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LA CONSTRUCCIÓN DE AMERIKA » VII

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e no haber sido por June, la niña de sus ojos, esa pequeña hechicera que para no levantar un metro del suelo podía lograr que se tambalease con solo pestañear a su lado, de no haber sido por la granizada de besos con que lo recibía cuando regresaba a casa, de no haber sido por las veces que se había quedado dormida respirando contra su cuello, inundándolo de una conmovedora paz cuando más embotado se sentía por dentro, John Crossan, mejor que él nadie podía saberlo, hubiera acabado con todo, de todas las formas que cualquiera podría imaginar, y desde luego no le habría temblado el pulso a la hora de hacerlo. Pero estaba June, y si June le decía «levántate», él no tenía otro remedio que levantarse.

Y no era fácil. Por si con sufrir privaciones no tenía bastante, John Crossan tenía que ver día y noche la cara opuesta de sus desgracias en la gente que ocupaba el hotel, los jóvenes que infestaban sus habitaciones, los aspirantes a actores que imitaban la vida desenfadada de los ídolos de Broadway y habían adoptado la jerga de Damon Runyon para subrayar su condición de halcones nocturnos, muchachos que compraban sus trajes por

finiffs y tenían tanto

moxie como el mejor de los gángsters, o novias más listas que un árbol de búhos, y que juraban codearse con Saul

The Soldier, Hot

Horse Herbie, Frankie

Ferocious y

Handsome Jack en los mismos lugares en que Al Jonson se dejaba caer con su corte de rendidos seguidores y Arnold Rothstein aparecía y desaparecía como un fantasma, arropado por sus guardaespaldas y sus lacayos, a veces con el mismísimo Monk Eastman pegado a su espalda y a veces con el boxeador Abe Attell haciéndole sombra, exprimiendo la dinamita de sus puños como mejor podía —matón a sueldo, una desgracia como otra cualquiera— ahora que la Federación acababa de despojarlo del título mundial por amañar un combate. Pero quienes siempre atraían las miradas de Crossan eran las niñas de Ziggy, las delicadas muñecas del Midnight Frolic, con sus corpiños de lentejuelas y sus diademas de oro falso, que bailaban al aire libre en la azotea del Amsterdam esculpidas por una luz de plenilunio antes de regresar al regazo del hotel dando tumbos, y casi tan desnudas como habían venido al mundo. John Crossan a veces coincidía con ellas en la entrada del hotel y sentía que jamás serían suyas, lo sentía como un dolor sordo en mitad del pecho, de la misma forma en que un mutilado podía percibir la señal confusa de un miembro invisible. A lo máximo que le cabía aspirar era a verlas como las veía ahora, demasiado bellas, demasiado alegres, demasiado perfectas, temerosas sin embargo de verse arrastradas en la corriente oscura de la noche, encorsetadas por el abrazo de tipos bien vestidos que les triplicaban la edad y les pedían que cantasen

Won’t You Come and Play Wiz Me? o

I Just Can’t Make My Eyes Behave solo para ellos, y las muchachas cantaban con su lúgubre voz de borrachas, con aquella estudiada alegría, con aquellos trémulos falsetes que fluían como gravilla de sus gargantas, con aquel fondo de melancolía de las que tienen pero no les sobra, imitando el timbre de Anna Held y su misma caída de párpados, mientras hacían tintinear sus recién estrenados brazaletes de Cartier y divisaban a lo lejos una sombra que las observaba con el mismo amor que ellas soñaban recibir algún día, aunque no fuera más que un pobre tipo que jamás podría competir con el brillo de sus diamantes. Cada día llegaban decenas de vehículos que se apostaban junto al arcén, con su aspecto de panteras silenciosas y aquellos hocicos metálicos que ronroneaban un humo denso como la espuma, para surcar la ciudad ocupados por millonarios de edad incierta y chicas que apenas habían rebasado la frontera de la infancia con destino a locales que parecían anclados en una Navidad eterna, pues en ellos la gente era extremadamente dulce, descorchaba botellas que jamás se agotaban, compartía sus bienes sin mostrar egoísmo y, como en toda Navidad que se precie, había nieve por todas partes. Parecía una existencia feliz, el reverso hedonista y despreocupado de la vida en familia. Gente escogida desde la cuna para vivir sin inquietudes mientras la suerte no carcomiese su economía o sus rostros siguiesen luciendo como planetas de impávida belleza donde el sol nunca se ponía, aunque los eclipsaran con prematura alevosía el efecto de las drogas que uno debía consumir para encadenar los días de turbio en turbio y las noches de claro en claro sin postrar un solo segundo los párpados. Pero John Crossan, tal y como las cosas se empeñaban en demostrarle, solo podía conocer aquella vida desde el otro lado de las trincheras, allí donde los perdedores luchaban por sobrevivir y los aspirantes a bellezas solicitadas pugnaban por entrar en la arena. A través de un conserje del Wentworth, un viejito escuálido y ametrallado de viruela que destilaba alcohol en las calderas del hotel empleando cáscaras de patatas, cuando no mataba el aburrimiento bailando claqué entre las palmeras del vestíbulo, obtuvo un empleo tras la barra del Marguery Restaurant, portal de culto navideño donde Crossan sufría el espectáculo de la depravación ajena con todas las envidias y reparos del joven estafado por la vida que Nueva York estaba haciendo de él. No duró demasiado: solo tres semanas derrochando dinero en apuestas ilegales, pidiendo préstamos y adelantos que ni en tres vidas podría devolver, y aguantando las excentricidades y bromas obscenas de ricos, famosos y su ejército de guapos mantenidos, esos soldaditos de plomo que siempre caminaban con andares tronchados, viajeros agotados de una noria perpetua.

