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AMERIKA O LAS CONFESIONES DE UN MUERTO VIVIENTE » 20

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Pero bueno, basta de chismes, basta de poesía. Va a tener la impresión de que embellezco las cosas, pero no le estoy contando ni la mitad de lo que fue. Es un favor que le hago, créame. Se volvería loco si supiera lo que yo sé, no hay un cerebro que pueda resistirlo sin ponerse a echar chispas, sin joder toda la maquinaria y saltar en pedazos. El mío aguantó un poco más, pero el daño ya estaba hecho, no todo el mundo es tan hábil para ver las cosas tal y como son en el mismo momento en que están sucediendo. Todo se estaba yendo al carajo, y cuando digo todo me refiero a todo, no lo hago porque pretenda hacer pasar esta historia por algo más grande de lo que en realidad fue. No tenía ni idea de que aquello se acabaría, créame, y aún menos de que llegaría un día en que ya no podría resistir el espanto de que cada mañana me visitara en los espejos el rostro del hombre que amó a Paula Steele. Eso he dicho. Me agoté, me rendí, llegué a la meta con las reservas completamente extenuadas. Entiéndalo como quiera, es algo de lo que resultaría estúpido hablar, así que no espere que sea demasiado explícito con el tema. Había vivido aquello de forma tan diferente a como sucedió realmente que si echaba la vista atrás era como ver la vida de otra persona. Lo que parecía bueno era malo, y lo que era malo ya ni le cuento: solo mi poderosa fuerza de voluntad me permitió seguir con vida. La realidad, los sucesos reales, estaban jodidos y bien jodidos. Eran un cortejo de animales lisiados. Eran ornamentos de un museo en la quiebra. Eran joyas de saldo de un antiguo reino insular. Eran las tarjetas de visita de un dictador en el exilio. Eran monedas fuera de circulación. ¿Necesita más metáforas o va entendiendo lo que le digo? Era algo que había perdido su valor, eso es lo que le estoy diciendo, un retrato amable de un sueño que algún idiota había tenido en el pasado. Qué demonios, uno no quiere ver esas cosas cada vez que se tiene que enfrentar al espejo.

Pero todo eso aún estaba por llegar. El momento crítico tuvo lugar mucho antes. El primer instante en que algo se rompe, en que escuchas ese chasquido por ahí dentro y te preguntas qué es lo que ha fallado y qué será lo próximo en fallar. Paula tenía que irse durante tres meses, ahí empezó todo a desmoronarse. En fin, no es que me pillara de nuevas, yo ya sabía que aquello ocurriría. Pero no tenía un buen presentimiento, si entiende lo que quiero decir. Tres meses, ¿sabe? Una separación así, cuando la cosa no ha hecho más que empezar, solo puede resistirla un amor verdadero. Me imaginaba la distancia como a un herrero de brazos formidables, capaz de deshacer nudos gordianos con la sola ayuda de sus dedos de hierro. De ponerse a ello, sería capaz de separar el mar en dos columnas, de desgarrar el cielo en dos meridianos, ¿qué no podría hacer entonces con nosotros, si se lo proponía? Para mi tranquilidad, Paula me prometía que no dejaría de amarme, que nunca permitiría que su futuro pasase por no estar junto a mí, que yo era el hombre de su vida y algún día tendríamos unos hijos a los que sentaríamos sobre las rodillas para contarles nuestra historia de amor. Yo la creía, ya le he dicho que en esa época estaba más ciego que un camión lleno de culos. La veía tan inflexible, tan implacable cuando hablaba así, que no me quedaba más remedio que creerla. Parecía que no había obstáculos para ella, que las cosas la atravesaban, simplemente, como si estuviera hecha de luz, de verdad en estado puro. A su lado era difícil que no me sintiese como un auténtico cerdo. Ella nunca dudaba, y para mí, mientras hubiera carne siempre habría una razón para defender una mentira.

