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AMERIKA O LAS CONFESIONES DE UN MUERTO VIVIENTE » 12

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l día siguiente comenzó lo que sin duda era la locura más descabellada de todas las que el millonario había podido concebir para llevar adelante sus planes. Rilke me llamó por la mañana, usando un intercomunicador incorporado al cabecero de la cama en el que hasta entonces no había reparado, me preguntó por lo que estaba haciendo, se congratuló cuando le respondí, todavía medio dormido, que me disponía a ordenar algunas ideas para iniciar la redacción del guión, y luego, sin que mediase ningún rodeo para prepararme, sin decirme siquiera que le agradaba saber que estaba de regreso entre los vivos o que me había echado de menos desde nuestro encuentro en su circo, me comunicó que el gran momento había llegado y que debía buscar en Nueva York a la actriz Kitty Frances. Yo no estaba todavía lo bastante despierto como para recibir aquellas palabras sin extrañeza. Acababa de regresar de la habitación de Swanee, y no creo que hubiese dormido más de una hora en toda la noche, así que la única palabra que pude articular cuando me regresó la voz fue: qué.

—Kitty Frances —repitió Rilke—. Quedamos en que Kitty estaba en algún lugar de esta ciudad y usted era el encargado de dar con ella, ¿recuerda?

Por órdenes de Rilke, debía acostumbrarme a emplear aquel nombre al referirme a ella. No buscaba a una doble, por supuesto, eso debía metérmelo en la cabeza. A quien buscaba era a la propia Kitty, y solo apropiándome de esa convicción llegaría a dar con ella. Era magia simpática, aclaró, y puso tres ejemplos de películas en las que había visto que esa clase de magia funcionaba:

Los ladrones de cuerpos, Yo anduve con un zombi y

Vampyros Lesbos. Buscamos a una estrella, dijo, y si las estrellas han descendido a nuestro mundo y han cobrado la forma de admirables y hermosas presencias gracias a la magia del cine, nada mejor que emplear también la magia para atraerlas. Expuso después, en aquel tonillo didáctico que empleaba para dar un calado más profundo a los grandes momentos, que cualquier necesidad que pudiera surgirme durante mi búsqueda quedaría cubierta con el equipamiento que se había tomado la libertad de procurarme y que la criada me entregaría antes de abandonar la mansión. Aquello me puso en guardia, y quise saber qué entendía él por equipamiento. Nada, menudencias, dijo. Como no parecía dispuesto a detallarme la naturaleza de sus artefactos, me apresuré a decir que no precisaba de ningún equipo: conociendo los disfraces que adoptaba su fantasía, imaginé que Rilke me obligaría a disfrazarme como un investigador de medio pelo o un explorador victoriano, y que de aquella guisa me haría deambular por Nueva York. Le oí sonreír y me dijo que, aunque sabía lo que estaba pensando, no tenía nada que temer. Todo es menos pintoresco de lo que usted imagina, añadió, como para demostrar que había conseguido una vez más seguir el rastro de mis pensamientos. Me solicitó que estuviese preparado en una hora y que al cabo de ese tiempo me reuniese con la criada en el vestíbulo de la entrada.

Por singular que pudiera resultar aquella aventura, la búsqueda de Kitty figuraba entre las obligaciones de mi contrato, llegara o no en el mejor momento. Había pasado la noche con Swanee, más que dispuesto a arreglar las cosas, alentado por esa invitación a la tregua que representaba la notita encontrada bajo la puerta, y aunque todo parecía explicado y habíamos conseguido alcanzar la mañana en ese espejismo de feliz convivencia de nuestros primeros encuentros, lo cierto es que el tiempo que habíamos estado separados nos había ocasionado una herida que solo la intimidad podría restañar sin dejar secuelas. Swanee me había recibido en su habitación sin recelo aparente, pero luego adoptó esa gelidez que había mostrado durante la cena, tras lo cual trató de arrancarme alguna explicación por haber desaparecido de su lado sin confiarle mi decisión, sin hacerle saber que prefería estar solo, y mucho menos cuando la causa parecía originarse en aquella ridícula discusión que mantuvimos por el dinero de Rilke. Escuchó con la mayor atención mis explicaciones, con esa expresión reconcentrada que empleaba para desentrañar los arcanos de una frase difícil estampada en sus pentagramas, y yo elegía cuidadosamente cada palabra, sabiendo que nada de lo que dijese le resultaría superfluo. Era evidente que se había hecho la promesa de comprenderme, pero cuanto más exponía sus dudas, mayor era la cólera que la embargaba, y menos admisibles los argumentos con los que yo pretendía excusarme. Tenía razón al enfadarse, eso le dije, pero también tenía que comprender que mi intención nunca había sido alejarme de ella, y menos tanto tiempo. Que había pasado los dos peores años de mi vida incapacitado para escribir una sola frase en condiciones, y que durante mi encierro en el estudio de

