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AMERIKA O LAS CONFESIONES DE UN MUERTO VIVIENTE » 21

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En el sobre junto a aquel texto estaban las fotografías que saqué el primer día de la fachada de la mansión Rilke. Volví a guardarlas y hundí la cabeza entre las rodillas. Rilke hablaba de él, pero también estaba hablando de mí. Había ocultado allí la carta sabiendo que un día la encontraría, cuando ya no fuese posible pedirle explicaciones, ni preguntarle qué cojones había hecho de mi vida. Ignoraba si era esa la broma definitiva, si se trataba de un castigo más o de la clave para resolver algún dato vital de la historia, un dato que de todos modos, como Rilke no podía desconocer, aquel texto solo lograría ensombrecer más. Pero ya me daba igual. Para mí, aquello había llegado tan lejos como podía llegar, así que lo que viniese después sería algo que no me pertenecería, y por tanto tampoco podría afectarme. Hacía tiempo que el odio que sentía por Rilke se había convertido en desprecio; pero ahora, para mi asombro, el desprecio pasó a convertirse en lástima. Supongo que tuvo que ver con el hecho de que por primera vez viera a Rilke como un ser normal, sin misterios, alguien que había tenido una vida corriente, había disfrutado de la amistad, se había enamorado de una mujer hermosa que quizás no lo merecía. No era el Rilke de los juguetitos y las argucias que nadie podía discernir, sino un joven que había tenido la desgracia de ver que las cosas poseían una cara oculta que rara vez conseguíamos desvelar; alguien que aún podía caer a un lado o al otro de la raya, que estaba lejos de ser el loco cruel que había decidido darle la vuelta a las cosas y mostrar el mundo desde el otro lado del espejo, enseñarnos la espantosa desfiguración que ofrecía el reflejo de nuestras obras. Aceptar eso no serviría para disculparlo, claro, de hecho, nada lo haría; pero aquella certeza se asemejaba con una fidelidad pavorosa a lo que Velasquez había dicho para describirme: que no era tarea fácil castigar a un hombre que, simplemente, estaba al final de las huellas dejadas por otro. Y solo por eso, en cierta forma, era mejor olvidar.

 

Dos días más tarde abandoné mi habitación para acudir a una tienda cercana a comprar unas gafas oscuras y un sombrero de ala ancha. No es que me avergonzara que la gente me observase por la calle, pero pasaba tanto tiempo pensando en aquellas miradas que me distraía de pensar en otra cosa. Así que me obligué a acostumbrarme a aquel juego: me cubría el rostro con las gafas y el sombrero, subía las solapas del abrigo y recorría las calles disfrazado como el hombre invisible. No hacía nada en especial, pero para mí ya significaba bastante poder salir a la calle sin verme importunado por las miradas de los curiosos. Me gastaba dinero en cosas que no precisaba, me introducía en tiendas y en edificios públicos para comprobar hasta qué punto mi disfraz me hacía irreconocible. Al final, logré fundirme a él de tal modo que durante un tiempo fue lo más parecido a no tener una cara.