Tres semanas de trabajo en el Marguery aseguraban dos meses más en el Wentworth, pero en aquellas condiciones tan deprimentes dos meses de hotel no suponían más que un descanso para contemplar las vistas antes de seguir avanzando hacia el abismo. Mientras John Crossan buscaba otro empleo, abatido por todos los signos visibles de la miseria, decidió que había llegado el momento de que sus hijos mayores aparcasen los libros y conociesen de cerca el mundo que les había tocado vivir, y del que uno, al contrario de lo que sucedía con las teorías de conjuntos o cualquiera de esas estupideces por las que le estafaban un dólar al mes en la escuela local, solo se empapaba sufriéndolo. Iba a ponerlos a trabajar, sencillamente: y no es que aquello le pareciera solamente necesario, sino también justo. Justo y necesario, como dar cada mañana las gracias a Dios por seguir vivo, al margen de la mierda de vida que uno arrastrase. Durante una de las pocas cenas que desde su llegada al Wentworth habían podido compartir, y mientras desde el otro lado de los tabiques se colaban las carcajadas de quienes a pesar de su juventud vivían con más holgura que ellos, Crossan expuso aquella decisión a su esposa empleándose con el humilde esmero de alguien que en el fondo desconocía la sutileza de las palabras, pero por supuesto cuidándose de no desvelar la cadena de errores y malversaciones pueriles que lo habían conducido a ello. Claro, no pretendía que fuese algo permanente, explicó entre balbuceos, sino una situación temporal, una manera de que sus hijos aprendiesen a enfrentarse a la clase de sacrificios que en unos pocos años la vida les impondría con todo lujo de crueldades. Nueva York no era Kansas, no era Lawrence, no era Wichita, tampoco era Cherryvale, ni siquiera Chicago. En cualquiera de esas ciudades hasta el joven menos inspirado podía valerse de sus propias manos para rebañarle un hueco a la vida, pero Nueva York requería de sus aspirantes a ciudadanos un talento que ellos desconocían: la astucia. Y no esa astucia palurda de los habitantes del Oeste, la que manejaban en cualquier transacción por el placer orgulloso de engañar al vecino. No: astucia para ver más allá del rostro de las personas, para leer la verdad o la mentira en las arrugas de sus manos o en el color de su piel, esa astucia. Astucia para poder decir sin engaños: aquí está la traición, aquí está la verdad, aquí la trampa. Astucia para saber por dónde había que avanzar, en quién debía uno confiar y en qué esquina era mejor detener los pasos. La astucia de los patriarcas de Canaán, concluyó absurdamente, como si con eso ya estuviera dicho todo. Liberty March recogió los platos de la mesa y sentenció: «La astucia del diablo, querrás decir». No dijo más, pero tampoco hizo falta. Le bastó con eso para callarlo, pues sabía que aquellas apelaciones a la Biblia, enunciadas solo para congraciarse con ella, eran el recurso habitual de su marido cuando ya había gastado todos sus argumentos, y Crossan solo pudo mirarla boquiabierto, pillado de sorpresa por aquel puñetazo en las tripas. Liberty volvió a sentarse a la mesa, y con la paciencia que le habían otorgado tantos años capeando los mismos vientos, trató de explicarle a John por qué su idea era un despropósito: William apenas tenía doce años, Evelyn no llegaba siquiera a diez, ¿qué clase de oficios se imaginaba que podían desempeñar? ¿No sería mejor que siguieran acudiendo a la escuela, al menos hasta que quedara demostrado si sus cerebros tenían el fondo justo o si eran lo suficientemente holgados como para permitirles aspirar a una carrera universitaria? Aquella exposición tan precisa, expresada con tal economía de palabras y de algún modo razonable incluso para él, se le antojó a Crossan el colmo de la ceguera. Y por primera vez en su vida matrimonial, la cólera sorda que lo anegaba por dentro decidió estallar. No estaba pensando en prostituirlos, maldita sea, le gritó, silenciando de golpe las carcajadas de los vecinos. No estaba pensando en vender sus dientes o sus cabellos al peso. Hablaba de trabajar, Liberty March. A la edad de William él ya llevaba dos años cargando sacos de tierra sobre su espalda.

