Amelia

Amelia


Capítulo 13

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A la mañana siguiente los Culhane condujeron a Amelia a Látigo. Todavía no habían conseguido localizar a Quinn, aunque se le había visto en Del Río. El cuerpo de Hartwell Howard descansaba en la funeraria, pero debía ser enterrado al día siguiente, con o sin la presencia de Quinn.

Amelia pidió verle pero topó con la firme oposición de los Culhane. Temían que la impresión fuera demasiado fuerte y que su salud se resintiera. Tampoco mencionaron nada sobre los detalles del funeral.

King se negó a acompañarles en el coche y regresó sólo a Látigo. Amelia le rehuía como si estuviera frente al mismísimo diablo. La única vez que sus miradas se habían cruzado, ella había bajado los ojos. Si Quinn no había aparecido al anochecer él mismo iría a buscarle. De ese modo se vería libre de la presencia de Amelia durante unos días.

Alan y Enid se instalaron en la parte trasera del coche y Brant lo hizo en el pescante. Amelia se sentía muy débil y le molestaba el polvo del camino.

Cuando llegaron a Látigo la cabeza le dolía intensamente. La vista del rancho le produjo una extraña inquietud. Recordaba haber estado allí en compañía de Alan y recordaba a su padre amenazándola cinturón en mano. ¿Por qué no podía recordar lo que había ocurrido en el ínterin? ¿Y por qué le asustaba la presencia de King?

Alan la ayudó a descender del coche y se empeñó en llevarla en brazos hasta su habitación pero Amelia protestó.

-No es necesario -dijo suave pero firmemente-. Con que me dejes apoyarme en tu brazo será suficiente.

Al llegar a la puerta principal se detuvo en seco y miró a Enid con ojos asustados.

-No quiero causar ninguna molestia, señora -se disculpó-. Creo que a su otro hijo le incomoda mi presencia en esta casa. Es un muchacho muy educado pero lo leo en sus ojos. No debo abusar de su hospitalidad.

-Ni hablar -repuso Enid-. King no es nadie para decirme a quién puedo invitar a mi propia casa. Además, ¿de dónde has sacado esa absurda idea de que no te quiere aquí? King está tan preocupado por ti como los demás.

Amelia se sentía demasiado cansada para discutir y se dejó conducir hasta el cuarto de los invitados. Al pasar por delante de la habitación contigua, el corazón le dio

un vuelco aunque no supo explicarse por qué. últimamente estaban ocurriendo cosas tan extrañas...

Enid y Rosa, la sirvienta mejicana de los Culhane, desempaquetaron las escasas pertenencias de Amelia y colocaron su ropa en el armario. No se atrevieron a decir nada pero ambas cambiaron elocuentes miradas al descubrir la sencillez de sus ropas.

King no dio señales de vida durante toda la tarde. Alan prefirió no quedarse con Amelia, alegando que le resultaba algo embarazoso estando ella en camisón, así que fue Enid quien se quedó junto a ella hasta que se durmió.

Por la noche ayudó a Rosa a preparar la cena y, mientras conversaban sobre Amelia, King hizo su aparición por la puerta trasera. Sus ropas estaban cubiertas de polvo y tenía aspecto cansado.

-Te esperábamos hace un buen rato -dijo Enid. -Siento haberme retrasado -se disculpó mientras se dirigía al fregadero para lavarse las manos-. ¿Qué decías sobre Amelia?

-Rosa y yo comentábamos que esa pobre niña apenas tiene ropa. A duras penas hemos llenado dos cajones -contestó Enid, demasiado concentrada en la masa de las galletas para mirarle- y la que tiene se ve muy usada. Su padre, en cambio, si mal no recuerdo, vestía impecablemente.

-Y todavía tuvo la desfachatez de llamarla frívola delante de todos nosotros...

-recordó King.

-Es cierto. Guarda esa bandeja, por favor -pidió Enid a Rosa.

-¿Cómo está Amelia? -preguntó King tras una pausa.

-Se queja de dolor de cabeza-contestó su madre-, y me temo que no se siente a gusto en esta casa. Dice que tú le haces sentir incómoda.

-¿Y qué quieres que haga? ¿Que haga ver que estoy encantado de tenerla aquí?

-protestó él.

-¡Lo veo y no lo creo! -exclamó su madre, atónita-. ¿Qué te ocurre, King?

Recuerdo que de niño solías traer a casa todos los animalitos heridos que encontrabas. Y ahora tenemos aquí a Amelia, a quien su padre ha estado a punto de matar de una paliza, y tú no sientes ni un ápice de compasión por ella.

