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AMERIKA O LAS CONFESIONES DE UN MUERTO VIVIENTE » 16

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odo lo que sucedió aquel día lo recuerdo como sumido en una especie de nebulosa, ese revestimiento con el que en ocasiones el cerebro envuelve los malos recuerdos para protegernos de sus envites, como un airbag. No telefoneé a Rilke para solicitarle por última vez los servicios de Bristol, y tampoco pedí un taxi. Después de una noche de insomnio me sentía drenado, exhausto. Esperé tendido en la cama a que la luz tiñese de blanco los cristales de las ventanas, que sin embargo se demoraron aún en deshacerse de aquel insoportable color violeta que las tiznaba. Recordé entonces la historia de John Dowe, aquel tipo que era capaz de ver la realidad en sus verdaderos colores e interpretar a través de ellos lo que se ocultaba detrás de cada cosa. ¿Así pues, significaba algo aquel color? ¿Y qué, si así era? ¿La furia que me roía por dentro, la certeza de saberme engañado, la ridícula sensación de orfandad que empezaba a embargarme, o esa nada que me anegaba por rachas, como dándome a entender que la vida era eso, un puzle en blanco que solo de tarde en tarde arrancaba a la realidad una pieza de color, ya fuera el púrpura del enamoramiento súbito o el gris turbio de las pasiones truncadas? La vida continuaba, eso era todo lo que, con un interior encogimiento de hombros, podía llegar a entender. Y lo haría sin Swanee, que por lo visto había aparecido en la mía para sumar una pieza más al borde del puzle, dejando incompleto el centro del tapiz, alrededor del cual mi existencia iba trazando su incomprensible mosaico a golpe de absurdos. Contemplado a cierta distancia, posiblemente la distancia que otorga la muerte, aquel mosaico quizá significaba algo, puede que incluso un día mostrase la verdadera apariencia de ese grial que había estado persiguiendo sin saberlo, aunque tenía la vaga intuición de que su dibujo sería muy similar a esas nubes que van conformando figuritas en el cielo, y que tan pronto pueden parecer corazones atravesados como erizados armadillos. Como si hubiera vivido dos vidas por el precio de una, en otras palabras, y la superposición de ambas convirtiera el resultado de mis actos en algo tan ininteligible como los designios del Señor o la receta de un médico.

Arropado por aquella luz tétrica que se desperezaba lentamente, iniciando el cacheo de los enseres que abarrotaban la habitación, recogí la mochila y abandoné el hotel con una resignación fatalista. Di un paseo por la ciudad, entré en una librería, consulté un par de libros y con la información que conseguí retener me dirigí a pie hasta un concesionario perdido en una de las calles al oeste de Broadway, donde adquirí un coche de segunda mano utilizando una de las tarjetas de Rilke. Me decidí por un Cadillac de 1957. Pensé que el vendedor, un tipo menudo, de pocas palabras, que no parecía demasiado inclinado a desprenderse de sus dinosaurios, pondría alguna objeción a mi compra, pero la tarjeta, sin duda provista de crédito ilimitado, no mostró síntomas de rechazo. Montado en aquel armatoste con dimensiones de submarino me dirigí a la estación de Port Authority a aguardar la llegada de Paula. Si era puntual, quedaba aún una hora para nuestro encuentro, pero empecé a considerar la posibilidad de que una noche de insomnio similar a la mía la hubiera echado atrás en su decisión de acompañarme. No me importaba. De hecho, casi esperaba que fuera así. ¿Qué razón había para regresar a la mansión, ahora que Swanee ya no estaba en ella? Pero Paula apareció finalmente, unos quince minutos después de la hora a la que habíamos acordado encontrarnos. Llevaba una maleta que arrastraba con dificultad entre la muchedumbre que entraba y salía de la estación, y devoraba un cigarrillo como si aquel fuera su único alimento para los próximos días. Salvo por aquel detalle, parecía una colegiala disgustada porque sus padres no habían acudido a recogerla a la escuela. Llevaba puesto un vestido de flores, probablemente útil para camuflarse en el bosque, pero no tanto para pasar desapercibida entre los ociosos depredadores de la jungla urbana, que se volvían sin disimulo para admirarla de arriba abajo, vuelta y vuelta. No me gustaban sus piernas, ahora que podía verlas bajo el vuelo de la falda, pero Rilke no me pagaba para acostarme con ella. Avancé el coche y Paula se volvió incluso antes de que me diera tiempo a avisarla con un golpe de claxon. Abrió una de las puertas traseras del Cadillac y masculló un saludo al arrojar la maleta al interior. Luego ingresó en el coche y quiso saber por qué no nos llevaba a la mansión del millonario algún súbdito escogido para aquellas labores subalternas, en lugar de ser el mismo guionista quien tuviera que ejercer de chófer. Le recordé que también había ejercido de detective, y que por suerte no me habían encargado además del cuarto de las fregonas. Paula me miró con una sonrisa indecisa ante lo que parecía un arranque de mal genio, y entonces le expliqué lentamente, como si le hablara a un subnormal, que no tenía demasiadas ganas de ponerme en contacto con Rilke. Lo último que me apetecía, dije, era aguantar sus tonterías aquel día.

