Amelia

Amelia


Capítulo 6

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Aquél fue el peor domingo que Amelia recordaba. Cuando King acompañó a Darcy de vuelta a su rancho ya hacía rato que había oscurecido. Por precaución, Amelia no se separó de Enid en toda la noche y se retiró a su habitación temprano sin apenas haber mirado o dirigido la palabra a King. El beso que había presenciado desde la puerta había destruido sus sueños más secretos. Si él había pretendido acabar con sus esperanzas, lo había conseguido. Amelia estaba cada vez más sorprendida por su actitud y decidió que lo mejor, por lo menos hasta que ella aclarase sus sentimientos, era apartarse de su camino.

En lugar de aliviarle, el rechazo de Amelia produjo el efecto contrario en King.

No podía soportar verla pasar por su lado con los ojos fijos en el suelo para evitar mirarle. Sabía que Amelia estaba haciendo exactamente lo que él esperaba y que él se lo había buscado, pero empezaba a dudar. El corazón le daba un vuelco cada vez que la miraba. ¡Ansiaba que su padre regresara cuanto antes y se la llevara lejos de su vida, para no sentirse tentado nunca más! ¡Él no quería saber nada de una jovencita aburrida y cobarde como Amelia Howard!

Una noche, terminó su trabajo más temprano de lo habitual y llegó a tiempo para cenar con su madre y Amelia. La comida transcurrió tranquilamente v cuando terminaron se reunió con ellas en el salón. Se dedicó a hojear el periódico mientras ellas cosían pero no conseguía concentrarse. La guerra de los Bóers ocupaba las páginas centrales junto con el caso de un hombre condenado a morir ahorcado en Nuevo México por haber disparado contra otro. Sin embargo, no era capaz de mantener los ojos fijos en el periódico durante mucho rato. El cuerpo de Amelia, tan esbelto y delicado que parecía invitar a que sus brazos lo estrecharan, era una visión demasiado tentadora.

-Tu padre debe estar a punto de regresar, ¿no crees? -dijo Enid a su hijo-. Dijo que estarían fuera dos semanas y ya han pasado.

Amelia palideció. Había estado tan pendiente de sus propias emociones que el tiempo había pasado volando. Se puso tan nerviosa que empezaron a temblarle las manos y se pinchó con la aguja. Gimió y se llevó el dedo a la boca para detener la sangre.

-¿Tienes ganas de volver a casa, Amelia? -preguntó la señora Culhane.

-En realidad, más que una casa es una pensión -admitió-. Papá quiere comprar una casa pero de momento vivimos en tres habitaciones que la señora Spindle nos ha alquilado. Son muy acogedoras y, además, cocina para nosotros y el precio es muy razonable.

-Yo he vivido en esta casa desde el día que me casé -recordó Enid-. El padre de Brant acababa de construirla y estaba muy orgulloso de ella. Durante algún tiempo ocupamos las habitaciones que ahora son de King. La mayoría de los rancheros de la zona y sus familias asistieron a nuestra boda en la misma iglesia donde estuvimos el domingo. Supongo que tú también piensas casarte allí, ¿no es así? -añadió mirando a King.

-Si me caso -replicó él secamente.

-Apuesto a que Darcy quiere una boda por todo lo alto -insistió Enid.

-No hemos hecho planes -gruñó parapetado detrás del periódico.

-¿Ah, no? Creí que lo teníais todo decidido. Darcy habla como si fuera así.

Incluso ya ha decidido los cambios que va a realizar en mi propia casa -añadió sin mirarle.

King suspiró. Hacía días que sospechaba que Darcy había molestado a su madre con alguno de sus irreflexivos comentarios. Miró a Amelia de reojo pero su rostro no dejaba traslucir ninguna emoción. Era increíble; nada parecía impresionarla.

Nada excepto sus caricias, naturalmente.

-¿Te importa que hablemos de eso más tarde? -preguntó King, dejando el periódico a un lado y poniéndose en pie-. Vamos a dar un paseo, señorita Howard.

Puede terminar su labor en otro momento. Quiero enseñarle algo.

