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AMERIKA O LAS CONFESIONES DE UN MUERTO VIVIENTE » 21

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—¿De qué me está hablando? —replicó la chica—. Está claro que aquí tiene que haber un error por alguna parte, y si no lo resolvemos de la única manera en que podemos resolverlo, nunca sabremos si estamos hablando de la misma persona —volvió a teclear algo en el ordenador y preguntó—: ¿su cliente vive en el número 56 de Claremont Avenue, señor Crossan?

Me quedé unos segundos en blanco buscando el aire que no era capaz de retener, antes de musitar:

—No.

—Entonces está claro —dijo la chica—, no estamos hablando de la misma persona.

Y colgó.

 

Había sido así: encontré a la chica que no podía existir en una escuela de arte de la calle 42, los acontecimientos se sucedieron, luego la chica desapareció, y cuando ya se la daba por muerta, cuando solo para un viejo soñador que había sido feliz por abrirle cada mañana la puerta de su casa la chica aún existía, ella apareció de nuevo. Había regresado a la vida.

Paula Steele vivía en un pequeño apartamento de Claremont Avenue, en el número 56, varias manzanas al norte de su antigua residencia en el 127 de la 83 Oeste. Parecía llevar lo que se dice una vida normal. Todas las mañanas, a eso de las seis, cuando las calles seguían envueltas en el relente oscuro de la madrugada, Paula acudía a un parque de los alrededores donde dejaba discurrir la mañana leyendo bajo el emparrado de sombras que tejían los árboles. Por lo que pude comprobar, apenas variaba su ruta: primero Claremont Avenue hasta la esquina con La Salle, luego la avenida Amsterdam, después un rodeo por el bulevar de Martin Luther King hasta el corte con Frederick Douglass, seguido del apresurado descenso hacia la 118 Oeste y el desvío por Manhattan Avenue que la llevaban por fin al pequeño parque de Morningside. Allí escogía un banco de madera donde el sol se proyectaba durante un par de horas, depositaba una bolsa en el asiento, sacaba un termo de su interior, y tras sentarse y ofrecer por unos minutos el rostro a la caricia del sol, vertía un café humeante en una tacita de plástico. Después leía sin alzar la mirada de su libro, ni siquiera cuando las palomas se arremolinaban a sus pies o al responder al saludo de algún barrendero que pasaba por su lado retirando las hojas que el viento arrancaba de los árboles. Si algún desconocido se sentaba a su lado, Paula fingía no comprenderle o ignoraba su conversación con gestos que no dejaban lugar a la duda. No podía evitarlo, era algo que vivía con ella. Llamaba la atención su melena rubia, el reposado silencio en que se envolvía para ingresar en la lectura, la promesa de que aquella jovencita cultivada podía ser tal vez la mujer de tu vida. Pero no había nada que hacer. Cuando las campanas de la catedral de St. John The Divine repicaban el aviso de mediodía, Paula Steele recogía sus cosas, guardaba el libro en la bolsa y echaba de nuevo a andar. No se demoraba ni un minuto en hacerlo, aunque se hubiese adentrado en el episodio más interesante del libro. Simplemente, se levantaba y se iba. Deshacía el camino que la llevaba cada mañana al apartado parque de Morningside, y media hora después estaba de vuelta en su casa. A partir de ese momento, Paula Steele no existía para nadie.

Tardé una semana en reunir el valor para seguirla más de cerca. Tres días más para cometer la osadía de sentarme a su lado. Había algunos detalles que ya me habían puesto en alerta, el gorrito de lana, las gafas de sol, la bufanda, pero aún creía que podía esperar un milagro. Como era su costumbre cuando alguien se tomaba la libertad de ocupar su banco sin preguntarle, rodeó la bolsa con un brazo y se escurrió hacia el apoyo, cruzando las largas piernas y casi ovillándose para abrir el mayor hueco posible conmigo. Era una de esas mañanas en las que Nueva York se ha vestido para el invierno, esa hora de cielos plomizos en que el sol deambula entre las nubes para alumbrar la ciudad con una luz de hojalata que nunca consigue entibiar el aire y apenas alcanza a ennoblecer las fachadas de los edificios. Hacía frío, pero Paula lo combatía cubriéndose los hombros con una manta que también le envolvía la mitad de las piernas, y bebiendo a pequeños sorbos de la taza en la que a cada rato iba vertiendo el café del termo. Al beber se veía obligada a bajar unos centímetros la bufanda que le protegía el rostro, e incluso así, sin mirarla directamente, me alarmó comprobar lo mucho que se cuidaba de que la carne no quedara expuesta a la vista, que nada revelara lo que había bajo aquel aparatoso vendaje formado por gorro, bufanda, solapas y gafas. Con eso, supongo, tenía que haberme bastado. Aquello era la prueba que necesitaba para comprender que había algo en el rostro de Paula que ella no deseaba presentar a la curiosidad de los extraños, y por más que me hubiera empeñado en negar la evidencia, después del encuentro con Vesalius y la confesión de Rilke —el laboratorio secreto, el médico loco, la chica en peligro—, eso no podía significar más que una cosa. Pero no iba a marcharme ahora. Desde el mismo día en que supe que Paula estaba viva había anticipado aquel momento una y mil veces, había soñado con él, lo había recreado desde todas las perspectivas posibles, y ahora que estaba ahí, sabía que ya era tarde para echarse atrás. No era una simple cuestión de mirar algo a la cara, sino de comprender que si no era capaz de mirar aquello, tampoco sería capaz de vivir con lo que significaba.