Con el fin de crearme una coraza contra las miradas ajenas, cada día pasaba entre diez y doce horas en la calle, la mayoría de las cuales las invertía en fatigosas caminatas. Solo me resignaba a acortarlas si el clima era demasiado inclemente (lo que es decir mucho, porque en Nueva York los inviernos son cualquier cosa excepto apacibles), pero hiciera el tiempo que hiciese, siempre acababa por realizar la misma ruta: descendía Broadway y cogía la Octava, de la Octava bajaba a Washington Square, desde allí callejeaba hasta la calle Charles, luego me dirigía al puente de Brooklyn y por último a los muelles del East River; cinco o seis horas de paseo, si nada me distraía por el camino. Tenía probado que la mayor parte de la gente que anegaba las calles del distrito financiero la formaban ejércitos de oficinistas con pocos minutos para despejarse antes de regresar a sus despachos o acudir a una cita urgente, y estaban tan enfrascados en sus conversaciones o sus charlas por el móvil que ni siquiera reparaban en mí. No es que en ese momento fuera muy consciente de ello, pero supongo que por esa razón mis paseos por la ciudad siempre acababan destinándome al regazo de aquellos rascacielos de vidrio, a los parajes donde la gran maquinaria que hacía girar el mundo tenía sus péndulos y sus poleas, sus ejes engrasados y sus ruedas dentadas. Después de un rato merodeando por sus calles, me sentaba a la sombra de algún edificio y me dejaba asaltar por toda clase de pensamientos. Me resultaba revelador que el único sitio en el que podía reunir la tranquilidad necesaria para meditar estuviera justamente allí, en pleno corazón de Wall Street, junto al solar en que habían estado enclavadas las Torres Gemelas. Para mí, las connotaciones resultaban tan obvias —un símbolo volatilizado en el vacío que había convertido aquel vacío en otro símbolo— que no merecía siquiera la pena explicarlas. Pero lo cierto es que también llegó un día en que no pude pensar más, en que cualquier sencillo pensamiento comenzaba a perder el equilibrio, hasta que no podía sostenerse en pie por más tiempo. Sucedió de la forma más idiota: habían cortado una calle para rodar las escenas de una película, y cuando quise darme cuenta, ya no era capaz de saber qué camino llevaba al distrito financiero y cuál era el que debía seguir para regresar a mi hotel. Estaba perdido en mitad de ninguna parte. Las calles habían perdido su orden, y de la misma forma en que la ciudad había cambiado de cara, mi cabeza también empezó a flaquear, a amenazar con derrumbarse. Esa era la manera en que yo imaginaba que un hombre se hundía en la locura. Tenía que ser así. Ese momento en que las cosas que un instante atrás habían estado allí se desvanecían, y te veías obligado a mirar a tu espalda y preguntarte si de veras habían estado allí alguna vez, si no estarías forzándote a imaginar cosas, ahora que nada era lo que parecía y ya no tenías en la cabeza ningún pensamiento sólido al que agarrarte.

Hay cosas que jamás podría explicar, y lo único que puedo decir de ellas es que sucedieron, sencillamente. Otras, sin embargo, tienen una explicación, por terrible que sea. Por ejemplo, varias semanas después de nuestro cordial encuentro frente a la academia de la calle 50 volví a ver a Hayes, el hombre que lo sabía todo acerca de Rushmore. Sin embargo, lo vi en el sitio donde menos esperaba encontrarlo. Estaba en mi habitación, vestido con un inexplicable atuendo de gasolinero del medio oeste, mascando un palillo y pasándose una mano por su inconfundible pelo grasiento antes de decirle a una jovencita en camiseta y vaqueros que, si no tenía dinero para gasolina, siempre podrían negociar otra clase de pago. Me sentí aturdido, incapaz de dar crédito a lo que veía. Llevaba un buen rato saltando de canal en canal, sin saber de qué otro modo matar el inquietante aburrimiento de la madrugada, y de pronto lo vi, emparedado entre las noticias de un canal local y un programa de televenta. Me acerqué al televisor, incluso pasé unos dedos incrédulos sobre la pantalla, como para probar su consistencia. Pero allí estaba él. Hayes diciéndole a la jovencita que cerrase la puerta del coche y lo siguiese, Hayes entrando en la gasolinera, Hayes mascando su palillo mientras recorría con una mirada lasciva aquel cuerpo de junco que se adentraba vacilante en la penumbra del local. Hayes diciéndole a la jovencita: «Puedes llamarme Jack». Era Hayes, el mismo Hayes que solo unos días atrás se llamaba Ted, el mismo que había decidido abrir su cafetería conmemorativa en el lugar apropiado para que yo pudiese dar con Paula. Pese a la hora que era, me apresuré a salir del hotel y salté sobre el primer taxi libre que apareció para desmantelar aquella vasta soledad que se había aposentado sobre Nueva York. Parecía el capricho de un millonario insomne: dar una larga vuelta por las calles de la ciudad hasta la 50 Este, avanzar hasta el Rockefeller Center y regresar al hotel por Lexington Avenue. Con una voz estrangulada que apenas reconocí, ordené al taxista que redujese la velocidad cuando ya nos aproximábamos a la primera esquina tras la catedral de St. Patricks. Respiré hondo, me sequé las palmas de las manos en las perneras del pantalón, sin apenas atreverme a levantar la cabeza. Pero antes de que el taxi girase en la esquina con Lexington, pude ver claramente los ventanales del Rushmore Coffee Shop cubiertos por un montón de papeles de periódico, y el cartel publicitario de la marquesina, donde semanas atrás aparecían los rostros de los cuatro presidentes de América, sustituido por el parco anuncio de una agencia inmobiliaria. Me hundí en el asiento del taxi, anonadado y presa de temblores, y cerré los ojos.