Amelia estaba paralizada. Después de haberse traicionado el sábado por la noche y el domingo en la iglesia, lo último que deseaba era quedarse a solas con él.

-Ve con él, Amelia -intervino Enid sin levantar la vista de su labor-. El ejercicio te hará bien. Las primeras rosas han empezado a florecer y por la noche su fragancia es más penetrante.

-De acuerdo -concedió ella a regañadientes. Guardó la labor y siguió a King algo aturdida.

En efecto, los rosales estaban en flor. Las rosas blancas eran las que más destacaban en la oscuridad de la noche, iluminada tan sólo por la luz de la luna.

-¿Por qué me rehuyes, Amelia? -preguntó él sin más. -Señor Culhane, yo...

King la sujetó por un brazo y la atrajo suavemente hacia sí. Sus ojos plateados la miraron fijamente

-Di mi nombre -ordenó.

-King -susurró ella.

-Mi nombre, Amelia, mi nombre. Sé que lo sabes -insistió.

Jeremiah -dijo dulcemente, levantando la vista. King sonrió satisfecho. Toda su vida había odiado su nombre pero en boca de Amelia sonaba diferente. -¿Amelia es tu único nombre? -preguntó.

-Me llamo Amelia Bernardette -contestó ella.

-Amelia Bernardette -repitió King, fascinado. El nombre le sugería la imagen de una niñita rubia con trenzas. Intentó apartar esos pensamientos. Él sólo tenía treinta años. ¿Por qué le había dado por pensar en formar una familia ahora?

-¿Por qué no volvemos dentro? -sugirió Amelia.

-No hasta que no me digas por qué me tienes miedo.

-Usted es como mi padre -estalló Amelia-. Todo tiene que hacerse a su manera y no siente respeto por nada.

-¿Y por qué permites que tu padre te trate así? Eres la viva imagen de un corderito asustado -repuso él, burlón.

-Usted no lo entiende.

-Creo que odias a tu padre. Admito que es algo prepotente y que no trata a los animales con el cariño que se merecen pero, al fin y al cabo, es tu padre y le debes un respeto. Lo que no me gusta es ver cómo te acobardas cuando te habla. ¿Es que no tienes valor?

-Me atrevería a asegurar que su señorita Valverde tiene coraje por las dos

-replicó Amelia con dignidad.

-Desde luego -convino él levantando una ceja y sonriendo-. Me gustan los animales y las mujeres con carácter.

-¿Para qué? ¿Para aplastarlos debajo de su bota?

-¿Crees que todos los hombres somos unos brutos?

-Algunos lo parecen -contestó Amelia.

-Ciertas mujeres se lo merecen -replicó.

Amelia intentó apartarse pero King la mantenía sujeta por los hombros.

-Estate quieta -ordenó.

De repente recordó que su padre estaba a punto de regresar y ese pensamiento la deprimió tanto que le abandonaron las fuerzas y se quedó inmóvil frente a él.

-¿Es que no hay manera de que reacciones? -exclamó él, exasperado-. ¿Qué haría si la llevara detrás de los matorrales y le hiciera proposiciones deshonestas, señorita Howard?

-Gritaría.

-¿Y si no pudiera? ¿Y si mi boca sobre la suya se lo impidiera?

Amelia sintió su aliento junto a sus labios. Quería huir y quería quedarse. Los recuerdos del roce de sus labios sobre su brazo, su cabello en desorden y la camisa abierta la noche del tiroteo ocupaban su mente y le impedían moverse. Sin fuerzas para protestar, contempló cómo su boca se acercaba peligrosamente.

Sus manos, fuertes aunque algo ásperas, acariciaron su hermoso rostro ovalado y la obligaron a levantar la vista.

-Tu boca me recuerda al arco de Cupido -susurró. Sus dedos la acariciaron suavemente-. Y tiembla cuando la toco. Me pregunto si tiemblas de miedo o si hay algo más.

