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AMERIKA O LAS CONFESIONES DE UN MUERTO VIVIENTE » 13

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La mañana del lunes despertó entre estertores, que, pese a lo que parecía, no solo eran producidos por aquella descomunal tormenta que desataba sobre la casa su artillería de truenos. Antes de despertar ya había escuchado el repique de la lluvia sobre el tejado, y a sabiendas de que no podría conciliar el sueño, pensé en aguardar a que la tormenta escampase examinando una vez más el mapa en el que según Rilke se escondía Kitty Frances. Tras apuntar el recorrido para aquel día, detuve mi inspección en una esquina del plano. Parpadeé sin dar crédito al significado de aquellas minúsculas letras rojas que alineaban en el rincón su procesión de hormigas indiferentes, y tuve que agitar la cabeza, paralizado por la sorpresa, al ver lo que hasta entonces se había ocultado a mis ojos. Los cielos se habían abierto de par en par, en efecto, pero no para que aquella munición de agua inseminase la tierra. Pese al estado de agitación que me embargaba, decidí actuar como si no ocurriese nada inusual: me dejé envolver por el chorro de la ducha, me vestí y bajé al salón para desayunar antes de que empezasen a llegar los miembros del equipo, todo como siempre había hecho. El desayuno estaba en la mesa; la criada, sin embargo, no apareció a la hora prevista, ni lo haría durante los diez minutos siguientes, el único tiempo de cortesía que estaba dispuesto a concederle. Supuse que Rilke habría tomado por mí la decisión de que permaneciese en la mansión hasta que el temporal escampase, pero por una vez no iba a ser yo quien obedeciese las órdenes. Dejé el desayuno sin terminar y salí al pequeño porche colonial de la entrada, provocando con mis insistentes timbrazos que el

Vals para una muñeca rota que entonaba el llamador se convirtiera en una melodía demente. Aquel estrépito enloquecedor sirvió al menos para llamar la atención de la criada. Se extrañó al reparar en mi presencia allí, y me preguntó si no sabía que el señor Rilke había ordenado al chófer que guardase el coche en el garaje: esa mañana no saldríamos a la ciudad, apuntó.

—Me parece que el señor Rilke no ha contado conmigo para tomar esa decisión —repuse—. Dígale a la niñera que la estaré esperando en la puerta dentro de diez minutos.

La anciana arqueó las cejas, visiblemente perpleja:

—¿A quién?

—Al chófer —repliqué—. No pienso quedarme en la casa.

—Son las órdenes del señor Rilke —se defendió—, y no creo que mi cargo revista la relevancia suficiente para cambiar esas órdenes sin consentimiento.

—De acuerdo. Entonces hable con el señor Rilke y dígale que quien se va a mojar soy yo, no él. Y mientras se lo piensa, que vaya avisando al chófer.

Tuvieron que pasar diez angustiosos minutos antes de que la criada llegara con la noticia de que el chófer me aguardaba en el sitio de siempre.

—El señor Rilke está asombrado de su disposición —añadió—. Tiene una corazonada. Por favor, no lo traicione.

—Se me hace un poco extraño en alguien que no cree en los milagros —ironicé antes de salir por la puerta.

La lluvia caía con una furia que lastimaba los huesos. Bristol me esperaba frente a la verja, aferrado ridículamente a un paraguas demasiado pequeño para su tamaño. Ingresé en el coche, y, como había hecho al despertarme, desplegué el mapa sobre mis rodillas. Consulté nuevamente los rectángulos en que había recortado la ciudad de Manhattan, y volví a mirar con incredulidad lo que mostraba el recuadro de la esquina, donde se enmarcaba una de las escasas áreas en las que todavía no había puesto los pies. Le pedí al chófer que condujese hasta allí lo más aprisa que pudiese. Había seis escuelas en ese recorte, y por el escueto resumen que el catálogo de academias se dignaba a concederles, podían agradecer la media estrella que calibraba la indigencia de su programa de estudios. Solo había una que se salvaba de la quema, y era allí adonde nos dirigíamos. Entre los lugares de interés que la rodeaban destacaba el pequeño café en el que con tanto sobresalto había reparado unos minutos atrás, que en la leyenda del mapa recibía el nombre de

Rushmore Coffee Shop. Sí, podía tratarse de una casualidad. Aquel era un nombre como otro cualquiera, el apellido del dueño del establecimiento o el de alguno de sus antepasados, pero desde el momento en que lo vi me había golpeado con la fuerza no de un presentimiento, sino de una auténtica revelación. Rushmore no era solo el monumento a la Democracia emplazado en Dakota del Sur; también era el monumento que Rilke había ordenado erigir en los intestinos de Long Island, y una parte muy importante de la historia secreta de los Estados Unidos que custodiaban los libros en el plató de

Amerika. El café

Rushmore podía estar allí simplemente porque en algún lugar tenía que estar, pero si algo había aprendido junto a Rilke era que en todo cuanto tenía que ver con él las cosas no sucedían porque sí. Cada vez más impaciente, ordené a Bristol que apretase el acelerador. Apenas era posible circular entre los vehículos, que transitaban por la autopista a paso de carrozas fúnebres, pero el chófer los fue rebasando uno a uno, como contagiado por mi excitación, dejando a las claras que el tráfico de Nueva York no tenía secretos para él. No sé lo que tardamos en llegar al centro de la ciudad, solo recuerdo que en cuanto Bristol detuvo el vehículo bajo un semáforo en las proximidades de la calle 50, salté a la acera y me precipité hacia la escuela que había junto al café

Rushmore. Su nombre era lo único que me indicaba que ese era el lugar al que debía ir, además de aquel presentimiento que parecía redoblar mis latidos, agolpando en mi pecho su melodía concéntrica. Corrí calle abajo, subí los peldaños de la escuela de dos en dos, crucé las puertas batientes como una exhalación. Y cuando abordé al primer profesor con el que me topé, cuando reprimí la emoción para decirle que buscaba a una chica, cuando le mostré la fotografía de Kitty Frances, pensé que, en efecto, los cielos solo podían abrirse para devolver los muertos a la tierra al oírle decir:

—Ah, la chica extranjera. Aula catorce. Se llama Paula Steele.

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