Amelia

Amelia


Capítulo 10

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King empezaba a darse cuenta de que estaba perdiendo la cabeza por culpa de Amelia y durante el resto del día no hizo otra cosa sino gritar a sus hombres hasta que uno de ellos, harto de que le trataran como a un esclavo, le propinó un puñetazo que le dejó tumbado en el suelo cuan largo era. Aquello fue suficiente para apaciguarle, pero por la noche llegó al rancho de un humor de perros.

Todavía se enfureció más después de escuchar a Alan repetir más de cien veces que había invitado a Amelia a comer con ellos al día siguiente.

-No es mujer para ti -estalló finalmente-. ¡No permitiré que te cases con ella!

-Eres mi hermano, no mi niñera -replicó Alan jovialmente-. Veré a Amelia cuando me plazca y tú tendrás que ocuparte de tus asuntos.

King enrojeció de ira y miró a su hermano menor con una mezcla de rencor y odio.

-No te preocupes -continuó Alan-. Hemos decidido que cuando nos casemos viviremos en El Paso, así no tendrás que padecer su compañía si no lo deseas.

-¡Maldito seas!

Alan arqueó las cejas. Nunca había visto a su hermano tan fuera de sí.

-¿Qué os ocurre a vosotros dos? -preguntó inocentemente-. ¿Se puede saber por qué la odias tanto? King apretó los puños pero no contestó. No encontraba las palabras para expresar lo que sentía. En realidad, ni él mismo lo sabía.

-Además -añadió Alan-, ¿no es mañana cuándo estás invitado a comer en casa de los Valverde?

King giró sobre sus talones y salió de la habitación con tanto ímpetu que casi chocó con su padre, que entraba en ese momento. Brant, sorprendido por el hecho de que ni siquiera se había molestado en dirigirle la palabra, se apartó justo a tiempo de no ser arrollado.

-¿Qué diablos le ocurre? -preguntó.

-Le he comunicado mi intención de seguir viendo a Amelia Howard siempre que me plazca -replicó Alan con una traviesa sonrisa.

-¿Y cómo es eso? Tú no quieres a Amelia -dijo Brant, extrañado.

-Ni ella a mí tampoco.

-Entonces, ¿por qué... ?

Se detuvo al descubrir un brillo malicioso en los ojos de su hijo.

-Comprendo. Has de saber que estás jugando con fuego, hijo. No es prudente provocar a King. -Deberías verles cuando están juntos, padre -intentó justificarse Alan-. Saltan chispas por todas partes. El problema es que King tiene miedo de que el destino le vuelva a jugar una mala pasada. Necesita un pequeño empujoncito.

-Podrías causarle más problemas de los que te imaginas -replicó su padre-. Ten cuidado, Alan. Ya sabes que el que juega con fuego acaba quemándose.

-¡Pero si sólo quiero echarles una mano! -protestó Alan-. King está loco por esa chica y no me dirás que prefieres a Darcy Valverde.

-En eso tienes razón -dijo Brant, acomodándose en uno de los confortables sillones del salón-. Creo que la señorita Howard es una muchacha encantadora y tu madre está tan convencida como tú de que King está enamorado de ella. Sin embargo, Alan -añadió mirándole con aquellos penetrantes ojos grises que King había heredado-, te ruego que de ahora en adelante dejes que sean ellos mismos los que solucionen sus problemas. Deja de inmiscuirte o acabarán metidos en un buen lío.

-No lo entiendo -replicó Alan tozudamente-. No me negarás que no pueden estar peor.

-Yo no estaría tan seguro -contestó su padre, enigmático, mordiendo su pipa.

Al día siguiente Hartwell Howard se levantó sintiéndose mejor y se dispuso a ir a trabajar.

-Es increíble-dijo a Amelia-. Estoy mejor que nunca. Creo que me siento con fuerzas para ir a trabajar. Amelia, temerosa de su reacción, no se atrevió a su-gerirle que sería mejor que se quedara en casa un día más. -Por cierto, Amelia-añadió-, ¿por qué no compras algo de tela y te haces un vestido nuevo? ¡Dios mío, tienes un aspecto horrible!