Por última vez, Amelia trató de recuperar la cordura. Pensó en Darcy, su prometida. Seguramente se trataba de otro de sus sucios trucos para reírse de ella y humillarla. No podía permitirlo. Apoyó sus manos sobre su pecho e intentó empujarle pero él parecía un roble de hondas raíces y ni siquiera se tambaleó.

-Shhh -susurró.

Volvió a acariciarle la cara mientras sus ojos se fijaban insistentemente en su boca.

-El sábado por la noche y el domingo en la iglesia había fuego alrededor de nosotros. Quiero ver si quema, Amelia. Quiero tener mi boca sobre la tuya y probarte como a una manzana madura.

Mientras hablaba, se inclinó y apoyó sus labios sobre los de ella. Vaciló un momento ante la débil protesta de ella pero enseguida comprobó que dejaba de resistirse. Sintió cómo sus manos se aferraban a su camisa y la soltaban despacio cuando volvió a besarla suavemente.

-No te haré daño -susurró.

Tomó los brazos de Amelia y los colocó alrededor de su cuello. Sus manos ardientes recorrieron su espalda y se detuvieron en su cintura mientras la estrechaba contra sí. Amelia se perdió entre sus fuertes brazos y el calor de su pecho.

Nunca había estado tan cerca de un hombre y ello le provocaba sensaciones nuevas e inquietantes. Parecía que toda su vida dependía de aquellos labios que, poco a poco, se adueñaban de los suyos. Los labios de él pugnaban por vencer su resistencia y penetrar en su boca. Tanta intimidad hizo que a ella empezaran a temblarle las piernas e intentó volver en sí. King aflojó un poco la presión de sus brazos y la miró, pero esta vez no había señal de burla o mala intención en sus ojos.

-Tu boca es suave como un pétalo de rosa -murmuró-. Y sabes a inocencia, Amelia. A inocencia y terror virginal.

-Por favor, ya es suficiente...

-¿Por qué no quieres que siga?

-Está... está la señorita Valverde -musitó con un hilo de voz.

-Un simple beso no debe ser confundido con una propuesta de matrimonio

-replicó King-. Deja que te dé por lo menos uno pequeñito, si esto te hace sentir más cómoda. Vamos, ven aquí, Amelia.

Volvió a besarla, esta vez suavemente, esperando su respuesta. Amelia se rindió a la caricia de aquellos labios expertos y dejó de oponer resistencia. Sorprendido ante su inesperada entrega, King le hizo levantar la cabeza para explorar mejor aquella boca tan dócil. La rodeó con sus brazos y Amelia, olvidando sus reservas iniciales, le acarició la nuca y el cabello.

Sintió la mano de King en su garganta y apoyó la cabeza sobre su hombro mientras aquel beso que parecía no tener fin seguía provocándole las sensaciones más intensas que había experimentado hasta entonces. Cuando finalmente King se separó Amelia estaba a punto de desmayarse. Las lágrimas le impedían ver y el corazón le latía tan fuerte que casi le dolía.

En cambio, el rostro de King reflejaba una indiferencia que a Amelia no le agradó.

-¿Te caerás si te suelto? -preguntó él, divertido. Amelia no conseguía articular palabra. Estaba fascinada y aturdida, aunque, a juzgar por la expresión de King, aquel beso no había significado nada para él. Sólo había sido uno de tantos, nada especial. Se apartó y esta vez él la soltó. Encendió un puro y empezó a fumar tranquilamente con los ojos fijos en el horizonte mientras Amelia intentaba recuperar el aliento.

Una vez más se había comportado como una tonta. ¿Cuándo iba a darse cuenta de que King disfrutaba viéndola sufrir? Esperaba haber aprendido la lección.

Suspiró y lentamente se encaminó hacia la casa. King la alcanzó con dos rápidas zancadas y la detuvo. El olor del tabaco le llegó a la nariz mezclado con la fragancia de las rosas.

-Su boca la delata, señorita Howard -dijo-. Si no quiere que mi madre empiece a hacer conjeturas es preferible que se quede aquí fuera un rato más.

