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AMERIKA O LAS CONFESIONES DE UN MUERTO VIVIENTE » 18

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Bobby West asiente, y se entretiene en deformar el rostro con la misma sonrisa viscosa que le dedicó a Alice antes de abandonarla en su camerino:

—Tranquilo, vaquero. Seré tan dócil como un corderito. Solo tiene que decirme qué quiere de mí y le daré lo que busca.

—Por ahora subamos a su piso —replica Henry—. El resto dependerá de las ganas que me queden de coserle a balazos.

Nunca sabremos si Henry portaba o no una pistola, pero lo que sí sabemos es que al menos West tiene una. Lo advertimos tras un tenso intercambio de palabras, cuando, ya sentado tras la mesa de su despacho, el periodista saca de un cajón el sobre con todos los datos que pormenorizan la historia de Alice Riddle: las fotografías de su romance con Henry, algún antiguo recorte de prensa, las páginas de ese artículo cuya publicación Buffa le obliga a retrasar. West se sirve una copa, todavía con un ojo puesto en el cajón de la mesa, avisando a Henry mientras tanto de que está cometiendo un lamentable error:

—No sé qué juego se trae entre manos, amigo —le dice—, pero será mejor que se asegure de que no ha dejado ningún cabo suelto cuando salga por esa puerta.

Henry se limita a ordenar a West que se aparte de la mesa y le entregue el sobre que ha sacado del cajón, pero el periodista no se inmuta y, con disimulo, desliza lentamente una mano hacia la pistola.

—¿Y quién le asegura que no tengo una copia de todo esto en algún lugar seguro? —replica West—. Si de veras pretende que esto no salga a la luz, creo que no tendrá más remedio que matarme. Y aun así, ¿quién le dice que no he arreglado las cosas para que todo sea publicado en caso de que muera?

Henry se da cuenta entonces de que West está intentando ganar tiempo. Repara en la mano que ha reptado sigilosamente hasta el cajón, y, en el mismo instante en que West coge la pistola y apunta sobre él, Henry se hace a un lado de un salto y logra apagar las luces un momento antes de que West abra fuego, provocando con sus disparos un estrépito de cristales rotos. West se agazapa tras la mesa, no sin antes descargar tres balas más en dirección a la puerta:

—Intente salir por esa puerta, Dunn. Inténtelo y es hombre muerto.

Tratando de no hacer ruido, West abre el tambor de la pistola y, con sumo cuidado, tantea con una mano el interior del cajón hasta dar con el pequeño compartimento donde guarda las balas.

—Adelante, héroe, sé que está ahí —dice West, elevando el tono de voz para encubrir el ruido metálico de las balas al introducirlas en el tambor—. Asome un momento para que pueda ponerle esto entre los ojos.

Henry permanece inmóvil tras el armario, y si guarda una pistola en el bolsillo de la gabardina, tampoco se muestra dispuesto a emplearla. West, impaciente, comienza entonces a arrastrarse hacia él, pendiente de las sombras que recorren las paredes por si alguna perfila la silueta de Henry. En ese momento se escucha un ruido procedente de la esquina opuesta a la que West cubre con la pistola, lo que le obliga a ladearse y disparar sobre una percha a la que ha golpeado el objeto lanzado astutamente por Henry. Este aprovecha para arrojarse sobre un desprevenido West, que ve con impotencia cómo la pistola resbala de sus manos y queda al alcance de Henry. Los dos hombres forcejean sobre la alfombra por hacerse con el arma, hasta que tras un intercambio de golpes y resuellos oímos un disparo seguido de un gruñido ronco. El fogonazo ha iluminado durante unas décimas de segundo las dos siluetas, confundidas en un bulto informe que nos impide saber quién es Henry y quién West, quién ha disparado y quién ha recibido la bala. Transcurren unos segundos más, hasta que por fin vemos que una de las sombras se desploma en el suelo sin fuerzas, produciendo un ruido sordo, y la otra, en la que ya distinguimos los rasgos de Henry, se apresura a huir por la puerta.