-No podemos permitirnos caprichos innecesarios...

-¡Tonterías! Ve a la tienda y que lo apunten en mi cuenta.

Amelia se preguntó si los milagros existían.

-Alan me ha invitado a comer en el rancho -dijo.

-¡Supongo que habrás aceptado! Ya sabes que nos conviene relacionarnos con su familia! -Está bien, no se hable más. Iré. Hartwell Howard tomó su sombrero y sus guantes y se dirigió hacia la puerta. Antes de salir se detuvo y se tambaleó ligeramente.

-Siento la cabeza tan ligera... -rió-. Debe ser la medicina que me dio el doctor Vázquez. Ha hecho que me encuentre mucho mejor.

-Me alegro.

-Yo... Siento mucho haberte pegado el otro día -se disculpó.

-Descuida.

-Tenemos que hablar. Me siento avergonzado de mi comportamiento. Hace tiempo que no soy el mismo, pero todo va a ser diferente ahora que empiezo a recuperarme.

-Me alegro -dijo Amelia.

-Te veré esta noche. Que te diviertas -se despidió su padre.

Cuando se fue, Amelia empezó a pasearse por la habitación, loca de contento.

¡Estaba curado! Había reconocido que la había maltratado y le había pedido disculpas. A partir de ahora todo iba a cambiar. La vida volvía a ser color de rosa. El doctor Vázquez se había equivocado. Un paciente al borde de la muerte no experimenta una mejoría tan notable de la noche a la mañana. Sintió pena por el médico y una incontenible alegría por su padre.

Alan comprobó que Amelia estaba de mejor humor que el día anterior.

-Hace un día precioso -anunció-. Por cierto, tengo buenas noticias: King está invitado a comer en casa de los Valverde, así que nos veremos libres de su presencia. -Cualquiera diría que te alegras -replicó ella.

-Pues la verdad es que sí. Últimamente no nos llevamos muy bien.

-Es por mi culpa, ¿verdad? -se lamentó Amelia-. ¿Qué le he hecho para que me odie así? Quizá sea porque una vez le llamé animal en francés.

-¿Que tú le llamaste qué? -exclamó Alan, prorrumpiendo en carcajadas.

-Le dije que era un animal. No me negarás que a veces se comporta como tal.

-El King que yo conozco es amable con todo el mundo- replicó Alan en defensa de su hermano mayor.

-Lo idealizas- protestó Amelia-. Tú le tienes por cúmulo de virtudes mientras que para mí no es más que un presuntuoso, maleducado, impaciente, arrogante...

-Creí que no te gustaba hablar de King -la interrumpió Alan.

Amelia se echó a reír. Vestida con un sencillo traje azul con botones negros que combinaba con un sombrero de satén de ala ancha, estaba más elegante que cualquiera de las mujeres que se empeñaban en conseguir caros modelos de diseño.

-Estás preciosa, como siempre -dijo Alan. -Gracias. ¿Sabes que mi padre ya se encuentra mejor? Hoy hasta ha ido a trabajar. Creo que el médico se equivocó en el diagnóstico.

Se llevó la mano a la boca pero ya era demasiado tarde. Había hablado más de la cuenta.

-¿Por qué? -preguntó Alan-. ¿Qué te dijo el médico?

-Oh, nada importante -replicó Amelia-. Dijo que probablemente tardaría varias semanas en recuperarse. ¿Estás seguro de que a tus padres no les importa que vaya a comer con vosotros? -añadió, cambiando de tema.

-Naturalmente que no. Creo que esta tarde tienen que ir a visitar a unos amigos pero han dicho que comeremos todos juntos. Tienen muchas ganas de verte.

-Tus padres son encantadores.

-¿Y qué me dices de mi hermano? -preguntó Alan pícaramente.

-Bueno -replicó Amelia-, sólo he tenido el placer de hablar con Callaway una vez en toda mi vida y me pareció un muchacho muy agradable aunque algo impulsivo. Creo que se parece más a King que a ti.

-Sabes perfectamente que estoy hablando de King.