—¿Tampoco las mías? —dijo Paula, que aún desprendía el buen humor de la noche anterior.

—Tampoco las tuyas —respondí, en un tono que dejaba a las claras que no estaba de broma.

Me miró desconcertada, sin saber cómo interpretar la actitud del ciclotímico aquel que tenía por compañero de viaje. Tras el acelerón con el que me incorporé a una de las arterias que desembocaban en Times Square, Paula pareció envararse, y por un momento dejó las manos suspendidas en el aire, sin saber si posarlas allí, como si acabaran de brotarle espontáneamente y aún no supiera muy bien para qué servían.

—Puedo confiar en ti, ¿verdad? —preguntó con apenas un hilo de voz.

Eso fue lo último que dijo en todo el viaje. Le dije que sí, pero de la forma en que hubiera podido decirle: no es mi problema.

Enfilamos los kilómetros que nos separaban de la mansión Rilke sumidos en un silencio incómodo, sin cambiar una sola palabra ni para ofrecernos fuego. Fue entonces, mientras nos adentrábamos por aquellas carreteras secundarias amazacotadas de árboles donde con tanta impunidad podrían desaparecer jovencitas confiadas o enterrarse cadáveres que nadie reclamaría, cuando pensé por primera vez en lo desesperada que Paula debía de estar para ponerse en las manos de un desconocido que, igual que le había propuesto participar en aquella locura, podía haberle dado invitaciones para un viaje a la Luna, si al final iba a terminar tirada en una acequia. Hasta entonces la idea no se me había pasado siquiera por la cabeza, pero ahora no podía evitar preguntarme hasta dónde sería capaz de llegar aquella niña para hacer realidad los sueños de vanidad y fama que la envenenaban. Podía confiar en mí, en efecto, incluso en aquella versión depresiva del tipo conversador y desenfadado de la noche anterior, pero yo no era más que un peón en las manos de Rilke, y viendo lo que había visto hasta entonces, era imposible no compadecerse por el destino que podía aguardarla junto a él. Desde luego, no imaginaba que Rilke pudiera llegar más lejos de someter a su muñeca a un par de vejaciones o alguna humillación menor como pago por plasmar su rostro en celuloide, pero aquella chiquilla malcriada no había nacido para resistir ni la más pequeña de las contrariedades, y quién sabía qué efectos podía acarrear cualquier presión ejercida para ensanchar el limitado marco de sus habilidades interpretativas. Lo mismo hasta le daba por tragarse un frasco de píldoras para hacernos sentir culpables por nuestro celo, para que viésemos que con aquella forma de tratarla no teníamos nada que ganar.