Aquel comentario fue todo lo que necesitaba oír para convencerse de que él había vuelto a burlarse de ella. Se sentó en el columpio del porche deseando que la dejara en paz, pero él se situó detrás de ella e impulsó el columpio suavemente. Su postura rígida y la palidez de su rostro hablaban por sí solos. King se inclinó por detrás para observarla hasta que consiguió que le ardieran las mejillas y que acabara retorciéndose las manos por la rabia contenida.

-A Darcy le gusta que le haga regalos y está realmente interesada en mi dinero y el buen nombre de mi familia, pero no soporta que la toque -dijo King.

Amelia sentía un nudo en la garganta que le impedía hablar.

-Sé que con el tiempo aprenderá a quererme -continuó-. Proviene de una familia muy antigua que llegó aquí cuando los primeros españoles empezaron a poblar el territorio. Como la mía, su vida gira alrededor de esta tierra. Permita que le diga que usted no durará mucho aquí, señorita Howard. Usted es demasiado dócil y delicada para hacer frente a los rigores de Texas.

-Probablemente tenga razón -repuso Amelia apretando los dientes.

-Sepa que entre un hombre y una mujer hay cosas más importantes que los besos y el cariño -añadió King forzadamente-. Hay que tener en cuenta los orígenes y unos intereses comunes. Darcy monta a caballo mejor que un vaquero y dispara como un soldado. Tiene la lengua afilada pero sabe comportarse como una perfecta anfitriona cuando es necesario.

-Sin duda es la mujer perfecta para usted, señor Culhane -replicó Amelia con sequedad-. Todos lo sabemos. -Simplemente me apetecía besarla y me atrevería a decir que usted también sentía cierta curiosidad. Ha sido más agradable que con cualquier otra porque no tengo ninguna obligación para con usted. Tiene una boca fascinante pero le repito que he actuado movido por simple curiosidad. Por mi parte, no hay nada más.

-También estaba al corriente de eso -dijo Amelia sin siquiera mirarle.

King se la quedó mirando, intentando adivinar su pensamiento. Tanta dureza le habría confundido si no hubiera sido porque recordaba perfectamente la apasionada respuesta a sus besos sólo unos minutos antes.

Había sido una locura dejarse llevar de aquella manera. Ahora tendría que arreglárselas para hacerle entender que no tenía ningún interés en ella.

No debería haberla tocado. Después de todo, era una niña pero el deseo había ido creciendo día a día, semana a semana hasta que no había podido contenerse por más tiempo. Le iba a resultar difícil olvidar la pasión y entrega de Amelia. Estaba seguro de que cada vez que tocara a Darcy recordaría a Amelia.

-Espero que entienda la situación-dijo.

-Desde luego -replicó Amelia levantándose-. Buenas noches, señor Culhane.

Entró en la casa sin mirar atrás. Sabía que Enid le leería los besos de King en la cara en cuanto la viera, así que se despidió de ella desde la puerta del salón y corrió a encerrarse en su habitación, temblando de pies a cabeza. Sentía pasión frustrada y rabia contenida. ¿Cuándo iba a dejarla en paz? ¡No quería verle nunca más!

Quinn acompañó al muchacho mejicano a Juárez y le dejó al cuidado de dos mujeres que aseguraron conocerle. Le prometió que su familia vendría pronto a buscarle y partió hacia Del Río, la ciudad donde había sido abandonado. Cuando llegó se detuvo frente al cuartel del ejército mejicano en busca de nuevas pistas sobre Rodríguez.

Lamentablemente, el oficial que le atendió no disponía de ninguna información. Corría el rumor de que se había visto a algunos de sus hombres por Del Río hacía poco. Le aconsejó que se quedara un par de días en Del Rió mientras intentaban obtener nueva información. Le pareció una idea excelente. Estaba agotado y necesitaba descansar unos días. Se dirigió a la oficina de telégrafos para comunicar a su destacamento en El Paso que iba a realizar una investigación en Del Río.