-Sabes perfectamente que no me gusta King.

-Pues yo creo que le encuentras fascinante-dijo intentando provocarla-. No le quitas ojo.

Amelia se aclaró la garganta.

-Tampoco les quito ojo a las serpientes venenosas. En cuanto te descuidas, te muerden.

-¡Una comparación muy ingeniosa! Tengo que contárselo a King.

-¡Hazlo y no te volveré a dirigir la palabra en toda mi vida¡ -exclamó Amelia.

-Mi hermano no es un monstruo, Amelia -insistió-. En realidad, se siente triste y abandonado pero eso sólo lo sabemos los que convivimos con él. Si le conocieras mejor...

-No me apetece conocerle mejor, gracias -lo interrumpió Amelia.

Alan decidió cambiar de tema y empezó a hablar sobre la sequía y las últimas noticias sobre Rodríguez, el temible bandido. Parecía que alguien le había visto por Juárez en compañía de sus dos hermanos y varios secuaces.

-¿Tan malvado es ese Rodríguez? -preguntó Amelia-. He oído decir que no conserva nada para sí sino que reparte lo robado entre las personas más humildes.

-Yo también he oído decir eso -contestó Alan-. Pero Rodríguez es más que un ladrón. King y él tienen un asunto pendiente.

-¿King? -exclamó Amelia, sorprendida.

-Se trata de una vieja deuda. A Rodríguez no sólo se le acusa de robo sino también de asesinato. Dicen que hace unos diez años mató a un hombre que vivía en las

afueras de la ciudad y raptó a sus hijos. Uno de ellos, una niñita. Nadie sabe qué le ocurrió pero dicen que está muerta.

-Posiblemente nunca se sabrá la verdad -reflexionó Amelia-. La gente habla demasiado y al final nada resulta ser verdad.

-Tienes razón.

Amelia divisó a lo lejos la entrada de la casa de los Culhane. En la puerta había tres personas esperándoles. Una de ellas era King.

-¡Me dijiste que no ... ¡

-Te juro que no lo sabía-dijo Alan-. Me dijo que iba a pasar el día fuera y que no volvería hasta la noche. King se acercó a saludarla. Iba vestido con los vaqueros viejos y descoloridos que usaba para trabajar y con una camisa a cuadros azules que resaltaba sus ojos grises y su cabello oscuro. Ofrecía una imagen tan atractiva que el corazón de Amelia comenzó a latir furiosamente. Intentó disimular enfrascándose en una trivial conversación con Brant y Enid mientras centraba todos sus esfuerzos en no mirarle.

-Vamos, Amelia -dijo Enid-. Ya está todo preparado.

Amelia entró en el comedor sintiendo la mirada de King clavada en su espalda. Sus ojos presagiaban tormenta aunque su rostro permanecía impasible como el de una esfinge. Cuando se sentaron Amelia comprobó con estupor que King se había apropiado del asiento contiguo.

-¿Cómo se encuentra su padre, Amelia? -inquirió Brant desde la cabecera de la mesa.

-Está mucho mejor, gracias -respondió ella con una sonrisa-. Hoy ha ido a trabajar.

-Vaya, me alegro -exclamó él-. Permítame que le diga que está usted muy guapa. El color azul le sienta muy bien.

-Y a King también -intervino Enid-. Siempre he dicho que el azul es su color.

El comentario hizo que los demás dirigieran la vista hacia King y luego hacia Amelia, y que convinieran en que, en cuestión de colores, hacían una estupenda pareja. Amelia se ruborizó y bajó los ojos.

-Bendice la mesa, Brant, ¿quieres? -se apresuró a decir Enid al ver la turbación de Amelia.

Enid fue a buscar la comida y la dispuso sobre la mesa, momento que aprovechó King para coger la fuente de las patatas y rozar una pierna de Amelia con su cadera.

-Deje que la ayude, señorita Howard -se ofreció-. Pesa demasiado para usted.

Yo lo sostendré mientras usted se sirve.

