Amelia

Amelia


Capítulo 5

Página 6 de 21

5

Amelia puso agua a calentar y luego la vertió en el fregadero. A continuación añadió agua fría para templarla y empezó a fregar los platos mientras Enid barría la casa. El polvo del desierto entraba por las rendijas a pesar de las precauciones de Enid. «Aquí, en el oeste de Texas -solía decir a Amelia-, es mejor acostumbrarse a lo que no te gusta que intentar cambiarlo.» Amelia pensó que el consejo tal vez podría servirle con King, pero la verdad era que últimamente las cosas iban de mal en peor.

King trabajaba y hacía trabajar a sus hombres de sol a sol en el rancho. Cuando llegó el sábado siguiente por la noche, lo primero que hicieron fue emborracharse y empezar a disparar sus rifles. El ruido de las detonaciones asustó a Amelia. Cuando salía de su habitación se encontró con Enid en el pasillo.

-Tendré que salir y hablar con ellos -dijo Enid, resignada.

Se abrió una puerta y apareció King. Su cabello oscuro estaba revuelto y era evidente que se había vestido con prisas porque llevaba la camisa desabrochada.

Cuando se acercó a ellas, Amelia pudo contemplar su pecho moreno y cubierto de espeso vello.

-Supongo que no cogerás la pistola para salir ahí fuera, ¿verdad? -preguntó Enid.

-¿Para qué quiero una pistola? -replicó King-. Sólo están un poco borrachos.

-Pero ellos van armados -observó Amelia, preocupada.

King se detuvo, sorprendido por el interés de Amelia. No podía apartar los ojos de sus ruborizadas mejillas, sus angustiados ojos y su larga melena rubia. Parecía una rosa en flor. Haciendo un esfuerzo, volvió en sí y recordó lo que había interrumpido su sueño.

-No tardaré. No os mováis de aquí -ordenó. Amelia le siguió con la mirada mientras avanzaba a grandes zancadas hacia la puerta principal. Su cuerpo fuerte y musculoso le hizo sentirse protegida y a salvo. No obstante, seguía recordándole a su padre.

King desapareció en la oscuridad de la noche. Amelia y Enid se acercaron a la ventana del salón y le vieron dirigirse hacia los barracones. Había poca luz y se oía un alboroto nada tranquilizador. Un minuto después, King salió de los barracones arrastrando a un hombre, al que arrojó al suelo con brusquedad. Regresó adentro y empezó a gritar a sus hombres. Amelia reparó en que era la primera vez que le oía levantar la voz.

Los resultados no se hicieron esperar y el alboroto cesó de inmediato. Al cabo de un momento se oyeron disparos y ruido de cristales rotos. Amelia dirigió una mirada de preocupación a Enid.

-Debes saber, querida, que esto es más frecuente de lo que crees -dijo Enid suavemente-. Los hombres son así. Menos mal que King sabe cómo tratarles y todos le respetan.

-Sólo porque sabe pelear -señaló Amelia.

-Saber pelear es muy útil aquí. Y también saber disparar, por si acaso. La frontera es un territorio muy inestable y no tenemos tantos representantes de la ley como quisiéramos, así que hemos tenido que aprender a defendernos nosotros mismos.

-Odio la violencia -protestó Amelia.

-La vida no es fácil, incluso en la ciudad más civilizada -replicó Enid.

-Tiene razón, señora -admitió Amelia escudriñando la oscuridad en busca de King-. ¿Cree que está bien? -Mi hijo es perfectamente capaz de manejar a sus hombres. Estás preocupada por él, ¿no es cierto? -preguntó.

-¡Naturalmente... ! Quiero decir que estaría igual de preocupada por cualquiera que estuviera en una situación tan peligrosa.

-Ya.

Amelia esperaba que no fuera así. Sus sentimientos eran muy confusos todavía, y lo último que deseaba era hacerlos evidentes. jugueteó nerviosamente con un me-chón hasta que vio salir a King de los barracones y detenerse a cambiar unas palabras con el hombre que yacía junto al porche. Éste asintió e hizo un gesto conciliador con la mano. Luego King entró en la casa.

