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LA CONSTRUCCIÓN DE AMERIKA » VIII

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quella respuesta podía ser demasiado sutil para la comprensión de John Crossan, pero no iba a necesitar más que un día para recibir suficientes muestras de su significado. La primera le llegó nada más despertarse, cuando Liberty le exigió abandonar la habitación y tomar otra entre las vacantes que había en el Wentworth, o lo que sería más adecuado para todos: cambiar de hotel. No lo estaba abandonando, le dijo. Sencillamente, le daba la oportunidad de que rehiciera su vida, ya que por lo visto ella y los niños eran el estorbo que le impedía vivir una vida mejor. Y aunque no fuera así, quizá para Liberty el estorbo era él. Así que eres libre para seguir tu propio camino, concluyó. Sé feliz y por nosotros no te preocupes, podremos apañárnoslas bien sin ti.

Pese al asombro que le había provocado aquel anuncio ya de buena mañana, Crossan creyó que no había motivos para sentirse intranquilo. Liberty acusaba así la presión que suponía verse sin dinero, eso era todo, y tenía derecho a desahogarse con aquellas rabietas que ponían de manifiesto su carácter bronco, impulsivo, poco dado, al contrario que el suyo, a la reflexión serena y reposada. Pero ya se le pasaría, y tan pronto meditase sobre ello, cuando las emociones aún revueltas acusaran la necesaria pleamar, tendría que admitir que la única solución a sus problemas pasaba por echar a los perros del trabajo diario a aquellos dos chiquillos que, reconozcámoslo, con aquellos mimbres que habían recibido de ellos lo más probable es que no hubieran nacido para ocupar ninguna cátedra. Pero lo cierto es que se sentía inquieto, y a medida que avanzaba la mañana, comprendió que su creciente estado de nervios le estaba arruinando las pocas esperanzas que tenía de encontrar un trabajo. Cometió otro error en la larga cadena de equivocaciones que había iniciado desde el momento en que decidió trasladar a su familia a Nueva York: con el fin de rehacer su confianza en sí mismo, ingresó en una taberna y se gastó los últimos billetes de que disponía en unos cuantos vasos de whisky. No estaba haciendo algo malo, se dijo. Aquello no significaba nada, no era más que una palmadita en la espalda, otra manera de darse ánimos. Pero John no era un bebedor acostumbrado, y enseguida acusó el puñetazo en las tripas que suponía ingerir aquel garrafón de tercera en ayunas. Sin embargo, cuando el efecto sobre su estómago empezó a propagarse de una manera mucho más plácida por sus venas, se sintió elevado por una euforia incontenible, y la noción de que al terminar el día habría conseguido el trabajo de su vida comenzó a cobrar una forma sólida y definida en sus pensamientos. Abandonó la taberna con paso resuelto, canturreando alegremente y quitándose el sombrero cada vez que en su paseo enfilaba a alguna dama, la cual inevitablemente bajaba los ojos, sonrojada, y le dedicaba una sonrisa tímida, o eso era lo que a Crossan le parecía ver tras la neblina que de pronto se había asentado ante sus ojos. Al doblar una esquina, pasó por casualidad frente a una pequeña tienda de ultramarinos, modesta pero conmovedoramente acicalada, ante cuyas puertas se exponían diversos cestos y otros enseres de pesca junto a unas cajas rebosantes de pescados, tan elegantes y aerodinámicos que, si no habían sido forjados a mano en una herrería, debían de proceder de algún reino misterioso donde los hombres conservaban un pacto sagrado con el mar. Con la lucidez que presta el alcohol, y antes de dejar atrás el escaparate, Crossan vio por el rabillo del ojo un cartel que solicitaba dependientes con experiencia. No lo dudó un solo segundo, espoleado por aquella exultación que lo arrastraba: de un zarpazo arrancó el cartel del ventanal y se dirigió con paso firme al interior de la tienda. Dentro había una joven de unos trece o catorce años, de piel oscura y una melena que parecía haber recibido sobre sus rizos la estola de la noche cerrada. Atareada en colocar el género en sus correspondientes cajas, ni siquiera reparó en su entrada. Crossan carraspeó para llamar su atención, y acto seguido blandió el cartel ante los ojos de la sorprendida muchacha, anunciándole con una sonrisa de oreja a oreja que él era el hombre que necesitaban. Contra lo que esperaba, la muchacha no saltó a sus brazos ni palmoteó de alegría, sino que permaneció por un momento rígida, hasta que, encomendándose al lenguaje de los gestos, se decidió a emitir un parloteo indescifrable. Le costó a Crossan advertir que la chica no le estaba hablando en inglés. Aparte de eso, que fue lo único que entendió, no alcanzó a comprender nada más, aunque el hecho de que se le hubiese respondido con reluctancia lo devolvió por un segundo a su estado natural de indecisión y zozobra. Pero no iba a doblar tan pronto. Aquello debía representar algún tipo de prueba, con el que aquella astuta chiquilla estaría tratando de conocer la versatilidad de sus capacidades. Señaló entonces el cartel, del que todavía no se había atrevido a despojarse, como si fuese el salvoconducto necesario para ingresar en alguna tierra prometida, y apoyándose en el velador sin restar un ápice a su sonrisa de lunático dijo lentamente: «Trabajo». La muchacha dio un paso atrás y lo miró con inquietud.

