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LA CONSTRUCCIÓN DE AMERIKA » X

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on la marcha de Crossan, todo comenzaba a cobrar un aire más cotidiano y, en cierto modo, hasta previsible, por extraordinario que en el fondo fuese cuanto estaba a punto de suceder. A decir verdad, el descubrimiento de June Caprice por parte de un empresario teatral de Los Ángeles que buscaba en Nueva York rostros infantiles para un numerito de variedades en lo que años más tarde se conocería como Off-Broadway, y que por casualidad se detuvo a descansar en el Wentworth, por casualidad se equivocó de piso al dirigirse a la habitación que el recepcionista le había asignado y por casualidad se fijó en una niña que cantaba

I Gave My Heart To Sally en las escalinatas del hotel, rodeada por un puñado de jóvenes que la miraban embelesados, podía ser la historia de cualquiera de las aspirantes a estrellas de cine que iniciaron su carrera cuando no habían alcanzado siquiera la edad de abandonar las muñecas y, pese a las promesas y los éxitos que las acompañaron en su escalada hasta la adolescencia, nunca llegaron a pasar de la línea de coro, a capturar unas frases de diálogo o a verse deslumbradas por las candilejas de los primeros planos cuando arribaron a esa línea de sombra en la que por fin desaparecía la exigente etiqueta de «estrella infantil». June, sin embargo, lo logró, favorecida por un rostro de turbadora belleza que no había perdido en el camino la enigmática tristeza de sus rasgos, y por las decisiones que tomaba por ella esa presencia vigilante que medía sus pasos con mano de hierro: Liberty March. Como en cualquier otra historia de actores infantiles que se ganaban el afecto de las multitudes a las primeras de cambio, el astuto descubridor de June Caprice, que no tardó en cambiarse el nombre por el de Ginger P. Mannix debido a algunos compromisos pendientes con la Justicia, se convirtió en el agente de la rutilante estrella. Los empresarios que la contrataban trataron de prevenir su previsible descarrío emocional configurando a su alrededor una existencia de reclusa, mientras los directores y productores teatrales la mimaban con caprichos que para los hábitos de cualquier otro niño no hubieran alcanzado siquiera el rango de chucherías. Al final, entre unos y otros prácticamente la condenaron a vivir junto a su madre y sus hermanos en aquellos teatros menesterosos que elevaban sus huesos en las calles adyacentes a la espectacular y renacida Times Square, edificios tan siniestros como las casquerías y los establecimientos de pompas fúnebres que los flanqueaban, e igualmente impregnados de un olor a sangre seca y cuerpos en proceso de descomposición que quizá estaba causado por la vecindad de aquellos sombríos negocios o porque los teatros exigían demasiado de sus prisioneros. Liberty transigía a duras penas con aquello, aguardando su momento, atendiendo a June con la monolítica vigilancia de una esfinge. Todavía ignoraba las reglas que les permitirían sobrevivir en aquel mundo que se desplegaba ante ellos, un mundo que, pese a lo que el público podía ver desde la platea, cada temporada depositaba montones de cadáveres en las cunetas, y si no quería que su pequeña June ocupara demasiado pronto la fosa común del olvido, no tenía más remedio que esperar y observar. Al principio lo asumió como una situación temporal, una forma de salir de la miseria hacia la que se despeñaban sin remedio: la misma excusa, en otras palabras, que su marido empleó para explicar por qué William y Evelyn tenían que arrimar el hombro cuando él ya no se bastaba por sí solo para sacar la casa adelante. Pero había una diferencia, claro: Liberty no era una derrochadora, como el indigente que había echado por tierra su vida. Liberty y los niños se habían quedado solos, necesitaban dinero, y la hija de Florence March no había nacido para fregar suelos. El dinero que había llegado a la casa hasta que la providencia marcó a Ginger Mannix el camino hacia el Wentworth tenía un origen bien distinto, y en cierto modo no era algo de lo que se arrepintiera, pues por primera vez había sabido lo que significaba tener un hombre de verdad entre las piernas. Ahora el dinero lo traía la pequeña de la casa, pero ella la protegía. Aprendió las estrategias de los agentes que traficaban demandas y favores por los teatros de Broadway, desde los que disponían de una cartera raquítica hasta los que cargaban con los destinos de estrellas de más enjundia que unos simples niños cantores, y una vez aprendió a manejar la mayoría de los trucos, una vez asimiló ciertas artes de la hipocresía, decidió que debía negociar por su cuenta los contratos de June. Descubrió al repasar algunos libros de cuentas y al contrastar unas cuantas informaciones con un par de empresarios honrados que ese Ginger Mannix era, como poco, un embustero patológico y un estafador consumado; por supuesto no era algo que no hubiese intuido desde el día en que lo conoció, desde el preciso momento en que el tipo le estrechó la punta de los dedos con su mano sudorosa, conjugando aquella alicatada sonrisa de vendedor de azulejos que parecía estar tasándola para el harén de un sultán. Pero entonces Liberty lo necesitaba, aunque, al mismo tiempo, sabía que más pronto que tarde dejaría de necesitarlo. Y tampoco podía decirse que Mannix fuera un tipo listo, la clase de delincuente criado en las calles que temían los agentes de policía, pues, como un ratero torpón en una cacharrería, había dejado tantas pruebas de sus saqueos en las ganancias de la pequeña que más difícil resultaba dar con un papel donde no hubiera dejado la impronta de sus manazas.