Se instaló en una pequeña cantina en la que ya se había alojado en otras ocasiones. Su principal atractivo era que ofrecía los servicios de las mejores chicas de la frontera. Hacía meses que no tocaba a una mujer y, para variar, le apetecía cambiar su rígido rifle por la compañía de una mujer entre sus brazos. Le costaba admitirlo pero él también era de carne y hueso y tenía sus necesidades.

Compró una botella de whisky y, discretamente, preguntó a la mujer del propietario si había alguna chica disponible. La mujer sonrió de oreja a oreja.

Desde luego que tenía una chica, una que seguro que le iba a gustar al americano.

Era una belleza pero costaba mucho dinero: cinco dólares.

Quinn pagó sin rechistar. Nunca había visto una chica bonita en aquel antro.

Seguramente sería mejicana, como todas las demás, pero si la mujer le había dicho la verdad estaba dispuesto a dar ese dinero por bien empleado.

-Allí -dijo señalando la última puerta del sucio y oscuro pasillo-.

Buenasnoches, señor -añadió con una sonrisa cruel.

Quinn frunció el entrecejo. Hubiera jurado que la mujer odiaba a la muchacha.

Empezó a sospechar que pasaba algo extraño.

Abrió la puerta, entró en la habitación y la cerró con llave. El mobiliario se reducía a una silla, la cama y una estrecha ventana a través de la que llegaban los ecos amortiguados de las risas y las conversaciones en la cantina.

Quinn se quitó el sombrero y lo dejó sobre la silla. Se mesó su espeso cabello rubio y se acercó a la cama. Sobre una colcha de vivos colores que cubría la cama a medio hacer yacía dormida una preciosa joven de cabello largo y oscuro. Tenía larguísimas pestañas, negras y espesas, y mejillas sonrosadas. Su piel casi transparente contrastaba con unos labios rojo intenso. Vestía una fina blusa como las que usan las campesinas que dejaban adivinar unos pequeños senos duros y firmes. De su estrecha cintura partían unas caderas suavemente redondeadas y unas piernas largas y finas. Iba descalza. «Bonitos pies», pensó Quinn.

Se arrodilló junto a la cama y le acarició los pechos. Eran tan firmes como parecían. No llevaba nada debaj o de la blusa y el contacto hizo que sus pezones se endurecieran. Gimió, se movió un poco y su rostro se contrajo en una mueca de dolor.

-Despierta, preciosa-dijo Quinn sacudiéndola suavemente-. Ciertamente, eres una belleza.

Un minuto después abrió unos enormes ojos azules. Quinn la miró sorprendido.

Nunca había visto una mejicana de piel tan clara y ojos azules.

La muchacha le miró sin comprender. Separó sus labios resecos e intentó tragar saliva pero tenía la garganta seca.

-Agua -pidió.

Quinn miró alrededor pero no había nada para beber. Sacó la botella de whisky y se la ofreció.

-Me duele la cabeza-se quejó ella mientras Quinn le ayudaba a incorporarse.

Había dicho que le dolía la cabeza. Así que hablaba español perfectamente.

Entonces tenía que ser mejicana. Lo del tono de su piel debía tener alguna explicación. En realidad, no importaba demasiado.

-Bebe y no hables -dijo.

Ella lo hizo y empezó a toser, pero luego siguió bebiendo. Se tumbó de nuevo sobre la cama y preguntó:

-¿Dónde estoy?

-Está usted en una cantina en Del Río -contestó Quinn.

-¿Por qué?

Quinn sonrió. ¿A qué venía esa pregunta ahora? Dejó la botella en el suelo y tomó su cara entre sus manos.

-No me digas que no lo sabes -dijo burlonamente. Se inclinó y la besó. Ella intentó apartarle pero él no estaba dispuesto a dejar escapar un bocado tan apetitoso. Además, ella trabajaba allí. De lo contrario, ¿qué demonios hacía en aquella habitación?

Decidió no hacer caso de sus protestas. Sabía que a muchas prostitutas les gustaba jugar a resistirse al principio pero la pantomima no solía durar demasiado y al final siempre resultaban las mejores. Insistió y finalmente sus labios expertos se hicieron con los de ella.

