Amelia

Amelia


Capítulo 9

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Aquella noche Amelia fue incapaz de conciliar el sueño. A la mañana siguiente su padre parecía encontrarse mejor pero seguía de un humor extraño.

-No me parece una buena idea dejarte solo todo el día-le dijo Amelia antes de que Alan llegara. -Tonterías -gruñó él-. Tú vete con Alan. Me encuentro mejor y casi no me duele.

-Me alegro. ¿Quieres que vaya a buscar a alguien para que se quede contigo?

-sugirió cariñosamente. -¿Desde cuándo necesito un maldito intruso para que husmee en mis cosas? -gritó furioso mientras empezaba a levantarse de la silla en la que descansaba-. ¡Largo! ¡Fuera de aquí, niña estúpida!

Aterrorizada, Amelia corrió escaleras abajo deteniéndose tan sólo para coger su bolso y su sombrilla y salió de la casa como si una jauría de perros rabiosos le pisara los talones. Temblaba de pies a cabeza pero se las arregló para tranquilizarse antes de que un sonriente y jovial Alan detuviera el coche ante la puerta principal.

-Hola, preciosa-la saludó alegremente. Pero al punto vio su expresión y preguntó, alarmado-: ¡Amelia! ¿Te ocurre algo?

Amelia no se imaginaba qué aspecto ofrecía. Temblaba como una hoja, estaba pálida como una muerta y sus ojos oscuros brillaban como dos tizones ardiendo.

-¿Qué ha ocurrido? -insistió él.

-Es mi padre... No está bien.

-Lo siento mucho. ¿Quieres que entre a saludarle?

-¡No! -exclamó Amelia súbitamente-. No me parece una buena idea-añadió intentando calmarse-. Ahora duerme pero me gustaría pasar por la consulta del doctor Vázquez, si no te importa. Quiero que mande a alguien que cuide de él mientras yo estoy fuera. No me gusta dejarle solo.

-Está bien, como quieras. ¿Ha estado enfermo?

-Sí, enfermo -contestó Amelia, absorta.

Amelia le contó al doctor lo que había ocurrido unos momentos antes.

-En cuanto pueda iré a visitarle -prometió-. De momento enviaré un enfermero para que se quede con él durante unas horas.

-Se lo agradezco mucho, doctor.

-¿Estará de vuelta antes de que anochezca?

-Desde luego.

-Debemos hacer algo y pronto -dijo el médico-. Usted no puede continuar así.

Su vida está en peligro.

-Ya lo sé -suspiró Amelia-. ¡Pero es que no sé qué hacer! Es un asunto privado,

¿comprende? Nadie ajeno a la familia debe saberlo.

-Es muy valiente de su parte el aceptar el riesgo de cuidar de él.

-No olvide que se trata de mi padre, doctor -replicó Amelia-. Antes de sufrir su desgraciado accidente era un padre ejemplar. Es mi padre y le quiero.

-Es usted una mujer admirable -dijo Vázquez.

-Se equivoca -contestó ella ruborizándose-. Soy bastante aburrida. Gracias por su ayuda, doctor.

-Haré todo lo que esté en mi mano por ayudarla. Buenos días.

Amelia volvió al coche, donde Alan esperaba, y se dirigieron a las afueras de la ciudad.

-Algo va mal, ¿verdad? -preguntó Alan.

-Es cierto -contestó Amelia-, pero no puedo decirte de qué se trata. Lo siento pero es mi problema y debo solucionarlo yo sola.

-Yo creía que los amigos están para ayudarse cuando se necesitan -replicó él.

-Alan, sólo Dios puede ayudarme -suspiró Amelia-. Y ahora, olvídalo y háblame de ese lugar tan bonito al que vamos -añadió forzando una sonrisa.

Durante el fin de semana anterior había llovido abundantemente y las nubes habían dado paso a un espléndido día de primavera. El valle del río Grande sufría una fuerte sequía, por lo que las lluvias de la semana anterior habían sido bienvenidas por más de un granjero de la zona. Alan estaba de un humor excelente y consiguió que Amelia se relajara y olvidara sus problemas durante unas horas.