Amerika había sentido que aquel peso desaparecía al fin de mis hombros. No me había alejado de ella, insistí. Lo único que había sucedido era que me había dejado llevar por algo que hacía siglos que no sentía.

Por la mañana nos habíamos separado con la promesa de que pasaríamos juntos el resto del día, pero ahora Rilke deshacía nuestros planes imponiéndome aquel descabellado tour por Nueva York, persiguiendo el fantasma de una estrella que sin duda solo podía existir en su imaginación. Para mi alivio, Swanee lo entendió, e incluso se rio de mí cuando le expuse mis recelos hacia lo que el millonario había calificado como equipamiento, algo que, tras más de cincuenta años sin señales de Kitty, para ella solo podía reducirse a un tablero güija, una bujía de gas y una pala. Por suerte, Leonardo Rilke no me había engañado y el kit de exploración no era lo depravado que Swanee y yo presumíamos. Se componía de un mapa de la ciudad de Nueva York marcado con enormes «X» rojas, un libro titulado

Nueva York para artistas que resolvía la identificación de aquellas incógnitas, una tarjeta American Express de color cobre, un teléfono móvil, dos gruesos fajos de billetes de veinte dólares numerados y, supuse, marcados, la absurda camiseta negra de la tortuga y el interrogante que parecía ser el uniforme oficial de los miembros de la casa, y una fotografía en el granuloso blanco y negro de los años 50 —o quizá el de la nebulosa que envolvía la memoria del registro

akásico—, cuyo anverso estaba autografiado por la propia Kitty. La dedicatoria que acompañaba a la rúbrica había sido trazada casi con tiralíneas, como para resultar legible o enderezar a duras penas su expresa infantilidad:

Mi amor, decía,

gracias por la fotografía y por aquel día en la playa. Está empezando a preocuparme esto de estar todo el día pensando en ti. No era una foto publicitaria, sino un trozo de vida cotidiana capturado en algún momento de privacidad, seguramente por el mismo hombre al que estaba dedicada la imagen: Kitty, envuelta en un vestido gaseoso que semejaba un camisón, aparecía sentada sobre sus rodillas en la arena de alguna playa, con un gorro de capitán de barco graciosamente ladeado sobre un macizo de rizos dorados y la mano remedando un saludo marcial que proyectaba una franja de sombra en aquellos ojos enormes, probablemente verdes o azules, que se guiñaban con picardía para acompañar una sonrisa de ensueño. Los labios, más visiblemente el superior, tenían una atractiva forma quebrada que acentuaban su expresión irónica. Saltaba a la vista que aquel rostro presentaba la clase de líneas a las que no mejora ningún maquillaje, y que en el caso particular de Kitty, alguna sombra de ojos, algún caprichoso resalte para los pómulos, alguna capa de polvo en esa piel ligeramente bronceada que absorbía la luz de un día de playa, sin duda hubiera bastado para estropear su belleza. Me alegré de que no se tratase de una foto de estudio. Tal y como era, resultaba encantadora. El gesto de Kitty a la cámara, que tal vez compuso para protegerse del sol, parecía el saludo de un joven grumete al que hubiera rescatado de las aguas un barco gobernado por amazonas. Parecía feliz y satisfecho, como si ante sus ojos se ilustrase el ancho mar que surcaría por los siglos de los siglos en aquella adorable compañía. Bastaba ese detalle de felicidad sin concesiones para convertir su rostro en el de una niña, y quizás el hecho de que evocara pensamientos de ingenuidad y pureza era lo que lo hacía tan hermoso. Resultaba difícil decirlo. Me hechizaba su definición, pero ignoraba qué había en él para que tu atención quedase tan sometida a sus formas. Si uno lo observaba con atención, terminaba por advertir que el óvalo era algo estrecho, el trazo de la nariz no prometía ser recto, la barbilla resultaba algo prominente y estaba dividida por un severo hoyuelo, pero, aun así, no podías dejar de reconocer en él la mano de una secreta perfección. En general comunicaba una impresión de calma y armonía que te invitaba a reposar la mirada en sus rasgos, y esa impresión se veía subrayada por un cuello de ánfora griega y la perfecta longitud de los hombros, esa estructura de líneas que aseguran brazos esbeltos, piernas largas y caderas estrechas, esculpidas para brindar un reposo perfecto al cuenco de la mano. La escena sugería una envidiable intimidad entre Kitty y el hombre que la había inmortalizado en aquel ademán, una exultante sensación de felicidad, e imaginé al otro lado de la cámara a uno de esos jóvenes apuestos del momento, peinados con brillantina y con ese aire de felices de estar vivos que solo parece existir en los retratos del pasado; lo imaginé persiguiendo a Kitty por la playa, retándola a alguna carrera en la que le dejaría ventaja, atrapándola después por la cintura y tendiéndola en el suelo entre risas para cubrirla de besos. Supuse que si el amor de aquellos dos jóvenes había sido vencido por algún revés, la fotografía que tenía en mis manos serviría para preservar el instante en que aún podían imponer al destino un anhelo de eternidad para sus sentimientos.

