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AMERIKA O LAS CONFESIONES DE UN MUERTO VIVIENTE » 15

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N

o recuerdo a qué hora me quedé dormido, pero a la mañana siguiente me desperté temprano, me duché bajo un chorro de agua fría —una de las pocas cortesías higiénicas que el hotel ponía al servicio de sus inquilinos—, desayuné en un recoleto café situado frente al teatro de Ed Sullivan, y en general hice todo lo posible por ignorar que la conversación de la noche anterior había existido. Me incomodaba la sensación de que Rilke, una vez más, se había burlado de mí, pero pensar en ello solo servía para atizar la turbia llamarada que me ardía dentro; así que decidí actuar como si el millonario no me hubiera mostrado una vez más el modo en que sabía adoctrinar a sus marionetas, lo que por supuesto no impedía que siguiese invadido por el revuelo de sentimientos confusos que producían sus efectos, pues justificar en ese cajón de sastre de las casualidades que Kitty Frances existía y además estudiaba junto a un café llamado Rushmore era simplificar demasiado las cosas.

A las doce del mediodía comencé a rondar la escuela de Arte Dramático a la que asistía Paula. Supuse que ella llevaría al menos un par de horas allí, aunque no la había visto entrar, pues consideré que era mejor no dejarme ver ni abordarla a su llegada a la escuela; al fin y al cabo, si su horario no era demasiado anárquico tendría que abandonar las aulas no mucho más tarde, a juzgar por la hora a la que salió del edificio la tarde anterior, pues la guía con la que Rilke me había equipado no decía nada al respecto. Compré un periódico y aguardé pacientemente su salida sentado en un banco frente a la escuela, repasando una vez y otra las mismas noticias aburridas, de las que solo apartaba la vista cada vez que alguna cabellera rubia despuntaba sobre las hojas del diario. Aquella tediosa espera se prolongó hasta que se me ocurrió pensar que Paula podría divisarme desde las ventanas que daban a la calle. Por casualidad había levantado la mirada hacia el edificio y reparé en que algunos estudiantes aprovechaban los descansos para recostarse, soñadores, en los alféizares, mirando por encima del hombro la cruda realidad de unas calles que no reconocían sus rostros. Para evitar verme sorprendido, me dirigí a la acera opuesta y me escabullí en el interior del café Rushmore, abarrotado a esa hora de gente, con la idea de hacer tiempo allí. Aguardé unos minutos junto a la barra hasta que una pareja de silenciosos ancianos decidió abandonar una de las mesas que se alineaban frente a la ventana. Me apresuré a sentarme. Sin apartar la mirada de la academia, cuya fachada principal se ofrecía nítidamente al ventanal del café, pedí el menú del día a la camarera que remoloneó hasta mi mesa, al tiempo que sacaba un par de billetes para pagar por adelantado. Al advertir que la chica se extrañaba le expliqué que tenía prisa, que quizá luego no podría entretenerme llamándola entre la gente para pedirle la cuenta, pero por alguna razón ella rehusó tomar mi dinero hasta que al menos no me hubiese servido mi plato.

—A lo mejor para entonces ya no tengo hambre —respondí.

—En ese caso —dijo—, ¿para qué pedir la comida?

Ambos nos miramos un momento, conscientes de lo absurdo de aquel intercambio de palabras, hasta que la camarera se retiró con un encogimiento de hombros, como aceptando que al fin y al cabo conversaciones como esa conformaban el murmullo que la humanidad llevaba elaborando desde que algún mono un poco más aventajado que el resto pronunció la primera palabra. Con un suspiro resignado, decidí aguardar la comida curioseando desde mi privilegiada posición frente al ventanal en los objetos que atestaban el interior del local. De un extremo a otro las paredes estaban cubiertas de carteles enmarcados, hojas de periódico amarillentas, gorras sucias y camisas sin planchar que dormían embaladas en el interior de las paredes, iluminadas por un juego de tenebrosos focos que agregaban patetismo a su apariencia de fantasmas emparedados. Pero lo que en un principio no parecía sino una simple decoración, la clase de objetos que uno encontraría en cualquier restaurante del mundo para dotar al lugar de personalidad propia o convertirlo en un oasis urbano de comidas temáticas, representaba en realidad un auténtico museo, una colección privada de recuerdos reunidos bajo la inspiración del monumento de Rushmore. Había petos de trabajo etiquetados con los nombres de sus antiguos dueños, había arneses de cuero que se suspendían en el vientre de unas urnas con aire de sarcófagos marcianos, había fotografías y sobres de cartas recorridos por una caligrafía casi siempre escarpada, incluso había un par de fotocromos de la película

