Amelia

Amelia


Capítulo 8

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El sábado por la noche Amelia sacó del armario el vestido de color lavanda que se había hecho para la fiesta de los Valverde. Estaba completamente nuevo y era casi seguro que ninguno de los invitados a la fiesta iba a asistir al concierto. El sueldo familiar era demasiado modesto para gastarlo en vestidos de fiesta. Amelia tenía una máquina de coser pero era muy vieja y no funcionaba demasiado bien.

De todas maneras, ni siquiera podía permitirse comprar la tela. Su padre no le daba dinero para sus gastos y además le parecía vergonzante que una mujer trabajara, por lo que Amelia ni siquiera podía lavar o coser para otras mujeres. Por eso le había dolido que su padre la hubiera acusado delante de los Culhane de ser una derrochadora.

Tendría que conformarse con el vestido lavanda. Después de todo, Alan era sólo un buen amigo y, afortunadamente, no le importaba qué se pusiera. A los amigos nunca les preocupan estas cosas.

Alan llegó puntual y encontró a Hartwell Howard sobrio y de excelente humor.

-Estaremos de vuelta a una hora razonable -prometió -. Por cierto, ¿cómo va la compra de su nueva casa?

-Ya es nuestra. Nos mudaremos el martes.

-Si quiere, puedo dejarle a alguno de mis hombres para que les eche una mano con el traslado -ofreció Alan mientras pensaba que Amelia no parecía demasiado ilusionada.

-Es muy amable de tu parte, muchacho -contestó Hartwell-. Acepto encantado.

-Bien, ¿nos vamos? -dijo Alan ofreciendo el brazo a Amelia.

El paseo hasta el teatro fue muy agradable y Alan no pudo evitar obsequiarla con uno de sus amables cumplidos.

-Estás preciosa.

-Gracias -contestó Amelia-. Tu madre me regaló la tela. Fue muy amable de su parte.

-Ya lo sé. King os acompañó a la fiesta de los Valverde, ¿no es así?

-Sí -dijo Amelia, poniéndose tensa al recordar la escena del baile.

-No le hagas caso. King tiene un carácter difícil a veces. A lo mejor yo puedo explicarte por qué no puede ni verte.

-No es necesario -replicó Amelia-. Él mismo se tomó la molestia de hacerlo.

-¿De verdad? -exclamó Alan, sorprendido-. Creía que nunca hablaba de Alice.

Yo lo sé porque mamá me lo contó.

-¿Alice? -preguntó Amelia, segura de que se trataba de un malentendido-.

Estuvo acompañado toda la noche por la señorita Valverde. Creo que están prometidos.

-Darcy-suspiró Alan-. Si se casa con esa mujer lo lamentará durante el resto de su vida. Es evidente que no quiere arriesgarse a entregar su corazón a otra mujer.

Condujo el coche a lo largo de la avenida que llevaba a la sala de conciertos, por la que la gente paseaba vestida con sus mejores galas.

-¿Así que tuvo una experiencia desagradable? -preguntó Amelia, deseando que aminorara la velocidad para no tener que interrumpir la conversación en un punto tan interesante.

-Fue una tragedia. King se enamoró locamente de una muchacha llamada Alice Hart. Ella sólo estaba interesada en su dinero pero King estaba tan ciego que no se dio cuenta hasta que fue demasiado tarde. Alice le había prometido casarse con él y sospecho que su relación era más íntima de lo que las familias creían. Al poco tiempo una epidemia diezmó nuestro ganado y el negocio empezó a declinar.

Alice, temiendo que King perdiera toda su fortuna, huyó con un duque inglés que acababa de instalarse en El Paso. Al cabo de una semana tuvieron un accidente y murieron. Los meses que siguieron a la fuga de Alice fueron muy duros para King.

Estaba convencido de que ella habría vuelto a su lado en cuanto se hubiera dado cuenta del error cometido, y él estaba dispuesto a perdonarla. Pero también tuvo su parte positiva. Fue la tozudez de King y su determinación a no ser pobre otra vez lo que hizo de Látigo lo que es hoy en día. Mi padre estaba dispuesto a dejar que el negocio se hundiera pero King no lo permitió.

