Amelia

Amelia


Capítulo 7

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Alan y Brant Culhane y Hartwell Howard regresaron al rancho a las dos semanas de su partida. Una tarde, Amelia y Enid estaban sentadas en el porche conversando cuando vieron acercarse una nube de polvo y tres hombres a caballo.

Fue entonces cuando Amelia supo que su breve respiro había terminado. Eso significaba que tendría que alejarse de King y volver al lado de su padre.

«Da igual», pensó resignada. No había sido capaz de mirar a King a los ojos después de lo de aquella noche. A él parecía no importarle y la trataba fríamente, devolviéndole desprecio a cambio de su ardor y entrega. Por lo menos Enid la trataba como a su propia hija. Ahora tendría que hacer las maletas y regresar a la pensión. Temía las borracheras de su padre pero sabía que estaba a salvo mientras existiera el peligro de que los vecinos oyeran demasiado. ¿Qué iba a ser de ella cuando se trasladaran a la nueva casa que Hartwell Howard se había empeñado en comprar?

Enid leyó el terror reflejado en el rostro de Amelia y preguntó suavemente:

-¿Tan mal van las cosas en casa?

Amelia tuvo que esforzarse para no dar rienda suelta al llanto. Forzó una sonrisa y contestó:

-He pasado unos días maravillosos con ustedes. Siento tener que marcharme.

Pero, claro, también he echado de menos a mi padre -mintió.

-Ya -asintió Enid.

La aterrorizada mirada de Amelia le decía que algo iba mal. ¡Si hubiera decidido confiar en ella! Estaba segura de que su consejo le podría haber sido de gran ayuda. La actitud adoptada por King no había facilitado las cosas y ya era demasiado tarde. Era extraño, pero cuando había empezado a creer que su hijo mayor empezaba a interesarse por su invitada, había vuelto a mostrarse descortés y maleducado.

Los tres jinetes desmontaron al llegar junto al porche. Dos empleados del rancho acudieron para ocuparse de los caballos mientras un radiante Brant Culhane se encargaba de llevar la caza a la cocina.

-Hemos tenido suerte-dijo Brant después de besar cariñosamente a su mujer en la mejilla-. He traído la piel para King -añadió, señalando el pelaje de color amarillo que descansaba sobre su silla.

Amelia adivinó que estaban hablando del animal salvaje que había diezmado su ganado.

-Tienes buen aspecto, querido -bromeó Enid-. Apuesto a que habéis comido hasta reventar cada día. Hartwell Howard parecía muy cansado. Se llevó la mano a la cabeza y gruñó:

-Creo que estoy perdiendo facultades. No he acertado ninguno de mis disparos. Todo lo que recordaré de esta expedición serán largas jornadas a caballo y mis dolores de cabeza.

Brant y Alan se miraron. Los dolores de cabeza de Hartwell Howard y la medicina que tomaba para aliviarlos les habían dado más de una preocupación durante el viaje, por no hablar de sus repentinos accesos de mal humor.

-Vimos a tu hermano en las montañas Guadalupe -dijo Brant a Amelia-.

Persigue a un forajido mejicano por todo el estado. Tenía muy buen aspecto. Creo que la vida de soldado le va de maravilla.

-Estoy de acuerdo -convino Amelia-. Hola, padre.

-Espero que te hayas comportado mientras has estado aquí. No quiero que Enid piense que mi hija es una perezosa-dijo mientras descargaba su caballo.

-Se equivoca, señor Howard -replicó Enid-. Amelia me ha ayudado muchísimo.

Debería estar orgulloso de tener una hija tan buena.

Hartwell le dirigió una sombría mirada pero se mordió la lengua.

-Esta noche volvemos a casa -anunció-. Mañana tengo que trabajar.

-¿Por qué no se quedan a pasar el fin de semana con nosotros? -sugirió Enid.

-De ninguna manera. Tengo montones de correspondencia atrasada -contestó Hartwell-. Ya saben que ocupo un puesto de gran responsabilidad en el banco, por suerte para mi hija. Si no la vigilara celosamente se gastaría todo el dinero en caprichos innecesarios.

Amelia apretó los puños. Lo que su padre acababa de decir era una gran mentira, como casi todo lo que decía últimamente. Estaba muy pálido y tenía los ojos vidriosos. Amelia sabía lo peligroso que podía resultar contradecirle cuando se ponía así. Soportó en silencio el dolor que aquel infame insulto le había producido y decidió no decir nada.