Y tuve que hacer un auténtico esfuerzo para no estallar en una histérica carcajada.

 

Unos días más tarde abandoné el hotel de Garment District y me alojé en otro situado más al norte, en la calle 112 Oeste, a pocas manzanas de la universidad de Columbia. La tarde anterior había abonado el adelanto de una semana, pero por la mañana ya había decidido irme y por supuesto no reclamé el dinero; de todos modos, nadie me lo habría devuelto, una vez comprobados los desperfectos que había dejado en el cuarto. La última noche en el hotel conocí a un par de chicos que se presentaron como una pareja de novios que viajaban por la costa este: la chica procedía de un pueblecito de Arizona y el chico de Nashville, algo de lo que se mostraba particularmente orgulloso. Hablaban de sus viajes, de su familia, de las amistades que habían hecho desde que dos meses atrás iniciaron en la ciudad de Berkeley una ruta que les condujo a Reno, Salt Lake City, el cañón de Colorado, y algunas ciudades abandonadas a las que describieron como pueblos espectrales donde uno podía escuchar el galope de caballos fantasma cuando el sol postraba sus fatigados huesos en el horizonte. La chica se llamaba Annie, y era la clase de belleza por la que uno hubiera abjurado del amor de mujeres más hermosas que ella. Vestía una minifalda y una camiseta roja, tenía las piernas largas, los brazos esbeltos, el cabello púrpura y los azules ojos orlados por unas cejas de corza y unas pestañas oscuras a las que no anochecía ningún maquillaje. Annie y el chico habían llamado a mi puerta para pedirme un mechero, y luego, tras dos minutos de interrogarme sobre la ciudad, sin por lo visto reparar en la monstruosidad de mi rostro, se habían familiarizado conmigo lo suficiente como para solicitarme pasar a mi cuarto y seguir hablando del tema. Ambos tenían veinte años, estudiaban juntos en Berkeley, se habían conocido allí y allí se habían enamorado. Eso me contaron. Annie lio un porro y el chico sacó una botella de whisky de la gabardina. No lo hacían para ganarse mi respeto demostrando que estaban de vuelta de todo, sino con toda naturalidad, como si no hubiera nada más normal que zambullirse en el inconsciente para departir debidamente de lo divino y lo humano. Al cabo de un rato, Annie se había sentado a mi lado y dejó de hablar para apoyar la cabeza en mi hombro, mientras el chico proseguía con lo que estuviera contando, borracho como una cuba y un poco colocado. Pero yo ya no le seguía la conversación. Tenía los labios de Annie en el cuello, y la sentía respirar allí con una de esas respiraciones pesadas y húmedas en las que la piel se te encrespa, arrancándote escalofríos de puro placer en la espalda. Apenas había bebido, pero por primera vez desde que salí del hospital había logrado olvidarme de mi propio rostro. Me veía de la forma en que uno se proyecta en sus sueños o en los recuerdos que atesora: no con su apariencia real, sino con la que la imaginación le presta modelando a conveniencia una selección de rasgos de las mejores épocas de su vida. Annie dio una calada al porro, levantó entonces la cabeza y me clavó una mirada directa. Oye, me dijo, ¿te apetece follarme? A mi novio no le importará que lo hagas. Miré al chico, que había cerrado la boca y me observaba atentamente, con una expresión tan comprensiva, tan cargada de apremio, que sentí que le traumatizaría con la decepción de su vida si rehusaba aceptar la propuesta. ¿Por qué?, le pregunté. ¿Por qué?, repitió Annie, riendo. No lo sé, es solo follar. Pensé que te gustaría. Me miró a los ojos esperando alguna reacción por mi parte, pero yo estaba paralizado, tan tieso como si me hubiera caído un rayo encima. El chico se arrellanó cómodamente en la cama y creyó necesario intervenir: ¿por qué no le besas, Annie?, dijo. ¿Por qué no empiezas tú con él, hasta que nuestro amigo se anime? Annie siguió observándome un par de segundos más; luego cerró los ojos y apretó sus labios contra mi boca. No sé por qué lo hizo. Era evidente que no se trataba de atracción física, que yo no era el hombre al que se hubiera tirado por darse el gusto, pero fuera por la razón que fuese, lo único que pensé es que hacía aquello por compasión hacia mí, un extraño que había sido tan amable con ella como para rebajarse a darle el alivio que ninguna otra mujer aceptaría procurarle. La noción de cuál era mi auténtico rostro me golpeó de lleno en aquel instante, y sentí tal vergüenza de mí mismo que aparté a Annie con violencia. Largo, les dije. Largo de aquí, los dos. El chico apenas se movió, y Annie alargó un brazo hacia mí, despacio, mirándome con una expresión llena de ternura, como insistiendo en reparar mi dolor con su entrega de misionera, pero cambió de parecer en cuanto les grité, incorporándome violentamente, que saliesen de mi cuarto de una puta vez. Esta vez se asustaron tanto que me hicieron caso, y en cuanto se cerró la puerta tras la espalda de Annie y me vi solo, lloré como no lo había hecho en la vida. Grité, me revolqué por el suelo, escupí las peores obscenidades, me golpeé la cabeza contra las paredes, pateé las sillas y las puertas de los armarios. Hubiera seguido destrozando el cuarto hasta caer reventado de no ser porque me corté el brazo al atravesar de un puñetazo la pantalla del televisor, un corte limpio, por suerte, que curé sentado en la bañera, poniendo la herida a remojo bajo el chorro del grifo. No quería incorporarme, lo último que necesitaba era ver mi rostro en la luna del espejo. De la manera más cruel, había comprendido lo que significaba llevar aquel estigma. No era solo que hubiese rechazado a Annie por una cuestión de orgullo: había sentido en mi propia piel la repugnancia física de que un rostro como el suyo besara una cara como la mía. No podía entenderlo, pero así era. Me asqueaba que me besase, me daba verdaderas náuseas sentir el contacto de su carne contra la mía. Aquello era algo que hasta ese momento no había experimentado, y me di cuenta de que las heridas que el fuego me había grabado en la carne iban mucho más allá de lo que significaba una desfiguración superficial. En realidad, le habían dado la vuelta a las cosas. Tener un rostro distinto también había desfigurado la mirada con la que hasta entonces me había enfrentado al mundo.