El rumor de las pisadas de Henry se interrumpe abruptamente y lo siguiente que vemos es el interior del apartamento de Alice, quien nada más llegar a casa ha recibido una desagradable sorpresa. El salón es un caos, y lo mismo puede decirse de la habitación de invitados y los dormitorios: los armarios están abiertos de par en par, escupiendo una ristra de prendas con esa resignación de las reses destripadas, lo que junto a la confusión de cajones desventrados y papeles que se entremezclan en el suelo deja constancia del concienzudo cacheo que la casa ha sufrido durante la ausencia de la joven. Envuelta en temblores y sin saber a quién culpar de lo sucedido, Alice se apresura a abandonar su apartamento, para darse casi de bruces con el anciano conserje que deambula por el pasillo.

—¡Señorita Riddle! —exclama el hombre al reparar en la palidez que se ha apoderado de su rostro—, ¿está usted bien?

—Por supuesto que no —responde Alice, a punto de romper en lágrimas—. ¿Quién diablos ha entrado en mi apartamento?

—Nadie ha subido a este piso desde que usted se marchó esta tarde, señorita —dice el anciano, perplejo—. De haber sido así, yo tendría que haberlo visto.

Tan desconcertada como el conserje, Alice siente que las rodillas le tiemblan bajo la falda:

—No pudo verme esta tarde. Me fui por la mañana y no he regresado hasta hace cinco minutos.

—Me encantaría poder darle la razón, señorita Riddle —enuncia el hombre tras aclararse la voz—, pero me temo que no es así. Yo mismo la vi esta tarde. ¿No lo recuerda? Salía de su habitación y le pregunté si había vuelto a tener problemas con el cierre de una de las ventanas. Pero usted estaba demasiado distraída y se encaminó hacia el ascensor como si yo no estuviera allí. Igual que si yo no fuera más que un fantasma.

Alice aparta con el brazo al anciano y, la expresión vacía, regresa vacilante a su apartamento. Durante unos instantes permanece con la espalda apoyada contra la puerta, solo para reaccionar cuando escucha en la habitación contigua el timbre del teléfono. Se apresura a correr hasta allí y descolgar el auricular, tras desbrozarlo de los papeles que lo sepultan como una insólita nevada blanca. Al reconocer la voz que llega desde el otro lado el corazón le da un vuelco en el pecho:

—¿Henry?

—¡Alice! —exclama Henry, con una voz desgarrada que delata su estado de nervios—. Alice, no hay tiempo que perder, debes escucharme con atención...

—¡No! —le interrumpe Alice—. ¡Escúchame tú! Alguien ha estado aquí y ha registrado mi apartamento. ¡Alguien que se ha hecho pasar por mí!

Henry trata de hacerse oír, pero Alice sigue gritando incoherencias hasta conseguir exasperarle por completo:

—¡Alice, olvídate ahora de eso! Es importante que atiendas a lo que voy a decirte. Mañana a primera hora te reunirás conmigo en la estación de Grand Central. Con suerte llegaremos a Boston cuando caiga la tarde, y si todo va bien el jueves por la mañana habremos atravesado la frontera con Canadá. Tal vez allí podamos empezar una nueva vida y esta horrible pesadilla termine de una vez...

—¡Henry! ¿De qué estás hablando? ¿Qué sucede?

—No hay tiempo para explicaciones. Solo recoge tus cosas y haz lo que te digo. Por favor, hazlo...

Sin poder reprimir los sollozos, la joven se derrumba y su voz se quiebra en un llanto desconsolado:

—¿Qué está ocurriendo, Henry?

—No puedo decírtelo ahora. Pero Alice... ha sucedido algo terrible. Solo te pido que escuches a tu corazón, y si aún hay en él un pequeño hueco para mí, puede que tengamos todavía una oportunidad para ser felices. Confía en mí, Alice, huyamos juntos de esta maldita ciudad y empecemos de nuevo.

—Pero Henry, la película...

—¡Olvídate de la película! —estalla Henry—. Es una trampa, como todo en este horrible mundo de focos, risas, mentiras y candilejas. Somos víctimas, Alice, víctimas de unos monstruos de avaricia para los que únicamente somos unas pobres marionetas en sus manos. Oh, Dios mío, Alice, ¿por qué he sido tan ciego? Tengo la impresión de que te he tendido un lazo para que otros te destruyan.