-Le traeré un coñac. Lo necesitará-dijo Enid. Tomó una lámpara y se encaminó a buscar los licores dejando a Amelia allí sola.

King entró en la habitación con rostro serio y taciturno. Tenía un corte en la barbilla.

-¡Dios mío, está herido! -exclamó Amelia.

Él la miró y vio compasión y ternura en sus ojos. Sintió una agradable calidez en su interior y una profunda emoción.

-No alborote, ¿quiere? -gruñó-. Es sólo un rasguño. Amelia se acercó para observar la herida de cerca. Sin querer le rozó la barbilla con la punta de los dedos.

-¿Le duele mucho? -preguntó.

-No -contestó King, sorprendido por la inesperada ternura mostrada por Amelia.

Sólo podía mirarla y pensar que estaba preciosa en camisón y con el cabello suelto. El suave perfume que desprendía su cuerpo se le subió a la cabeza, como el whisky, y King empezó a marearse. Tomó la mano de Amelia entre las suyas y la acarició mientras sus ojos plateados recorrían su dulce rostro. Buscó con los labios la señal del cardenal en su brazo.

Aquellos labios sobre su piel hicieron que a Amelia le temblaran las rodillas mientras se afanaba por recuperar la respiración y la compostura.

King notó que la respiración de ella se agitaba y que el corazón le palpitaba. Le parecía increíble que una mujer tan delicada le encontrara inquietante y turbador.

De una cosa estaba seguro: Amelia no estaba fingiendo; un simple e inocente roce había bastado para que se echara a temblar de pies a cabeza. Sus ojos se posaron en los labios de ella y tuvo que contenerse para no estrecharla y besar aquella boca tan deliciosa.

Amelia, nerviosa, apartó los ojos y éstos fueron a posarse en el pecho de King.

Todavía fue peor. Nunca había estado delante de un hombre con la camisa desabrochada ni había visto un cuerpo musculoso cubierto de vello oscuro. Se sorprendió a sí misma intentando imaginar cómo sería el tacto, y se ruborizó intensamente.

Mientras tanto, King, con el pulso cada vez más acelerado, no podía dejar de pensar en lo agradable que sería sentir sus pechos desnudos contra su torso.

-Amelia... -susurró mientras le besaba suavemente la mano.

Cerró los ojos para saborear aquella piel fresca y suave y en ese momento supo que ambos se pertenecían para siempre. Se sintió débil y vulnerable y empezó a reaccionar. Le soltó la mano y abrió los ojos para observarla.

Las sensaciones producidas por la suave caricia de los labios de King contra su piel la aturdieron. Sabía que él podía leer en sus ojos como en un libro abierto y que se había traicionado a sí misma.

El sonido de una botella y vasos les devolvió a la realidad. King respiraba dificultosamente y Amelia agradeció a Dios que Enid hubiera regresado.

Consciente de la tensión que reinaba en la habitación, Enid sirvió un coñac y se lo tendió a King. Le preguntó por la pelea con los hombres en el barracón y Amelia intentó calmarse. Sin embargo, advirtió que la mano que sujetaba el vaso temblaba ligeramente. King se sintió descubierto y preguntó fríamente:

-¿No debería estar en la cama, señorita Howard? El tono con que pronunció esas palabras la hizo estremecer.

-Tiene razón. Buenas noches -murmuró.

Se dirigió presurosa a su habitación y no le sorprendió encontrarse temblando.

-Eres tan desagradable con ella, King... -protestó Enid.

Él terminó su coñac y dejó el vaso sobre la mesa.

-Carece de valor.

-Tal vez exista una buena razón para ello.

-Aun así no es asunto mío. No quiero tener nada que ver con una cobarde

-replicó, levantándose para regresar a su habitación.