Había elegido para la ocasión una falda de algodón azul, una blusa blanca de encaje y un sombrero floreado de ala ancha para protegerse del sol. Alan vestía un traje gris que realzaba su porte atractivo y señorial. Amelia pensó que era una lástima que no estuviera enamorada de él. -La hija de Rosa ha preparado todo esto para nosotros. Rosa está... indispuesta-dijo, sin atreverse a mencionar delante de una señorita como Amelia que en realidad estaba de parto.

-Todo tiene un aspecto delicioso -exclamó Amelia mientras le ayudaba a sacar el contenido de la cesta, que incluía, entre otras cosas, un finísimo mantel de lino, copas de cristal y una botella de vino.

-No te preocupes. Es un vino muy suave, no se te subirá a la cabeza-dijo Alan, divertido ante su expresión de sorpresa-. Vamos, siéntate.

Amelia se sentó sobre la hierba y se quitó el sombrero para que la suave brisa del campo acariciara su cabello y sus arreboladas mejillas.

-Pareces muy cansada-dijo Alan-. ¿Por qué no me cuentas qué ocurre?

-Ya te lo he dicho. Mi padre ha estado enfermo.

-Vamos, Amelia...

-Basta de preguntas, por favor -suplicó ella apoyando una mano sobre la de él-.

No insistas.

-Está bien -condescendió-. Prueba un poco de pollo. Acababan de empezar a comer cuando el ruido de cascos de caballo aproximándose a gran velocidad les sobresaltó. La silueta de un esbelto jinete tocado con un pañuelo blanco y rojo alrededor del cuello y un sombrero negro se recortó en la cima de la colina. Amelia sintió que su pulso se aceleraba. Incluso en la distancia, su arrogante postura resultaba inconfundible.

-Es King -musitó.

-Ya. Creo que me dijo que hoy tenía trabajo por aquí -dijo Alan, intentando parecer convincente.

-Me recuerda a un personaje mitológico sobre un centauro -murmuró Amelia con la vista fija en él-. ¡Monta maravillosamente! -añadió sin querer.

-Quinn decía que tú también sabías montar pero King nunca le creyó.

-El padre de mi mejor amiga tenía un picadero -contestó Amelia, sonriendo al recordar los buenos momentos pasados con su amiga-. Me encantaba montar y todo

el mundo decía que lo hacía muy bien: Entonces papá era diferente. Él mismo me acompañaba al picadero y estaba orgulloso de lo que la madre de Mary llamaba mi

«talento natural para montar». Cuando mamá murió y tuve que ocuparme de él dejé de ir por allí.

-¿Cuándo empezó a cambiar tu padre?

-Hace unos años -contestó Amelia con tristeza-. Antes no era así, Alan.

La llegada de King interrumpió la conversación, para disgusto de Alan. King se apeó ágilmente del caballo y soltó las riendas. No había peligro de que el animal escapara ya que había sido entrenado para que no se moviera de su lado cuando las riendas tocaban el suelo.

-Siéntate con nosotros -le invitó Alan-. Tenemos pollo y galletas.

-¿Hay café?

-Todavía no está hecho -respondió su hermano señalando la cafetera.

King se acomodó sobre la hierba y arrojó su sombrero lejos de sí. Estaba sudoroso y parecía muy cansado.

-¿Todavía no habéis terminado de marcar los terneros? -preguntó Alan.

-Es una tarea muy pesada -contestó King-. ¿Eso es champán? -preguntó burlón mirando las copas medio vacías.

-Es vino -replicó su hermano-. No me apetecía hacer limonada -añadió con una sonrisa pícara.

-Sírveme algo de comer, Amelia -pidió King, apoyándose en un grueso tronco para observarla a sus anchas.

Con manos temblorosas, Amelia lo hizo mientras él la miraba con ojos brillantes y una socarrona sonrisa dibujada en el rostro.