La conversación termina con la promesa de Alice de acudir a la estación, y lo último que vemos es su pequeño cuerpo encogido en un rincón de la habitación, la mitad del rostro en sombras y la otra mitad iluminada por una luz brusca, diríase que deformante, aún con el auricular en el regazo mientras al otro lado de la línea la voz de la operadora anuncia que la comunicación se ha cortado.

 

Era ahora cuando debía tener lugar la escena que había inspirado aquella historia, la que Mary Pickford contó a King Vidor, King Vidor relató en el ranchito de Ventura y Val Lewton, Jacques Tourneur y más tarde Leonardo Rilke confundieron con la historia de su vida. Lo sorprendente era que encajaba de tal manera en el guión que resultaba imposible afirmar que no se trataba más que de una concesión a los mandatos de Rilke. Henry debía huir del estado de Nueva York cuanto antes si no quería verse detenido por homicidio. Alice probablemente ya estaba loca, o cuando menos a punto de sufrir los primeros estertores de su cordura, y la última persona en la que podía confiar era ella misma. Henry acababa de decirle que la película era una conspiración, nada menos, y que sin él saberlo también había aportado su granito de arena en la causa. Aunque no sea por otra cosa que el arrepentimiento que le muestra y el amor que quizá todavía siente por él, Alice sabe que si hay alguien en quien puede confiar, ese es Henry. Al menos, claro, hasta la mañana siguiente. Porque en la estación de tren ya sabemos lo que va a pasar: Alice aparecerá entre la muchedumbre, buscará el rostro de la única persona que podrá darle una explicación para lo que está ocurriendo, la única que la ayudará a convencerse de que no está loca, la única a la que podrá abrazarse cada noche con la seguridad de que la realidad es lo que sucede cuando está entre sus brazos y la pesadilla todo lo demás. Pero el hombre que se abre paso hasta ella entre la niebla que envuelve al andén y le pide que se apresure a ingresar en el vagón no es alguien a quien Alice conoce, no es desde luego el mismo hombre al que ella ha estado segura de amar, no es el hombre a quien puede recordar como el prometedor guionista que hasta entonces respondía al nombre de Henry Dunn. Es, simplemente, alguien a quien Alice no ha visto en toda su vida. Un completo desconocido.

Alice huye de la estación atropelladamente, sin siquiera preocuparse por su maleta. La vemos correr por las calles de Manhattan volviendo la mirada atrás, con el terror ciego de los animales acorralados, la vemos ingresar en un taxi, la vemos adentrarse en un pequeño parque en el que juegan unos niños bajo un emparrado de árboles, y cuando se sienta en uno de los bancos que reciben de lleno el murmullo de la fuente, no solo vemos su angustia sino que casi también podemos escuchar los pensamientos que le sobrevienen. No está loca, se dirá a sí misma, y si no lo está, entonces aquel desconocido de la estación no puede ser Henry, no cabe duda de eso. Porque si lo fuera y ella no lo hubiera reconocido, entonces es que habría perdido el juicio, y como ha decidido que no es así, no le queda sino aceptar que no era Henry. Esto es simple y pura lógica. Los locos no emplean la lógica, así que aquí tiene otra prueba más de que no está loca. Pero si ese hombre no era él, entonces Henry tiene que estar todavía en alguna parte de la ciudad. Al menos fue él quien la telefoneó, pues Alice reconoció su voz, pero alguien más debió de escuchar su llamada: ese alguien, fuera quien fuese, se hizo pasar posteriormente por él y trató de secuestrarla a la vista de todo el mundo, en la misma estación de tren. ¿Pero quién iba a querer secuestrarla, y por qué? Bueno, piensa Alice, nada más fácil de responder: alguno de los secuaces de Buffa. Para lo que no encuentra respuesta, en cambio, es para el posible paradero de Henry. ¿Y si han conseguido secuestrarlo, valiéndose de la mujer con la que se tropezó el anciano conserje de su edificio y de su parecido con ella? En un arrebato de lucidez, Alice decide que pondrá a Rifkin al corriente de lo sucedido, confiando en que probablemente el brillante médico sabrá qué hacer. Se levanta pues del banco y, tras abandonar el parque con paso resuelto, detiene un taxi para dirigirse a la casa de Sigmund Rifkin. Con todo, no deja de mirar atrás una vez y otra, convencida de que el secuestrador que intentó introducirla en el vagón de tren ya habrá alarmado a Buffa de su fuga y el productor no tardará en poner a sus espías tras su pista. Al menos por ahora, la ciudad parece limpia de sospechosos, lo que tranquiliza momentáneamente a Alice; una tranquilidad que sin embargo se vendrá abajo cuando la joven abandone el taxi, irrumpa en el edificio en que Rifkin tiene su despacho, llame a su puerta y al abrirse esta de par en par la salude por su nombre un tipo que la invita a pasar blandiendo amistosamente su pipa, pues solo entonces Alice comprenderá que se ha equivocado por completo en sus conjeturas, que todo el mundo está contra ella y que sin duda puede confiar tanto en Henry como en ese desconocido que trata de arrastrarla al interior de la casa haciéndose pasar por el doctor Sigmund Rifkin.