Non so come dirlo —balbuceó—,

non parlo inglese. Venga nel mezzogiorno, per favore. Il mio capo non è ancora arrivato.

Crossan empezó a sentirse nervioso, y supo que la sonrisa ufana con que alardeaba de resolución ya solo debía de parecerse al rictus de un cadáver, o algo igual de turbador, a tenor del efecto que había obrado en la chica. Oyó entonces las campanillas que colgaban sobre la puerta, y casi sin necesidad de volverse, como si aquello fuese la respuesta que resolvía los sinsentidos de la vida, concibió una gran idea, la típica genialidad como las que solo se te ocurren cuando estás borracho. La puerta se había abierto para dar entrada a una anciana tambaleante y algo achacosa, abrazada a un bolso enorme y visiblemente pesado, como si temiera salir volando si no llevaba aquel contrapeso entre las manos. Crossan no lo dudó. Tenía ante sí la oportunidad de demostrar su valía, y decidió aprovecharla atendiendo por su cuenta a aquella adorable anciana. Por efecto de la borrachera le costaba hilar las palabras, pero eso no se le antojaba un impedimento para lograr una buena venta, sino un detalle entrañable y pintoresco, como tener acento de pueblo o labio leporino, e incluso creía estar agasajándola con su verborrea de vendedor experimentado cuando la anciana no había tardado en olisquear su aliento y concebir la sospecha de que aquel borracho intentaba atracarla. El terror impedía a la anciana moverse de donde estaba, como esos animalitos de carretera susceptibles a la hipnosis de los halógenos, pero alcanzó a enviar una mirada desvalida a la muchacha, que al momento abandonó el mostrador y, con unos suaves empujoncitos, acompañados de su intrincado barboteo, intentó que Crossan abandonase la tienda. No era solo que estuviese asustando a su cliente: también la estaba asustando a ella. Había que estar muy borracho o ser demasiado terco para no comprender lo que la chica le estaba pidiendo, aquel tono abrumado ya se bastaba por sí solo para aclararle que sobraba, pero por supuesto Crossan no iba a recular ante la primera contrariedad. ¿Qué clase de trabajador sería entonces? Se zafó de la muchacha y, aferrando a la asustada anciana del brazo, la llevó de un lado a otro de la tienda poco menos que a rastras, adulando la frescura y calidad de las mercancías, el tacto esponjoso de las mallas, la imponente majestad de aquellos pescados que parecían dorados por algún sol submarino. En un descuido de Crossan, que al verse ante los bacalaos necesitó de las dos manos para pregonar sus virtudes, la vieja corrió a la calle pidiendo a gritos la presencia de la policía. Crossan salió tras ella, blandiendo el primer pescado que le salió al paso, el cual resultó ser un calamar, y la chica salió tras él. Antes de que algún agente de la ley pudiese poner fin a aquella ridícula escena, la muchacha había logrado llamar la atención de un repartidor de periódicos que pasaba frente a la tienda; tras intercambiar con él unas rápidas palabras en italiano, el joven trató inútilmente de contener a Crossan, que seguía clamando a los cuatro vientos la importancia de una dieta basada en el pescado, y, en vista de su incapacidad para hacerle entrar en razón, lo envió al suelo de un gancho a la mandíbula. Cuando Crossan se vio tendido en la acera, rodeado de pronto por un montón de curiosos que celebraban su numerito entre carcajadas, sintió que su entusiasmo se transformaba en confusión y luego en un inesperado arranque de cólera. Recorrió con una mirada a la multitud, mientras se frotaba con una mano incrédula el lugar de su barbilla donde había recibido el golpe, dejándose llenar lentamente por la furia que le ardía dentro. Supo entonces que aquella rabia tenía nombre. Se llamaba Matrimonio, se llamaba Gran Manzana, se llamaba Liberty March, se llamaba Miseria. Hasta aquel preciso momento no se había dado cuenta de lo quemado que estaba. Soltando un gruñido animal se incorporó de un salto, y, con una agilidad impropia, arremetió contra el joven que lo había lanzado al suelo. Puesto que no esperaba respuesta alguna de un borracho que apenas podía tenerse en pie, el joven recibió como pudo aquel golpe y atravesó junto a Crossan el escaparate de la tienda de ultramarinos. La chica lanzó un grito de espanto, la vieja, aún con más fuerzas, lanzó otro, y eso y el estrépito de los cristales rotos que nevaron sobre su cabeza fue lo único que Crossan pudo escuchar antes de que sobre el mundo cayese un manto de silencio. Al recobrarse del golpe, comprobó con alivio que el resultado de su ciega acción podía haber sido peor: uno de los cristales le había rajado la frente y ahora sangraba profusamente, tendido en el suelo junto al repartidor de periódicos. No podía decir lo mismo, sin embargo, del bulto que yacía a su lado. Todas las miradas confluían en él, y al mirarlo, Crossan reparó con horror en que el joven al que había arrollado con su violento placaje estaba muerto. No había nada que justificase un pensamiento así. No había sangre, no había una navaja de vidrio brotando de sus tripas, no había ninguna de esas visiones escandalosas que uno asocia enseguida con la muerte. Pero Crossan no necesitaba de tales evidencias. Le bastaba con mirarle a los ojos, donde la luz del mediodía empezaba a enviscarse, para saber que lo había matado.