La cuchara de plata se le escurrió entre los dedos y estuvo a punto de caérsele dos veces. Levantó la mirada tímidamente y se encontró con unos ojos plateados clavados en los suyos. Depositó la cuchara en la fuente y murmuró unas gracias casi inaudibles.

Casi no hablaron durante la comida pero Amelia sintió todo el rato la proximidad del cuerpo de King y el calor que desprendía. Cada vez le resultaba más difícil disimular sus sentimientos delante de él. ¿Por qué le hacía esto? Había descubierto su punto débil y estaba dispuesto a destruirla. Amelia estaba segura de que lo que pretendía era separarla de Alan, pero ¡si hubiera sabido lo poco que le importaba Alan!

Cuando terminaron de comer, los señores Culhane se disculparon y fueron a cumplir sus compromisos sociales. Rosa recogió la mesa y luego desapareció en la cocina.

Alan, King y Amelia estaban en el salón tomando café cuando uno de los empleados del rancho solicitó la presencia de Alan. Al parecer había problemas con la perforadora que estaban utilizando para la construcción del nuevo pozo.

-¿Por qué no vas tú, King? -dijo Alan perezosamente desde el sofá.

-¿ Yo? -replicó King-. ¿Y qué sé yo sobre pozos y maquinaria? Te recuerdo que tú eres el ingeniero de la familia, hermanito.

Alan miró a Amelia de reojo y comprobó que estaba paralizada de miedo.

-Puedes venir conmigo si quieres -dijo.

-No digas tonterías -lo interrumpió King-. Hace demasiado calor ahí fuera a estas horas. Además, una obra no es lugar para una mujer. No te preocupes por la señorita Howard. Yo me encargo de ella -añadió.

-Por cierto, ¿por qué no has ido a comer a casa de los Valverde? -preguntó Alan.

-Darcy no se encuentra bien. Está resfriada, así que he decidido quedarme aquí

-replicó King, desafiante. Se levantó del sillón para demostrar a su hermano quién era el más alto y fuerte de los dos y añadió:

-Deja de preocuparte por ella. Aquí estará bien. Alan tenía sus dudas pero se dejó convencer. Después de todo, había sido idea suya ir a la obra aquella mañana y pedir a uno de sus hombres que se presentara en la casa después de comer y reclamara su presencia con cualquier excusa. Era parte de su plan para ayudar a King y Amelia, pero ahora que había conseguido que finalmente se quedaran a solas no tenía la conciencia demasiado tranquila. King había estado muy raro durante todo el día. Habría jurado que él también había estado haciendo planes por su cuenta. Alan no quería hacer daño a Amelia y temía que algo saliera mal en su intento por forzar a King a admitir sus sentimientos. King tenía la lengua muy afilada y carecía de escrúpulos cuando se trataba de hacer valer sus razones.

Amelia estaba indefensa en manos de su hermano y King podía acabar con ella con sólo proponérselo. Se consoló pensando que por lo menos no estarían solos en la casa y que Rosa no dudaría en acudir en ayuda de Amelia si era necesario. Además, a King no le gustaban los chismes y nunca había dado pábulo a las habladurías.

-Calculo que entre ir y volver tardaré casi una hora -dijo a Amelia-. ¿Seguro que no te importa?

Amelia intentó tranquilizarse pensando que King no intentaría nada sabiendo que Rosa estaba en la cocina. Podía oírla perfectamente bregar entre los cacharros.

-No me importa quedarme si tu hermano no tiene inconveniente -contestó.

King se limitó a sonreír pero sus ojos brillaban. Alan recordó este pequeño detalle cuando ya se hallaba camino del pozo.

-¿Puedo preguntarle por qué me ha hecho ir a buscarle con una falsa excusa?

-inquirió el obrero.

-Es por el bien y la felicidad futura de mi hermano -contestó Alan con una amplia sonrisa-. Pero ahora no quiero hablar de ello. Debemos darnos prisa.

Amelia jugueteaba nerviosamente con su bolso mientras King la observaba en silencio, apoyado contra la pared. Al cabo, Rosa entró en la habitación y dirigió a King unas rápidas palabras en español. King le contestó en el mismo idioma y en pocos segundos se oyó el ruido de la puerta principal al cerrarse. Se hizo de nuevo el silencio y Amelia se levantó como impulsada por un muelle.