Lamentablemente, Amelia oyó las hirientes palabras de King. Mientras se metía en la cama luchó por contener las lágrimas. ¡El muy bruto¡ ¿Qué sabía él?

Sencillamente la juzgaba por las apariencias. ¡Ella no era una cobarde!

Se preguntó qué diría si supiera la verdadera razón por la que ella obedecía a su padre ciegamente. Recordó la noche que decidió escaparse de su casa. Su padre ha-bía bebido hasta casi perder el conocimiento. Amelia le había sugerido que no bebiera más y había hecho un gesto de llevarse la botella. Él se había quitado el cinturón y, sin mediar palabra, la había azotado sin piedad. Amelia había huido, decidida a no regresar nunca más, pero el primer policía que había encontrado se echó a reír al escuchar su relato y aseguró que, de vez en cuando, una paliza podía hacerle mucho bien a una mujer. Después la había llevado de vuelta a casa. Había sido la peor noche de su vida. Su padre, furioso por su osadía, le había propinado otra soberana paliza.

Pasaron varios días hasta que pudo levantarse de la cama y durante ese tiempo una vecina tuvo que ocuparse de la casa. Quinn estaba luchando en Cuba y no po día acudir en su ayuda. Amelia nunca le contó a nadie lo ocurrido y no se atrevió a volver a huir de casa. Después de tanto tiempo, nada había cambiado. Aún no se atrevía a contárselo a Quinn. ¿Qué podía ganar ella? Cuando estaba en El Paso, Quinn residía en el cuartel y éste no era lugar para una mujer. Gracias al pudor de Amelia y a su sincera preocupación por su salud y bienestar, su padre estaba a salvo de momento.

En una ocasión su padre se había visto envuelto en una reyerta política y había regresado a casa en un estado lamentable. Su madre se había quejado de lo brutales que son los hombres, pero lo dijo con una sonrisa en los labios. ¡Habían sido tan felices todos juntos...!

Miró su brazo para contemplar el cardenal y recordó la brusquedad de King.

Pero ahora sólo sentía sus labios sobre su piel. ¡Había sido un gesto tan extraño, besar la herida que él mismo le había infligido! El recuerdo de su inesperada ternura le provocó un hormigueo por todo el cuerpo. Él se había enfadado mucho ante su pequeño desliz y tal vez por eso le había dirigido esas crueles palabras.

Después de todo, su padre siempre había sido cariñoso con su familia hasta la muerte de sus hermanos.

¿Cómo iba a confiar en un hombre conociendo como conocía sus más bajas pasiones? Seguro que en un matrimonio había más que una mano amenazadora.

Su madre había invitado en una ocasión a su prima y su marido a pasar una navidad en Atlanta. Una noche Amelia se había despertado al oír un llanto sofocado y unos gritos seguidos de un agudo aullido provenientes de la habitación que ocupaba su prima. Aquel grito le pareció casi inhumano. Fue seguido de más sollozos pero, para entonces, Amelia ya había escondido la cabeza bajo la almohada. Estaba convencida de que la brutalidad de un hombre no acababa en una mano levantada y temía averiguar qué se escondía tras la puerta cerrada de la habitación de un matrimonio.

La ausencia de pretendientes se debía tanto a la estricta vigilancia de su padre como a la repugnancia que ella misma sentía por los hombres. Volvió a sentir los labios de King sobre su mano y su brazo acompañados de las inquietantes sensaciones experimentadas por su cuerpo virginal.

Estaba segura de que King había sentido exactamente lo mismo. Después de todo, la mano que sostenía el vaso temblaba. Le pareció increíble que dos personas pudieran despreciarse tanto y, a la vez, sentirse atraídas poderosamente, por mucho que King se esforzase en negárselo a sí mismo. Apoyó la cabeza en el brazo que King había besado aquella misma noche y se quedó profundamente dormida.

Una vez más, Quinn había vuelto a perder la pista que seguía desde hacía días.

De mala gana, emprendía el camino de regreso cuando a lo lejos distinguió a tres jinetes que se acercaban.