De golpe, los efectos de la borrachera se le disiparon por completo. Todavía tambaleándose se incorporó tan aprisa como pudo, y atravesó la multitud abriéndose paso a empellones, algo apenas necesario dado que la mayor parte del gentío se hizo reverenciosamente a un lado, desplegando un sobrecogido corredor humano. Temía verse zafado por alguna mano anónima, ¿pero quién tendría valor para detener a quien les había enseñado la muerte de cerca? Nadie, por lo visto. Así que corrió calle abajo, libre de impedimentos, en dirección a los muelles. No tardó mucho en oír a su espalda el silbato de un policía, respondido al momento desde una esquina próxima por otro desagradable pitido, lo que le hizo recrudecer sus zancadas. Jadeando, avanzó por una avenida repleta de transeúntes ociosos que obstaculizaban su carrera, hasta que logró desembocar en una plaza ajardinada, de dimensiones angostas, en cuyo centro una aburrida fuente de piedra mascullaba para nadie su lamento de agua. Allí, Crossan tropezó con las cuerdas que unos niños tendieron a sus pies, se empotró contra un estratégico carrito de naranjas y golpeó a ciegas el rostro del vendedor ambulante que trató de detenerlo. Maldijo entre dientes, mientras abandonaba al fin aquella trampa mortal y se internaba cojeando por una calle cubierta de desperdicios que, para su desesperación, resultó ser un callejón sin salida. Se dejó caer sin aliento tras una hilera de cubos de basura. Permaneció allí inmóvil, a la espera del fundido en negro que debía cerrarle las compuertas de la consciencia, sintiéndose el corazón ordeñado por una zarpa juguetona que parecía curiosa por conocer su aguante. Cerró los ojos, tembloroso y sollozante, y deseó con todas sus fuerzas no despertar jamás. Había matado a un hombre. Merecía cuando menos que también su vida acabase ahí. Pero, a poco que entreabrió los párpados, comprobó que probablemente el destino tenía otros planes para él. El destino o lo que fuese aquello que barrió de pronto el mundo con una luz cegadora, desdibujando los contornos de cuanto a Crossan le rodeaba, incluido él, como comprobó con espanto al abrir los ojos y ver que sus piernas y el resto del cuerpo habían sido devorados por la luz. Lanzó un grito, invadido por un pánico paralizador, mientras la luz convertía el universo en un paisaje blanco, como solo debió de serlo cuando era una página vacía en las manos del Creador. Fue lo último que Crossan pudo ver antes de que no pudiera ver nada más.