North by Northwest autografiados por el propio Alfred Hitchcock, donde se representaba la escena en la que Cary Grant y Eva Marie Saint son perseguidos por James Mason y Martin Landau en la cornisa del Santuario de la Democracia. Las fotografías se hallaban junto a un facsímil del texto original con el que William Burkett, estudiante de Nebraska, había ganado en 1934 el premio que Gutzon Borglum y el magnate de la prensa William Randolph Hearst ofrecían a quien fuera capaz de resumir en quinientas palabras la historia de los Estados Unidos. El premio consistía en la inscripción de aquel texto en la gruta excavada en la cabeza de Lincoln, el memorial que Borglum quería incorporar a su monumento para que las generaciones futuras comprendiesen su significado, pero una nota junto al facsímil informaba de que a Borglum el texto de Burkett le había parecido poco menos que un disparate, y hasta 1975 no se grabó en una placa de bronce, exactamente en el llano donde el viejo escultor había tenido su estudio.

Los objetos que más llamaron mi atención, sin embargo, se encontraban situados tras la barra. Eran dos bates de béisbol, cruzados como las tibias de una bandera pirata, una camiseta gris a rayas del Rushmore Memorial y una pelota firmada con un nombre irreconocible. Estaban expuestos sobre el más elevado de los veladores en que dormitaban las bebidas, enmarcados en caoba barnizada casi a la altura del techo, como un tesoro que debía ser protegido contra la tentación de los extraños. No pude evitar levantarme de la mesa y observar de cerca aquellos objetos, tratando de sorprender en ellos algún detalle que explicase a quién habían pertenecido antes de recalar allí. Cuando descendí la vista, sorprendí una sonrisa en el hombre que había tras la barra. Era un tipo gordo, diríase que tallado en piedra, con una cabeza berroqueña y un bigote que parecía esconder la cicatriz de un labio leporino. El poco pelo que tenía lo llevaba peinado con una raya escrupulosamente trazada en el lado derecho, aunque el sudor le deshacía el flequillo con gruesos goterones que le resbalaban por el puente de la nariz. Me preguntó si acaso el béisbol me atraía tanto como para admirar con aquel arrobo las reliquias de un equipo que tampoco había hecho mucho por pasar a la Historia, y tuve que decirle la verdad: que el béisbol no me apasionaba pero si de algo podía presumir era de conocer precisamente a aquel equipo.

—Europeo —enunció el hombre, deformando despectivamente esa sonrisa de la que aún no había decidido desprenderse.

Ante aquella evidencia solo pude sacudir la cabeza y decir:

—Qué le vamos a hacer.

—¿Y un europeo que nada sabe de béisbol conoce justamente a uno de los pocos equipos que ningún norteamericano podría nombrar? ¿Quiere que me crea eso?

No estaba molesto de mi presunción, sino curioso por descubrir hasta dónde fanfarroneaba aquel extraño cuyo acento no llegaba a precisar, un tipo que por lo visto se consideraba más versado en la historia secreta del béisbol que el americano más forofo. Era una oportunidad tan buena que no pude resistirme:

—Póngame a prueba —contesté.

