Amelia

Amelia


Capítulo 12

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Quinn decidió acampar entre Del Río y Juárez, junto a un pequeño arroyo. Su joven acompañante no había despegado los labios y Quinn se preguntó si seguiría preocupada por lo ocurrido la noche anterior.

-Estás muy callada -dijo mientras ponía una sartén al fuego para calentar las judías-. Eso es que tienes hambre, ¿verdad?

-Sí-contestó ella arrebujándose en su chal-. Eso es. Estaba pensando en Manolito y en lo que le hará mi padre cuando se entere de lo que ha pasado. ¡Espero que le corte el cuello!

-¿A qué se dedica tu padre? ¿Es un campesino o un hacendado?

-Es un bandido -contestó ella, sonriendo ante su expresión de fingida estupefacción-. Ya veo que le sorprende, señor. No se preocupe, no le hará daño.

Al contrario, le estará muy agradecido por haberme llevado a casa sana y salva. Sin embargo -añadió con gesto preocupado-, no debe saber lo que ocurrió entre nosotros. Le dolería mucho.

-Comprendo. A mí también me duele. Sabes, nunca había obligado a una mujer a hacer algo contra su voluntad. Yo no sabía que no eras como las demás ni que estabas drogada. Estoy arrepentido de lo que hice.

-Yo también -suspiró la muchacha-, pero eso no cambia las cosas. Lo hecho, hecho está. La Virgen nos perdonará, señor, y castigará a Manolito por su traición.

-Cuéntame más cosas sobre tu padre -dijo Quinn.

-Es un buen hombre, señor-contestó ella solemnemente-. Muchas de las cosas que la gente dice de él no son verdad. Quiere a su pueblo y cuida de él como un padre. Vela por que los pobres tengan ropa y comida; los enfermos, medicinas; y los bebés, leche. Ni el gobierno ni los hacendados quieren saber nada de nosotros. Si no fuera por mi padre y sus hermanos, nuestro pueblo habría muerto hace mucho tiempo.

-¿Y dices que tú eres su hija? -preguntó Quinn acariciando la estrella de plata de cinco puntas que escondía en un bolsillo de su guerrera.

-Mi verdadero padre murió cuando yo tenía diez años. Mi madre, viuda y con tres hijos pequeños, volvió a casarse. Necesitábamos a alguien que nos ayudara a sacar nuestra granja adelante pero el hombre que escogió como marido era un bruto. Nos trataba como a esclavos y nos hacía trabajar de sol a sol. Nos pegaba y no nos daba de comer. Mi hermano pequeño murió al poco tiempo y, aunque mi mamá se resintió mucho, permaneció a su lado. Por aquel entonces él empezó a fijarse en mí... ¿Me comprende?

-Sí.

-Un día fue a la ciudad a vender algunas cabezas de ganado y se emborrachó con sus amigotes. Decidieron asaltar y quemar nuestra granja. Mi madre y mi herma

no mayor murieron en el incendio. Sus compinches dijeron que yo valía más que todos los caballos que acababan de robar y me llevaron con ellos. Su fechoría llegó a oídos del bandido Rodríguez quien, temiendo que le acusaran de ello, salió en su busca y les alcanzó cuando trataban de refugiarse en las montañas.

-¿Y por qué no te mató a ti también? -preguntó Quinn.

-Yo no dejaba de llorar y de llamar a mi madre. Un hombre enorme se acercó a mí haciendo sonar las espuelas. El resplandor del fuego a sus espaldas agigantaba su sombra y le daba apariencia siniestra. Lo primero que pensé es que necesitaba un buen afeitado y que su cara y su bigote eran demasiado grandes. Sin embargo, tenía los ojos más bondadosos que he visto en mi vida, señor-añadió con una sonrisa-. Me hizo sentar junto a él, me cogió la mano y empezó a hablarme en español. No entendí nada de lo que dijo, ni una palabra, pero sonaba tan dulce como una canción de cuna. Entonces empecé a llorar de nuevo y él me abrazó. Olía a tabaco y a caballo pero consiguió tranquilizarme. Uno de sus hombres hablaba un poco de inglés y me dijo que no me iban a hacer ningún daño y que me iban a llevar a su casa, donde cuidarían de mí y de mi hermano. Entonces sí que lloré de verdad, señor, porque temía que su interés en mí fuese... ya sabe, como había ocurrido antes.