-Y esa tal Alice... ¿era guapa? -preguntó Amelia.

-Parecía un ángel. Era la mujer más hermosa que he visto en mi vida -contestó Alan-. Ya ves, Amelia, que King tiene sus razones para desconfiar de las mujeres bonitas y tú eres una de ellas. Está decidido a casarse con Darcy por pura conveniencia pero no se quieren. Además, mamá la detesta.

-Nunca se sabe -replicó Amelia-. Yo creo que es la mujer perfecta para él.

Alan no contestó y la ayudó a descender del coche. Entre la multitud había mujeres vestidas con ropas fastuosas y Amelia se alegró de haberse puesto su vestido nuevo.

-Ya verás cómo te gusta. He oído que la orquesta es muy buena y el programa incluye mi sinfonía favorita: la novena de Beethoven.

-¡Oh, sí! -exclamó Amelia-. La que incluye el Him no a la Alegría de Schiller.

-Vaya, Amelia-dijo Alan, arqueando las cejas gratamente sorprendido-, no sabía que estuvieras familiarizada con los clásicos.

-A Quinn le gusta mucho la música clásica y me enseñó algo -contestó-. Papá ni siquiera quería que terminara la escuela. Cree que las mujeres no tienen derecho a recibir una buena educación.

-Ya veo que tú no eres de la misma opinión.

-Yo creo que el cerebro de un hombre y una mujer son exactamente iguales

-replicó mirándole a los ojos-, y que no se deben poner límites a las ansias de saber de nadie, ya sea hombre o mujer.

-Tienes razón -convino Alan-. Si no recuerdo mal, King comentó que hablas francés. ¿Es verdad?

-Puedo leer con bastante facilidad pero me cuesta entenderlo si no me hablan despacio -contestó Amelia, visiblemente incomodada por la pregunta-. Marie me ha ayudado a perfeccionar mi acento pero todavía debo mejorar mucho.

-Eres una mujer sorprendente, ¿sabes? ¿Cuántos ases tienes escondidos en la manga?

-No soy un pozo de ciencia precisamente.

-¿Qué más te enseñó tu hermano? -insistió Alan. -Un poco de latín y griego

-confesó-. Y también entiendo algo de español.

-¿A eso le llamas ser una ignorante? ¡Por Dios! -exclamó Alan conteniendo la respiración.

-Tengo facilidad para los idiomas, eso es todo -dijo-. Y, por favor, Alan, te agradecería que no le mencionaras a nadie esta conversación. Mi padre se pondrá furioso si se entera de que Quinn y yo hemos estado confabulando a sus espaldas.

-Se retorció las manos nerviosamente. «No sólo bonita sino también inteligente», pensó Alan. Quizá no fuera tan mala idea cortejar a Amelia. Excepto Ted Simpson, no había ningún competidor serio a la vista. Y precisamente en ese momento vio a Ted acompañado de una bonita joven morena, y eso no fue todo lo que vio: King y Darcy, muy elegantes, acababan de hacer su entrada.

-¿Vamos? -preguntó antes de que Amelia les viera. La tomó de la mano sintiendo la suave fuerza que transmitía y le sonrió mientras entraban en la sala.

Amelia no sintió absolutamente nada mientras Alan le sujetaba la mano. Era una lástima, porque hubiera sido un marido perfecto, pero las caricias y besos de King no se parecían en nada a aquella cortés presión sobre su mano. ¡King! ¿A qué venía ahora pensar en él? Devolvió la sonrisa a Alan y permitió que retuviera su mano entre las suyas mientras el resto del público se apresuraba a ocupar sus butacas.

-¡Mira quién está aquí! -exclamó una voz aguda a sus espaldas.

Amelia se dio la vuelta y vio a Darcy y, a su lado, a King con cara de pocos amigos.