Ahora Liberty tenía esas pruebas en la mano. Si quería actuar como representante legal de June sin incumplir el contrato que la ligaba a Ginger Mannix, aquello era justamente lo que necesitaba. El recepcionista del Wentworth, un jovencito alegre que regalaba caramelos a June cuando sus dueños la libraban alguna tarde de la esclavitud del teatro, se la subía a los hombros para que manipulase las agujas de un reloj parado hasta hacer saltar de sus vísceras al sonriente cuco, la desafiaba a carreras por entre las columnas y palmeras del vestíbulo y, en definitiva, bebía los vientos por Evelyn, le había entregado un sobre marrón cuya procedencia no le supo precisar. Como Liberty pudo comprobar más tarde, al abrirlo en el cobijo de la habitación, aquel sobre guardaba en su interior un contrato falsificado con la firma de Liberty, además de un documento en el que June se comprometía a pagar a Mannix una suma desorbitada si alguna vez era contratada para rodar alguna película, y, lo que acabó de incendiarle la sangre, unas cuantas hojillas garabateadas con conmovedora dificultad por la propia June, donde la niña juraba ante Dios y ante el pueblo de los Estados Unidos que en caso de morir el único beneficiario de su legado sería su agente, Ginger P. Mannix. Era evidente que aquel montón de basura no hubiera tenido validez a los ojos de ningún juez limpio, pero eso no rebajaba la indignación que Liberty sentía arderle en el pecho. Lo que menos le importaba era quién podía ser el emisario de aquel sobre: algún cómplice insatisfecho, algún antiguo cliente al que Mannix habría estafado hasta el último céntimo, qué más daba. Había decidido que no acudiría a él para pedirle explicaciones por aquellas maniobras; simplemente, se dirigió a la comisaría de policía más próxima, presentó los papeles falsificados, denunció el nombre que aquel burdo delincuente le había confiado en el Wentworth el día en que reconoció en June el diamante que lo sacaría de pobre y, por último, dio la dirección donde los agentes podían localizarlo. Luego, con idéntica serenidad, se encontró con Ginger en sus habitaciones del Algonquin, y tras sentarse tranquilamente en un sillón, le dijo lo que acababa de hacer. Le explicó entonces que tenía dos alternativas: o bien se tomaba la justicia por su mano, ahora que aún estaba libre y tenía ante él a la mujer que le había arruinado la vida, o bien se ahorraba aquella frivolidad y corría a abandonar la ciudad cuando aún tenía tiempo de hacerlo. Ginger Mannix estaba tan perplejo que no acertó a reaccionar. Por un momento pareció considerar la posibilidad de elegir ambas opciones, pero algo en la mirada de Liberty lo disuadió de desafiar a la suerte. Furioso, llenó una maleta apresuradamente, introduciéndole además varios fajos de billetes en un doble fondo, y acto seguido telefoneó a un par de contactos. Liberty, postrada en el sillón mientras se rizaba con indolencia un mechón de cabello, como si aquello fuera otra de las representaciones teatrales que desde hacía meses se había acostumbrado a presenciar, escuchó por primera vez los misteriosos desplazamientos semánticos que constituían una conversación entre hampones, las contraseñas que intercambiaban con supuesta astucia, por bisoños que fueran. Cuando Mannix murmuró alguna estupidez sobre unos calcetines rojos, Liberty comprendió que se disponía a huir a Boston. Lo vio correr luego al otro extremo de la habitación, jadeando, con esos pasitos bamboleantes y entrañables de los gordos que usan tirantes, lo vio arrastrarse por el suelo apenas sin aliento para rescatar un bulto sospechoso que guarecía en un pañuelo arrugado bajo el colchón de la cama, y, cargado con su maleta, lo vio tambalearse en dirección a la puerta mientras se enjugaba la frente con un pañuelo de lunares, todo ello con una premura torpe a la que le faltaba una melodía circense para resultar más cómico. Al aferrar el tirador, Mannix giró la cabeza, y casi como si se viera obligado a hacerlo, porque las cosas no podían quedar así y, al fin y al cabo, un hombre es un hombre, sentenció:

—Nos veremos las caras, March. Y te juro por Dios que te arrepentirás de lo que has hecho.

—Claro que sí —le respondió Liberty desde el sillón, mientras levantaba un brazo lánguido a modo de despedida—. Pero para ello tendrás que pagar tu entrada, cariño, como todo el mundo.

Mannix estuvo a punto de sacar la pistola y volarle la cabeza a esa mala zorra de un disparo, pero tuvo que conformarse con cerrar de un portazo al imaginar el escándalo que aquello supondría. Corrió hasta el final del pasillo, bajó por las escaleras de emergencia y pretendió abandonar el hotel por la puerta que daba a la cocina. Seguramente Mannix no era un individuo al que se le pudiera tachar de peligroso, de hecho debía de ser tan peligroso como ágil, pero por lo visto los chanchullos que arrastraba desde su vida pasada no debían de estar tan mal situados en el escalafón delictivo. La policía había dispuesto varias parejas de vigilantes armados en todas las salidas del Algonquin, si bien no necesitaron desenfundar las pistolas para reducir a su presa. Al verlos, Ginger Mannix se arrojó al suelo boca abajo y empezó a lloriquear, mientras reclamaba la presencia de sus abogados, alegando que otros peores que él le habían obligado a que lo hiciese, fuera lo que fuese lo que había hecho porque ni siquiera él sabía a qué diablos se estaba refiriendo. Liberty salió del hotel a tiempo de ver cómo los agentes le esposaban las manos a la espalda y lo introducían en un coche patrulla, exponiéndole educadamente las cláusulas a que quedaban reducidos sus derechos legales, mientras Mannix se lamentaba entre sollozos de no haber tenido nunca en la vida un verdadero amigo.

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