Recurrí al hotel de la 112 Oeste porque el taxi en el que embarqué al dejar el Garment District ofrecía en el bolsillo de un asiento publicidad de sus habitaciones. Era la típica habitación neoyorquina de bajo coste: trece metros cuadrados en los que a duras penas encajaban una cama doble, una silla y dos mesillas de noche, y un baño que no te permitía ingresar en la ducha si te dejabas la puerta abierta. Al día siguiente de alquilarlo abandoné mi cuarto y continué con la rutina de los últimos días: me eché a la calle y caminé sin descanso, salvo para sentarme en los bancos de los parques y observar a los transeúntes escondido bajo mi disfraz de hombre invisible. Todo iba discurriendo sin incidentes, salvo por una ocasión en que un agente de seguridad de la Biblioteca Nacional me solicitó que abandonase la sala (por lo visto, la gente se distraía de sus libros para mirarme, y los susurros con los que intercambiaban opiniones algunos visitantes molestaban a quienes intentaban concentrarse en su lectura), y otra en la que tuve un fugaz altercado en un restaurante con un grupo de pandilleros que intentaron arrebatarme el sombrero. Aunque «altercado» es quizás una palabra demasiado seria para lo que ocurrió en realidad: seis o siete adolescentes portorriqueños vestidos de jugadores de baloncesto que rodearon mi mesa gritando cosas que no entendí y tirándome manotazos para despojarme de mi disfraz. Me zafé como pude, pero cuando por fin lograron quitarme el sombrero, debí de ofrecer una figura tan lastimosa, sentado allí con la frente humillada, la mitad del rostro irreconocible y aquellos mechones de pelo prendidos alrededor de la oreja quemada, que uno de los matones, rompiendo el silencio en el que los clientes habían enmudecido el local, me apoyó la mano en el hombro para tenderme el sombrero musitando un avergonzado: «Lo siento». Me disfracé de nuevo, acabé lentamente mi desayuno intentando contener el llanto, viéndome como el objeto de curiosidad y de compasión de la gente que me rodeaba, y luego me fui. Solo había que acostumbrarse a ello, me repetía, es solo una cuestión de esfuerzo. Una nueva vida con un nuevo rostro, como había dicho Velasquez, vivir intentando ser otro. Con la espalda rota por veinte sitios había luchado contra el dolor más terrible para seguir viviendo, y no era cuestión de tirar ahora la toalla. De modo que batallé cuanto pude, y poco a poco empecé a trabar con mi nuevo rostro una especie de reconciliación. Me reía de mí mismo, hacía chistes cuando asomaba al espejo, chistes que no tenían ninguna gracia pero a mí casi me mataban de la risa. Por supuesto, también tenía mis días malos, era inevitable que fuese así. Pocas veces recordaba lo que había sucedido en los cinco meses pasados, pero más de una noche me despertaba entre sollozos, sudando por cada poro y gritando nombres que nunca llegaba a oír. En alguna ocasión incluso me olvidé por completo de mi aspecto, y cuando me dirigía al baño, tiritando de miedo y aún con la puerta de los sueños entreabierta, tenía que cubrirme la boca para no lanzar un grito al ver que los espejos reproducían la cara de un monstruo que imitaba grotescamente mi espanto al descubrirlo: yo. Aquello era lo peor de todo, la broma más cruel que me había deparado el haber sido desfigurado: despertar una mañana y descubrir que ya no era, literalmente, el hombre de mis sueños. Como esas historias en las que alguien se acostaba con una chica a la que adoraba y que a la mañana siguiente ya no era ella sino otra persona cualquiera.