En fin, da igual todo aquello por lo que pasé durante ese tiempo: aceptar que no me telefonearía, que no podría visitarla, que solo me escribiría cuando tuviese tiempo para hacerlo. Cualquier enamorado hubiera cargado con eso, y aun así, no sé si puede imaginar lo que significa no saber absolutamente nada de la persona a la que amas, lo que pesan las horas cuando esperas una noticia que después de todo solo te brindará un poco de aliento hasta la llamada siguiente. Para ser justos, creo que me comporté como un hombre, dadas las circunstancias, y en ningún momento me ablandé. A mi manera, hice lo que pude para estar con ella: le pagué hoteles para que no pasase las primeras noches a la intemperie en una ciudad ajena, le escribí menos de lo que hubiera deseado solo para que ella no encontrase un buzón rebosante de cartas que alguna vez pudiesen llegar a abrumarla, le envié ramos de flores y osos de peluche cuando se sintió sola en un mundo que no conocía, hice lo que estuvo en mi mano para que supiese que mis pensamientos no se separaban ni un segundo de ella. Incluso como momento supremo, recorrí miles de kilómetros en cuatro días solo por pasar unas horas a su lado. Un error, luego me di cuenta de ello: la mujer que encontré me había convertido ya en un extraño. Pero el extraño no era yo, sino ella. Paula era otra persona distinta a la que conocía, una completa desconocida, ¿sabe lo terrorífico que es darse cuenta de ello? Se había condicionado de tal manera a despreciar de antemano lo que sentía por mí, tanto se había preparado para no dejarse conmover cuando llegase el momento de encontrarse conmigo, que ni siquiera tuve el consuelo de que de veras fuese un extraño para ella, alguien que al fin y al cabo aún hubiera podido darse a conocer y hacerse querer un poco. Aunque no lo crea, estuve a punto de zanjar nuestra relación allí mismo, sentado frente a ella en la terraza de un café, bebiendo una cerveza como si la cosa no fuese conmigo. Hubiera sido todo un golpe de efecto, toda una muestra de valor; pero también hubiera supuesto demasiado para su orgullo. Tan pronto como me vio determinado a concluir nuestra relación, Paula volvió a ser la persona adorable y cariñosa que yo había conocido. Así que olvidé el recibimiento de dos días atrás, olvidé sus desplantes, su arrogancia, lo olvidé todo. No crea que me arrepentí de ello. En aquellos días le regalé un anillo que Paula llamaba su anillo de compromiso, y a mi regreso me escribió diciéndome que nunca se lo quitaba y que se lo mostraba a todo el mundo para que nadie dejara de saber lo mucho que nos amábamos, lo locamente enamorada que estaba de mí. En realidad, me escribía por cualquier motivo, día tras día, y se quejaba de que la estaba olvidando si alguna vez no respondía con celeridad a sus cartas. No hacía más que hablar de las ganas que tenía de volver a estar conmigo. Si aquello no era una mujer enamorada, me decía a mí mismo, es que no había habido una sola mujer enamorada en toda la historia del mundo. Cada vez me sentía más y más seguro de nuestra relación, tanto que hasta empecé a hacer planes para el regreso de Paula, buscar una casa, pensar dónde íbamos a vivir, pensar incluso el nombre de nuestro primer hijo. Y de pronto un día, lo crea o no, todo cambió. Dejó de responder a mis llamadas, dejó de escribirme, y como ese era el único vínculo que entonces me unía a ella y ella era todo mi mundo, tuve la horrible impresión de que era como si hubiera dejado de existir. Así, sin más. Quedaba una semana para volver a vernos y de repente había levantado aquella muralla de silencio. Era incomprensible, y empecé a temerme lo peor. Pensé que ocurría algo, que estaba demasiado ocupada, incluso que se había muerto; ya sabe, uno siempre inventa inútiles esperanzas para todo. Pero entonces llegó lo que tenía que llegar: una carta en la que Paula exponía detalladamente que ya no quería estar conmigo. Que algo nos estaba ocurriendo, así, en plural, y que prefería estar sola.