-¿Cómo se atreve a decirle a Rosa que se marche porque quiere estar a solas conmigo? -exclamó-. ¿No se da cuenta de la indiscreción que acaba de cometer?

Mañana todo El Paso lo sabrá.

-Así que no sólo hablas francés sino también español -murmuró sorprendido.

-¡Sí, hablo español...! -replicó Amelia-. ¿Qué cree que está haciendo?

King le había arrancado el bolso de las manos, lo había arrojado al suelo y la había obligado a sentarse en sus rodillas.

-Adivínalo, pequeña-murmuró él, inclinándose sobre su boca.

Amelia se sintió flotar mientras los tímidos besos iniciales daban paso a otros más apasionados. No sabía cómo resistirse pero tampoco deseaba que King dejara de besarla. Después de tanto tiempo, le parecía un sueño hecho realidad estar entre sus brazos y disfrutar de sus apasionadas caricias.

Cuando King empezó a acariciarle los pechos se asustó e intentó apartarse de él. Sin embargo, King era demasiado experto y supo tranquilizarla. Volvió a concentrarse en su boca, insistente pero dulcemente, y le acarició la espalda. Amelia sintió que le fallaban las piernas y todo su cuerpo empezó a pedir que las suaves caricias se acentuaran y se multiplicaran.

De pronto, King la cogió en brazos y la condujo a una de las habitaciones, cerrando la puerta tras de sí de una patada. Sabía que no era correcto permitir que un caballero se tomara tantas libertades pero él era muy fuerte y sus besos le resultaban demasiado deliciosos para resistirse.

-Jeremiah... -gimió junto a su boca cuando la depositó sobre la cama.

King seguía besándola mientras se esforzaba por desabrochar el laberinto de botones y corchetes que protegían el cuerpo de Amelia. Ella le ayudó, incapaz de soportar por más tiempo el roce de la ropa sobre su piel. Quería sentir el aire fresco sobre sus pechos pero sobre todo quería que King los viera.

King la despojó de la chaqueta y la blusa y sus ojos brillaron a la vista de tanta perfección. Recorrió con la punta de sus dedos aquella piel tan blanca y tersa mientras una súbita oleada de pasión le cegaba.

-Tus pechos son suaves como los pétalos de las gardenias -murmuró.

Sus palabras hicieron que Amelia volviera en sí e intentara cubrirse con un brazo, pero King fue más rápido. La sujetó por la muñeca y masculló entre dientes:

-¿Y quieres que deje que Alan se case contigo? Yo te quiero para mí solo.

Sus palabras la desconcertaron. ¿Significaba eso que él la quería? Mientras reflexionaba sobre lo que acababa de oír, King acercó su boca a uno de sus firmes pechos y murmuró, rozándolo:

-Te deseo, Amelia. Te deseo tanto...

Incapaz de soportar el tormento durante más tiempo, Amelia se aferró a su nuca con manos temblorosas.

-¿Quieres que continúe, Amelia? -preguntó King.

-¡Sí, King, sí, por favor!

Estimulado por sus desesperadas súplicas, inclinó su cabeza hasta casi tocarla.

Amelia intentó atraer su boca sobre su cuerpo pero King se resistió mientras ella gemía angustiosamente. Cuando comprobó que estaba al borde del clímax se abandonó a su abrazo y empezó a lamer uno de aquellos pechos. Amelia se estremeció y le hundió las uñas en la nuca.

King no estaba preparado para una respuesta tan ardiente. Su única intención había sido jugar un poco con ella para demostrarle que se sentía atraída por él y que no podía casarse con Alan. Pero hacía meses que no tocaba a una mujer, y allí estaba Amelia suplicándole que no se detuviera.

¿Por qué iba a resistirse? Amelia no estaba enamorada de Alan. Deseaba casarse con él porque era rico y porque representaba su única posibilidad de escapar de su dominante padre. Su deber era seguir adelante por el bien de Alan.