King bajó los ojos, avergonzado. La cara de su madre tenía una expresión más dura que la mesa donde reposaba la masa de las galletas.

-Me da pena, desde luego -contestó.

-No te preocupes -dijo Enid-. No tendrás que sufrir su presencia durante mucho tiempo. No deja de hablar de una prima suya que vive en Florida y está decidida a marcharse. Habrá que vender la casa. Es una lástima, pero Quinn no puede mantenerla él solo.

A King se le encogió el estómago. Si Amelia se marchaba y luego descubría que estaba embarazada, ¿cómo lo iba a saber él? Seguro que no le pasaría por la cabeza escribirle para decírselo porque no sabría que el niño era suyo.

-Ya veremos cómo lo solucionamos -concluyó Enid mientras preparaba una bandeja con la cena de Amelia. King ni siquiera contestó. Se dirigió al comedor, absorto en sus pensamientos, y no despegó los labios durante un buen rato.

-Todavía no han localizado a Quinn -dijo Brant con preocupación-. No sé cómo comunicarle la muerte de su padre. He recibido un telegrama desde Alpine en el que se me comunica que está en algún lugar de México tras la pista de Rodríguez. No podemos tener el cuerpo del señor Howard en la funeraria durante muchos días más. Merece que le demos sepultura cristiana cuanto antes. Alguien debería ocuparse de finiquitar sus negocios pero yo no conozco el tema a fondo y Amelia no está en condiciones de ocuparse de ello.

-Si Quinn no ha aparecido mañana por la tarde tendremos que enterrar a su padre sin su presencia. Yo mismo puedo ir a México a buscarle -se ofreció King.

-México es muy grande -intervino Alan-, y Rodríguez suele atacar a los viajeros solitarios que se aventuran a atravesar la frontera. No necesitamos otra tragedia.

-Soy consciente de los riesgos -replicó King dirigiéndole una mirada fulminante.

-¿Te ha dicho tu madre que Amelia quiere trasladarse al Este con su prima cuanto antes? -preguntó Brant. -Sí, y no estoy de acuerdo -repuso King-. Su prima y ella apenas se han visto un par de veces. ¿Qué va a hacer en una casa donde todo el mundo la tratará como a una extraña?

-¿Y qué me dices de ti, hijo? -repuso Brant-. ¿No eres tú el que la trata exactamente así?

-Admito que su compañía no me resulta nada estimulante pero en esta casa nadie la tratará mal.

-Nadie excepto tú -le reprochó Alan.

-Yo no la he tratado mal -masculló King mientras sus ojos empezaban a refulgir.

-Durante las últimas veinticuatro horas, no -admitió Alan-, pero ¿quieres que te recuerde quién ha provocado todos sus males? ¡No sería extraño que huyera des-pavorida de esta casa en cuanto recupere del todo la memoria!

King avanzó hacia su hermano con expresión hostil pero Brant se interpuso en su camino.

-Ya es suficiente -dijo con firmeza-. Éste no es el lugar ni el momento apropiados para una pelea entre hermanos. Pensad en vuestra madre. Está muy afectada por todo lo ocurrido.

-Está bien-dijo Alan alisándose la chaqueta pero sin perder de vista a King.

En ese momento Enid entró en la habitación con una bandeja en la mano.

-Voy a llevarle la cena a Amelia -anunció-. No tardaré. ¿Por qué no os vais sentando a la mesa?

Su entrada contribuyó a relajar la tensión entre los tres hombres. A Enid le preocupaba hasta dónde podía llegar. Alan culpaba a King y King se culpaba a sí mismo.

Seguramente eso explicaba sus incomprensibles arrebatos de mal humor. Sintió pena por su hijo mayor. Nunca había sido capaz de tragarse su orgullo.

Llamó suavemente a la puerta de la habitación de Amelia y entró. Al parecer acababa de despertarse.

-Creo que me he quedado dormida -murmuró Amelia con una sonrisa.

-Eso parece. El médico ha dicho que necesitas descansar. Ahora debes comer algo. Te he traído un poco de sopa.

-Es usted muy amable, señora.

Estaba muy bonita con su camisón blanco de encaje y su rubio cabello recogido en una larga trenza.

-Es un placer ocuparse de una muchacha tan agradable como tú -repuso Enid-.

Vamos, deja que te ayude. Estás muy pálida, querida. ¿Quieres que traiga tu medicina?

-Creo que después de cenar tomaré algo para el dolor de cabeza. Todavía no se me ha pasado.

-No me extraña. Tienes un hematoma enorme -dijo Enid. Ameba se llevó la mano a la sien e hizo una mueca de dolor-. ¿Te duele mucho?