Enid se compadeció de Amelia. La pobre chica no había tenido más remedio que adaptarse a lo que su padre esperaba de ella: una hija dócil, obediente y sumisa. ¿Qué había en Hartwell Howard que aterrorizaba a su propia hija? Por más que lo había intentado, Amelia se había negado a hablar del tema.

Hartwell monopolizó la conversación durante el resto de la tarde, quejándose constantemente de los inconvenientes del viaje y relatando anécdotas que le habían puesto de mal humor, como cuando un indio se acercó al campamento una noche para pedirles un poco de café. Los Culhane no le interrumpieron por educación pero pensaron que era un hombre muy maleducado. Amelia deseaba decirle a su padre que cerrara la boca, que estaba haciendo el ridículo. Ojalá hubiera podido disculparse en su nombre, pero sabía que ambas cosas le enfadarían aún más.

-Ted se quedó prendado de Amelia -comentó Enid mientras estaban sentados en el porche tomando café y pasteles.

-¿Ted? ¿Qué Ted? -preguntó Hartwell.

Enid le habló de la fiesta en casa de los Valverde y Amelia tembló de miedo.

-No me gusta Ted Simpson -admitió Hartwell abiertamente-. Su familia está situada en la parte más baja de la escala social y me atrevería a asegurar que ocupan más o menos la misma posición en la escala evolucionaria. -Se echó a reír a carcajadas encontrando su chiste muy gracioso. Ni siquiera se dio cuenta de que nadie le seguía.

-Ted no tiene muy buena reputación -intervino Alan-. Preferiría que evitaras tratar con esa gente, Amelia. Una flor tan delicada no debería caer en manos de semejante bruto-añadió, galante.

Amelia le agradeció el cumplido con una sonrisa afectuosa. Alan era un encanto y afortunadamente no se parecía en nada a su hermano.

-Me halagas -murmuró tímidamente.

-Ya lo creo que sí -intervino su padre-, y espero que se lo agradezcas como es debido. Alan te conviene. En realidad, creo que es el marido perfecto para ti.

Alan sonrió de oreja a oreja pero Amelia no pudo evitar ruborizarse ante la inoportunidad del comentario. -Bien dicho, señor -dijo Alan-. Por cierto, si me lo permite, me gustaría llevar a Amelia a un concierto el sábado por la noche.

Prometo tratarla con el máximo respeto y regresar a una hora prudente.

-Desde luego, muchacho. Tienes mi permiso. Amelia pensó que habría sido una buena idea que, como parte directamente afectada, alguien le hubiera pedido su opinión. Sin embargo, una simple mirada a su padre fue suficiente para persuadirla de no preguntar nada.

-Y ahora debemos irnos-dijo Hartwell, levantándose-. Gracias por todo. Amelia, da las gracias a estos señores -ordenó.

-Sí, papá -respondió, apresurándose a hacerlo.

-Ven a vernos cuando quieras, querida -dijo Enid con aire de preocupación.

-Será un placer -murmuró Amelia.

-¿Quieres darte prisa, Amelia? ¡No tenemos todo el día!

Amelia dio un respingo y los Culhane se lamentaron en silencio de que una muchacha tan encantadora tuviera que soportar un trato tan denigrante. Era comprensible que se mostrara tan reservada y asustadiza en su presencia. Si Hartwell Howard era tan desagradable delante de extraños, ¿cómo debía de ser cuando se encontraba a solas con Amelia?

Enid forzó una sonrisa al verles partir, esperando que Amelia se decidiera a acudir a ella si tenía algún problema.

Amelia no pudo despedirse de King porque éste aún no había regresado. Se anudó la cinta del sombrero bajo la barbilla para evitar que se volara y agitó la mano en señal de despedida mientras su padre fustigaba al caballo sin piedad. El animal se revolvió y Amelia apretó los labios. Los Culhane habían tenido la gentileza de alquilar ese caballo y el carruaje para que pudieran llegar a casa cómodamente.

Cuando llegaron a El Paso el humor de su padre había mejorado sensiblemente.

-Parece que el joven Alan empieza a fijarse en ti. Quiero que te comportes bien con él, jovencita. He hecho algunos planes a largo plazo y puede que necesite ayuda de los Culhane. Sería perfecto si mi yerno perteneciera precisamente a esa familia. Además, ya tienes edad para casarte y creo que Alan es un excelente partido.