Debía ser precavido. Desmontó, desenfundó el revólver y ocultó su caballo tras unos arbustos sin perder de vista a los tres jinetes. Agazapado, esperó hasta que los tres hombres llegaron donde él estaba y desmontaron. Amartilló su revólver y se detuvo sorprendido. El más anciano de los tres le recordaba a alguien. Y a continuación, se echó a reír a carcajadas. El inesperado sonido alertó a los hombres, que se lanzaron en su busca.

-¡Por el amor de Dios! ¿Qué demonios haces tú aquí? -exclamó Brant Culhane, enfundando su revólver.

-Busco a Rodríguez -contestó Quinn-. Hola, padre. Señor Culhane. ¿Qué tal, Alan? -saludó.

-Dicen por ahí que Rodríguez ha muerto -dijo Brant Culhane-. Yo creo que se ha vuelto invisible.

-Le aseguro que ninguna de las dos cosas son ciertas -gruñó Quinn-. Estoy harto de seguirle de una punta del estado a otra. Por cierto, ¿cómo está Amelia?

-Bien -replicó Hartwell-. Está con Enid.

-Y con King también, ¿no? -preguntó Quinn.

-Sí, claro, con King también -murmuró Howard. Era evidente que no le gustaba King-. Hace mucho tiempo que no sabemos nada de ti. ¿Acaso has olvidado que tienes familia?

Quinn estuvo a punto de replicar que no le apetecía presenciar cómo maltrataba a su hermana pero prefirió abstenerse y se limitó a dirigirle una mirada áspera.

-Sabes que tengo que viajar muy a menudo -contestó-. ¿Cómo está King?

-Asquerosamente bien, como siempre -contestó Brant con una amplia sonrisa-.

Le he dejado bastante trabajo en el rancho. Me matará cuando volvamos. Nosotros estamos buscando a un depredador del desierto que ha acabado con unas cuantas cabezas de ganado. Sospecho que anda por aquí.

-Os deseo suerte. Yo debo irme ahora.

-¿Por qué no pasas la noche con nosotros? -protestó su padre.

-No puedo -replicó Quinn-. Debo llegar a Juárez antes del anochecer. He de entregar un informe a las autoridades. Hasta pronto, padre.

-De acuerdo, hijo. Adiós.

Quinn se despidió de los Culhane.

Durante su solitaria cabalgada de vuelta a Texas no pudo dejar de pensar que su padre parecía ir de mal en peor. El hombre amable y tolerante que él había conocido se había vuelto orgulloso y malcarado.

Le preocupaba la situación de Amelia. La última vez que la había visto la encontró muy cambiada. No quedaba nada de aquella niña alegre y curiosa; ahora siempre parecía triste y asustada. Ojalá se atreviera a contarle sus problemas. En todo caso, de momento estaba a salvo en Látigo al cuidado de King.

Cruzó río Grande y rodeó las montañas en dirección a Juárez. La noche había caído y decidió acampar. De repente, un ruido a sus espaldas le sobresaltó.

Instintivamente se llevó la mano al revólver y luego hizo un breve recorrido por el lugar. Cuando descendía por una suave pendiente descubrió a un muchacho de pelo oscuro vestido con unos vaqueros descoloridos, un raído poncho gris y sandalias.

Yacía en el suelo en una posición que a Quinn le resultó algo extraña y se quejaba lastimosamente.

-¿Te encuentras bien? -preguntó en inglés.

-No hablo mucho inglés-gimió el muchacho en español.

-¿Usted ser mejicano? -preguntó Quinn, esta vez en su pobre español.

-Sí. ¿De dónde es usted?

-Estoy de los Estados Unidos -contestó Quinn-. El Paso.

-Ah, El Paso del Norte. ¿Puede ayudarme? Mi pierna... creo que se ha quebrado.

Quinn lo examinó y no encontró huellas de fractura. Seguramente se trataba de una torcedura. Así se lo comunicó al muchacho y le preguntó si estaba solo. Él le miró con recelo.