El tipo alargó la sonrisa, envió un gesto de resignación a un parroquiano que tomaba un café y un sándwich en el otro extremo de la barra, y cuadrándose como un soldado hasta elevarse lentamente sobre mi cabeza los veinte centímetros que había tenido que encoger para enjuagarse las manos en el fregadero, me clavó la mirada y enunció:

—La comida le sale gratis si acierta. Si no, la paga doble.

Me apresuré a asentir y el gigante se cruzó de brazos, pensativo, masticando un palillo marrón que hizo encallar en la comisura del labio, mientras se apoyaba en un alambique que debía remontarse a los tiempos de la Prohibición. Supuse que sería el mismo que habrían empleado los miembros del equipo de Rushmore para destilar el whisky con el que celebraban sus victorias allá por 1929, en plena Ley Seca. Los americanos lo llamaban

moonshine, y a mí siempre me había gustado aquel nombre. Me hacía pensar en madrugadas árticas, y hombres endurecidos que bebían licor a palo seco a la luz de la luna.

De haberlo pensado mejor, lo más sensato hubiera sido decir que estaba presumiendo de unos conocimientos que en realidad no tenía y evitar así entretenerme con aquella ridícula demostración de vanidad, pero tampoco creía esta cometiendo un error, sino haciendo tiempo de la mejor manera posible hasta que a Paula le tocase abandonar sus clases. Era una buena forma de pasar el rato, y el papel de listo me salió bordado. Mejor resultado del Rushmore Memorial en su corta carrera, máximo número de victorias seguidas, máximo número de pelotas lanzadas a la base en las seis temporadas que participó en la Liga Estatal; tenía la historia tan fresca en la cabeza que respondí a cada pregunta sin demorarme un segundo, como si estuviera leyendo las respuestas en alguna pared invisible que el tipo de la barra no hallaba por ningún lado, por más que mirase estupefacto a su alrededor. Cuando me interrogó por el mejor bateador que había engrosado las filas del Memorial, su nombre y su promedio en la única temporada en la que participó en el equipo, dejé escapar una sonrisa indulgente, que traté de ablandar suavizando la voz y pronunciando un cínico: «Créame que lo siento», antes de decir el nombre de John Dowe, pero para aquel tipo el efecto debió de ser el mismo que el de un puñetazo en las tripas. No me retiró la mirada del rostro al decir, abriendo un espacio para el desconcierto entre palabra y palabra, que era la primera vez que oía a alguien distinto de su padre pronunciar aquel nombre: John Dowe. Lo dijo esbozando una mueca incrédula, con la misma reverencia que hubiera empleado para preguntarme a qué distancia del Sistema Solar se encontraba el planeta del que procedía. No menos perplejo que él, quise saber si su padre había conocido a John Dowe, algo que me resultaba tan poco probable como que Tom y Jerry cobrasen un sueldo por sus películas, se fuesen de putas y tuviesen un domicilio fiscal en algún lugar de Norteamérica. Pero quizá había infravalorado a los célebres animalitos de los dibujos animados. El tipo se restregó las manos en un trapo roñoso, se quitó el palillo de la boca para dar mayor empaque a sus palabras, y sentenció que conocerlo tal vez era una manera exagerada de plantear las cosas, porque uno, dijo, no puede presumir de conocer al Diablo.

 

Hayes no era mal tipo. Era bastante fanfarrón, jactancioso como puede serlo un mendigo de su pastilla de jabón o un padre de la virginidad de sus hijas, y hablaba con la contundencia del americano para el que nadie es un hombre si no tiene un pedazo de tierra que defender con su vida, empleando ese balanceo de hombros y esa guardia de manos que más bien caracterizaría a un pugilista, y ladeando la cabeza para convertir en una amenaza el gesto de buscar los ojos de un extraño. Pero no era un mal tipo. Quería hacer creer que lo era, ni siquiera podía dar un paso sin invitarte a pensar que acababa de bajar de su caballo y le desequilibraba el Colt que acarreaba en la cintura, pero a la hora de la verdad se le iba toda la fuerza por la boca. Tras dejar a una joven obesa al cuidado del local, me llevó a un almacén repleto de botellas, revistas viejas y provisiones con etiquetas ajadas, y allí me tendió un vaso de hojalata con algún brebaje amarillo que el propio Hayes destilaba en un alambique idéntico al que exponía tras la barra. Me preguntó si me gustaba aquel licor y, sorprendentemente, le dije que la verdad, para no parecer demasiado saludable estaba bastante bueno.