-¿Le hablaste de tu padrastro?

-Sí. Me daba un poco de vergüenza pero se lo conté todo. ¡Debería haber visto cómo le brillaban los ojos! Se volvió hacia sus hombres y les dijo algo que no entendí. Hizo que aquel hombre me dijera que me iba a llevar con ellos a Malasuerte y que cuando me convirtiera en su hija nadie se atrevería a hacerme daño. Intenté hablarle de mi hermano pero él me acarició la mano y me dijo que in-tentase dormir. Cuando desperté mi hermano estaba acurrucado junto a mí. No podía creerlo. ¡Todo me parecía un milagro! -rió-. Estábamos rodeados de bandidos y más a salvo que nunca. No hay mucho más que contar -añadió tras una breve pausa-. Al poco tiempo encontraron a mi madre y a mi padrastro muertos. Nunca pregunté qué ocurrió y creo que prefiero no saberlo. Lloré mucho a mi madre pero mi nuevo padre, Rodríguez, ha cuidado de mi hermano y de mí desde entonces.

Aunque somos muy pobres, nos queremos mucho -dijo mirando a Quinn fijamente-. Rodríguez es el padre de todos. Papá Viejo, así le llaman en el pueblo.

-¿Es realmente viejo? -preguntó Quinn.

-Sí, muy viejo. Pero monta como el más joven y conserva la cabeza muy clara.

Haría

cualquier

cosa

por

él.

¡Espero

que

mate

a Manolito! -añadió entornando los ojos.

A Quinn le daba vueltas la cabeza. Así que el chiquillo que había llevado a Juárez era su hermano. Parecía que el destino tenía ganas de jugar con él. Se alegró de no haberle dicho la verdad cuando le había preguntado por qué estaba en México. Ella tampoco debía saber que su misión era capturar a Rodríguez y entregarle a las autoridades de Texas para que le colgaran.

-Parece preocupado -dijo ella-. No le dé más vueltas, no fue culpa suya. Usted no podía saber que yo no...

-No puedo dejar de pensar en ello -replicó Quinn, y le tendió un plato de judías.

-Podría haber sido cualquier otro -continuó ella mientras empezaba a comer-.

Usted se ha portado muy bien conmigo y le estoy muy agradecida.

-De todas maneras, no debió ocurrir.

-No permitiré que Rodríguez le haga ningún daño -le aseguró-. Estas judías están buenísimas, señor.

-Ya.

Parecía que por fin el escurridizo Rodríguez estaba a su alcance. Debía tener mucho cuidado. Quizá fuera una buena idea esconder su estrella dentro de una bota. Le dolía pensar que iba a tener que traicionar a su bella acompañante.

-Todavía no me has dicho cómo te llamas -dijo.

-Mi verdadero nombre es Mary pero todo el mundo me conoce por María. ¿Y

usted?

-Quinn -contestó.

-Quinn -repitió ella-. Me gusta. ¿Quedan judías? Quinn le sirvió una segunda ración mientras pensaba que estaba ante la muchacha más encantadora y bonita que había visto en su vida. Se preguntó si Amelia estaría de acuerdo.

Creyendo que había oído mal, King se acercó a Amelia un poco más.

-¿Perdón?

-He dicho que... quién es usted -repitió ella-. Me duele la cabeza.

-¿No me reconoce? -insistió King.

Amelia le miró a los ojos pensando que su tono le recordaba la frialdad de la plata. No era guapo pero tenía una estatura considerable y unas manos muy bonitas: grandes y de uñas cortas. Estaba muy moreno, y aunque llevaba traje, no parecía un hombre de ciudad.

-¿Es usted... un vaquero? -preguntó.