Aproveché el momento en que Paula se llevaba la taza a los labios para mirar. Fue un vistazo rápido, derecha, izquierda, como el que uno echaría a su reloj para consultar la hora o a un lado y otro de la calzada antes de cruzar la calle; esa mirada que empleamos para recoger impresiones sueltas bajo la certeza de que en ese mismo instante nuestro cerebro ya estará moldeando con ellas el dibujo más aproximado al escenario real. Pero lo que vi fue algo tan extraño que pensé que los nervios me habían jugado una mala pasada. Había visto la luna. La luna vista desde la propia luna, eso fue lo que pensé. Escombros, polvo blanco, relieves escarpados, escoriaciones. Luego pensé que si el Diablo tenía un rostro debía de ser como aquel. Luego me dije que no era eso, que lo que ocurría era que algo no estaba donde tenía que estar, y de inmediato sentí que la sangre se me helaba en las venas. Se tarda más en escribirlo que en experimentarlo: hablo de una sensación de un segundo, dos como mucho. Poco a poco me repuse, y la visión fue cobrando en mi mente el aspecto de una cara, como la luna de la película de Mélies. Orificios, mucosas, vellos, huesos, dientes. La cara estaba ahí, en alguna parte, pero no había modo de reconocerla. Me había acostumbrado a pensar que no había nada más terrible que el rostro que afloraba a los espejos a los que me asomaba, pero viendo aquello me di cuenta de que no podía estar más equivocado. Mis heridas habían sido causadas por un accidente, pero las de Paula habían sido inferidas por alguien que ansiaba destruirla. No eran cortes al azar, no había ningún tajo al aire, ningún trozo de carne cortado al descuido. Los cortes delataban un plan, por horrible que suene decirlo, por aterrador, incluso, que resulte pensar que Rilke había orquestado todo aquello solo para destruir un rostro, pero ya no quedaba nada reconocible, ningún rasgo del que pudiera decirse con seguridad a qué parte de la cara correspondía. Ni siquiera que aquello era en verdad una cara.

En el suelo se amontonaban algunos bloques de nieve que los barrenderos habían tratado de contener bajo los bancos de madera para abrir a los peatones un paseo embarrado que nadie utilizaba. Miré la nieve para intentar anular la imagen que se reproducía aún en alguna pared de mi cerebro, y luego deslicé la mirada hacia el libro que Paula estaba leyendo. Haciendo acopio de todo el coraje que pude, le pregunté si era un libro interesante, y Paula reaccionó como solía: se encorvó un poco más y envaró el cuerpo sobre el apoyo del brazo, aumentando en unos centímetros la distancia que la separaba de mí. Pero en esta ocasión a aquel gesto lo siguió una reacción nueva: alzó la cabeza, se quedó mirando unos segundos la cordillera de nubes que se amasaba sobre los edificios de Cathedral Parkyard, y luego, reprimiéndose de girar hacia mí, hizo el esfuerzo supremo de inclinar unos milímetros el cuello hasta que consiguió devolver la vista al libro. Me había reconocido. En cuestión de décimas, comprendió que esa voz la había oído antes en alguna parte, hizo viajar su mente por una selección de memorias donde esa voz se amoldase a un rostro, detectó ese rostro y lo ubicó en un lugar que todavía no había podido enterrar y cuya inesperada aparición entre sus recuerdos acababa de instalarle un carámbano helado en mitad del pecho. Pero logró controlar su agitación y abrir de nuevo el libro como si nada hubiera ocurrido. No era yo, eso es lo que pensaba. La voz era la mía pero el hombre que le había hablado no podía ser yo.

—Es un diario —dijo—. Los diarios suelen ser interesantes.

—¿Quieres decir un diario personal? —pregunté.

—Un diario personal, sí —replicó—. No conozco un diario que no lo sea.