-Mi compañero se ha ido -indicó señalando hacia Juárez-. No sé a cuánto está.

Quinn intentó en vano sonsacarle más información. Cada una de sus preguntas acrecentaba la desconfianza del muchacho.

-Como quieras -suspiró-. Pero al menos acércate al fuego.

Ayudó al muchacho a ponerse de pie y al ofrecerle su brazo para que se apoyara no pudo evitar hacer una mueca de disgusto.

-Por Dios, apestas. Lo que necesitas es un buen baño.

A pesar de que hablaba en inglés, el muchacho pareció entenderle.

-Yo encontrar un... cómo se dice... -¿Una mofeta? -exclamó Quinn. -Sí. Mal olor no irse, ¿verdad?

-No irse, no -contestó Quinn, divertido.

Movió la cabeza resignado. Parecía que iba a tener que ocuparse de él. Esperaba que su olfato lo resistiera.

-¿Cómo te llamas? -preguntó cuando lo dejó junto al fuego-. ¿Cómo se llama?

-repitió en español.

-Me llamo Juliano Madison. Soy de Chihuahua.

-Con mucho gusto -dijo Quinn.

-El gusto es mío. ¿Café?

-¿No crees que eres un poco joven para beber café? -preguntó Quinn.

-Tener dieciséis años, señor -contestó muy digno-. Aún no ser un hombre, es verdad, pero ya no niño. Dios mío, si yo fuera hombre de verdad Mi papá matarme cuando me vea.

-Ya. Te has escapado de casa, ¿no? Sabes, los padres no son tan malos como parecen. Estoy seguro de que debe estar muy preocupado por ti -dijo Quinn, arrodillándose junto al fuego-. Está bien, puedes tomar un poco de café y también un trago de brandy para mitigar el dolor de ese pie.

-Señor, usted salvarme la vida. Creí yo morir cuando caballo me tiró y quedé solitario en medio de la montaña. Manolito pagará caro lo de esta noche -añadió contrayendo las facciones-. ¡Mi papá cortará su cuello!

-¿Tienes familia en México?

-Sólo mi papá y tres mis tíos.

-Pues creo que deberían ocuparse más de ti.

-Yo desobedecer a mi papá -siguió el muchacho con su balbuceante inglés mientras se acariciaba la pierna herida-. Manolito emborrachó en Del Río y no quería marcharse. ¡Y Dios, lo que hizo a ella... ! ¡Si mi papá no mata a él lo haré yo con propias manos! Se separaron de mí y yo quería volver a casa para poder contar a los demás. ¡Y yo lo haré!

-¿Dónde queda tu casa? -preguntó Quinn.

-En Chihuahua -contestó con recelo.

A Quinn le resultó curiosa la desconfianza con que el muchacho contestaba a sus preguntas. Tal vez ocultaba algo.

-Ten -dijo alargándole una taza de café-, a ver si esto te alivia el dolor.

El muchacho cogió la taza que Quinn le ofrecía y bebió un sorbo.

-Este café muy bueno -dijo complacido.

-Con el tiempo uno aprende a hacerlo.

-¿Qué hacer usted aquí, señor? -preguntó tras una pausa.

Quinn no supo qué contestar. No le pareció buena idea decirle que era oficial del ejército y que andaba tras Rodríguez. Era un bandido, sí, pero muy querido por su pueblo.

-Tengo que tratar un asunto financiero con las autoridades mejicanas.

El muchacho le miró fijamente.

-¿Quiere eso decir negocios?

-Así es -contestó Quinn ciñéndose la guerrera disimuladamente para ocultar la estrella de cinco puntas que llevaba en el chaleco-. Soy banquero.

La taza tembló entre las manos del muchacho.

-¿Qué pasa ahora?

-Mi pierna doler mucho -contestó frotándosela.

-Creo que es hora de tomar un trago -dijo Quinn sonriéndole.