Amelia se mordió el labio inferior hasta casi hacerse sangre y apretó los puños.

-Sí, papá.

De repente se llevó una mano a la cabeza e hizo una mueca de disgusto.

-¿Y a ti quién te dio permiso para asistir a una fiesta? Era el mismo cambio de humor repentino de siempre. Asustada, tragó saliva y contestó:

-Todo el mundo fue, papá. No podía hacerles un desaire.

Hartwell Howard no parecía demasiado convencido.

-¿Cómo fuiste a parar cerca de ese tal Ted? -preguntó.

-Sólo bailamos -musitó Amelia-. Es un hombre muy agradable, aunque no tanto como Alan. Alan es encantador.

Su respuesta pareció satisfacer a su padre, que volvió la vista al polvoriento camino.

-¿King fue con vosotras? -preguntó al cabo de un momento.

-Sí -contestó. Y se apresuró a añadir-: Creo que él y la señorita Valverde están prometidos.

-Eso me trae sin cuidado. Ese muchacho es un arrogante, no te conviene.

Además, apuesto a que las sosas como tú no le dicen nada.

-Sí, papá.

-Brant me ha comentado que sabe de una casa en venta y el precio me parece razonable -siguió-. Mañana iré a echarle un vistazo y si me gusta me la quedaré.

Quiero que hagas las maletas esta misma noche, ¿lo has entendido?

Amelia dio un respingo e intentó protestar.

-Pero si en la pensión estamos muy bien...

-Así que la señorita se ha vuelto perezosa y no quiere cocinar ni ocuparse de la casa, ¿eh? ¿Es eso lo que te han enseñado los Culhane?

-¡Eso es mentira! ¡Ya has oído a Enid! He trabajado mucho estos días, ¿sabes...?

¡Oh!

Con los ojos llenos de lágrimas y sintiendo aumentar el dolor por momentos, Amelia se llevó la mano a la mejilla buscando las huellas de la mano de su padre.

-No me contestes -amenazó-. Eso no se lo consiento a ninguno de mis hijos.

Amelia le miró entre lágrimas, sintiendo miedo y odio a la vez. «Dios mío, no.

Otra vez no, por favor», suplicó. ¿Es que iba a ser siempre así?

La rabia se adueñó de su pensamiento.

-Si vuelves a ponerme la mano encima -le advirtió-, le diré a Alan que no quiero verle nunca más. -La voz le tembló un poco, pero había reunido valor para pegarle donde más le dolía.

Sorprendido, su padre frunció el entrecejo mientras buscaba una respuesta adecuada.

-Bueno... ¡pero no se te ocurra volver a hablarme así!

Amelia se frotó la mejilla dolorida y fijó la vista en el camino.

-Es mi cabeza, Amelia -dijo su padre-. Me duele tanto que creo que me volveré loco y no puedo... ¡Oh! -exclamó soltando las riendas y llevándose las manos a la cabeza-. ¡Dios, cómo duele!

-Déjame a mí -dijo Amelia, tomando las riendas mientras decidía que lo primero que iba a hacer en cuanto tuviera un momento libre era consultar a un médico.

Cuando King regresó al rancho aquella noche los Howard ya no estaban allí.

Entró en el salón en busca de Amelia y no pudo evitar fruncir el entrecejo al encontrar allí a su padre y su hermano menor.

-¿Y bien? ¿No nos das la bienvenida, muchacho? -dijo su padre, levantándose para estrechar su mano-. Mira, te he traído un regalo -añadió, señalando la piel del muy bastardo.

-Así que lo atrapasteis -replicó con una sonrisa-. Sabía que lo conseguiríais.

-Fue papá -reconoció Alan-. Yo disparé dos veces pero no le di.

-Si, para variar, desempolvaras las gafas y te las pusieras sobre la nariz, a lo mejor tendrías más suerte -bromeó King-. Me alegro de que estéis de vuelta.

-¿No vas a preguntar por Amelia? -intervino Enid. -No soy ciego. Ya veo que no está aquí. Supongo que ha vuelto a su casa -replicó con indiferencia-. ¿Qué hay de cena? ¡Me muero de hambre!

-Acompáñame a la cocina y te prepararé algo. -Alan y yo nos quedaremos aquí tomando una copa mientras tú cenas -dijo Brant, adivinando el pensamiento de su esposa.

-Creo que será lo mejor -convino ella.