-¡Me alegro tanto de volver a verla, señorita Howard! Está usted guapísima. El día de la fiesta todo el mundo aseguró que este vestido le sentaba maravillosamente. ¿Tú que dices, King? ¿Verdad que es una preciosidad? Tu madre fue muy amable al regalarle la tela. Amelia deseó que la tierra se abriera bajo sus pies pero aguantó el chaparrón con dignidad. Clavó una fulminante mirada a Darcy hasta que ésta, intimidada por aquellos enormes ojos oscuros que parecían echar chispas, empezó a ponerse nerviosa.

-¿Nos sentamos, King? -dijo, deseosa de alejarse de Amelia cuanto antes-. Me alegro de haberos visto.

Le tiró suavemente del brazo pero King parecía absorto en sus pensamientos y ni siquiera la oyó. Los comentarios de Darcy habían ruborizado a Amelia pero no había signos de cobardía en su silenciosa respuesta, sino una dignidad y un orgullo desconocidos para él. No pudo evitar admirar cómo había soportado el humillante insulto.

-Creo que está usted preciosa con ese vestido, señorita Howard- murmuró sinceramente mientras sus ojos reparaban en las manos enlazadas de Alan y Amelia-. Espero que lo paséis bien. Buenas noches.

-Lo siento -se disculpó Alan apretándole la mano-. Darcy es una auténtica víbora. ¿Cómo puede estar tan ciego mi hermano?

-Cuando está con él no se comporta así -replicó Amelia-. No te preocupes. Me he visto en situaciones más incómodas que ésta.

Y vaya si era así. En Atlanta su padre le había humillado en los lugares más inapropiados y en los momentos más inoportunos. Su capacidad para soportar humillaciones había hecho de ella casi una leyenda allí. Centró toda su atención en la orquesta, que se disponía a iniciar el concierto, y se prometió no mirar a King en toda la noche.

Durante el descanso Alan se ofreció a ir a buscar unos refrescos y la dejó sola unos minutos. Aprovechando que Darcy había iniciado una animada conversación con dos amigas, King se escabulló de su lado y fue en busca de Amelia.

-Parece que esta noche va a llover-comentó cuando llegó a su lado.

-Así es -musitó Amelia, sin atreverse a levantar la vista.

El cielo se había cubierto de nubes plomizas y se oía un inquietante rumor a lo lejos. Se frotó los brazos desnudos con sus manos enguantadas. Probablemente su padre ya estaría borracho y la esperaría despierto...

-¡Oh! -exclamó apartándose bruscamente de King, que no había podido contenerse y le había acariciado el hombro.

Retiró la mano y la miró con ceño.

-¿Es que todo le da miedo, incluso una simple tormenta?

Amelia bajó los ojos y se apartó un poco más de él.

-¡Señorita Howard! -musitó él.

Amelia volvió la cabeza dirigiéndole una mirada acusadora.

-Su futura esposa le está mirando, señor Culhane -dijo fríamente-, y no tengo la intención de convertirme en blanco de sus burlas por segunda vez esta noche.

Si no le importa, desearía que me dejara en paz. King hundió las manos en los bolsillos y la miró a los ojos. La electricidad que la tormenta descargaba en el exterior era algo insignificante comparada con el magnetismo que parecían experimentar el uno por el otro. Amelia sintió aumentar su intensidad y se alarmó.

-A veces el destino nos juega malas pasadas, ¿verdad, señorita Howard?

-Así es.

-Si mi hermano vuelve a solicitar el placer de su compañía dígale que no -dijo de repente-. No quiero que se acerque a él. ¿Está claro?

Giró sobre sus talones y volvió junto a Darcy. Amelia tuvo que esforzarse para no arrojarle a la cabeza un cenicero. Desesperada, buscó a Alan con la mirada y comprobó aliviada que se dirigía hacia ella.

-Aquí están. Las dos últimas botellas -dijo triunfante.