Le ofreció un poco de brandy en una taza y el muchacho lo aceptó agradecido.

Quinn decidió buscarse un buen sito para dormir. Al día siguiente dejaría al chico en el primer pueblo que encontraran y seguiría su camino. Hasta entonces no le perdería de vista ni un momento. Por si acaso, dormiría con el revólver. El muchacho parecía nervioso y constantemente miraba en derredor, como si temiera algo. Quinn no quería correr el riesgo de que le cortara el cuello durante la noche.

El domingo por la mañana King se levantó de un humor de perros. Acompañó a las mujeres a la iglesia, se sentó junto a ellas y se resignó a soportar el sermón.

Amelia no podía evitar estar pendiente de cada uno de sus movimientos. Era crispante tener que sentarse tan cerca que podía sentir su pierna contra su muslo.

King había extendido el brazo a lo largo del respaldo del banco de manera que, cuando el hombre sentado junto a Amelia cruzó las piernas, ésta se vio prácticamente empujada contra él.

Bajó sus ojos plateados y sostuvo la mirada de Amelia durante unos segundos.

La iglesia y toda la congregación desaparecieron y se le nubló la vista mientras sus ojos recorrían aquel rostro delgado y anguloso. Haciendo un esfuerzo, King consiguió desviar su atención hacia el púlpito pero movió lentamente el brazo hasta casi rodear los hombros de Amelia y cruzó las piernas para sentir más de cerca el contacto de su pierna y la de ella.

La pobre Amelia no sabía qué hacer. Sus pensamientos estaban muy lejos del sermón dominical y la inquietante proximidad de King contribuía a turbarla todavía más.

Bruscamente, King retiró el brazo del respaldo del banco. Su enorme mano buscó la de Amelia y la asió con fuerza. Sus ojos estaban clavados en el pastor pero apretaba los labios y parecía ansioso. Amelia no podía apartar la vista de su mano en la de él y, una vez más, una poderosa oleada de deseo la invadió.

Fascinada, acarició suavemente el dorso de aquella mano para sentir el calor y la fuerza que desprendía.

Afortunadamente para Amelia, el sermón fue muy corto ese domingo. Cuando se pusieron en pie para cantar el himno de despedida King tuvo que soltarle la mano pero no le costó demasiado encontrar otra excusa para intentar un nuevo acercamiento. Esta vez se aprovechó del hecho de que sólo tenían un libro de himnos.

Enid había observado la escena disimuladamente, sorprendida por la creciente atracción de su hijo mayor por su invitada y divertida ante el desconcierto reflejado en la cara de King. Sonrió pícaramente mirando hacia el banco que ocupaban los Valverde. Sí, Darcy también lo había visto y, a juzgar por su expresión, no le había hecho mucha gracia.

En cuanto salieron de la iglesia Darcy se acercó y, tomando a King del brazo, se lo llevó a hablar con sus padres.

-La perseverancia de esta muchacha es admirable -comentó Enid-, pero me consta que el interés de King por ella es puramente dinástico. Me atrevería a decir que, en el aspecto romántico, Darcy le deja completamente indiferente. En este momento el único interés de los Valverde es unir ambas familias a través del matrimonio de King y Darcy.

-Darcy es muy guapa y parece una mujer inteligente -replicó Amelia humildemente-. Estoy segura de que King la encuentra muy atractiva.

-Es posible -dijo Enid dando el tema por zanjado. Estuvieron hablando con algunas de las amistades de los Culhane hasta que King consiguió deshacerse de los Valverde y se acercó a comunicarles que el coche esperaba.

Esta vez llevaban una pasajera más. La señorita Valverde había perseverado hasta arrancar a King una invitación a comer que, naturalmente, había aceptado encantada. Se acomodó junto a él y no cesó de hablar animadamente hasta que llegaron a Látigo.

Amelia se apresuró a descender del coche sin esperar a que King se ofreciera a ayudarla. Luego se unió al grupo que avanzaba hacia el porche mientras el viento del desierto levantaba molestos remolinos de polvo.