—Algo de lo que siempre abominaste, John Crossan —fue la tranquila respuesta de Liberty.

Esta vez no se sintió obligada a seguir en la mesa. Se levantó, y en un gesto automático se cuadró ante los platos que amazacotaban el mismo fregadero en que cada mañana se lavaban las manos y la cara, algo impensable en una pareja de poderosos de Lawrence. Pero en lugar de encorvarse y proceder a enjabonar los platos, como hacía cuando las discusiones con su marido llegaban al mismo callejón sin salida, permaneció indecisa, envarada, con ambas manos apoyadas en la boca del fregadero. Estaba asustada, sí, pero paradójicamente tranquila, como ella imaginaba que vivían los pueblos situados a la vera de un río en época de crecidas. Y no es que estuviera asustada por los gritos de Crossan, ni por el visible hartazgo que traslucían las palabras con que había reaccionado a ellos, y menos aún por lo que pudiera derivarse de aquella situación nunca vista en la que hasta había tenido el cuajo de contestar a su marido, sino precisamente por la indiferencia que todo aquello le producía. La hija de Florence March podía ser muchas cosas, pero desde luego no era ninguna cobarde. Desde su absurda llegada a Nueva York, los niños y ella habían llevado una vida de apestados o de proscritos, impedidos por las ambiciones de Crossan a percibir los más modestos caprichos, ligando incluso su destino a unos sueños que poco a poco habían mostrado su falta de fundamentos. Pero todo tenía un límite, y Liberty March se daba cuenta de que el suyo ya había sido rebasado con creces. ¿Y acaso podía esperar otra cosa? Liberty era una antigua católica, no una creyente de nuevo cuño que podía soportar los golpes de la existencia con la entereza de los conversos. El temor de Dios no le resultaba suficientemente temible para respetar de por vida los votos contraídos ante el altar, y con menor razón cuando la otra mitad del yugo se mostraba tan poco capaz de salir adelante como lo hubiera hecho un niño. Quizá Liberty acababa de reparar justo entonces en aquella dolorosa verdad: su marido no era más que un hombrecito al que toda una vida bajo las enaguas de su madre le había impedido crecer, y Liberty se había ido acostumbrando a aquella existencia sin apenas ser consciente de ello, una existencia en la que cualquier gesto suyo debía estar previamente medido para no convulsionar la infantil visión del mundo que mostraba el hombre con el que se había casado. Pero, en lugar de deshacerse en lágrimas al verse de pronto estafada por la existencia, aquel pensamiento, curiosamente, la inundó con un sentimiento de liberación como nunca había conocido. Y, como si pretendiera comprobar si los efectos de aquella agitación que la estremecía por dentro habían obrado algún cambio en el exterior, alzó la vista al espejo. Lo que vio en él, en efecto, no era su rostro, sino el de una extraña idéntica a ella en todos y cada uno de sus rasgos salvo por el hecho de que parecía mucho más joven, más hermosa y más resuelta que ella. Pero aquellas facciones, por más que le costase creerlo, no eran las de una desconocida, traspapelada allí por alguna misteriosa interferencia entre espejos, sino las suyas, las que muy probablemente hubieran iluminado su rostro de no haber parido tres hijos, de no haber nacido en un desierto, de no haber estado ligada desde la pubertad a las imposturas de un matrimonio al que había sido abocada sin su consentimiento, mediante las mismas negociaciones que los chalanes usaban para comprar una res. Miró el reflejo insegura, temiendo volver a ver a la misma Liberty March agotada y prematuramente envejecida de siempre. Pero no fue eso lo que sucedió. Aquel rostro seguía allí, sosteniéndole la mirada con una sonrisa afectuosa, que solo deshizo para hablarle con esa voz tersa, nítida, que de haber tenido Liberty diez años menos nada le hubiera costado reconocer: «Liberty», decía, «Liberty, ¿me oyes? Te llamas Liberty, ese es el nombre que recibiste hace veintiséis años. No es la ofrenda con que tus antepasados agradecieron al Señor el haberles permitido llegar sanos y salvos a una tierra preñada con los dones de la libertad, sino la garantía de que algún día el destino te concedería una vida muy distinta a la que ellos padecieron. Ese momento ha llegado, Liberty March. Ya no eres la esposa de nadie. Tu vida es tuya, ahora eres libre». Solo entonces la visión desapareció, y Liberty March asintió como en sueños, para escuchar una voz bastante más mundana que, pese a ello, parecía llegarle desde un lugar mucho más remoto, como un cementerio extranjero o una vida pasada:

—¿Me oyes, Liberty? —decía—. No trates de impedírmelo, William y Evelyn trabajarán donde yo decida, eso es todo lo que tienes que saber; soy su padre y no hay más que hablar al respecto.

—Sí que lo hay, John Crossan —respondió Liberty, mientras se limpiaba las manos en el delantal y lo arrojaba despectivamente sobre los platos agolpados en el fregadero—. Pero no merece la pena que me moleste en decírtelo.

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