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AMERIKA O LAS CONFESIONES DE UN MUERTO VIVIENTE » 15

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Abandonamos la plaza y me ofrecí a acompañar a Paula a la estación de metro más próxima. No estaba demasiado lejos, por lo que al llegar convinimos en caminar unas manzanas más hasta la siguiente entrada de metro. Todavía era pronto, nos habíamos quedado a mitad de una conversación, y los dos confesábamos no tener en realidad nada más importante que hacer. Pero cuando al llegar a la altura de la confluencia con la calle 30 Oeste reparamos en que habíamos dejado atrás la estación en la que habíamos prometido separarnos, Paula y yo no pudimos evitar una sincera carcajada. A este paso vamos a llegar andando a mi casa, bromeó Paula. Yo me tomé el comentario como un desafío y le respondí que si ella tenía fuerzas para subir a pie hasta la calle 83, yo no iba a ser menos. Con una sonrisa burlona aceptó, asegurando que yo me cansaría antes que ella. Un paseo de casi dos horas dio para mucho, y aunque esperé que Paula me preguntase alguna otra duda acerca de Rilke, o de lo que este esperaba de ella, lo cierto es que no volvió a mencionar el tema. Me habló de su familia, del año que pasó en París estudiando una carrera que prefería olvidar y de la inesperada llamada de su vocación, que probablemente ya le venía en la sangre, si era cierto, como contaban las leyendas de la familia, que una abuela suya intentó muchos años atrás abrirse paso en el mundo del cine, pero esa vocación solo cuajó cuando una amiga de Paula fue descubierta en un pequeño café de París por un cazatalentos que confesaba no haber visto nunca un rostro como el suyo. Paula nunca se perdonó que aquel día hubiera decidido no acudir al café con sus amigas porque había preferido ir a cenar con un novio del que tampoco es que estuviese enamorada. De no haber sido por él, dijo, lo más probable es que ya hubiera sido descubierta, y ahora mi rostro asomaría en carteles gigantes a las avenidas de París. Pero el destino le tenía reservada otra cosa, lo que tal vez no hubiera sucedido sin aquel día en que perdió la oportunidad de ser redimida de la vulgaridad del mundo por la fuerza de su propia belleza. En un impulso, probablemente provocado por un ataque de vanidad, Paula decidió abandonar sus estudios y empezar la carrera de Arte Dramático en una pequeña escuela de París, pese a la contrariedad que aquello supuso a sus padres. Pero, sin duda, debió de ser la decisión correcta, pues solo tuvieron que pasar tres semanas para que una recién creada marca de cosméticos le comunicara que era la ganadora de un concurso internacional en el que se buscaba el rostro juvenil más prometedor del momento. En el concurso participaron más de cien mil escuelas de todo el mundo, explicó Paula, con ese brillo en las pupilas de quien se sabe mimado por las estrellas. Y solo una persona podía ganar el premio, consistente en una beca para un año de estudios en una de las mejores escuelas de Arte Dramático de Nueva York. Esa persona era ella. Pero a la larga tuvo Paula que comprender que no bastaba con tener el rostro con el que cualquier muchachita hubiera querido nacer, pues once meses después de aquello, a solo un mes de que su beca de estudios expirase, ningún director de cine había llamado todavía a su puerta. Hasta ahora. En el último momento, dijo Paula, cuando ya estaba a punto de dar carpetazo a sus sueños y convertirse en la dentista o la pediatra que tal vez estaba destinada a ser.

Ya era casi noche cerrada cuando llegamos a los apartamentos del 127 de la 83 Oeste, el edificio donde Paula vivía. Me señaló una de las ventanas, la que tenía en su alféizar algunas macetitas de colores, diciendo que ahí vivía ella, lo que me produjo un inesperado rapto de ternura al pensar que Paula no solo se preocupaba por su rostro, sino que también empleaba su tiempo en cuidar la belleza perecedera de las flores, tal vez incluso en recoger de las calles algún animalito lisiado, o cualquier entrañable acto que producía la visión conmovedora de aquellas plantitas, temblando indefensas al relente nocturno a la espera de esa muchacha que las saludaba animosamente cada mañana. Mirando la fachada costrosa que era su hogar, Paula dijo que con un poco de suerte, cuando filmase la película de Rilke, se podría permitir alquilar un apartamento en el centro, tal vez incluso en el Village. Yo le dije que era muy posible, y tal y como Rilke trataba el dinero, lo mismo hasta podía darse el lujo de comprarlo. Paula me miró como si quisiera comprobar por qué razón le estaba tomando el pelo, ahora que habíamos conseguido crear aquel clima de intimidad, pero le aseguré que hablaba muy en serio, al menos por lo que podía juzgar de mi propia experiencia. La dejé bajo el toldo rojo del portal, y ella asomó para ver si el portero estaba en su cabina, porque por algún motivo que se le escapaba siempre andaba olvidando las llaves. Me hizo gracia aquella expresión aniñada con que acompañó el comentario, el ahínco infantil con que trasteó en su bolso para dar con aquel escurridizo llavero, y tuve la sensación de que estaba despidiendo a alguien distinto de la persona con la que había estado hablando unas horas antes. Quedé en recogerla al día siguiente en la terminal de Port Authority; me despedí de ella con un beso en la mejilla, cuya incomprensible ternura hizo aflorar una sonrisa dulce en sus labios, y luego, evitando volverme por temor a que Paula permaneciese aún allí, como una enamorada de portal, seguí por la calle 83 y me dirigí hacia la estación de metro de Columbus Avenue.

Pensando en aquella nueva Paula a la que había empezado a conocer, y sin saber todavía si le estaba poniendo en bandeja la oportunidad de su vida o si debía sentirme culpable por arrastrarla a la mansión de Rilke, llegué a mi hotel de la calle 43, tras detenerme a comprar en una tienda unos sándwiches y una tarta de queso. Subí a mi habitación y me tumbé en la cama, dispuesto una vez más a anestesiarme con cualquiera de los programas que emitía la televisión a aquella hora, y justo cuando cogía el cenicero de la mesilla reparé en el sobre que asomaba entre dos hojas de mi cuaderno. Me extrañó que no me hubiese fijado en él durante el fin de semana, cuando estuve escribiendo la historia de Hayes. Con un mal presentimiento, que me embargó nada más distinguir en el anverso la caligrafía de Swanee, rasgué la lengüeta y extraje apresuradamente el papel que había en su interior mientras me incorporaba en la cama, y aunque quizá no podía esperarme otra cosa que aquello, tuve que leer la carta dos veces para que las palabras que Swanee había escrito cobraran algún sentido.

 

Hola, siento mucho no haberme puesto en contacto contigo antes y sobre todo que estemos así. No te he escrito porque necesitaba pensar e intentar ver qué nos pasa o al menos qué me pasa. Pero por desgracia no he llegado a ninguna conclusión. Solo siento que necesito estar sola. No te pido que lo entiendas, ni que me apoyes, y te pido perdón si te he hecho o te estoy haciendo daño. Sabes que es lo último que quiero. Cuídate mucho.

 

En la rúbrica que firmaba aquella declaración inesperada, junto a una posdata que anunciaba su marcha de la casa, apenas se podía apreciar el nombre de Swanee Klein.

 

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