Primero no pude reaccionar, luego creí que iba a volverme loco. ¿Algo nos estaba ocurriendo? A mí no me pasaba nada, eso podía jurarlo. Traté de hablar con ella, pero Paula seguía resistiéndose a escucharme. Si alguien cogía su teléfono era para decirme que Paula no estaba. A veces estaba seguro de que oía su voz a lo lejos, ordenando lo que sus mensajeros tenían que decir, y debía controlar mis impulsos para no desatar la furia que sentía dentro, una furia que hubiera hecho saltar en pedazos el planeta entero. Tuve paciencia, créame, mantuve el tipo hasta el final. Aguardé hasta que recorrió los cinco mil kilómetros de regreso y luego fui tan ingenuo como para creer que algún día me llamaría para explicar lo que había pasado, así que tuve paciencia, esperé y esperé y me dije que si había esperado tres meses, bien podía seguir esperando una semana más. Pero no llamó. Tampoco devolvió una sola de mis llamadas. En fin, nadie sabe lo que ese tiempo supuso para mí: el mundo dejó de existir, me mataba a caminar kilómetros de ciudades y bosques solitarios aguardando a que las horas pasasen y me trajesen alguna respuesta suya, apenas comía, perdía peso a marchas forzadas y no podía pensar con claridad. Me estaba volviendo loco, y de hecho había días en los que tenía que fijar la mirada en las cosas que me rodeaban para reconocerlas, para reconocer el lugar en el que me encontraba. Decidí entonces pasar a las cartas, a quejarme al viejo estilo romántico, a llorar en un papel lo bien jodido que estaba. Supongo que aquello surtió efecto, porque al fin respondió. Una carta escueta, rápida, informativa, que dejaba bien a las claras lo molesta que estaba conmigo por mi insistencia en interrogarla. Lo único nuevo venía casi al final, en una notita apresurada. Decía que quería estar sola, que habíamos estado demasiado tiempo separados y ahora veía las cosas de otro modo, y que reunirse conmigo para hablar solo complicaría su situación. Después de esa carta desapareció. Solo la vi una vez más desde entonces, por pura casualidad, y cuando apareció de nuevo en mi vida, descubrí que estaba con otro hombre. No habían pasado dos meses desde que decidió matarme y ya estaba en brazos de algún desconocido.

Pero aquí estamos, como ve, fui persistente y no me rendí. Nunca dejé que la historia terminase en ese punto, no permití que acabase sin que yo dijese la última palabra. Mi dinero, mi riqueza, esa parte de mi vida que Paula no había tenido tiempo de conocer, por fin iba a servir para algo. Y así fue. En fin, aquí lo tiene todo: el laboratorio secreto, el científico loco, la chica secuestrada, el héroe que trata de salvarla... Sí, todo le parecerá raro, pero pronto entenderá. ¿Ha visto la película

Senda tenebrosa,

El malvado Doctor Phibes, alguna de esas viejas cintas de serie B en las que el protagonista tiene que pasar por un quirófano para cambiar de rostro y así poder vengarse de quienes lo ultrajaron? Algo así. Le aseguro que un millonario demente es bastante capaz de poner de su lado a médicos de primera y tan dementes como él. Y no solo para aplicarse sobre su propia cara. No sabe usted el placer que supone decir «corten» y, al contrario de lo que sucedería en un plató de cine, sea ese el momento en el que todo empieza. Oh, tendría que haber visto la cara de ese zoquete de Vesalius, seis horas de puro nirvana quirúrgico para luego encontrarse con aquello. Porque lo que usted aún no sabe es que el héroe ha llegado demasiado tarde, la típica historia que solo pasa en las películas; en las malas, quiero decir. En las buenas, el héroe habría sabido en el último momento los planes del villano, le habría detenido en su propio laboratorio, habría parado las máquinas y habría salvado a la chica. Pero esto es una mala película. Por desgracia, las malas películas son las únicas que se parecen a ese carrusel de engaños y decepciones que llamamos realidad. No hay segundas oportunidades. No hay una nueva toma para que podamos modificar el error que cometimos.

¿Sabe?, cierto filósofo alemán escribió una frase que se ajusta tanto a esta historia que siempre he creído que la escribió pensando en mí: «El color puro es el médium de la fantasía». Créame, no sé si he visto la realidad con demasiados colores y eso me ha convertido en el ser fantasioso que aquí ve. Pero nunca había visto colores tan hermosos como los que vi cuando estaba con Paula. Solo sentí algo así cuando era niño, y mis padres me llevaban a pasar los inviernos en Amerika, ese pequeño pueblecito alemán que a estas alturas usted detestará con todas sus fuerzas, pero que yo nunca dejaba de ver como esas películas en blanco y negro que adoro. No había más colores que esos, el blanco de la nieve, el negro de todas las siluetas que destacaban por encima de ella. La vida no tuvo nunca una belleza mayor, solo la tuvo cuando pensé que Paula me amaba. Yo no quería otra cosa sino eso: un mundo donde los colores fuesen el médium de una fantasía que yo podía habitar, una fantasía que pudiera elevarme por encima de la horrible realidad que me acogía. Era lo único que quería cuando estuve con Paula. Algo así como... otro invierno en Amerika. Algo que pudiese mirar con la misma pureza con que veía el mundo cuando era un niño.

No sé cómo decirlo de otro modo. Yo la amaba, pero no le descubro nada si le digo que el amor es una perturbación mental que, como toda anomalía, lo perturba todo. La realidad, los sueños, los deseos. Todo. Pero Paula solo se amaba a sí misma. Aunque, que yo sepa, es el único amor desgraciado que dura toda la vida.

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