No podía permitir que su hermano sufriera la humillación de enamorarse de una mujer que sólo buscaba su dinero. Además, Amelia necesitaba una lección y él estaba dispuesto a dársela.

Mientras la desnudaba con manos expertas ni siquiera se detuvo a pensar que, en el fondo, todos sus motivos y excusas se reducían a uno solo: la deseaba como nunca había deseado a nadie. ¿Qué importaba Alan? Lo único importante en ese momento era que tenía entre sus brazos el cuerpo suave y cálido de Amelia.

-King, no deberíamos... -protestó ella débilmente. King volvió a rozar con su boca uno de sus pechos mientras deslizaba una mano bajo su falda. Amelia no pudo contener las lágrimas cuando las caricias de King se concentraron en su caderas y su parte más íntima.

Separó las piernas lentamente, suplicándole que no se detuviera. Mientras lo oía despojarse de su ropa no se atrevía a abrir los ojos. Temía que cualquier movimiento estropeara el placer que estaba sintiendo.

King, completamente desnudo, se movía con ardor sobre ella. Su boca ardiente buscó afanosamente la de Amelia y una de sus piernas se deslizó entre las suyas.

Presa del pánico, Amelia abrió unos ojos como platos y se dio cuenta del error que acababa de cometer, y de las terribles consecuencias que podía acarrearle. Desgraciadamente, ya era demasiado tarde.

-Eso es... -dijo King con voz ronca-. Mírame. ¡Mírame a los ojos!

Sus fuertes manos aferraron sus caderas para impedir su huida mientras iniciaba una serie de bruscas acometidas. Amelia gritó desesperada e intentó escapar, pero King la mantenía firmemente sujeta.

-¡No, King, no! -gritó.

Por toda respuesta, King siguió moviéndose sobre ella rítmicamente.

-Dios, Amelia-masculló mientras cerraba los ojos y empezaba a temblar-.

¡Oh... Dios mío!

Había más devoción que blasfemia en su exclamación. Su torso desnudo se arqueó, su voz se quebró y su cuerpo se tensó cuando alcanzó el orgasmo.

Amelia cerró los ojos en el último intento por no sentir la vergüenza y la humillación que empezaban a invadir su cuerpo. Se sentía sucia y utilizada y quería morir. Las lágrimas se deslizaban por sus mejillas mientras King, tendido a su lado, se esforzaba por recuperar el resuello.

Así que era eso. Tantas palabras amables, miradas ardientes y dulces besos para nada. ¡Todo era mentira! Una vez más, el hombre había demostrado ser un animal sin sentimientos que tomaba de la mujer lo que quería a cambio de dolor y vergüenza. ¿Cómo no lo había adivinado antes? ¿Acaso no había oído los gritos de su prima?

King no podía creer lo que acababa de hacer. Se sentía el ser más despreciable del mundo. No tenía perdón. Había deshonrado a Amelia despojándola de su bien más preciado. Lo peor era que ahora ella esperaría una propuesta de matrimonio.

El riesgo de embarazo era demasiado alto.

¡Qué idiota había sido!

Empezó a vestirse sin mirarla. Aunque le temblaban las piernas, Amelia se las arregló para levantarse de la cama y entonces sintió la sangre resbalar por la entrepierna. Afortunadamente, todo había ocurrido tan deprisa que King ni siquiera le había quitado la ropa interior, lo que había evitado que quedaran huellas delatoras sobre las sábanas.

Sin atreverse a levantar la vista, se dirigió hacia la puerta y la abrió. King la cerró de nuevo de un portazo. -Quiero dejar bien claro que no me casaré con usted, señorita Howard -espetó-. Si lo que pretendía era seducirme con esa intención, lamento comunicarle que la jugada le ha salido mal. Naturalmente, tampoco pienso permitir que se case con mi hermano. Se lo advierto, si da el más mínimo paso en esa dirección le contaré con todo detalle lo que ha ocurrido esta tarde. ¿Está claro?

-Sí... -musitó Amelia.