Decidí postergar para un momento mejor aquellos pensamientos cuando doblé la última revuelta del camino, y aminorando la marcha, enfilé la muralla tras la que se elevaba la mansión. No me hizo falta señalar el lugar para que Paula abriese los ojos de par en par, pegando las manos a la ventanilla del Cadillac como una niña en una pastelería. Advirtió con una risita incrédula el avioncito de la RKO que giraba alrededor de la esfera terrestre en lo alto del tejado, el surtido de vainas que vomitaban cuerpos aún sin hornear bajos los parterres, y aquellos remedos deformes de Mickey y Donald que custodiaban el acceso al interior del jardín. Pero lo que nos sorprendió a ambos fue que, como gesto de bienvenida, Rilke había ordenado tender un tapiz gigantesco que cubría la fachada de la mansión con la fotografía de Kitty en la playa, tan semejante a Paula incluso en aquel tamaño desproporcionado que su visión resultaba turbadora. Sobre la puerta de entrada había hecho extender un cartel que, con la misma tipografía circense del parque de atracciones, celebraba la llegada de Paula a la mansión: «Por fin zarpamos. ¡Bienvenida a bordo, Kitty!». Se me antojó una muestra de pésimo gusto que Rilke siguiera empeñado en llamar a Paula por el nombre de Kitty, incluso ahora que también para él dejaría de ser una sombra varada en las aguas fantasmagóricas de una fotografía, pero Paula estaba tan sobrepasada por la sorpresa que ni siquiera hubiera podido interpretar aquello como un agravio. El portón de la verja se abrió desde el interior, con un gemido que me hizo pensar en tumbas profanadas a la luz de la luna, y dirigí el coche al interior del jardín, mientras a mi lado Paula miraba a un lado y a otro de la casa:

—No puede ser —fue lo único que pudo decir—. Esto tiene que ser una broma. Simplemente, no puede ser.

El coche avanzó lentamente bajo el emparrado de espumillón y guirnaldas de los parterres, recibiendo a su paso el saludo estremecido de unos banderines de colores que pendían de los árboles. En los peldaños que preludiaban la entrada a la casa se alineaban los miembros de la orquesta del Doctor Phibes, que al vernos ascender por el camino de piedra atacaron los compases de una melodía hipnótica

. Las puertas de la mansión se abrieron entonces de par en par, y en una manada impetuosa salieron a recibirnos los habitantes de la casa entre un estallido de gritos guturales que, tras el involuntario respingo con que acompañé el grito de Paula, tardé en reconocer como hurras, pues mi atención se había concentrado en el disfraz de zombis con que se habían ataviado para la ocasión. Boquiabiertos, Paula y yo nos dejamos rodear por aquella invasión de muertos vivientes que acudían a arremolinarse en torno al coche. Excepto por los desaparecidos Elander y Swanee, y probablemente Anton Vesalius, cuyos sueños de una América mejor no creo que pasaran por unirse a algún escuadrón zombi, estaban todos: los expertos en iluminación, los ingenieros de sonido, los magos de fotografía, los actores secundarios, toda la reata de talentos aburridos unidos voluntariosamente en aquella comunión delirante, que culminaron con el lanzamiento de una espesa nevada de confeti mientras se precipitaban a bendecir el coche con las palmas de las manos, como aborígenes a los que sorprendía ver una presencia humana distinta a ellos. Detuve el coche ante las escaleras de la casa, con cuidado de no atropellar a nadie, y aguardé a que algún zombi con acreditación de mando se acercara a hacer los honores. Paula reía y saludaba a la andrajosa turba encogiendo los hombros, confundida y emocionada, pero sin atreverse todavía a activar su mecanismo al completo, como si entre sus propiedades no se contase la de hipnotizar a las muchedumbres, y menos aún a muchedumbres despojadas de cerebro. A mí, en cambio, la situación se me antojaba terriblemente ridícula. Me volví hacia Paula y le pregunté si estaba preparada para mezclarse con sus agasajadores, aquel comité de bienvenida de ultratumba que se prodigaba alrededor del vehículo con claros síntomas de haberse pasado con la bebida. Sin deponer ni un milímetro de su sonrisa, Paula susurró:

—Es muy raro... Si no pensara que resulta estúpido, diría que tengo miedo.

Me apresuré a explicarle que aquellos borrachos eran inofensivos, y que por mucho que me avergonzase reconocerlo, formaban parte del equipo de producción que Rilke había reclutado para filmar la película. Pero Paula sacudió la cabeza:

—No, no me refiero a eso. No tengo miedo de esta gente. Al contrario, creo que su presencia, incluso con esos ridículos disfraces, es lo único que me tranquiliza un poco. Hablo de algo que parece que está y que no está. Algo que da la impresión... No sé cómo explicarlo. De que se oculta tras los árboles.