El refresco no estaba muy frío pero Amelia se sentía tan sofocada que vació la botella en un santiamén. Cuando terminó el concierto Amelia tuvo cuidado de mantener una distancia prudente entre ella y King. Hasta que se vio instalada confortablemente en el coche y camino de su casa no respiró tranquila. No había vuelto a ver a King después de la breve conversación que había mantenido durante el intermedio, pero no sentía ningún deseo de averiguar qué había sido de él. Era un alivio verse libre de su escrutadora mirada.

-¿Te apetece ir de picnic el próximo fin de semana? -le preguntó Alan-.

Conozco una colina desde la que se divisa una vista preciosa y me gustaría que me acompañaras.

-Tu hermano me ha prohibido que vuelva a verte -contestó Amelia sonriendo ante su gesto de sorpresa-. Ya sabes que no le gusta vernos juntos. Creo que lo mejor que podemos hacer es no irritarle más -añadió resignada-. Además, Alan, no tiene sentido. Eres un buen amigo pero entre tú y yo nunca habrá nada más. En estos momentos no busco ningún tipo de... relación con ningún hombre.

-Mi hermano no es nadie para decirme cómo debo vivir mi vida y a quién debo ver -replicó Alan-. Me gusta tu compañía, Amelia, y espero que a ti te ocurra lo mismo. Yo tampoco he pensado en el matrimonio todavía. Creo que somos demasiado jóvenes pero no hay nada malo en pasar algo de tiempo juntos.

¡Y que King se ocupe de sus asuntos!

-Sabes que no se mantendrá al margen. Es igual que mi padre...

-King no se parece en nada a tu padre, Amelia -le corrigió Alan suave pero firmemente-. Lo que pasa es que tú no conoces a mi hermano. Sólo ves la imagen que ofrece a los demás, no al hombre de carne y hueso que hay debajo. No es lo que parece, y mucho menos un pendenciero.

-Conmigo se comporta como un auténtico monstruo.

-Es cierto y, créeme, a todos nos ha extrañado mucho su actitud. Mamá cree que intenta disimular la atracción que siente por ti -sonrió Alan-. Y no me extrañaría que fuera así. Eres una mujer encantadora, Amelia.

-Una cobarde -replicó Amelia-. Eso es lo que cree que soy. Una mujer insignificante, aburrida y despreciable. Por cierto, también cree que soy una idiota.

-¿Te lo ha dicho?

-Estaba hablando con otra persona y yo le oí. ¡Sé perfectamente lo que piensa de mí y me tiene sin cuidado! ¡Su opinión me trae al fresco!

Alan nunca había oído a Amelia levantar la voz y empezó a dudar de que King fuera el único que intentaba poner freno a una creciente atracción.

-Vayamos de picnic de todas maneras -insistió-. ¿O es que te da miedo que King se enfade?

-Está bien -suspiró Amelia, que era incapaz de rechazar un reto-. Si tú no tienes miedo, yo tampoco; pero tengo que pedir permiso a mi padre.

-Tu padre no se opondrá-dijo Alan, sujetando las riendas-. Por cierto, Amelia,

¿sabes que tiene unos cambios de humor muy extraños? -preguntó.

-Sí, ya lo sabía.

-También sufre accesos de violencia -añadió-. Una noche empezó a azotar a una mula y mi padre tuvo que arrancarle el látigo de las manos y tumbarle en el suelo hasta que volvió en sí. ¿Estabas al corriente de estos incidentes?

-Es mucho peor cuando mezcla el alcohol con la medicina que toma para aliviar los dolores de cabeza. Un día me matará...

-¡Amelia!

-No quería decir eso -se apresuró a rectificar llevándose la mano a la boca-.

Mi padre nunca me haría daño. Lo que pasa es que me asusta cuando grita. Por favor, olvida lo que he dicho.

-Si lo deseas... -condescendió, no demasiado convencido.

-¡No se lo cuentes a nadie y mucho menos a tu familia! -suplicó-. Si mi padre llegara a enterarse de que yo...

-No te preocupes, nadie lo sabrá -prometió-. Ya hemos llegado.