Cuando abandoné el salón, después de un rápido desayuno, la criada me acompañó al jardín, ante cuya verja me esperaba un coche privado del que, según me dijo, podía hacer uso a lo largo del día: por supuesto, añadió, el señor Rilke entendía muy bien que a lo mejor era mi deseo pasear por la ciudad sin necesidad de un vehículo y por eso debía considerarme libre de enviarlo a la mansión en cuanto lo considerase oportuno. Asentí, sin poder evitar una sonrisa indulgente. Entendía que aquello era otra de las órdenes tácitas del millonario que la criada enunciaba como una posibilidad más a la que atenerse, cuando en realidad era eso lo que se esperaba de mí: recorrer la ciudad a pie, ya fuera para acostumbrarme a su pulso o para ralentizar la agonía de una búsqueda que se auguraba infructuosa. Evitando dejar que aflorase mi irritación hacia las sugerencias de Rilke, respondí que tendría el coche de vuelta tan pronto llegase a la ciudad. Al escuchar aquello, la criada me replicó con una mirada paradójicamente cargada de aprecio:

—Al señor Rilke le alivia que le resulte tan sencillo comunicarse con usted —dijo—. La mayoría no sabe calar con la necesaria prontitud sus deseos.

Sonreí, por contestar a su frase de alguna forma, y a la mujer solo le faltó guiñarme un ojo antes de volver el rostro. Al igual que me había ocurrido días atrás, cuando empleó la palabra «hembra» para referirse a las posibles conquistas de Rilke, recibí con reparo el verbo «calar», que sugería ciertas familiaridades con el lenguaje callejero inapropiadas a la educación de una severa ama de llaves, y más aún cuando el resto de acciones de aquella anciana desconcertante respondía a lo que se hubiera esperado de cualquier mujer formada durante años en los artificios de la servidumbre. Hubiera pronunciado con la misma autoridad cualquiera de las líneas de diálogo propias de su cargo: «La cena está servida», «Yo la vi, estaba al otro lado del lago», o el más siniestro «El señor murió a medianoche», ese abanico de informaciones que los siervos sueltan en las películas con idéntico aplomo, como si los misterios de la existencia y las tragedias irreparables fuesen no ya una contingencia más que para ellos ha perdido toda capacidad de sorpresa, sino una distracción que situar a la altura de cómo abrillantar los cubiertos de plata o cuál es la forma elegante de cortar un faisán. Pero sin duda ella hubiera añadido alguna palabra inesperada, un insólito rasgo de carácter, como un actor que se resiste a respetar las imposiciones de un guión por considerarlo demasiado burdo para su talento.