-Si no le importa, me quedaré aquí fuera con King un ratito mientras ustedes preparan la comida, señora Culhane-dijo Darcy con el molesto aire de superioridad que

le daba sentirse resplandeciente y elegante con su traje de tafetán azul y sombrero a juego-. Mamá dice que en la cocina no sirvo de mucho.

«Apuesto a que es así», pensó Amelia mientras una sonrisa pugnaba por asomar a sus labios. Se contuvo y siguió a Enid al interior de la casa mientras se quitaba el sombrero.

-No es necesario que te cambies de ropa, Amelia -dijo Enid al ver que se dirigía a su habitación-. Todo está preparado. Rosa viene a hacer la comida todos los domingos. Si quieres, puedes ir a refrescarte y cuando estés lista comeremos.

-No me importa ayudar.

-Lo sé, querida -dijo Enid dirigiéndole una cariñosa sonrisa-. Me haces mucha compañía y además me ayudas en la casa todo lo que puedes. ¿Qué más puedo pedir? ¡Y eres una muchacha educada! -añadió, y dirigió una mirada al porche donde se oía el suave balanceo del columpio.

-Está bien. Vuelvo enseguida -se apresuró a decir Amelia, deseosa de desaparecer de allí y barruntando tormenta. Era evidente que Darcy no era del agrado de la señora Culhane.

Mientras tanto, Darcy, sentada en el columpio del porche, miraba pensativamente el horizonte y King fumaba.

-Preferiría que no fumaras -dijo con impaciencia-. ¡Odio el olor de esos puros!

-Pues siéntate más lejos -replicó él sin inmutarse y sonriendo.

-Supongo que si quiero disfrutar del placer de tu compañía no tendré más remedio que acostumbrarme -contestó ella con cara de mártir.

«Si esto es placer, no quiero pensar cómo será el dolor», se dijo King. Estaba rígida como una tabla y era evidente que le encontraba tan detestable como a los puros que tanto le gustaba fumar y, aún así, se esforzaba en aparentar sentirse a gusto con él. Se había sentido amenazada al verles a él y a Amelia en la iglesia aquella mañana. Estaba celosa y había venido dispuesta a demostrarle que ella era mucho mejor partido.

King ya sabía todo eso y no tenía intención de casarse con Amelia Howard. Sin embargo, tenía que reconocer que había sido muy agradable sostener la mano de Amelia entre las suyas, esa mano suave pero a la vez fuerte a su manera. Recordó la suavidad de su piel bajo sus labios la noche anterior y su mirada compasiva al descubrir que estaba herido.

Vio que Amelia se acercaba a la puerta para llamarles a comer. ¿Acaso creía que él era tan débil como para caer en sus redes? ¿Habría hecho planes de matrimonio?

No podía permitirlo, sobre todo ahora que sabía que ella le hacía perder la cabeza.

Arrojó el puro al suelo, se inclinó y atrajo hacia sí a una sorprendida Darcy.

Seguro de que Amelia estaba mirando y por su bien, besó a Darcy con toda la pasión de que fue capaz. No sintió absolutamente nada pero ni Amelia, que les observaba abiertamente desde la puerta, ni Darcy podían saberlo.

-¡Vaya, King! ¡Qué fogoso estás hoy! Me vas a despeinar -exclamó Darcy, sorprendida.

King había levantado la cabeza a tiempo de ver a Amelia darse la vuelta y entrar en la casa. «Misión cumplida», pensó. Ayudó a Darcy a levantarse y dijo:

-Vamos, la comida ya ha de estar en la mesa. Por cierto, me ha parecido ver a la señorita Howard en la puerta.

-¿Sí? -se limitó a decir Darcy con una fría sonrisa-. Espero que no sintiera embarazo -mintió.

King no contestó. La tomó del brazo y entraron en la casa. Su rostro inescrutable no revelaba ninguna emoción.

Ir a la siguiente página

Report Page