Alan la acompañó hasta la puerta. Había sido una velada desastrosa. Sólo faltaba que su padre estuviera borracho. Sin embargo, ¡milagro!, no sólo estaba sobrio sino además de excelente humor. Invitó a Alan a entrar, le ofreció un brandy y le habló tan cariñosamente que el joven se fue convencido de que Hartwell Howard estaba en su sano juicio.

-Haz todo lo posible para que esta relación llegue a buen puerto -le ordenó a Amelia cuando Alan se marchó-. Quiero que te cases con este muchacho.

Amelia intentó explicarle que no era posible, que ni podía ni quería amar a Alan Culhane, pero la mirada amenazadora de su padre le hizo desistir.

-La verdad es que Alan es muy agradable-dijo para contentarle-. Me ha invitado a ir de picnic el próximo fin de semana. ¿Me das permiso para ir?

-¿Un picnic? Desde luego. Y ahora vete a la cama. Amelia así lo hizo, agradecida de verse libre de la presencia de su padre. Una vez en su habitación, comprobó que tenía las manos frías como el hielo.

El martes, Alan y sus muchachos trabajaron duro durante todo el día ayudando a los Howard con el traslado. Hartwell Howard estaba de un humor raro y no dejó de reír y bromear con todo el mundo y, por primera vez desde su llegada a El Paso, Amelia tuvo la sensación de haber recuperado a su padre. Esperanzada, pensó que estaba ante el comienzo de una nueva vida.

El resto de la semana transcurrió tranquilamente. Su padre volvía a comportarse como una persona normal y los dolores de cabeza habían desaparecido como por ensalmo. Sin embargo, una extraña enfermedad le postró en la cama a los pocos días de trasladarse a la nueva casa.

Amelia no se separó de su lado y estuvo pendiente de él hasta que se encontró mejor y pudo levantarse, pero se sentía tan débil que cuando Amelia propuso llamar a un médico ni siquiera reunió fuerzas para discutir con ella. Después de visitarle, el doctor Vázquez insistió en hablar con Amelia en privado.

-Nunca he tratado un caso tan extraño -le dijo-. El brillo de sus pupilas indica que ha sufrido un ataque pero no hay signos de parálisis. Señorita, le aconsejo que no le pierda de vista ni un momento. Me temo que lo peor todavía está por venir.

-No se preocupe, cuidaré de él.

-¿Manifiesta un comportamiento violento? -preguntó el médico.

-Bueno... a veces -titubeó Amelia.

-Descríbalo, por favor -pidió el médico, depositando su maletín en el suelo de nuevo.

Amelia lo hizo, omitiendo algunos detalles porque le avergonzaba reconocer ante un hombre inteligente e instruido que su padre le pegaba palizas con una correa de cuero. Se limitó a hablarle de la violencia que ejercía sobre los animales.

El médico escuchó su relato sin interrumpirla pero cuando concluyó parecía realmente preocupado.

-Escúcheme dijo muy serio-. Si alguna vez me necesita, aunque sea a altas horas de la madrugada, no dude en llamarme. Mientras tanto, déle esto cada noche antes de acostarse. Es sólo un sedante -añadió, tendiéndole un frasco-. No le hará ningún daño. Al contrario, experimentará una ligera mejoría, aunque le advierto que será sólo temporal.

-Usted cree que hay algo más que arrebatos de mal genio, ¿no es así? -adivinó Amelia-. ¿Tiene algo que ver con los dolores de cabeza?

-Exacto -respondió el médico-. Todo viene del accidente que sufrió hace algunos años. ¿Es usted fuerte, señorita? ¿Cree que podrá soportar malas noticias?

-Sí -respondió Amelia, mirándole.

-Sospecho que se trata de un tumor cerebral-dijo, y dirigió una mirada a la puerta cerrada de la habitación de Hartwell Howard.

-¿Cómo dice?-gimió Amelia, buscando apoyo en la pared.