-Más o menos -contestó, estupefacto-. ¿Está segura de que no reconoce a ninguno de los que estamos aquí?

Había un muchacho rubio y de ojos castaños muy guapo, un hombre algo mayor y más grueso que los otros dos y una mujer de cabello canoso y ojos oscuros.

Todos parecían preocupados.

-Lo siento -suspiró Amelia-. ¿Son ustedes parientes... míos?

Estaba segura de que el hombre de ojos plateados no lo era, pero no sabía cómo había llegado a esa conclusión. Por alguna razón, su presencia le incomodaba y le inquietaba, a pesar de no ser más que un desconocido. -No, querida. No somos parientes -dijo Enid apartando suavemente a King-. Dime, ¿cómo te encuentras?

-Tengo dolor de cabeza... y también me duele la espalda -dijo llevándose la mano a la sien-. Estoy un poco mareada. ¿Me he golpeado en la cabeza? -preguntó al notar un enorme chichón.

-Eso parece -contestó Enid-. Pobrecilla. -Alan, ve a buscar al doctor

-ordenó King.

-Puede que esté en casa de la señora Sims. He oído que esta tarde ha tenido un bebé -dijo Enid.

Alan salió de la casa como alma que lleva el diablo. A mitad de camino se encontró con el doctor. -¿Cómo está? -preguntó.

-Ha vuelto en sí pero no reconoce a nadie -le informó Alan.

-Es comprensible, después de una experiencia tan extrema -replicó el doctor Vázquez meneando la cabeza con preocupación-. Puede que una parte del cerebro haya quedado dañada.

-¿Recuperará la memoria?

-¿Quién sabe, señor? Está en manos de Dios y será lo que El quiera.

El doctor hizo salir de la habitación a los Culhane y volvió a examinar a Amelia.

-Estoy bien, doctor -insistió ella-. No me pasa nada... -Se interrumpió y frunció el ceño-. Mi padre... -dijo lentamente-. Estaba pegándome cuando... ¡Estaba pegándome! -exclamó.

-Siento comunicarle que su padre ha muerto, señorita -dijo el doctor Vázquez y le cogió la mano.

-Muerto. Muerto... -murmuró ella mientras las lágrimas afloraban a sus ojos-.

¡Oh, Dios mío! -¿Recuerda que le hablé de un posible tumor en el cerebro? Mis exámenes han confirmado que se había extendido rápidamente. Sufría dolores terribles y no hubiera tenido sentido intentar alargarle la vida. Se ha hecho la voluntad de Dios, señorita.

-No le recuerdo. Sólo recuerdo que me pegaba -sollozó Amelia-. ¿Por qué lo hizo, doctor?

-No lo sé. -Prefería no confiarle sus sospechas sin antes estar seguro de lo que había ocurrido-. ¿Con quién estuvo ayer, señorita? ¿Lo recuerda?

-Creo... creo que fui de picnic con... Alan. ¡Sí, eso es! El muchacho rubio se llama Alan, ¿verdad? Y también están sus padres. El otro hombre... no se quién es.

¡No le recuerdo! -exclamó, cubriéndose la cara con las manos presa del pánico.

-Tranquila -dijo el doctor, y empezó a comprender-. No debe hacer esfuerzos.

No se preocupe, poco a poco recuperará la memoria. A veces, el cerebro intenta protegernos ocultándonos nuestras experiencias más amargas. Amelia se sosegó un poco. No se atrevía a mirar tras la cortina que escondía su pasado.

-Le repito que no le conozco -aseguró.

-Está bien, no tiene importancia -dijo el médico-. Ahora le daré algo que le aliviará el dolor. Intente dormir un poco. Cuando se encuentre mejor irá a Látigo con los Culhane. Allí estará mejor atendida.

-¡No, a Látigo, no! -exclamó-. ¡No quiero ir allí! -La señora Culhane cuidará de usted como si de una hija se tratara-insistió el doctor Vázquez-. Allí no corre ningún peligro. Hemos avisado a su hermano. ¿Recuerda a su hermano?