Guardé silencio. Sin conocerlo, Paula acababa de describir a Rilke a la perfección: una silueta escondida detrás de los árboles, o tras los maniquíes, o a la vuelta de las esquinas; algo que hacía en la sombra su lenta labor de araña, aguardando pacientemente a que las piezas escogidas por él fueran trenzando con desprevenida docilidad su jugada maestra.

—A eso, en el teatro lo llaman miedo escénico —bromeé, por aligerar su inquietud, mientras abría con aparente despreocupación la portezuela del coche.

Paula asió el cierre de su puerta, y blandiendo una media sonrisa sentenció:

—Ya. Porque si lo llamasen intuición nadie tendría valor para descorrer el telón, ¿no crees?

Aquella sonrisa, semejante a la hoja de un cuchillo que recibe de lleno el fulgor del sol, se me quedó grabada en la retina durante unos segundos, y estuve a punto de decirle que si quería dar media vuelta y volver por donde habíamos venido era el momento de hacerlo. Pero Paula salió entonces a entregarse a la muchedumbre, y de pronto tuve la sensación de que era como si la hubiera traído de tan lejos solo para arrojarla a los lobos.

Pero los lobos fueron amansados mediante una orden de su Bela Lugosi particular: el millonario Rilke. Había aparecido en el umbral de la puerta, había levantado un brazo con la delicadeza de quien espera pinzar con los dedos alguna brizna de aire, y entonces su rebaño de zombis quedó reducido a un solemne silencio. La orquesta del viejo Phibes detuvo en seco el embrujo de sus cuerdas

. Incluso el viento parecía haber anidado en las enramadas, confiriendo al lugar lo que se antojaba una inmovilidad submarina. Rilke, envuelto en su capote negro y ataviado con las gafas del diabólico doctor Z que enmascararon su rostro la noche que llegué a la mansión, descendió las escaleras lentamente, se acercó hasta nosotros como si se dispusiera a resolver un enigma del que dependía el futuro de la humanidad, y con un ademán majestuoso se quitó las gafas. Paula parecía aterrorizada, pero, por lo que alcancé a ver, Rilke tampoco podía presumir de unas manos serenas. La miró como sin comprender muy bien qué extraño ejemplar de la naturaleza acababan de poner a sus pies, examinándola de arriba abajo, afirmando con la cabeza o negando de repente no se sabía bien qué. Con la punta de los dedos acarició vagamente el molde de sus pómulos, emulando el cuidado de un alfarero ante la porcelana del emperador en la que ha invertido media vida de sacrificios, y tras asirla de la barbilla, le levantó un poco el rostro hacia la luz. Fue el único momento en que dudé si Paula, más allá de parecerse a Kitty, sería a los ojos de Rilke la propia Kitty. Temí que el millonario, más versado que yo en los misterios de su fisonomía, pudiera hallar algún error que a mí se me había pasado por alto, algún defecto apenas reseñable, una curva en el mentón que diese al traste con cualquier parecido o lo redujese a algo más indigno aún que una mera coincidencia. Pero Rilke, como si hubiera sufrido una descarga eléctrica, despegó los dedos de la piel de Paula, le clavó en los ojos una incongruente mirada de enamorado, y como si se tratara de una frase repetida durante años ante algún espejo que había terminado por odiar declamó:

—Por fin nos encontramos. Yo lo sabía. Nunca dudé que volveríamos a reunirnos.

Paula pestañeó, sobrecogida como una cervatilla, y lanzó una sonrisa tímida al aire.

—¿Nos conocemos? —se atrevió a preguntar.

—Claro que sí —respondió Rilke con una voz que apenas parecía la suya, como si estuviera a punto de llorar—. De una vida anterior, Kitty. De una vida anterior.

Solo entonces la muchedumbre volvió a prorrumpir en gritos, antes de que Rilke, tras mirar por última vez a Paula con una expresión entre deslumbrada y asqueada, nos diese a todos la espalda.

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