-Lo más molesto es este constante dolor de cabeza. Mañana me encontraré mejor, ya lo verá... ¡Mi padre! ¡El funeral! -exclamó de repente, depositando la cuchara en el plato-. ¿Dónde está mi hermano?

-Nadie sabe exactamente dónde está. El funeral se celebrará mañana y, lo siento, Amelia, tú no asistirás. No estás en condiciones.

-Qué situación tan terrible -suspiró con tristeza y cerró los ojos-. ¿Qué hice para que mi padre me golpeara de esa manera?

-Tu padre estaba enfermo, querida -replicó Enid-. No fue culpa tuya.

-Veo que no lo entiende -exclamó Amelia-. Mi padre no me hubiera pegado sin una buena razón. Recuerdo que estuve aquí con Alan y recuerdo a mi padre azotándome con el cinturón. ¿Por qué no puedo recordar nada más? ¿Cree que Alan sabe algo?

-No, querida -se apresuró a contestar Enid -, Alan no sabe nada. Él no te vio después de que te fueras de aquí.

-Entonces debe de haber ocurrido algo en mi casa -de dujo Amelia-. Quizá los empleados del banco sepan de qué se trata. Cuando me encuentre mejor preguntaré allí. -Me parece una buena idea-dijo Enid mientras mentalmente tomaba nota de impedírselo a toda costa. -La sopa está muy sabrosa y usted es tan buena conmigo... -dijo Amelia, emocionada.

-Cómetelo todo. Dentro de un rato vendré por la bandeja.

Enid regresó al comedor, donde la esperaban su marido y sus hijos.

-¿Ha comido algo? -preguntó Alan.

-Sí. Dice que mi sopa le encanta. Sin embargo, le obsesiona averiguar qué ocurrió después de salir de esta casa -añadió, mirando de reojo a su hijo mayor-.

Será mejor no decirle nada. Cuanto menos le recordemos las circunstancias que rodearon la muerte de su padre, mejor.

-No soy consciente de haberle ofendido con mis palabras -dijo Alan-. No sé si mi hermano puede decir lo mismo...

-Ya es suficiente, Alan -replicó King.

-¡Maldita sea, podía haber muerto por tu culpa! King no pudo contenerse.

Arrojó la servilleta al suelo, abandonó la habitación a grandes zancadas y se dirigió a la caballeriza tras cerrar la puerta principal de un portazo.

-No podemos continuar así, Alan -le reprendió su madre-. ¿Es que no te das cuenta de que a King le remuerde la conciencia por lo que ha hecho y no sabe cómo arreglarlo?

-Siento haberme excedido -se disculpó-, pero cada vez que pienso en lo que le ha hecho a Amelia...

-King tiene un gran peso sobre su conciencia y tendrá que superarlo él solo

-replicó su padre-. No le provoques.

King montó en su caballo y se dirigió al rancho de los Valverde. Llevaba el sombrero inclinado y un puro encendido en la mano. Ni siquiera reparó en que no llevaba la ropa apropiada para ir de visita. Ansiaba huir de las recriminaciones de su familia, de Amelia y de los recuerdos. Con la mirada fija en el horizonte, galopó hasta la hacienda de su prometida. Darcy le ayudaría a olvidar. Después de todo, pronto iba a convertirse en su mujer. Ya era hora de que empezara a practicar su papel de amante esposa.

Sin embargo, aquella noche Darcy estaba de un humor de perros. Su sirvienta quemó uno de sus vestidos al plancharlo y Darcy, cegada por la ira, insultó cruelmente

a la pobre mujer sin sentirse en absoluto incomodada por la presencia de King. Él jamás la había visto tan furiosa, su madre jamás había pegado a una criada.

-¡Menuda idiota! -exclamó Darcy acariciando el encaje quemado-. Era mi mejor vestido y me lo iba a poner para ti, King.

Se acercó a él y pestañeó seductoramente.

-¿Quieres besarme? Esta noche estamos solos. Después de todo, tienes derecho a hacerlo. Pronto vamos a casarnos, ¿no?

Pero King no estaba demasiado seguro de desear un matrimonio con una mujer como ella. En realidad, la idea de vivir con Darcy le resultaba insoportable. La miró y por primera vez la vio como realmente era. Sus ojillos le recordaban a los de una serpiente y, a menos que pudiera obtener algo a cambio de su amabilidad, se mostraba fría y egoísta. Su belleza no compensaba tan marcados defectos.

-Te equivocas. No estamos comprometidos -replicó él.

-¿Qué quieres decir? -preguntó Darcy arqueando las cejas.