Decidí no responder a eso. Frente a nosotros, acababan de pasar por el sendero abierto en la nieve una mujer y una niña cogidas de la mano. La niña no avanzaba a pasos, sino a pequeños saltitos: vestía un anorak rojo, unos leotardos de color verde, una falda plisada a cuadros escoceses, y tenía unas borlas de borreguillo azul en las orejas. El cabello brincaba con cada saltito que daba, al igual que la mochila que cargaba a la espalda. De repente, se soltó de la mujer, se acuclilló en la cuneta del sendero y recogió algo del suelo. Por un segundo o dos lo examinó concienzudamente, lo colocó entre los guantes, lo movió de un lado a otro para que la luz incidiese sobre él. Los rizos dorados sobresalían de la capucha de su anorak y se le descolgaban en dos mitades hasta la punta de la nariz. Respiraba con una paz que envidié: veía las volutas de vapor brotando de sus labios rojos, enredándose entre sus cabellos, disolviéndose a un ritmo regular en aquellas rachas de viento helado que le enrojecían las mejillas. Luego arrugó la nariz, arrojó lo que había encontrado de vuelta al suelo y se apresuró a regresar con la mujer.

—Se llama Anna —dijo Paula.

Yo seguía mirando a la niña y no comprendí a qué se estaba refiriendo.

—¿Qué? —pregunté.

—Se llama Anna —repitió—. Anna Frank. La chica que escribió el diario.

—Ah —repliqué—. Creo que no me suena de nada. ¿Qué tal está?

Paula calló un momento y luego respondió:

—Qué pregunta —pensé que ya no iba a decir nada más y traté de preparar mentalmente alguna frase con la que revivir la conversación, pero, para mi alivio, al cabo de unos segundos volvió a hablar—: no puede ser que no lo conozca —dijo—. Todo el mundo lo ha leído.

—No lo sé —respondí—. El caso es que no conozco a tanta gente. Podría decir que tú eres la primera persona que conozco.

Paula replicó a aquella contestación con un cauteloso silencio. Después dejó el libro a un lado, recogió la taza y tapó el termo con ella. Se detuvo un momento, observó otra vez los edificios de Cathedral Parkyard y por último metió el termo en la bolsa.

—Me voy —dijo. Se incorporó del banco y avanzó unos pasos hacia la nieve. Me di cuenta de que se dejaba el libro de Anna Frank.

—Olvidas el libro —exclamé.

Paula se paró en seco, titubeó un instante y empezó a volverse, pero se lo pensó dos veces antes de girar por completo.

—Quédeselo —respondió—. Yo ya lo he leído, tengo otro ejemplar en casa.

Estaba claro que quería alejarse de allí, pero por alguna razón aún no se decidía a hacerlo. Volvió un poco el rostro por encima del hombro y preguntó:

—¿Va a venir mañana por aquí?

Le dije que no estaba seguro, pero que a lo mejor sí lo hacía. Quién sabe, comenté, parece un buen lugar para hacer amigos. Paula pareció pensar un poco, asintió como para sí y apretó el bolso contra las costillas.

—No me ha dicho cómo se llama —dijo.

—Me llamo Roger —respondí—. Roger Carvan.

—Ah —dijo ella; entonces volvió el rostro otra vez al frente y dio un paso más—. Es curioso, tenía la sensación de que lo conocía de algo. Pero creo que no conozco a ningún Carvan.

Hojeé el libro de Anna Frank. Había algunos pasajes subrayados, frases escritas en los márgenes, esquinas de páginas dobladas. Me fijé en que el cuadernillo corría el riesgo de perder sus hojas en cuanto abrías el libro. Una de ellas mostraba una fotografía de Anna Frank, la famosa instantánea en la que aparece sentada en un pupitre, con un plumín en la mano, una diadema y una sonrisa adorable de dientecitos menudos. El pie de foto era una sentencia de Anna Frank, escrita cuando ya estaba muy cerca de morir:

Esta es una fotografía que me muestra como quisiera ser siempre, decía

. Entonces tendría la oportunidad de ir a Hollywood, pero ahora, por desgracia, suelo tener un aspecto diferente.

Levanté la vista. Paula parecía una errata del paisaje, rodeada de aquella blancura cegadora que se había apoderado de las calles, los árboles y los edificios colindantes. De hecho, era como si aquel lugar hubiera dejado de ser América para convertirse en la Luna: el Mar de la Tranquilidad, el Cráter Zeeman, el Monte Bradley. Todo eso estaba allí, reemplazando los paisajes que el resto del mundo podía ver: Manhattan Avenue, Morningside Gardens, St. John The Divine.

—Bueno —le respondí—, supongo que me recordaría. Tengo una cara de las que no se olvidan.

 

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