-Presenta todos los síntomas. Si, como me temo, es un tumor de desarrollo lento, la presión que ejerce sobre el cerebro será cada vez más intensa. Ahora ya sabe la causa de sus cambios de humor, los episodios de violencia y los fuertes dolores de cabeza que sufre. Siento decirle que, si se trata de un tumor, le llevará a una muerte prematura. Y, a juzgar por los síntomas, no tardará mucho en ocurrir.

Debe de estar sufriendo terriblemente.

Amelia cerró los ojos y se estremeció. ¡Ahora entendía por qué había cambiado tanto!

-¿No hay nada que podamos hacer? -gimió, desesperada.

-Lamentablemente, la medicina no avanza tan deprisa como a veces quisiéramos

-contestó el doctor Vázquez tocándole el hombro cariñosamente-. Si necesita ayuda puedo enviarle una enfermera. No tiene por qué soportar todo esto usted sola. ¿Tiene familia, señorita? -Tengo un hermano pero...

-Debe informarle inmediatamente de la situación. Piense que no nos queda demasiado tiempo. Acaba de sufrir un fuerte ataque y su cerebro ha podido quedar seriamente dañado. Sobre todo procure no quedarse a solas con él. Los pacientes en su estado suelen comportarse con extrema violencia. Incluso me atrevería a decir que su vida corre peligro.

-Sí, lo sé -musitó Amelia mientras un escalofrío le recorría la espalda.

-¿Quiere decir que ya ha ocurrido? -preguntó el doctor.

-Sí -contestó ella tras vacilar un momento-. Hace un año, cuando vivíamos en Atlanta, me escapé de casa. Mi padre era un hombre tan educado y amable que nadie me habría creído si hubiera dicho que había intentado hacerme daño. Cuando me llevaron de vuelta a casa me propinó una paliza brutal. A veces dice que se arrepiente de haberlo hecho y otras veces ruge que me lo merecía. Ha sido así desde que sufrió el accidente -contó, aliviada de poder desahogarse con alguien mientras gruesas lágrimas resbalaban por sus mejillas-. Nunca me había atrevido a contárselo a nadie. Me avergonzaba de él y de mí misma por permitirle que me tratara de esa manera, pero tenía tanto miedo...

-Y con razón -replicó el médico-. Cada vez que le contradice pone en peligro su vida. Señorita, debo informarle que existen instituciones que se hacen cargo de enfermos como su padre.

-¿Y que todo el mundo se entere? ¡Se moriría de vergüenza! -exclamó Amelia.

-Este mundo es como una prisión, ¿no es cierto? -se lamentó el doctor, compadeciendo a la pobre Amelia-. El miedo al qué dirán dirige nuestras acciones y en cualquier momento podemos pasar de la gloria al infierno por culpa de las malas lenguas. ¡Ojalá esto cambie algún día!

-Eso espero -suspiró Amelia.

-¿Y dice que no tiene ningún familiar o amigo que le pueda echar una mano?

-insistió.

-Mi hermano es oficial del ejército de Texas y casi nunca está aquí. No quisiera echar esa carga sobre sus espaldas.

-Pues tendrá que hacerlo-replicó el médico con firmeza-. ¿Es que no se da cuenta de que se encuentra en una situación muy delicada? Dentro de poco su padre estará tan grave que ni siquiera podrá trabajar, señorita. ¿Qué hará cuando eso ocurra?

¡Su padre no iba a poder trabajar! ¿Qué iba a ser de ella? ¿Dónde iba a encontrar un trabajo? ¿De qué iba a vivir? La situación era más grave de lo que imaginaba y sintió que se le nublaba la vista y le fallaban las piernas. El doctor la ayudó a sentarse y le acercó un frasco de sales para reanimarla.

-Lo siento -se disculpó-. Lo siento mucho. Han sido demasiadas malas noticias a la vez.

-Comprendo. Ahora debo irme. La señora Sims está de parto. Pero no se preocupe, Dios vela por nosotros.

-Eso dicen-respondió Amelia sonriendo entre lágrimas-, pero me temo que ha decidido echar una cabezadita.

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