-Mi hermano... Quién -murmuró mientras en su mente se formaba la agradable imagen de un joven alto y rubio-. ¡Sí, le recuerdo!

-No tardará en venir. Le hará bien tener cerca a un miembro de su familia.

-¡Mi padre! -exclamó Amelia-. ¡El funeral! -Descuide, nos ocuparemos de todo

-le aseguró el doctor-, pero usted no debe asistir. No está en condiciones, señorita, lo siento. Se encuentra muy afectada y debe permanecer en casa. Yo lo arreglaré todo.

-Que Dios le bendiga, señor-suspiró ella.

-Y a usted también -contestó el doctor Vázquez, disponiéndose a marchar-.

Volveré dentro de unos días. Buenas noches.

-Gracias de nuevo.

-De nada -replicó él con una sonrisa.

Salió de la habitación y cerró la puerta suavemente. Fuera, tres pares de ojos expectantes se clavaron en él. -Ha recuperado la memoria parcialmente -les informó-. Le he prohibido asistir al funeral de su padre. Será mejor sacarla de esta casa cuanto antes.

-Eso está hecho -replicó Brant-. Mañana a primera hora enviaré un coche. Pero diga, doctor, ¿qué recuerda exactamente?

-Poca cosa -contestó el médico-. Sólo la paliza que le propinó su padre. También ha reconocido a tres de ustedes y a su hermano.

-¿Qué dice de mí? -preguntó King apareciendo con un vaso de brandy en la mano-. ¿Me recuerda?

-Me temo que no. -Pero el doctor sospechaba que Amelia le recordaba perfectamente aunque por alguna razón se negaba a admitirlo. Fuera lo que fuera lo que provocaba aquella extraña aversión hacia King, no favorecía su recuperación.

De momento era mejor no forzarla. Seguramente tenía una buena razón para adoptar esa actitud.

King se sintió desconcertado. Bajó la cabeza y miró el vaso apoyado sobre la mesa, con una expresión triste y ausente que su familia no recordaba haberle visto desde la muerte de Alice.

-Se recuperará pronto, ¿verdad, doctor? -insistió Enid.

-No lo sé, señora. Los golpes en la cabeza son muy delicados. Sobre todo, no deben dejarla sola. Dice que está un poco mareada y eso puede ser peligroso. Le he administrado un sedante y dormirá toda la noche. No duden en llamarme si me necesitan.

-No me separaré de su lado -prometió Enid.

-Ni yo -añadió Alan.

King seguía absorto en sus pensamientos y no escuchaba a nadie. Ahora él era el único que sabía lo que había ocurrido aquella tarde. Ni siquiera la propia Amelia imaginaba que podía estar embarazada. Debía tomar una decisión. ¿Qué podía ocurrir si no recuperaba la memoria completamente? King no podía permitir que se casara con Alan sin que éste supiera que podía estar embarazada de él.

El médico estaba diciéndole algo que no había entendido. Tampoco se había dado cuenta de que los demás habían subido a la habitación de Amelia y le habían dejado solo.

-Perdone, ¿cómo dice? -preguntó distraídamente. -Acompáñeme, señor Culhane, por favor. Hay algo que me gustaría comentarle en privado.

King le siguió hasta el despacho. El doctor Vázquez cerró la puerta y le miró con perspicacia.

-La señorita Howard no sólo ha sido golpeada. En su ropa interior había huellas inequívocas de recientes relaciones sexuales. ¿Sabe si su padre la violó?

-¡Cómo se atreve a...! -replicó King.

-¿Cree que eso no ocurre? -replicó el doctor-. Si supiera usted las atrocidades que he visto... Debo saberlo. Si ha sido así puede que haya quedado embarazada.

Habrá que ponerle remedio inmediatamente. Sin que ella lo sepa, podemos darle unas hierbas y provocarle un aborto.