—Es tan sano como el coño de una jovencita —dijo—. Si Dios tuviera una garganta con que tragarlo, no le hubiera hecho falta enviarnos a su hijo para espulgarnos de nuestros pecados.

Bebió medio vaso de un trago, me miró con la suspicacia de quien siempre ha deseado la visita de un extraño para exclamar: «Salga de mis propiedades», y sin poder disimular un recelo que suavizó intentando no levantar los ojos, me preguntó si John Dowe era pariente mío. Le contesté que no, y eso lo tranquilizó:

—Lo imaginaba, pero nunca se sabe. Si alguien me habla de Dowe prefiero tenerlo en cuenta, por si tengo que coger el crucifijo y los ajos de la despensa.

Hayes parecía saber de John Dowe tanto como de la historia de Rushmore, que resultó asombrosamente fiel a lo que yo había conocido a través de los libros de Rilke, y de Rushmore tanto como de su propia vida. En cierto modo, era como si Rushmore formara parte de él, como si no pudiera entender una cosa sin la otra. Su padre le había contado la gesta de su construcción desde que era un crío, y enseguida advertí que el viejo Hayes no le había comunicado el odio que sentía hacia Dowe sin transferirle además su admiración por él.

Al final, también yo acabé odiándolo, tanto a Dowe como al propio Hayes, padre incluido. Su historia me atrapó de tal modo que, sin darme cuenta, había pasado cerca de dos horas escuchándole, tiempo suficiente para conocer una pequeña porción de la historia secreta de América, pero por lo visto también para perder a Paula Steele. En algún momento de aquellas dos horas, Paula abandonó el edificio de la escuela, dobló la esquina a solo unos metros de mí y se alejó calle arriba en dirección a la parada de su autobús, y probablemente hasta se entretuvo en el puesto del vendedor que se divisaba desde el ventanal del café Rushmore para comprar unos chicles, concediéndome así una última oportunidad para representar el papel de encontradizo que me había llevado hasta allí. Por lo menos, si algo de bueno podía tener mi torpeza era que Paula había desaparecido sin reparar en que el mensajero de la tarde anterior estaba a pocos pasos de ella, como uno de esos perturbados que persiguen el rastro de sus ídolos del cine para hacerles llegar una mofeta muerta en agradecimiento a sus escasas atenciones. Sin embargo, aquello también me obligó a permanecer todo el fin de semana encallado ante el televisor de la habitación del hotel, fumando, transcribiendo la historia que Hayes me había contado en uno de mis cuadernos y ordenando por teléfono platos de comida china y porciones de pizza a la espera de que la ciudad iniciase el lento desperezamiento de cada lunes.

Con la lección bien aprendida, empleé la mañana del lunes en rondar por la escuela hasta provocar mi siguiente encuentro con Paula Steele. Paula no pudo ocultar que se alegraba de verme, pero tan pronto como se zafó de varios compañeros y se acercó a saludarme, me percaté de que su alegría era pura coquetería, una versión algo más sofisticada de la petulancia que exhiben esa clase de chicas acostumbradas a recibir la atención de los chicos más guapos de la escuela. Tras saludarme, y como si alguna fuerza interior mucho más poderosa que su voluntad le hubiera impartido la orden de volver a ser infranqueable e irresistible, activó ese desagradable mecanismo que la hacía sonreír, fruncir los ojos y encoger los hombros al mismo tiempo. Entonces, igual que un robot, recitó:

—Me alegro de verte.