Encendió una lámpara y se dirigió a la cocina seguida de King.

-Ojalá tuviéramos gas, como en El Paso -se quejó mientras avivaba el fuego para calentar el estofado-. He preparado café. ¿Te apetece una taza?

King se sirvió café.

-Hartwell tiene a la pobre Amelia aterrorizada -comentó su madre.

-No es problema nuestro -replicó él secamente. -Puede que sí. Alan se ha ofrecido a llevarla al concierto el sábado por la noche.

-Con la aprobación de su padre, supongo -masculló King muy serio-. Pues a mí no me parece bien. No le deseo una mujer como ésa ni a mi peor enemigo, y mucho menos a mi propio hermano.

-Eres injusto con ella-dijo Enid con firmeza-. ¡Tú sólo ves la actitud que su padre le obliga a adoptar delante de los demás! Pero es una muchacha inteligente y tiene carácter.

-Creo que chapurrea algo de francés -admitió King-, pero apuesto a que lo poco que sabe se lo ha enseñado Marie.

-Ojalá hubieras sido más amable con ella -suspiró Enid-. Tiene una cara tan triste, la pobrecilla.

-Algunas mujeres lo hacen ver para atrapar en sus redes a los pobres diablos que cometen el error de creerlas.

-¿Te refieres a mujeres como la señorita Valverde? -Ella es asunto mío

-replicó King.

-Te lo advierto, King. Si te casas con ella me iré de esta casa -le amenazó.

King la miró divertido y sonrió.

-¿Mi padre nunca te ha dado una buena azotaina?

-Una vez lo intentó pero le quité la vara y fui yo la que acabó sacudiéndolo.

King meneó la cabeza y dijo:

-La mujer con la que me case tendrá que ser como tú. Una mujer dócil y tranquila me haría muy desgraciado. -Ya -convino su madre-, pero asegúrate muy bien antes de dar ese paso, hijo mío.

King no contestó. Se sirvió una segunda taza de café y empezó a dar cuenta del apetitoso estofado.

Aquella noche, Amelia no pudo bajar a cenar con el resto de los huéspedes de la pensión. Las huellas de la bofetada que le había propinado su padre eran todavía demasiado visibles y deseaba ahorrar a éste el bochorno que hubiera supuesto que todo el mundo se enterara.

Le habían enseñado que una persona decente nunca saca los trapos sucios de la familia delante de extraños, que cualquier hombre o mujer que traiciona a los de su propia sangre es capaz de lo peor.

Permaneció en su habitación y dos horas más tarde oyó a su padre subir a acostarse. Afortunadamente estaba demasiado borracho para causar problemas. Le oyó dejarse caer sobre el sofá del saloncito y cerró los ojos dando gracias a Dios de que, por lo menos esa noche, iba a poder dormir en paz.

A la mañana siguiente se levantó con una terrible jaqueca y no le dirigió la palabra durante el desayuno. Sin embargo, antes de irse a trabajar le recordó que hiciera las maletas.

-Si todo sale bien esta misma tarde la casa será nuestra-dijo, evitando fijar la vista en su mejilla herida. Aunque las huellas se habían borrado, se sentía culpable de haber pegado a su hija.

-De acuerdo -respondió Amelia suavemente. Cuando finalmente la dejó sola, Amelia subió a su habitación a hacer el equipaje con la secreta esperanza de que la repentina idea de mudarse fuera sólo un capricho pasajero. Tal vez la casa era demasiado cara. Ese pensamiento fue suficiente para que su humor mejorara. Sin proponérselo, empezó a pensar en King. Si bien era cierto que, a su manera, la trataba peor que su padre, la escena del jardín acudía una y otra vez a su mente. Por mucho que él se empeñara en negarlo, había sentido pasión en sus besos. Lo malo era que su padre le odiaba y, por supuesto, King la odiaba a ella. Había dejado bien claro que sólo la había besado por curiosidad. Amelia sabía que era inútil soñar despierta pero no podía pensar en nada más.

Aquella tarde Hartwell Howard regresó a casa de un humor muy extraño.

-He encontrado la casa perfecta-le dijo a Amelia en cuanto llegó-. Está completamente amueblada y, gracias a nuestra amistad con los Culhane, la he conseguido a un precio estupendo. El lunes cerraremos el trato y el martes ya podremos mudarnos.

Amelia hizo todo lo posible por disimular su miedo.