Le tendió el plato y él lo tomó rozando su mano a propósito. Amelia se apresuró a apartarse con la excusa de ir a buscar un tenedor, pero cuando se lo tendió, King volvió a repetir el mismo gesto. Amelia sintió su mirada clavada en ella y empezó a temblar.

King entornó los ojos y su sonrisa desapareció como por ensalmo. Se sentó muy erguido, sosteniendo el plato y sin dejar de mirarla mientras Alan le servía una taza de café.

-¡Café humeante! -exclamó Alan acercándose. Amelia aprovechó que King se volvía hacia su hermano para apartarse lo más posible de él. Intentó comer un poco pero la emoción experimentada por la cercanía de King le había quitado el apetito.

Mientras comían, King y Alan discutieron sobre los problemas del rancho y los efectos de la sequía.

-Si no llueve pronto tendremos que comprar heno para alimentar a los animales

-dijo King, depositando su plato vacío sobre el mantel-. Esta maldita sequía nos traerá problemas. He ordenado a mis hombres que empiecen a cavar otro pozo en la parte baja de los pastizales.

-Me parece una idea excelente -exclamó Alan-. Es muy importante que el ganado tenga suficiente agua-añadió dirigiéndose a Amelia y sintiéndose culpable por haberla dejado fuera de la conversación.

-Comprendo -dijo ella.

King se apoyó de nuevo en el tronco y encendió un puro.

-¿Le gusta su nueva casa, señorita Howard? -preguntó.

-Es muy bonita -contestó Amelia.

-¿Bonita y nada más?

-También está muy bien situada.

Alan observó divertido cómo aquel curioso intercambio había incrementado la tensión existente entre King y Amelia.

-Alan -dijo King-, coge mi caballo y ve a los establos. Dile a Hank que ya puede empezar a marcar el siguiente grupo. No le he dicho que venía aquí y debe de estar esperándome.

-Es que... -vaciló Alan- no me gusta montar tu caballo delante de tus hombres.

Sabes que no me obedece como a ti.

-Kit no te hará daño. Es un poco cabezota, nada más.

-Yo añadiría peligroso -replicó Alan-. Está bien, iré. Espero no acabar con el cuello roto.

-Ya intentó desmontarte una vez y no lo consiguió, ¿recuerdas? Ánimo, hermanito, puedes hacerlo -dijo sonriéndole.

-De acuerdo. No tardaré mucho, Amelia. ¡No te bebas todo el café! -gritó a King antes de desaparecer colina abajo.

A Amelia no le hacía gracia quedarse a solas con King. Podía divisar los establos a lo lejos pero sabía que la sombra de los árboles impedía que alguien les viera desde allí. Estaba segura de que King no iba a desperdiciar una nueva oportunidad de humillarla. Se volvió hacia él dispuesta a defenderse de sus burlas con uñas y dientes, pero al mirarle se quedó paralizada. Lo que vio en sus ojos no fue burla, sarcasmo o maldad sino sencillamente un creciente e incontrolable deseo.

King arrojó el puro al suelo, lo aplastó con la punta de la bota y miró a Amelia con ojos brillantes.

-Ven aquí-ordenó.

Cuando quiso reaccionar, King ya la había arrastrado hacia sí y la tenía entre sus brazos.

-King... -protestó ella débilmente.

-Cállate -replicó él, estrechándola todavía con más fuerza.

Le rozó los labios suavemente con los suyos. Amelia intentó resistirse pero aquellos labios dulces y expertos la desarmaron en pocos segundos y allí se quedó, indefensa entre sus brazos y la ternura de sus besos mientras el viento silbaba en sus oídos.

-Abre la boca -le susurró.

Amelia lo hizo e inmediatamente sus besos se hicieron más profundos y apasionados. King sintió cómo su respiración se agitaba y su boca temblaba.