Alice no espera ese golpe de efecto, y embargada por el pánico huye del lugar para encerrarse en su apartamento. Una vez allí, cierra los batientes de las ventanas y desenrosca las bombillas de las lámparas para que no haya ninguna luz en el caso de que alguien fuerce la puerta y atraviese los muebles que ha apilado contra ella. De vez en cuando, vemos el paso del tiempo en los ruidos que ascienden desde la calle hasta las habitaciones de Alice, en los cambios de luces que se cuelan por la puerta, en el terrible desorden que va apoderándose del lugar. También de vez en cuando escuchamos el timbre del teléfono que, por algún motivo, Alice se resiste a desconectar. En otro momento, la voz de un viejo pregunta desde el exterior del apartamento por Alice y golpea en la puerta con timidez antes de volver a preguntar por ella. No sabemos cuánto tiempo ha podido pasar desde que Alice ha decidido encerrarse, pero sí sabemos que al menos es el suficiente como para que haya despertado la inquietud del anciano conserje. El teléfono vuelve a sonar una vez, dos veces. Por fin, en un arranque de coraje, Alice se atreve a descolgarlo. Al otro lado del hilo telefónico escucha la voz de Henry. Desesperado, intenta convencerla entre lágrimas de que se reúna con él y huyan del país, pero al ver que todos sus esfuerzos por persuadirla resultan inútiles le anuncia que teme no poder asirse por más tiempo a la vida, pues lo único que le hacía tolerar los padecimientos, ella, está tan lejos de él como el propio Henry puede estarlo del hombre que la conoció solo unos meses atrás y al que ha destruido poco a poco por amarla. Vagamente insinúa que pondrá punto final a su vida esa misma noche, que se siente acorralado y sin ella a su lado no podrá hacer frente al sombrío destino que se cierne sobre él, y Alice, cuando ya sin fuerzas deja caer el auricular, sabe que es cierto y que tras esa noche Henry estará muerto.

Tras la llamada de Henry los acontecimientos se precipitan. Franz Buffa, junto a dos hombres de negro a los que Alice no reconoce, consigue irrumpir en la casa echando simplemente la puerta abajo. Uno de los hombres duerme a la joven mediante el viejo truco del pañuelo con cloroformo, y cargándola como un fardo se desliza con ella por la escalera de incendios hasta un coche que aguarda al grupo en el callejón. Cuando Alice despierta, observa desconcertada la pequeña habitación en la que se encuentra, a la que tarda en reconocer como su camerino. Buffa está sentado frente a ella, como Alice descubre espantada cuando, sacudiendo la cabeza, acierta a centrar la mirada en su rostro:

—¿Y bien? —le pregunta Buffa, inclinándose ligeramente hacia ella—. ¿Cómo se encuentra?

No recibe respuesta a su pregunta y le pide a un hombre que se yergue a su lado que traiga un poco de coñac. El hombre acude con parsimonia hasta el armario de las bebidas, sirve una copa y se la ofrece a Alice. La joven bebe un sorbo y luego rechaza el vaso. El hombre intenta que Alice siga bebiendo, pero un gesto del productor basta para que se aparte de ella:

—Bien, señorita Riddle —dice Buffa, incorporándose de la silla—. Creo que es el momento de dejar las cosas claras. Ignoro qué ha sucedido en todo este tiempo, pero la situación a la que hemos llegado es bastante lamentable. Llevo días intentando localizarla; por fortuna, he dado con usted antes de que lo hiciera la policía. Si ellos la hubieran encontrado antes que yo, créame, le aseguro que no serían ni la mitad de comprensivos con usted.