King miró al doctor de hito en hito sin saber qué decir. Matar al bebé, eso es lo que había sugerido. Eso significaría tratar a Amelia como a cualquier mujer de las que sólo se acuestan con hombres por dinero. Si Amelia estaba embarazada se trataba de su propio hijo, sangre de su sangre.

-No fue su padre, ¿verdad? -aventuró el doctor, leyendo en el pálido rostro de King como en un libro abierto.

-Yo lo hice -confesó-. La seduje como un vulgar donjuán.

-Y ahora ella no recuerda nada.

-No -dijo King bebiendo un sorbo de brandy-. No recuerda nada.

-¿Qué quiere que haga, señor Culhane?

-No quiero que haga nada.

-¿Y si está embarazada? -insistió el doctor.

-Le recuerdo que está hablando de mi hijo -masculló King con ojos centelleantes-. Mi hijo, ¿entiende? Cometí un error y pagaré por ello si es necesario.

-¿La ama, señor Culhane?

-Naturalmente que no -replicó King-. La considero una mujer detestable.

-Ella le ama.

-Me amaba -rectificó King-. Eso se acabó. Bien, ahora ya lo sabe casi todo. El resto no es difícil de imaginar. Mi intención era evitar que mi hermano y ella se casaran, así que la seduje y luego se lo conté a su padre. Él montó en cólera y su propia violencia le llevó a la muerte. No hace falta que me recuerde mis pecados, doctor -dijo, arrastrando las palabras-. Soy consciente de que todo ha sido por mi culpa. ¿No es curioso? Sólo hay otra persona que presenció lo ocurrido pero no lo recuerda. Debería sentirme feliz de haberme librado de sus acusaciones. Mi castigo será tener que vivir bajo su mismo techo durante una temporada sin saber si lleva un hijo mío en su vientre.

-¿Qué piensa hacer si está embarazada?

-Me casaré con ella, desde luego -replicó King-. Todavía conservo algo de honor.

-Un matrimonio sin amor no se corresponde exactamente con mi idea de un acto de honor-repuso el doctor Vázquez.

King le miró fijamente. Si le hubiera apuntado al corazón con un revólver no habría resultado tan amenazador.

-La atenderé como mejor pueda-dijo el doctor encogiéndose de hombros-. Si está embarazada, seré el primero en saberlo.

-Está bien, pero no haga nada sin decírmelo -dijo King con aspereza.

-Nunca haría una cosa así -replicó el doctor-, a menos que tenga la certeza de que ese niño es fruto de una relación incestuosa. En ese caso, señor, haré lo que estime oportuno.

-¿Dice que su padre tenía un tumor en el cerebro? -preguntó King.

-Así es -suspiró el médico-. Su muerte ha sido un alivio para esa pobre niña.

Por más que le advertí del peligro que corría, ella se negaba a abandonarle.

Luego, el doctor se marchó. King quedó solo en el despacho. Bebió hasta casi perder el sentido. Los médicos sabían mucho de remedios y medicinas pero lo que él necesitaba aquella noche era una buena borrachera que le obnubilara la razón.

No quería pensar en los problemas que había causado a sus seres más queridos por miedo a volverse loco. La copa se le escurrió entre los dedos y cayó al suelo produciendo un ruido seco. King reclinó la cabeza en el respaldo del sillón de Hartwell Howard y se quedó profundamente dormido.

Minutos después de medianoche, Enid entró en el despacho para encender el fuego y encontró a su hijo mayor en un estado lamentable. Sonrió tristemente y paseó la mirada por la habitación buscando alguna prenda con que cubrirle.

Encontró una manta de viaje cuidadosamente doblada sobre una silla y se la echó encima.

El pobre lo estaba pasando realmente mal. La aguda intuición de Enid le decía que entre Amelia y King había un secreto, pero desconocía de qué se trataba.

Resultaba significativo que Amelia hubiera reconocido a todo el mundo excepto a King. Estaba segura de que eso atormentaba a su hijo y se arrepintió de haber sido tan dura con él en algunas ocasiones. Sólo quedaba confiar en que el tiempo contribuyera a la recuperación de Amelia y el sosiego de King.

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