Una vez que llegamos a la fuente de piedra, la anciana señaló hacia el exterior y recitó: «El coche lo espera allí», luego juntó lentamente las manos en el regazo y volvió sus pasos a la casa deseándome que tuviese un buen día, aunque con el mismo tono con que hubiera dicho: «Tenga cuidado ahí fuera». Al otro lado de la verja, flanqueado por la siniestra corrupción del ratón Mickey y su amigo Donald, me aguardaba un enorme Jaguar blanco con los vidrios de las ventanillas velados. De su interior salió un chófer negro de casi dos metros disfrazado con un uniforme a tono con el color del coche, coronado por un rostro que semejaba haberse bregado en las peleas clandestinas de los bajos fondos, un surtido de cicatrices que hacía pensar en cirujanos en prácticas y conejillos de indias. En cuanto llegué hasta él se presentó con el nombre de Bristol, o quizá con el apellido de Driscoll, me abrió la puerta y con igual ceremonia volvió a ponerse al volante. Con un acento palatal que apenas logré descifrar, me explicó que me llevaría hasta el centro de la ciudad y que allí debía indicarle dónde deseaba detenerme. Dijo algo más que no entendí y le repliqué con un discreto asentimiento. Me buscó los ojos en el retrovisor y tardó unos segundos en devolver la mirada a la carretera. No sé si esperaba que le añadiese alguna información más aprovechable que aquella, pero, por si acaso, me sumergí en mi mochila para evitar dar pie a que su inspección precediese a una de esas conversaciones inútiles que suelen mantenerse con los taxistas. Extraje de su interior el mapa, el libro y el teléfono móvil, y empecé por examinar este último. Solo guardaba dos números en la agenda, el que comunicaba directamente con el millonario y una extensión registrada bajo el nombre de «Llámeme». Esperando otra de las bromitas de Rilke, pulsé el botón de envío de llamada y, tras un chasquido, el teléfono conectó con un buzón de voz. Escuché entonces la sintonía de una serie de televisión que no logré reconocer de inmediato, seguida de una voz desconocida que me invitaba a permanecer a la escucha. Era Rilke, por supuesto, pero la gracia estaba en que se había alterado la voz para hacerla pasar por la de Rod Serling, el elegante maestro de ceremonias de

Twilight Zone. Me sentí ridículo, pero no tenía más remedio que esperar pacientemente a que la perorata terminase. Con aquella musiquita de fondo, Rilke me explicaba por primera vez por qué estaba convencido de que encontraría a Kitty Frances, qué era lo que no había contado a los demás y solo quería compartir conmigo, abriéndome de par en par las puertas de su alma como días antes me había abierto las de su cerebro, y entonces comprendí que si aquel millonario no estaba más loco que una cabra, representaba tan bien ese papel que al final había llegado a creérselo.

Axel podía dormir tranquilo. En pocas palabras, Rilke me dijo que él era, sencillamente, la reencarnación de Jacques Tourneur. Así, sin un preámbulo que me preparase para aquel gancho a la mandíbula. Si alguna vez había escondido un secreto que le empujara a confiar en que su proyecto de rodar una película al viejo estilo no era un ideal insensato, debió de pensar que yo ya estaba tan hecho a sus locuras que había llegado el momento de revelarlo. Tourneur había muerto el 17 de diciembre de 1977, el mismo día en que él había venido al mundo: una fecha para recordar, dijo, una efemérides para la historia, como lo demostraban esos tres sietes que asomaban a sus guarismos. Luego añadió toda la información que se le antojó para demostrarme que era cierto que él y Tourneur eran la misma persona: sus andanzas, ya mortalmente enfermo, por la ciudad francesa de Bergerac, sus paseos de fatigado anciano que trata de arrancar algo de conversación a los extraños en parques donde los árboles adelgazan para el invierno y el sol apenas entibia el aire, y por último, lo mejor de todo, su promesa desde el lecho de muerte de que no podía abandonar este plano de la existencia sin rodar la película de su vida, porque así estaba escrito. Un día regresaría a la vida bajo otra apariencia y se pondría detrás de las cámaras para rodar la película que le permitiría descansar por fin en paz. No, no se trataba de una broma. Al contrario, era un asunto de lo más serio: como Rilke afirmó con esa contundencia con la que hablaba de todo cuanto tuviera que ver con Jacques Tourneur, aquel era el compromiso que el director francés había firmado con, nada menos, el propio Diablo.