—¿La policía?

—Vamos, señorita Riddle —replica Buffa—. Bobby West apareció muerto en su apartamento hace un par de semanas. Hay testigos que vieron salir al señor Dunn de sus habitaciones tras oír varios disparos. A estas alturas, nadie ignora que entre usted y Dunn hubo algo más que una relación profesional. Y ahora Dunn está desaparecido. Dígame, señorita Riddle —concluye Buffa, situándose a la espalda de Alice—, ¿no cree que hay más de una razón para pensar que está usted en un apuro?

Alice mira por un momento al desconocido que se apoya en la puerta. El tipo le dirige una sonrisa socarrona, mientras se levanta la punta del sombrero con uno de esos cortaplumas que los matones de las películas utilizan para rebanar cuellos y hurgarse las uñas:

—¿Qué quiere de mí? —pregunta, con apenas un hilo de voz.

—Quiero que termine de rodar esta maldita película —susurra Buffa mientras se inclina sobre su oído—. Quiero que haga lo que tiene que hacer, desaparezca de mi vida y no la vuelva a ver jamás. Me ha hecho perder mucho dinero, señorita Riddle. Demasiado. Afortunadamente, su relación con Dunn, la muerte de West y la desaparición de quien la propia policía considera su asesino representan publicidad suficiente como para que la película sea un éxito, aunque su presencia en ella sea pura basura. Pero hasta que eso suceda la necesito, señorita Riddle. Necesito que se ponga ante una cámara y termine de rodar las escenas que quedan. Me da igual si su interpretación es un fracaso o un derroche de genio. Lo único que quiero es su rostro. Ojalá existiera alguien a quien pudiera hacer pasar por usted, pero no sé si existe alguien así, y, de todos modos, no tengo más tiempo que perder. Usted ha arruinado todas las reservas de tiempo y de paciencia que tenía.

—¿Y si le digo que sé lo que se trae entre manos, señor Buffa? —se atreve a decir Alice—. ¿Y si le digo que sé que su película es una trampa?

Buffa alza las cejas, asombrado, y lanza una mirada divertida al desconocido de la puerta, que deja por unos instantes de hurgarse las uñas con el cortaplumas para devolverle la sonrisa:

—¿Has oído eso, Lester? ¡Una trampa! Reconozco que tiene gracia. Sí, señorita Riddle, todos hemos caído en esa trampa: Dunn, Gilray, incluso yo. Pero es usted quien nos la ha tendido a nosotros. Si hubiera sabido que estaba usted más loca que una cabra, le juro que jamás me hubiera molestado en devolverla a la pantalla. Jamás habría movido un dedo por arrancarla de la tumba. Ahora vístase y esté preparada para empezar a rodar.

Tras decir esto, Buffa abandona el camerino, no sin antes enviar una seña al matón que se interpone ante la puerta. El tipo se guarda el cortaplumas en un bolsillo, y antes de proceder también a salir del cuarto se vuelve a Alice para decirle:

—Procure estar arreglada en cinco minutos. Y no se le ocurra hacer ninguna tontería. La estaré vigilando.

Cuando la puerta se cierra, Alice aún permanece sentada en la silla, inmóvil, sin saber qué hacer ni qué pensar. Tarda unos segundos en reaccionar, hasta que por fin se incorpora de la silla, y, retorciéndose las manos, da unas vueltas por la habitación, mientras trata de concebir un plan. Lo único en lo que piensa es en escapar de allí. ¿Pero cómo? Repara entonces en la ventana que hay frente a la puerta. Si intentase escapar por ella se expondría a una caída de más de doce metros, suficiente para matarla. Pero ahora a Alice la muerte no se le antoja un destino peor que seguir secuestrada por Buffa. Se precipita pues hacia la ventana, descorre sigilosamente los cierres y empuja la hoja de cristal hacia arriba, hasta abrir un hueco por el que se dispone a introducir las piernas. Pero en ese mismo instante Lester golpea la puerta, amenazando a Alice con entrar si no abandona el camerino de una vez. Alice respira hondo, cierra los ojos, y unos instantes más tarde vemos la expresión perpleja y colérica de Lester al escuchar él también el ruido a cristales rotos procedente de la habitación.