De nuevo, la doblez que inevitablemente intuía en sus palabras resultaba tan evidente que casi podía jurar que venían acompañadas de subtítulos, donde las frases que pronunciaba quedaban esclarecidas por un rótulo revelador. Aquel saludo suyo en realidad quería decir: «Te habrás hecho de rogar, pero has acabado doblando, como todos». Mientras tanto el mecanismo le mantenía encendida la sonrisa. Era una sonrisa cálida y hasta insinuante, incluso algo pícara, como una invitación a rebasar el umbral de la cordialidad y pasar a mayores, lo que por supuesto hubiera recibido el baldazo de agua que se ocultaba sobre aquella puerta entreabierta. Le dije que yo me alegraba aún más que ella, y la verdad es que, pese a todo, por muchas razones era cierto. Esa respuesta ensanchó en varios milímetros su sonrisa. Ahora era una sonrisa jactanciosa pero cansada, la de alguien que adora el cortejo pero aborrece a los cortejadores, como si todos fueran engendros de una raza inferior a la que alguna divinidad bromista hubiera dotado con el don de apreciar la verdadera belleza, aunque su triste apariencia no les permitiera adorarla a conveniencia. Replicó preguntándome qué tal había ido mi fin de semana, yo leí el subtítulo que decía: «No creerás que de veras estoy interesada en saber cómo te pudres los sábados, ¿no?», y, con un ademán indiferente, le respondí que sin duda había temas de conversación más interesantes que el de saber cómo me pudría los sábados. Por primera vez pareció desconcertada. Me miró a los ojos, preguntándose quizá de qué truco me estaba valiendo para leerle el pensamiento, pero enseguida volvió a articular aquella sonrisa de hielo para decirme que un tipo como yo sabría de mejores modos para pasar los sábados, aunque era más sencillo entender un asombrado: «O puedes leer las mentes o no eres tan idiota como creía». Tuve ganas de replicar: «Ambas cosas», pero me mordí la lengua, y, para no llevar aquel jueguecito más lejos, le propuse tomar un café aprovechando aquel sol jabonoso que inundaba los bancos de Washington Square. No se dignó a contestar, lo cual en su caso se me antojaba la respuesta más sincera de todas.

Nos sentamos en uno de los bancos que jalonaban el parque en un silencio fúnebre. Había unos niños jugando bajo la estrecha vigilancia de sus madres, un par de oficinistas que parecían interpretar aquella hora de luz como el mejor momento del día para abismarse en reflexiones inútiles, un grupo de jóvenes patinadores que se despeñaban una vez y otra de sus monopatines intentando fraguar el más difícil todavía en combos y figuritas, y unas chicas en minifalda que repartían propaganda electoral entre los transeúntes. Paula pasaba la mirada de unos a otros con aparente distracción, como dando a entender que no iba a iniciar ninguna conversación si no lo hacía yo antes, conjurando esa expresión altiva de quien no encuentra razones para cuestionarse la existencia pero tampoco va a negarse a explicarle el universo a quien lo necesite. Tomaba su café lentamente, marcando unos pasos que parecía susurrarle al oído el fantasma de alguna abuela aristócrata, y pese a la infinita paciencia que estaba mostrando, todos sus gestos dejaban a las claras que ardía por plantearme las preguntas que la habían asaltado desde el mismo día en que la abordé a la salida de sus clases: quería saber más cosas acerca de Kitty Frances, de la película de Tourneur, pero sobre todo de ese misterioso Leonardo Rilke que la había estado buscando a través de una fotografía de 1950 a sabiendas de que sin duda en el mundo tenía que existir un rostro tan bello como el suyo, que el mundo no podía ser lo mismo sin él. Nunca me molesté en disimular que aquella joven a la que una vida fácil o una mala educación habían convertido en una engreída no acababa de gustarme, pero, por curioso que resulte, creo que fue justamente eso lo que le infundió la convicción de que podía confiar en mí. Solo por poner sus nervios a prueba decidí marearla un poco más, y Paula fue perdiendo los estribos a medida que mis preguntas se iban volviendo más estúpidas y sus respuestas más nerviosas y lacónicas.