No supo cuánto tiempo había permanecido inconsciente, pero, cuando empezó a recobrar los sentidos, constató aliviado que aquella blancura deslumbrante había desaparecido, para ser sustituida por una tranquilizadora nada ocre. Todavía no podía ver con claridad, pero al menos distinguía las siluetas de las cosas que despuntaban a su alrededor, si bien emborronadas por una especie de aura amarilla, de aspecto pegajoso, que embarraba cuantos objetos tenía ante sí. Crossan estaba seguro de no haber sufrido ningún daño de gravedad, fuera lo que fuese lo que había originado el fenómeno, pero era evidente que las secuelas producidas por aquella luz abrasadora aún tardarían en disiparse. Bueno, sería cuestión de tiempo volver a ver el mundo tal y como era. Aunque al momento de pensarlo sintió una corriente helada introduciéndose en sus huesos. No, aquello era precisamente lo que menos quería que sucediese. El mundo era ahora un lugar distinto. Había matado a un hombre, y eso bastaba para que nada pudiera volver a ser igual que antes. Sacudió la cabeza, incrédulo. ¿Cómo era posible que hubiera arruinado su vida de aquella manera, en tan breve espacio de tiempo? Era un pensamiento egoísta, habida cuenta de que ya había destrozado una vida de manera irreversible y a él aún le quedaba la oportunidad de enderezar sus pasos, pero lo cierto era que no podía explicar aquella muerte estúpida sin remontarse a lo sucedido solo unas semanas atrás, y si algo anhelaba ahora era una explicación para lo ocurrido. Él no era un vulgar asesino. Aquello había sido un terrible accidente, solo eso, y ojalá pudiera volver atrás para actuar de otra manera. Se reclinó contra la pared y respiró hondo, tratando de ordenar sus pensamientos. Después decidió que daba igual lo que pensara o hiciese. Puesto que en algún momento tendría que abandonar el callejón, aguardaría unos minutos hasta que recuperase la visión y luego se marcharía de allí. Se le hacía extraño, sin embargo, poseer mientras tanto una mirada que parecía radiografiar el mundo. No era capaz de ver lo que había a su alrededor, al menos de la forma en que presumiblemente lo hacía el resto de la humanidad, pero de algún modo no le hacía falta ver como siempre para distinguir lo que veía. Por ejemplo, los cubos de basura se encontraban a su izquierda, pero unos pasos más allá había otro par de cubos en los que no había reparado al adentrarse a trompicones en el callejón: lo supo porque destilaban unos destellos suaves, lívidos, que poco a poco fueron cobrando un tono plateado semejante al mercurio. Lo supo como sabía que la mancha verde que se había formado a su derecha era un gato, mucho antes de que su aspecto borroso se condensase en una silueta compacta y perfectamente discernible, que se concretó en la inconfundible rúbrica de un maullido. Lo supo como sabía, o empezaba a saber, que para él el mundo, en efecto, había cambiado por completo.

Presa de un horrible presentimiento, se incorporó del amasijo de basura sobre el que permanecía derrengado y corrió en busca de una taberna, que, como esperaba, no le costó reconocer entre los diversos brotes de colores que florecieron en lo que sin duda era la acera opuesta de la calle. Una vez dentro, se encerró en el aseo y, resollando, palpó las paredes en busca de un espejo. El rostro que vio en él era un rostro rojo. Los ojos eran dos manchas rojas, los labios y la nariz eran solo un par de formas de color rojo, el cabello era cárdeno, incluso la piel era del mismo color que aquel laberinto de crestas, relieves e incrustaciones que mapeaban su cara. Era ahora un hombre rojo, coloreado con todos los rojos que nadie pudiera concebir jamás. La sorpresa lo dejó boquiabierto: lo supo no porque sintiera que se le descolgaba la mandíbula, sino porque en el espejo se formó una mancha marrón en el espacio donde tenía que haberse reflejado su boca. No estaba volviéndose loco, se dijo; de hecho, no se había sentido más lúcido en toda su vida. Abrió entonces la puerta del aseo y asomó al exterior. Al igual que él, los seres que poblaban aquel tugurio también habían perdido la apariencia que los definía y ya solo eran sombras flotantes, diferenciadas entre sí por una incalculable explosión de colores y formas candentes: había borrachos verdes, prostitutas azules, ladrones amarillos. Y lo más asombroso era que todos y cada uno de ellos, ahora que se le mostraban incendiados por aquellos colores, le hablaban de lo que eran y de lo que sentían mucho mejor de lo que lo hubieran hecho de tener que expresarlo en palabras. Crossan los miró uno a uno, pasando de la ansiedad a la exultación, del sosiego al pánico, de la inquietud a una incongruente ternura. Sí, estaba viendo el mundo tal y como era, así de simple. No sabía cómo lo sabía, pero lo sabía. Los colores verdes le angustiaban, de eso se dio cuenta enseguida. Los tonos azules parecían susurrarle: «Confía en mí». Otros le gritaban: «Huye en seguida». Confundido por la marea de sensaciones que lo asaltó de pronto, volvió a introducirse en el aseo, empujó la puerta y, lanzando un ronco suspiro, se apoyó contra ella.

Había que aceptarlo, se dijo, mientras, con un estremecimiento, miraba una vez más el rostro que se formaba en el espejo. Lo quisiera o no, aquella era la forma en que a partir de ahora iba a ver el mundo que le rodeaba. Mirarse era como ver la imagen de su aura fotografiada por una cámara Kirlian. La luz había devorado a la carne, aunque, por suerte, para guiarse por un mundo lleno de espejismos aquello era más de lo que nadie podía desear.

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