Lester irrumpe en el camerino y sin detenerse corre hasta la ventana rota. Asoma la cabeza al exterior y masculla una maldición, mientras mira a ambos lados para ver si Alice está en la cornisa. Pero antes de romper la ventana con una silla Alice se ha ocultado tras la puerta, y gracias a los preciados segundos en que Lester la busca allá afuera la joven logra escabullirse del cuarto y huir por los pasillos que comunican con el plató. Lester oye sus pasos y corre tras ella. La única ventaja que Alice tiene sobre Lester para poder escapar es su conocimiento del edificio, así que durante varias escenas Alice será una silueta esquiva que vaga de un cuarto a otro y Lester una sombra demasiado torpe como para darle alcance. Alice desciende por unas escaleras, se interna por una trampilla, se desliza por unos pasillos flanqueados de maniquíes y por fin desemboca en un oscuro sótano con hechuras de laberinto, o eso supone Alice al palpar a ciegas sus paredes. Pero cuando Lester llega al lugar y enciende la luz, se descubre que las paredes no son otra cosa sino los espejos que Alice ordenó retirar durante el rodaje de

Otro invierno en Amerika. Sobrecogida, apenas puede dar un paso más allá de los múltiples reflejos que le devuelven su imagen, pero el rumor de las pisadas de Lester le lanza a una carrera enloquecida hacia ninguna parte, pues apenas es capaz de distinguir los pasillos reales de las engañosas figuras geométricas que proyecta la superficie de los espejos. La carrera de Alice se torna cada vez más imprevisible y desesperada, los espejos se ciernen sobre ella como monstruos de cuento, los golpes y el estrépito de los cristales rotos se repiten una vez y otra, y todo da vueltas a su alrededor hasta que Alice al fin se tambalea, como un boxeador noqueado, y cuando el cuerpo se desmadeja contra el suelo, vuelve hacia la cámara un rostro irreconocible al que parecen haber herido las zarpas de cientos de fieras hambrientas.

—¡Es una historia horrible! —dice la voz de una mujer, y de nuevo nos encontramos en la primera escena de la película: como un oasis de inesperada paz, vemos el jardín junto al lago, a las tres mujeres y hasta a la criada escuchando con suma atención al hombre de la pipa, todos ellos sentados en esa terraza cálidamente regada por el sol de la tarde.

—Así es —admite el hombre al que ahora reconocemos como Sigmund Rifkin—. No dije que fuera a ser una historia agradable.

—¿Pero por qué se volvió loca? —pregunta una de las mujeres, la más joven y atractiva del grupo—. ¡Era tan feliz junto a ese pobre Henry!

—Bueno —explica Rifkin—, cabe la posibilidad de que la aparición del periodista West sirviese como detonante para algo que quizá ya estaba larvado en la mente de Alice, y una vez fue hipnotizada, la delgada pared que separaba la realidad de la fantasía acabara por desmoronarse, mezclando ambos mundos entre sí y abocándola inevitablemente a la locura. Pero a veces... perdónenme, pues quizá solo sea la opinión de un pobre viejo descreído... Pero a veces también pienso que Dios no supo bien lo que puso en nuestras manos cuando nos brindó la capacidad de despertar amor, de amar y ser amados.

—Oh, señor Rifkin —le reprende una de las mujeres—, dudo que usted pueda creer esas palabras. En otra época le habrían hecho arder por ellas.

—Pero dígame —interviene de nuevo la joven, tras las carcajadas que, salvo en ella, ha despertado el comentario anterior—, ¿después de aquello, qué ocurrió con la señorita Riddle? ¿Murió?

Rifkin se incorpora de la silla, rodea la mesa con expresión misteriosa y se detiene ante la bandeja donde aún reposan los fragmentos del espejo roto:

—Es curioso —divaga—. Un espejo roto es como un millón de cuchillos, y a veces esos cuchillos pueden herirnos con tanta furia como lo haría la mano de un loco... —luego se vuelve hacia la joven para decir—: vi su rostro, señorita Finney. Y créame: vivir con ese rostro sería mucho peor que estar muerto.

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