—Creo que estoy perdiendo el tiempo —estalló al fin—, y si hay algo que me molesta mucho es perder el tiempo. No tengo toda la vida para estar sentada aquí esperando a que me cuentes lo que tengas que contarme. Si vas a hacerlo, hazlo ya; si no, ya sabes dónde está la puerta.

Aquello me hizo soltar una brusca carcajada. Estaba claro que no era un buen momento para frivolidades, pero aquella expresión de culebrón televisivo se me antojó tan ridícula que no pude sino reír con ganas. Como era de esperar, aquello solo sirvió para irritarla aún más. Me miró como si acabara de escupir sobre el cadáver de sus padres, y con un gesto de desprecio que expresaba mejor que cualquier frase la magnitud de mi ultraje, se incorporó del banco, elaborando unos envarados pasitos hacia ninguna parte.

No iba a marcharse de mi lado, eso ya lo sabía, pero la dejé regodearse por un rato en su papel de ingenua escarmentada antes de dignarme a abandonar también yo el banco y salir tras ella.

—Vamos, Paula —me disculpé, asiéndola suavemente del brazo—, no quería ofenderte. ¿Acaso una chica tan guapa como tú no puede tener sentido del humor?

Por supuesto Paula vio en aquello otra ofensa, pero esta vez logró contener a la actriz que llevaba dentro y solo respondió:

—No, si por sentido del humor entiendes reírte de mí.

—Esta bien —concedí, repentinamente cansado de la situación—. Empecemos de nuevo. Pero recuerda que yo solo soy un intermediario. Quien quiere hacer la película es el señor Rilke, no yo, y no voy a esforzarme en convencerte ni estoy dispuesto a perseguirte para que aceptes el papel. Me da igual lo que decidas, yo ya he cumplido mi parte encontrándote. En lo que a mí respecta, la película del señor Rilke puede irse al diablo.

No estaba exagerando, ni trataba de amedrentarla con palabras que sonaran a ultimátum. La verdad es que en ese momento creí lo que decía. Como para demostrar que era cierto, regresé al banco, di un último trago a mi café, arrojé el vasito de plástico a una papelera y encendí un cigarrillo con el aire de quien no oculta que hasta su propia existencia le importa tres carajos, hasta que por fin Paula, sentándose con resignación a mi lado, no tuvo más remedio que reconocer su derrota:

—Está bien —dijo—. Cuéntamelo todo. Puede que esté más interesada de lo que parece. Pero eso no significa que vaya a aceptar cualquier cosa.

Acomodándome en el asiento, lancé un hondo suspiro, como para darle a entender que la historia iba a ser larga. Y así fue, porque no le oculté ningún detalle. Le conté quién era yo, quién era Leonardo Rilke, de qué modo lo había conocido, por qué empecé a aborrecerlo y cómo había acabado por fascinarme. Llegué a resumir en esa explicación las dudas que Paula expuso acerca de por qué razón no decidía escapar ahora que tenía la oportunidad de hacerlo, si es que tanto odiaba las maquinaciones de Rilke, si tanto aborrecía trabajar a su servicio. No me molestó que redujese mi trabajo a un mero papel de comparsa. Ni siquiera me excusé diciendo que si no me marchaba era porque me esperaba allí la mujer que amaba. Tenía claro que con Swanee o sin ella hubiera regresado a la casa, y eso significaba que era la personalidad de Rilke, más allá de sus planes, lo que me atraía. Tras esa confesión, que al momento de hacerla consideré desacertada, apresuré unos cuantos rasgos para describir la mansión Rilke, y enumeré a los tipos que deambulaban por sus aposentos bajo una luz inapropiada que los describía poco menos que como vagos y maleantes. Acerté a retratar en frases rápidas la historia de Mary Pickford, mezclada con las vicisitudes de June Caprice, y apunté con más entusiasmo del que me hubiera gustado mostrar algunas líneas del guión, cuyo título resumí en un ambiguo

Amerika. Eso pareció extrañar a Paula.

