijo, volviéndose hacia él con una sonrisa que al instante se le congeló en la cara. Hayes levantó un poco más la pistola y apretó las mandíbulas para decir: no me gusta que me llamen Bobby. Saltaba a la vista que no era una gran frase para llevársela como último recuerdo al otro mundo, así que es de suponer que alguien ahí arriba se puso de parte de Dowe, encasquilló el revólver de Hayes y le permitió salir con vida de aquella demostración de bisoñez: en realidad, más que encasquillarse la pistola, lo sucedido fue que Hayes había olvidado quitar el seguro del arma. Pero gracias a eso, aunque Hayes no pudiese saberlo, esa noche se repitió la historia, y de nuevo un Crossan se libraba de la muerte cuando alguien parecía demasiado decidido a borrar al Diablo del mundo.

Ir a la siguiente página

Report Page