-¿Crees que tiene suficiente espacio para que Quinn pueda venir a vivir con nosotros? -preguntó.

-¿Por qué iba a querer Quinn vivir con nosotros? -contestó su padre, extrañado-.

Él prefiere el cuartel. Ya te he dicho que es una casa pequeña, Amelia, no una mansión. A duras penas cabremos tú y yo pero en el futuro quiero recibir visitas de la gente más influyente de la región, así que espero que te conviertas en una buena anfitriona. Nada de comportarse como lo hiciste ayer. Sabes que no me gusta pegarte, pero una hija debe respetar a su padre.

Amelia le miró sin pestañear.

-El otro día leí en el periódico que las autoridades van a endurecer las penas contra los hombres que maltratan a sus mujeres.

Como impulsado por un resorte, Hartwell Howard se levantó de su asiento.

-¡Sabes perfectamente que estaba borracho la noche que te azoté con el cinturón!

-exclamó-. Además, me prometiste no volver a mencionar el episodio.

-Anoche no estabas borracho -replicó Amelia retorciéndose las manos.

-¡Anoche te comportaste como una muchacha malcriada y tuviste lo que te merecías!

Al ver que su rostro palidecía y que levantaba la voz amenazadoramente, su fuerza de voluntad la abandonó. Él tenía los ojos inyectados en sangre, como un animal salvaje dispuesto a lanzarse sobre su presa, y Amelia temió haber ido demasiado lejos.

-¿Quieres que pregunte a la señora Spindle a qué hora se servirá la cena?

-preguntó.

Su padre parecía absorto. Pestañeó y se llevó las manos a la cabeza haciendo una mueca de dolor.

-¿Cómo dices? ¿La cena? Sí, sí, ve...

Amelia se apresuró a salir de la habitación, decidida a no aparecer por allí durante un buen rato. Cuando se encontró a salvo en el pasillo, se apoyó contra la pared temblando. Cada vez le resultaba más duro soportar los malos tratos y las humillaciones, pero sabía que sus protestas sólo le inducían a más violencia. Hacía semanas que no era dueño de sus actos y, aunque la bebida no era la causa directa, contribuía a empeorar la situación. No estaba borracho la noche que le había pegado aquella gran paliza, pero su mirada se había vuelto vidriosa y parecía desenfocada.

Nunca volvería a ser el hombre amable y bondadoso de antaño. Los dolores de cabeza habían aumentado en frecuencia e intensidad y eso parecía haber afectado su personalidad y su modo de comportarse. Había desafiado abiertamente a King y había puesto a prueba la paciencia del resto de los Culhane. Había humillado a su propia hija delante de extraños la noche que la había obligado a tocar el piano.

Antes de la muerte de los gemelos, su padre había hecho gala de unos modales excelentes. Al principio, Amelia había achacado el cambio a la bebida pero con el tiempo se había dado cuenta de que bebía para aliviar los dolores de cabeza. Un médico le había recetado un sedante muy fuerte, de manera que, al mezclarlo con el alcohol, los resultados eran imprevisibles.

Sintiéndose muy desgraciada, se dirigió a la cocina para hablar con su casera.

Resignada, pensó que dar vueltas a los problemas no le sería de mucha utilidad. Su padre iba de mal en peor y ella no podía hacer nada para evitarlo. Tampoco tenía dónde huir, y Quinn ni siquiera se imaginaba la situación.

Alan era su única salvación. Le gustaba y era todo un caballero. Sin embargo, no podía casarse con él. No quería utilizarle para escapar de sus problemas y responsabilidades. Se consoló pensando que el sábado por la noche iban a asistir juntos al concierto Y, si Alan lo consentía, podían hacer ver que lo suyo era más que una simple amistad para que su padre se sosegara.

King le había asegurado que no iba a permitir que se casara con Alan, pero estaba segura de que Brant y Enid la apoyarían, lo que dejaba a King en minoría.

Si conseguía convencer a su padre de que sus planes con respecto a Alan y sus futuros negocios con los Culhane iban viento en popa, se ahorraría muchos problemas. De momento, su mayor preocupación era tener que vivir con su padre en aquella casa. Decidió no pensar en ello. Quizá ocurriera algo antes. La esperanza es lo último que se pierde.