—¿América? —preguntó—. ¿Por qué América?

—Es Amerika, con «k» —dije—. En realidad, Rilke quiere que se titule

Otro invierno en Amerika. Me ordenó que no alterase ese título, es más, me exhortó a que diese con la manera de que quedase justificado en el argumento de la película. En realidad, se trata de un mensaje en clave que solo podían entender Tourneur y su amante, pero más allá de eso para mí no evoca nada. Aunque Rilke confía tanto en mí que está convencido de que podré encajarlo en el guión sin perjudicar la trama.

—¿Y podrás? —preguntó Paula. Me sorprendió el tono que empleó al hacerlo y me volví ligeramente para mirarla: estaba interesada. No esperaba algo así, desde luego, pero me gustó reparar en que por una vez se interesaba en algo que no tenía que ver necesariamente con ella. Me pareció incluso más guapa, más cándida, alguien de quien podrías enamorarte con que solo te mirase por encima del hombro al cruzarte en la calle.

—No lo sé —respondí—. Sí, si hago alguna trampa. Pero Rilke me matará en cuanto advierta que me he dedicado a saltar sus obstáculos.

Paula encendió un cigarrillo, cruzó las piernas, se apoyó en el respaldo del banco, y, tras soltar lentamente una bocanada de humo, preguntó:

—No está loco.

Fue una pregunta, aunque la hubiera desmembrado de sus interrogantes. Estuve a punto de decirle: «Lo está». Pero preferí explayarme en una explicación de baratillo sobre lo que para muchas personas supone detentar el control de algún grupo y saber que pueden poner sus vidas a merced de cualquier capricho, aun cuando un prurito de humanidad les impida hacerlo. Era una evasiva evidente con la que traté de suavizar el retrato que le había brindado de Rilke; al fin y al cabo, sin Paula no habría película, y había llegado demasiado lejos como para no sentir curiosidad hacia el prometedor filón de luz que su presencia hacía despuntar en aquel horizonte hasta entonces tortuoso, oscuro. Aparentemente satisfecha, dio otra calada al cigarrillo y pronunció la única pregunta que no sabía si estaba preparado para responder:

—¿Es guapo?

En realidad, no solo me había desarmado su interés en aquella cuestión irrelevante, sino sobre todo el hecho de que no se me ocurriera ninguna respuesta coherente para hablar del aspecto de Rilke. Sacudiendo la cabeza lentamente, le dije que quizás era guapo, pero que su rostro era el más extraño que había visto nunca: después de verlo, ya no estabas seguro de si lo recordabas como lo habías visto o si lo recordarías igual la siguiente vez que lo vieses. Paula frunció las cejas y luego sonrió, pensando que intentaba reírme nuevamente de ella y que solo una sonrisa desmantelaría mi propósito de tomarla el pelo.

—No sé si estoy haciendo lo correcto —dijo—, pero me temo que aceptaré la propuesta de ese tal Rilke. Confío en ti: sé que no me mientes, pero algo me dice que hay más cosas en todo esto de las que has querido contarme. No sé aún si no te lo tendré en cuenta o si te lo acabaré haciendo pagar algún día, o si es que simplemente ni siquiera para ti están del todo claras. Lo único que quiero es una garantía de que voy a cobrar por mi trabajo, y que puedo largarme en cualquier momento, si veo algo que no me gusta. No voy a permanecer allí ni un minuto si descubro que ese tal Rilke es un lunático o algo peor.

—Puedes estar segura de ello —respondí, y tratando de revestir aquella afirmación de una desenvoltura que mostrase lo infundado de sus temores, añadí—: y si los dragones que duermen en las mazmorras de Rilke despiertan un día, yo te defenderé.

—Más te vale —replicó Paula, dejando escapar una risa divertida—. Ahora estoy en tus manos, así que espero que sepas dar la cara por mí.

—Bueno, sería un deshonor que la princesa tuviera que dar la cara por el caballero que acude a rescatarla.

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