King hizo todo lo posible por olvidar cómo había ocurrido aquello. Se negaba a admitir que había sido él, no ella, quien había iniciado la tan ansiada seducción.

Prácticamente la había obligado a arrojarse en sus brazos, pero el orgullo le impedía reconocer su error. Una y otra vez se decía que lo había hecho por el bien de Alan. Ahora su hermano no tendría que volver a ver a esa horrible mujer nunca más. Si había pasado un buen rato, mejor que mejor, pero éste nunca había sido el objetivo de su plan. Había ganado, como siempre. Sin embargo, ¿por qué se sentía culpable? Amelia era tan mentirosa como cualquier mujer. Además, el tamaño de su cerebro se podía comparar al de un mosquito y su resistencia a la de una orquídea de invernadero.

-¿Puedo marcharme ya? -preguntó ella desmayadamente.

King retiró la mano de la puerta y la acompañó hasta la entrada principal.

-Por favor... -susurró Amelia-. Me gustaría irme a casa ahora. ¿Puede pedirle a uno de sus hombres que me acompañe? Prefiero no estar aquí cuando Alan o sus padres regresen.

-Como quiera -replicó King, dándole la espalda para no tener que contemplar el sufrimiento reflejado en el rostro de Amelia.

Se dirigió a la caballeriza, intercambió unas palabras con un empleado y corrió a refugiarse en el establo sin siquiera dirigirle una mirada o unas palabras de despedida.

Amelia se sentía como una mujer de la calle. Histérica, pensó que sus apuros económicos habían acabado. Ahora que había encontrado su vocación ya podía ponerse a trabajar. King le había robado su inocencia y ahora ningún hombre aceptaría casarse con ella. Estaba atrapada entre la espada y la pared.

-¿Se encuentra bien, señorita? -preguntó el joven vaquero que conducía el coche.

-No es nada-contestó Amelia-. Sólo estoy un poco mareada. Creo que he comido demasiado.

-Como usted diga, señorita.

Amelia se enjugó las lágrimas e intentó tranquilizarse. Cuando llegó a casa corrió a meterse en la bañera y permaneció allí, reflexionando sobre lo que había ocurrido aquella tarde, hasta que el agua se quedó casi fría. ¿Y si King, envalentonado, contaba su hazaña a su hermano, sus amigos o incluso a los trabajadores del rancho? ¡Amelia sería el hazmerreír de El Paso por haberse entregado tan fácilmente! El rumor podía llegar incluso a oídos de su padre.

¿Cómo había podido cometer semejante error, precisamente ahora que las cosas empezaban a ir bien? Se había comportado como una auténtica idiota.

La inesperada llegada de su padre y sus gritos llamándola interrumpieron sus cavilaciones. Salió de la bañera, se cubrió con una toalla y abrió la puerta del cuarto de baño. Hartwell Howard, lívido de ira, la esperaba en su habitación.

Horrorizada, Amelia advirtió que había dejado su ropa en el suelo y que las huellas de lo ocurrido entre King y ella eran más que evidentes.

Sin embargo, su padre no miraba el montón de ropa a sus pies. Sin mediar palabra, se quitó el cinturón y la sujetó por un brazo.

-¡Ven aquí, desvergonzada! -rugió-. ¿Creías que no me enteraría? El mismísimo King Culhane me lo ha contado todo. ¡Qué vergüenza! Una hija mía insinuándose como una puta barata. ¿Quién va a querer casarse contigo, ahora que todos los hombres de El Paso saben que pueden tener lo que deseen con sólo pedírtelo? ¿Y qué me dices de Alan? ¡Me has humillado delante de todo el mundo! ¡Has acabado con el buen nombre de la familia!

Amelia no escuchó la mayor parte de aquellas insultantes palabras. Así que King la consideraba una cualquiera y la odiaba lo suficiente como para arruinar su reputación y la del resto de su familia. Después de eso,

¿qué importaba lo que su padre pudiera hacerle? Su vida ya no tenía sentido.

Su padre le arrebató la toalla bruscamente y descargó con fuerza la correa sobre su espalda una y otra vez hasta que Amelia cayó al suelo sin sentido.

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