King estaba fuera de sí. Sus sentimientos eran cada vez más confusos y Darcy lo estaba estropeando todo. -No es el mejor momento para hablar del tema -dijo-. El padre de Amelia Howard murió anoche a causa de un tumor cerebral y ella se ha instalado en el rancho hasta que localicemos a Quinn.

-Oh, el señor Howard ha muerto... -murmuró Darcy con fingido sentimiento-.

¡Cuánto lo siento! ¿Cómo está Amelia?

-Muy afectada. El hombre prácticamente murió en sus brazos.

-¡Pobrecilla! Mañana iré a verla. ¿Sólo has venido a hablarme del señor Howard?

-Pues ...

-Y también para huir de la señorita Howard, supongo. ¿Me equivoco? -insinuó maliciosamente.

King no contestó. Tenía una sensación extraña y empezaba a preguntarse qué hacía allí. Lo último que iba a conseguir de Darcy era consuelo y compasión.

-Debo irme-dijo secamente.

-Dile a tu madre que mañana por la tarde os haré una visita pero que no podré quedarme demasiado. Supongo que recuerdas que a las seis asistiremos a una cena en el Sutton House.

-Lo recuerdo perfectamente.

-Asistirán el senador Forbes y su esposa. Nos conviene relacionarnos con políticos importantes -añadió astutamente.

A King le traían sin cuidado las relaciones con los políticos. Sin embargo, Darcy parecía darle mucha importancia.

-Te veré mañana -dijo inclinándose para besar su mejilla-. Buenas noches.

Sorprendida, Darcy frunció el entrecejo. El King que ella conocía era más incisivo y menos reservado. Estaba de un humor extraño y cuando había mencionado su próxima boda había actuado como si nunca hubieran hablado del tema. Tendría que presionarle un poco más. Por el bien de su familia, no podía permitirse el lujo de dejar escapar la fortuna de los Culhane.

King regresó a Látigo sumido en sus pensamientos. Debía tomar una determinación respecto a Amelia. El hecho de que no acabara de recuperar la memoria no hacía más que empeorar la situación. No podía seguir adelante con sus planes de casarse con Darcy cuando podía haber dejado embarazada a otra mujer.

A veces era tan difícil comportarse como un caballero... No podía negar que él era el único culpable de los problemas de Amelia y de los suyos propios. En las últimas horas no había dejado de rezar para que Amelia no estuviera embarazada.

Si eso ocurría ambos se verían empujados a un matrimonio condenado a convertirse en una prisión de la que les sería imposible escapar.

Quinn acompañó a María hasta el poblado de Malasuerte. Como la mayoría de los poblados mejicanos, era muy pobre. La gente le miraba desde la puerta de sus modestas casuchas con techo de paja, algunos sonriendo y otros no. Los gringos no eran bienvenidos en el poblado.

-Mi padre estará encantado de verme sana y salva y le estará eternamente agradecido por haberme traído a casa-dijo María con ojos brillantes.

-Hasta que se entere de lo que ha ocurrido entre nosotros -añadió Quinn.

-Yo no pienso decirle nada -replicó María- y usted tampoco lo hará. Es algo entre los dos, usted mismo lo dijo.

Quinn asintió pero seguía preocupado. Estaban hablando del bandido Rodríguez. Debía dejar sus sentimientos de lado y llevar a ese hombre ante la justicia.

Desde luego, no iba a ser tarea fácil. Rodríguez jugaba con ventaja porque estaba en su territorio. Podía sacarle del poblado amarrado a la silla de su caballo y llevarle a río Grande protegido por la oscuridad de la noche, pero no era un plan fácil de llevar a cabo. Él era un hombre solo y Rodríguez tenía innumerables amigos.

Además, estaba María. Le parecía la muchacha más valiente y bonita que había visto en su vida y cada vez se sentía más atraído por ella.

Detuvo el caballo frente a la cabaña que ella le indicó y la ayudó a descender.

María se sintió ligera y protegida en sus brazos y Quinn le sonrió encandilado. Era preciosa. Le hacía sentir como un hombre de verdad. -No temas -le susurró María-.

No debes tener miedo de mi padre.

-No estaba pensando en eso.

-¿Y en qué estaba pensando, señor?

-En que me encantaría besarte -respondió King-. Eres una auténtica preciosidad.

-Déjeme en el suelo -pidió ella, ruborizándose y bajando los ojos-. Le aconsejo que no se tome tantas libertades conmigo delante de mi padre.

-¡Gracias a Dios! -exclamó una voz con marcado acento español a sus espaldas-.

¡Estás viva!

Quinn se dio la vuelta y se encontró cara a cara con su hombre: el bandido Rodríguez.

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