Si olvidábamos el asunto de la reencarnación, la historia del encuentro entre Tourneur y el Diablo era tan increíble que igual hasta era cierta. Rilke recordaba todos los detalles, y aun a sabiendas de que cuando los registró su única audiencia era el buzón de voz de un teléfono móvil, disfrutaba en describirlos con la viveza de colores de quien rememora un suceso especialmente conmovedor de su vida. Había muchos datos que sobraban y bastantes detalles accesorios, que seguramente Rilke dejaba caer para demostrar que ni los pensamientos más íntimos de Tourneur tenían secretos para él, pero lo más interesante de la historia se podía abreviar en unos cuantos brochazos: era el invierno de 1949, Jacques Tourneur acababa de cumplir cuarenta y cinco años, y se había enamorado como un colegial de una aspirante a actriz que respondía al nombre de Kitty Frances. En realidad su nombre era otro, pero Kitty tenía sus razones para desear ser conocida bajo una identidad distinta a la suya: había nacido en Alemania, había rodado un par de películas que pasaron sin pena ni gloria por las pantallas de algunas ciudades europeas, y dado que pretendía dar el salto a América con la frescura de cualquier aspirante, lo mejor era que nada ni nadie le recordase los fracasos en los que había participado al otro lado del charco, tan aparatosos que podrían dar al traste con su carrera incluso antes de empezar. Así que se hacía llamar Kitty Frances, y así fue como se presentó a Jacques Tourneur. Tenía dieciocho años, y conoció a Tourneur en un pueblecito alemán, escala de un viaje que el director francés emprendió durante el rodaje de

Berlín Express por algunas capitales europeas en busca de localizaciones para su película. Como suele ocurrir en estos casos, en unos pocos meses de relación se habían hecho inseparables, y en ese tiempo Kitty se había convertido en su confidente más aguda y atenta. No era que pudiese aportar mucho consuelo a las quejas de Tourneur, esas quejas en las que ya era todo un experto y que lo pintaban injustamente como un fracasado sin el menor talento, pero no iba a permitirle que se viniese abajo: estaba segura de que tarde o temprano dirigiría la película de su vida, le decía, y si ella tenía que remover cielo y tierra para que lo lograse, entonces podía estar seguro de que lo haría.

Visto así, daba la impresión de que Kitty era la perfecta enamorada, la aspirante a musa, la paciente y abnegada sombra a la que solo le importa ver colmada la felicidad del hombre al que ama, pero nada más lejos de la realidad. Tourneur estaba cegado de amor, mientras que Kitty solo veía en él la oportunidad de reparar sus fracasos y empezar por fin a rodar en América. En realidad, a Kitty le interesaba muy poco si Tourneur era un genio incomprendido o un modesto artesano que ejercía su trabajo lo mejor que podía; de hecho nada sabía de sus películas, excepto que una de ellas había arrasado en las taquillas en un año que hubiera debido dominar el esperado

Ciudadano Kane de Orson Welles. Con eso era suficiente. Filmaba películas que mucha gente quería ver, no necesitaba saber nada más. Así que lo único que ella podía hacer era aguardar a que a Tourneur se le pasasen sus crisis de geniecillo al que la sociedad adeuda un reconocimiento, entusiasmarlo cada noche con su belleza adolescente, darle un poco de coba para elevarle el nivel de ego, y cuando al fin esculpiese su rostro en celuloide, aprovechar el tirón de la publicidad para dar el salto definitivo a la fama; después de eso, gracias por la visita y si te he visto no me acuerdo.

El problema era que Tourneur tardaba en ponerse detrás de las cámaras con alguna película a la medida de su talento, salvo por aquel repecho en Haití que fue

La hija de Moloch, una película tan ridícula que ni siquiera se atrevió a comercializarla sin ampararse detrás de un seudónimo. Sus quejas se volvían más y más tenaces, insistía en que el tiempo se le acababa, de modo que Kitty decidió meterle un poco de prisa, y la forma en que lo hizo era el meollo de la historia que Rilke me estaba relatando. Pero era precisamente ahí donde la historia se le iba de las manos, donde el cuento perdía pie y se enrarecía, para acabar convertido en el típico producto Rilke que nadie que presumiese de cordura podía tragar: Kitty Frances y Jacques Tourneur firmaban un pacto con el Diablo para rodar con su ayuda la película que los encumbraría a los dos. La película, por supuesto, iba a ser