Pasó el tiempo. Llamé a Velasquez dos veces en las siguientes semanas, la primera para comunicarle que había alquilado una habitación en el 112 Oeste y la segunda, en plena madrugada, para preguntarle si sabía algo nuevo sobre el caso. Aunque en realidad aquello no era más que una excusa. Era la noche del 12 de diciembre, una de esas noches tan frías que uno desearía estar felizmente casado para armarse de mantas y disfrutar en compañía de cómo la nieve va sepultando el mundo tras las ventanas. Me desperté entre alaridos, chillando como un poseído; era el peor sueño que había sufrido desde que abandoné el hospital, la clase de sueño en el que la presencia en la que te proyectas no es una mera imagen de ti sino una extensión de tu propio cuerpo, y cualquier angustia que lo persiga, cualquier dolor que se le inflija, encontrarán reflejo inmediato en el tuyo. Al despertar estaba seguro de que me moriría de horror si no escuchaba una voz que me reconfortase, así que cogí la hoja que guardaba en un bolsillo del abrigo, y, todavía temblando de pies a cabeza, marqué a tientas el único número que conocía. Velasquez contestó con la voz reseca y algo abotargada, y casi al momento oí a lo lejos que alguien, una mujer, preguntaba sobresaltada quién había al otro lado de la línea. No era la voz de una esposa, o eso opiné, sino la de alguien que no se había familiarizado todavía con los horarios de un hombre que carecía de horarios. Una novia, pensé, una amante, o alguna chica que un detective atractivo no tendría dificultades en seducir en la barra de un bar. La oí quejarse mientras Velasquez se aclaraba la voz para responderme que no me preocupase, que no lo había despertado, que simplemente había decidido repasar unos viejos archivos tirado en el sofá antes de meterse en la cama. No, dijo, no hay nada nuevo, la investigación está más o menos parada, pero percibí un temblor de emoción en su voz al preguntarme si lo llamaba para algo en especial; cuando tras un silencio le respondí que no, suspiró y me dijo que, la verdad, ya no esperaba otra cosa. Si no había recordado nada hasta la fecha, seguramente ya no lo haría nunca. Era fácil percibir el ruego que había en su voz, y me sentí de lo más mezquino al responderle que eso era exactamente lo que yo creía: que mis recuerdos habían caído a un pozo sin fondo y el golpe en la cabeza los había encerrado bajo siete vueltas de llave. Oí a Velasquez suspirar de nuevo antes de asentir, diríase que decepcionado. Luego suavizó la voz para preguntarme qué tal dormía por las noches, y yo le respondí que muy bien, que la suerte de tener una cara como la mía era precisamente que nunca correría el riesgo de pasar las noches sin una mujer que llevarme a las sábanas. Velasquez rio, y comprendí que era una risa sincera porque no le había dado tiempo a reprimirla para no molestar a la mujer que dormía a su lado. Cuando pudo calmarse, expresó su alegría de ver que empezaba a estar curado, y al preguntarle yo con asombro por qué suponía tal cosa, replicó que un primer síntoma de estar en paz con el mundo consistía en dejar de ser un capullo con los demás y empezar a serlo con uno mismo. Ahora fue mi turno de reír. Velasquez siguió hablando un rato más, contando cosas banales para acompañarme, hasta que por fin, cuando consideró que ya me habría calmado lo suficiente, dijo que lo mejor para ambos era que durmiésemos un poco. Me prometió que en cuanto supiese algo me mantendría informado. Cuídese, concluyó, y llámeme cuando lo necesite, sea la hora que sea. Estoy convencido de que a veces se cansará de tanta compañía, y cuando lo haga, quiero que sepa que puede contar conmigo.