El sol de la mañana entraba a través del estrecho ventanuco de la habitación. Los sollozos sacudían el esbelto cuerpo de la muchacha que Quinn había poseído ar-dorosamente la noche anterior. Le echó una manta sobre los hombros y empezó a vestirse. Pensó que era muy raro que una mujer que había elegido voluntariamente aquella vida se pusiera histérica por haber pasado la noche en brazos de un hombre. Durante un momento le había hecho creer que era virgen, pero estaba seguro de que cualquier mujer sabe lo que se espera de ella cuando decide trabajar en un burdel, aunque era la primera vez que veía a una extranjera en un burdel mejicano.

-¡Mi padre... te matará! -exclamó ella fieramente.

-Si te aprecia tanto, ¿por qué permite que trabajes en un burdel? -repuso Quinn, extrañado.

-¿Un burdel? -preguntó ella comprendiendo al fin-. ¿Esto es un burdel? ¿Una casa de putas?

-Eso parece -contestó Quinn-. No me digas que no lo sabías.

La muchacha se mordió el labio y reanudó su llanto.

-¡Deshonrada! -sollozó-. Mi padrecito y mis tíos me querían tanto... y la madre de Manolito estaba celosa. Mi hermano tuvo un accidente y fuimos los dos a Juárez a buscarle. Manolito abandonó a mi hermano en medio de la montaña y puso peyote en mi comida y ya no recuerdo nada más. Supongo que él fue quien me trajo aquí. ¿Usted me compró, señor? -preguntó, enjugándose las lágrimas y apartándose de la cara un largo mechón negro.

-Así es -contestó Quinn.

La muchacha levantó la cabeza y dijo, mirándole con orgullo:

-Entonces espero que diera su dinero por bien empleado, señor. Usted pagó por mi vida. Me niego a seguir viviendo. Usted ha hecho de mí una... puta.

Quinn se sentó en el borde de la cama junto a ella pero la muchacha se apartó de él temblando.

-No seas tonta-dijo Quinn-. Sólo tú y yo sabemos lo que ha ocurrido y te juro que por mí no lo sabrá nadie. ¿Es que no ves que yo también estoy avergonzado de lo ocurrido? ¡Si lo hubiera sabido no te habría tocado!

-¿No?

Quinn la miró y sintió pena y remordimiento. Era muy joven y muy bonita.

Hablaba español como una nativa y, sin embargo, no era mejicana.

-Lo siento -se disculpó.

-¿Y qué le voy a decir a mi padre? -gimió ella secándose las lágrimas con el dorso de la mano-. ¡Seguro que esa mujer de ahí fuera se lo contará todo!

-No dirá nada a nadie. Yo me encargo de ella -se ofreció Quinn.

-No podrá comprar su silencio, señor. No es la clase de mujer que se asusta de un gringo, a no ser que se trate de un oficial del ejército de Texas. Pero usted no es uno de ellos, ya se nota. En cambio, todo el mundo teme a mi padre. ¡Le diré quién es y no se atreverá a decir nada!

-¿Y quién es tu padre? -preguntó Quinn.

-Emiliano Rodríguez, naturalmente -contestó ella con orgullo.

Quinn ni siquiera se atrevía a moverse por temor a traicionarse. ¡Vaya suerte la suya! Tras meses de seguir pistas falsas había encontrado por casualidad a la mismísima hija del forajido que buscaba. Si mantenía oculta su verdadera identidad tal vez podría convencer a la muchacha de que le condujera al campamento. Nunca habría dicho que Rodríguez tenía familia.

-Creo que lo mejor será que yo mismo te acompañe a tu casa -sugirió Quinn-.

¿De dónde eres?

-De un pequeño pueblo del norte.

-¿Cómo se llama? -preguntó.

-Malasuerte -contestó la muchacha, sonriendo ante su gesto de extrañeza-. No importa, yo te guiaré.

-¿Por qué vives en México si eres extranjera? -preguntó-. ¿Y cómo es posible que seas la hija de Rodríguez?

-Soy mejicana-contestó ella-. Quiero decir que crecí aquí. Eso fue después de que mi padre me salvara de mi padrastro. Llevo viviendo aquí seis años, desde que tenía diez, señor.

-Así que eres hija adoptiva de Rodríguez –musitó Quinn pensativo-. Y tienes dieciséis años. ¿Quién lo habría dicho? -añadió acariciándole el cabello-. Eres preciosa.

La muchacha bajó los ojos, avergonzada.

-Vístete -le ordenó Quinn-. Voy a sacarte de aquí.

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