Otro invierno en Amerika, un título cuyo significado Rilke finalmente estaba dispuesto a desvelar: Amerika era el nombre del pueblecito alemán en que Tourneur y Kitty se conocieron, allá por el invierno de 1949, un lugar prácticamente despreciado por los mapas que gracias al genio del cineasta quedaría convertido en un recordatorio inmortal de su historia de amor. Pero naturalmente Rilke no aportaba ningún dato fehaciente para ayudarme a creer en su palabra: Tourneur, dijo, probó suerte con el Diablo porque no perdía nada en hacerlo, y además no podía evitar seguirle la corriente a una Kitty terriblemente atractiva tras su confesión de que ella y el Príncipe de la Tinieblas siempre habían hecho muy buenas migas. Lo único que se prestó a hacer para convencerme fue apelar a mis conocimientos sobre Tourneur para que yo mismo valorase si los datos más relevantes con que respaldaba su relato eran ciertos o no. Y sí, había cosas ciertas, claro, como el hecho de que Tourneur nunca hubiera escondido su firme credulidad en los fenómenos paranormales, el poder de la magia negra, el mundo de lo oculto y hasta los universos paralelos, pero de ahí a que firmase un pacto con el Diablo había un abismo tan insalvable como creer que Lucio Fulci comía niños y destripaba mujeres para documentar sus películas. Daba igual: para Rilke aquello era cierto, tan cierto como que tenía entre pecho y espalda el alma de Jacques Tourneur para recordarlo. Tourneur y Kitty habían hecho un pacto con el Maligno, eso era todo, le habían vendido alegremente sus almas a cambio de rodar la película de su vida. Pero había algo que ni Tourneur, ni Kitty Frances ni el propio Diablo esperaban. Con la sangre aún caliente en la firma del documento que la ligaba con el Diablo, Kitty moría en un accidente de tráfico tres semanas después de la famosa cena en el ranchito de Ventura, decapitándose con el borde del parabrisas al embestir su Dodge azul contra un camión de gran tonelaje que circulaba en sentido contrario por la carretera de Hawthorne a Candelaria, Nevada. Toda una tragedia, si aquello sucedió en realidad y no era otro de los desvaríos de Rilke, pero él lo planteaba como si se tratase del argumento de una película de humor negro, sazonándolo con los detalles que menos falta hacía relatar. Lo mejor, se burlaba Rilke, era el enorme problema que aquello le causaba al Diablo. Tourneur no tenía a Kitty para rodar la película, así que la película no se podía filmar, pero si el contrato seguía estando vigente con Tourneur, que no tenía culpa en el asunto, ¿cómo iba a cumplir el Diablo la cláusula de la que se había responsabilizado con él? Un lío de todos los diablos, se carcajeaba Rilke, en un chiste digno de los payasos de su circo. Por culpa de aquel inesperado giro que confería una dimensión definitivamente grotesca a las transacciones metafísicas entre el hombre y las potencias infernales, el Diablo y Tourneur se encontraban en un serio aprieto. Kitty estaba muerta y ellos se veían empantanados en aquel grotesco jaque mate, encadenados por un contrato que, ante tal panorama, difícilmente podían cumplir.

Rilke resumió el resto de la historia en una frase: el alma de Tourneur no descansaría hasta que la película fuese filmada, y para lograrlo se reencarnaría en otro cuerpo tras su muerte, al igual que lo haría el espíritu de Kitty. Encontrar a la nueva Kitty no sería difícil: puesto que era actriz, la materia prima con la que contaba era su propio rostro, así que una vez que encontrase aquel en Nueva York habría dado con ella. Así de fácil. Y con idéntica facilidad para la síntesis, Rilke aseguraba que era en Nueva York donde se hallaba Kitty porque una especie de vibración interior se lo decía, un murmullo que lo recorría por dentro y que para él no podía significar otra cosa. ¿Dónde iba a estar Kitty, sino en aquella ciudad en la que en otra vida había cifrado sus esperanzas de una vida mejor? Esa era la historia, concluyó Rilke, aunque no quiso terminar sin advertir que debía guardarme de contarle a Kitty todo aquello cuando por fin me encontrase con ella: nada aseguraba que pudiera recordar su vida pasada, y en tal caso relatarle las peripecias de su anterior avatar solo iba a servir para hacerle pensar que se hallaba ante un loco. Evitemos pues que nos tome por lunáticos, dijo Rilke con lo que sin duda sonaba como una sonrisita irónica. Luego, como si lo más normal es que una cosa siguiese a la otra, pasó a detallar tranquilamente el procedimiento que había seguido para facilitarme la búsqueda de Kitty Frances.

 

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