Por la mañana ya no recordaba ninguna imagen del sueño que me había asustado durante la noche, pero siempre he sabido que todo lo que sucedió aquel día, y los días posteriores, fue una consecuencia directa de lo que había soñado. Abandoné la habitación a las ocho de la mañana, pero en esta ocasión, en lugar de descender por Broadway e internarme por los parajes habituales, callejeé las avenidas que hendían el corazón del Upper West Side hasta la calle 83 Oeste. Al llegar allí, me entretuve en bajar un par de manzanas hasta el parque Roosevelt, y desde la esquina con Columbus Avenue repetí el recorrido que tres meses atrás había hecho junto a Paula Steele. Rememoré nuestra conversación de entonces, y aquel momento de perfecta armonía en que pensé que detrás de la máscara que la belleza le había confeccionado descansaba el rostro de una mujer de la que sin esfuerzo alguno podías enamorarte. Llegué al número 127, los apartamentos con el toldito rojo y las ventanas abrigadas por macetas de colores. Me demoré en la entrada sin atreverme a dar un solo paso más, con el corazón apresurándome sus latidos en el pecho, la sangre enviándome sus mensajes tumultuosos a la cabeza. Tras un rato reuní la fortaleza de ánimo suficiente para aproximarme al portal. Reparé entonces en que en el panel del portero automático el nombre de Paula Steele había sido borrado y sustituido por un modesto letrero provisional en el que figuraba un nombre hindú. Me disponía a presionar el timbre de llamada cuando una voz a mi espalda me preguntó si deseaba algo. Me volví: un viejito vestido de librea me miraba de arriba abajo, con ese violento recelo de quienes se erigen en custodios de una simple puerta. Respondí preguntándole a mi vez si seguía viviendo en el edificio una chica llamada Paula Steele. Nada más enunciar el nombre, constaté que se recrudecía la desconfianza del viejo:

—¿Por qué quiere saberlo? —dijo—. ¿Está metida en un lío?

—No lo sé —contesté—, eso es lo que me gustaría saber.

—¿Es un amigo? ¿Es de la policía?

Distraídamente, desvié la mirada a una pareja que ingresaba en el edificio y asentí, sin aclarar si con ello respondía a la primera pregunta o a la segunda. Al viejo pareció bastarle aquella información, o quizá lo que buscaba era obtener cualquier dato nuevo compartiendo conmigo los que él conocía. En pocas palabras, me dijo que Paula había desaparecido tres meses atrás: un día la vio salir del edificio con una enorme maleta porque, según dijo, iba a rodar una película. Él la ayudó a sacar la maleta a la calle, le paró un taxi y luego Paula desapareció. Nadie había vuelto a saber nada más de ella.

—¿Es posible que nadie sepa nada? —le pregunté—. ¿El titular del piso? ¿La firma arrendataria?

El viejo se encogió de hombros:

—Lo único que sé es que sus cosas se las llevaron los chicos que se encargan de las mudanzas, pero eso no significa nada. A veces hay inquilinos así, un día se van, pasan los meses y luego te encuentras todo tal y como lo dejaron antes de marcharse. Igual que si se los hubiera tragado la tierra.

Le pregunté entonces si recordaba algo más, algo que pudiera servir para saber qué había sido de ella. Pero el viejo solo levantó los ojos al cielo, como consultando el único lugar donde su recuerdo de Paula se conservaría con la pureza que merecía:

—No sé —dijo—. Recuerdo que estaba preciosa, llevaba aquel vestido que tanto me gustaba, un vestido de flores con la falda muy corta. Era una chica guapísima, la muchacha más linda de la ciudad. Había gente en el edificio que no hablaba cosas demasiado buenas de ella, pero a mí siempre me trató bien. Siempre tenía una sonrisa para mí. Paula era el mejor momento del día, me hacía sentir como el hombre que fui cuando era cuarenta años más joven.