La chica volvió a protestar cuando le acarició los pechos pero él la tranquilizó con otro beso suave. Intentó arañarle pero se calmó cuando Quinn deslizó su mano bajo la blusa.

-Parecen manzanas -susurró Quinn-. Tienes unos pechos perfectos. Quiero tenerlos en mi boca y acariciarlos con mi lengua.

Ella gimió al oír sus palabras, por lo que dedujo que hablaba inglés. Desabrochó el lazo que anudaba su blusa y la abrió. La visión de unos senos tersos y blancos coronados por dos pequeños pezones de color pardo le hizo contener la respiración.

-Dios mío -murmuró rozándola con la punta de los dedos-, ¡en mi vida había visto algo así!

La muchacha estaba tan aturdida que no podía articular palabra. Durante un rato Quinn se limitó a contemplarla fascinado. Cuando empezó a recorrer suavemente aquellas curvas perfectas, supo que ella se entregaría sin más reservas.

-Siéntate, pequeña -susurró, ayudándola a incorporarse y quitándole la blusa-.

-Ahora vamos a pasar un buen rato tú y yo -añadió inclinándose de nuevo sobre su pecho-. Voy a hacer que dure toda la noche.

La sujetó por la nuca y la obligó a arquear el cuerpo mientras seguía besándola.

Las sensaciones la hicieron sentir como si flotara. Le pesaban las piernas y sentía cosquillas en el estómago. Mientras aquellas ásperas manos recorrían su cuerpo sedoso empezó a pensar que no debería permitir que un extraño la sobara de aquella manera. En ese momento Quinn deslizó una mano bajo su falda y la tocó donde nadie la había tocado nunca.

Emitió un gritito e intentó reunir fuerzas para obligar a esa mano a retirarse pero estaba paralizada. Abrió unos ojos como platos e intentó decir algo pero Quinn fue más rápido.

-¿Aquí? -preguntó, tocándola otra vez.

Tocó, acarició y probó cuanto quiso de aquel cuerpo que se le entregaba y no se detuvo hasta oírla sollozar pidiéndole más. Cada vez que la pasión parecía apagarse Quinn la encendía de nuevo. Había perdido completamente el dominio de sí misma cuando Quinn la tumbó suavemente sobre la cama y le separó las piernas.

Estaba tan excitada que la primera acometida, aunque un poco brusca, la transportó más allá de sus sentidos. Quinn guió sus movimientos susurrándole dulces palabras al oído mientras la sensación de vértigo aumentaba más y más. Ella se estremeció bajo el insistente movimiento de sus caderas y se aferró a él como un náufrago a una tabla cuando el placer invadió todo su cuerpo. Quinn ahogó sus gemidos con un beso mientras luchaba por satisfacer su deseo. Cuando lo consiguió, arqueó el cuerpo y jadeó de una manera que a la muchacha le resultó estremecedora.

Finalmente, Quinn se dejó caer a su lado intentando recuperar el resuello. En todos esos años había estado con muchas mujeres pero ninguna como ésta. Su cuerpo era tan perfecto que parecía irreal. Le había costado mucho separarse de ella, e incluso tumbado a su lado no se atrevía a soltarla. Pasó una pierna sobre sus caderas para retenerla junto a él y la muchacha reanudó sus protestas.

-Señor...

-Duérmete, pequeña-interrumpió Quinn-. No me pidas que te deje marchar ahora porque no podría hacerlo aunque mi vida dependiera de ello. Eres deliciosa

-murmuró rozándole la boca con la suya-. Eres mi chica.

Demasiado cansada para discutir, ella cerró los ojos y se apretó contra él.

A la mañana siguiente Quinn se despertó con una terrible jaqueca. Intentó mover un brazo pero un peso inerte sobre él se lo impidió.

Extrañado, se dio la vuelta y se encontró con un espectáculo radiante bajo la luz que entraba por la ventana; una joven con un cuerpo sencillamente perfecto yacía desnuda a su lado. Y de inmediato comprendió por qué había tenido que pagar tanto por ella. Desgraciadamente, ya era demasiado tarde.

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