Traté de interrumpirle, pero el viejo ni me oyó. Siguió hablando y hablando, y era como si acabara de regresar a un día de verano especialmente radiante en el que se le arrebató lo único en el mundo que parecía tener algún sentido para él. Cuando ya me disponía a marcharme, me agarró de la manga del abrigo y dijo:

—Hágame un favor, ¿quiere? Si sabe algo de ella, lo que sea, llámeme y cuéntemelo, se lo ruego. Siempre tuve un mal presentimiento, y me gustaría conciliar el sueño por las noches sabiendo que Paula está bien. Era una estrella, ¿sabe? Se fue a rodar una película, eso me contó. Quién lo iba a decir, Paula Steele. Ninguno lo sabíamos, pero así es la vida. Teníamos a nuestro lado una estrella y nosotros sin enterarnos. Una auténtica estrella de cine.

 

Una llamada a la firma que arrendaba los apartamentos del edificio me bastó para saber que la empresa encargada de las mudanzas se llamaba Norton Removals. Acudí a una cafetería cercana, solicité un café y las páginas amarillas de la ciudad, y busqué en la sección de mudanzas la dirección de la compañía. Era una empresa familiar con oficinas en el número 166 de Amsterdam Avenue; había una pequeña publicidad en la parte inferior de la página que anunciaba sus veinte años de compromiso con la satisfacción de sus clientes, y eso me tranquilizó: no era demasiado grande ni demasiado pequeña, nada que fuera a convertir mi llamada en un laberinto de explicaciones a jefes y subordinados ni nada que condujese a un solo hombre que lo organizaba todo. Apunté el número en una servilleta, abandoné la cafetería y me dirigí a una cabina telefónica. A la tercera señal de llamada contestó la voz de una chica joven con marcado acento neoyorquino que se presentó como Michelle Burn. Yo me presenté como John Crossan, abogado de la señorita Paula Steele en la demanda presentada contra el servicio de mudanzas de la empresa Norton Removals.

—¿Cómo dice? —preguntó la chica al otro lado del teléfono.

—John Crossan —repetí—. Nuestra cliente, Paula Steele, interpuso una demanda contra ustedes por los desperfectos en varios objetos de valor durante la mudanza que concertó con su compañía. Ha decidido aceptar el acuerdo con sus abogados, así que finalmente no habrá juicio.

—No sé de qué me está hablando —me interrumpió la chica—. Que yo sepa, no tenemos notificación de ninguna demanda por parte de ninguna tal Paula Steele.

—No la entiendo bien —dije—, ¿no contrató sus servicios una mujer llamada Paula Steele?

—No he dicho eso —protestó la chica—, lo que quiero decir es... A ver, tendría que comprobar una cosa, ¿de acuerdo?

—Hágalo —repliqué.

Escuché entonces el teclado de un ordenador, y al cabo de unos segundos oí el ruido de unos papeles antes de que la voz regresase al auricular:

—¿Oiga?

—Estoy aquí, señorita...

—Burn —dijo.

—Burn —repetí.

—Tuvimos una cliente llamada Paula Steele, señor Crossan —dijo—, ¿pero está usted seguro de que hablamos de la misma Paula Steele? Que nosotros sepamos, la mudanza se realizó sin incidentes. No nos consta ninguna demanda por incumplimiento en el servicio.

—Desperfectos en objetos de valor —corregí, conteniendo la excitación.

—Lo que sea —cortó ella—. ¿Seguro que no se está equivocando de empresa?

—No lo creo, ¿podría haber dos empresas de mudanzas con el mismo nombre?

La chica pensó un momento antes de responder:

—Lo dudo. Dígame, ¿cuáles son los datos personales de su cliente?

Me apoyé en un costado de la cabina y reposé la cabeza sobre el panel de números, tratando de dominar los nervios, convencido de que estaba llegando al lugar al que debía llegar pero que el corazón me explotaría de un momento a otro, antes de conseguirlo. Tan despacio como pude intenté maniobrar una respuesta.

—Señorita Burn —dije—, esto es sumamente irregular, no puedo darle los datos de un cliente por teléfono.

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