Gimió y entonces él supo que por fin se había rendido, que a partir de este momento sería completamente suya. Tomó el rostro de Amelia entre sus manos y le acarició suavemente las mejillas y los labios sin separar su boca de la de ella, mientras la dulzura de su cuerpo entre sus brazos le hacía estremecer. El recuerdo de los besos robados en el jardín le había perseguido durante semanas pero esta vez era mucho mejor.

Ella estaba diciéndole algo. Apartó su boca un momento y susurró:

-¿Qué dices?

-King... Alan puede llegar en cualquier momento.

-Bésame -replicó él inclinándose de nuevo hacia ella. Amelia apoyó las manos en su pecho e intentó apartarse.

-¡Así no, Amelia, pequeña! -exclamó él, abriéndose de un tirón la camisa y guiando su mano hacia su pecho desnudo-. ¡Así!

Amelia sintió un suave cosquilleo en su cuerpo y gimió ante las sensaciones que le produjo este nuevo acercamiento.

-Amelia... -murmuró King con voz ronca, sintiendo que ya no era dueño de sus actos.

Amelia volvió en sí en el momento que una pierna de King se deslizó entre las suyas.

-¡King, no! -exclamó, apartándose bruscamente. Él levantó la mirada y descubrió en Amelia inequívocas señales de deseo. Tenía los labios hinchados, las mejillas ruborizadas y los ojos brillantes. Él también la deseaba y con tanta intensidad que tardó unos segundos en entender que ella le estaba pidiendo que se detuviera. -¡Por favor, King, Alan llegará en un minuto!

Alan. El pretendiente de Amelia. Su hermano menor. Su rival.

-¿Le permites que te bese así? -preguntó, malhumorado.

-¡Naturalmente que no! -exclamó Amelia sin vacilar.

Al oír su sincera contestación King se tranquilizó y la expresión de enfado se borró de su rostro. Acarició las mejillas y los labios de Amelia con su mano libre mientras la miraba fijamente, como si lo único que le importara en este mundo fuera el calor de su cuerpo y la belleza de su rostro. Su mirada se posó insistentemente en su blusa de encaje. No revelaba nada excepto el agitado latir de su corazón. Se preguntó si la piel de su cuerpo sería tan suave como la de su cara y sus labios.

-King, ya es suficiente -suplicó Amelia al oír aproximarse un caballo.

King también lo había oído. A regañadientes, se separó de Amelia. Furioso consigo mismo por haberse dejado llevar tan lejos por sus emociones, se puso en pie.

-¡Es el caballo más veloz que he montado en mi vida! -exclamó Alan alegremente cuando llegó junto a ellos.

-Baja de ahí -le ordenó su hermano.

Sorprendido por su tono, Alan desmontó. King saltó sobre el caballo y lo espoleó. Sin una mirada ni una palabra de despedida desapareció colina abajo.

Mientras ocurría todo esto, Amelia había recuperado la compostura pero sus labios hinchados y sus mejillas ruborizadas la traicionaban.

-¿Qué ha ocurrido? -preguntó Alan-. ¿Habéis vuelto a discutir?

-¿Acaso no sabes que está prohibido discutir con tu hermano? -replicó Amelia-.

Llega, dice lo que le parece y luego se va.

Recordando cientos de peleas con su hermano, Alan tuvo que darle la razón. Sin embargo el rostro de Amelia revelaba que lo que King y ella habían estado haciendo no era discutir sino besarse. Reprimiendo una sonrisa, pensó que nunca había visto a King tan confundido como hacía unos momentos, pero tuvo cuidado de que Amelia no se diera cuenta de que él sabía lo que había ocurrido.

-¿Te apetece más vino, Amelia? Podemos quedarnos un rato más. Supongo que no tienes prisa en volver a casa, ¿verdad?

-No, no tengo prisa -suspiró, tomando la copa que Alan le tendía.

Alan le propuso pasar el resto del día en Látigo y cenar con su familia pero Amelia rechazó la invitación. Alan no insistió demasiado. No hacía falta ser un genio para darse cuenta del turbador efecto que King ejercía sobre Amelia.

Detuvo el coche frente a la puerta principal de la casa de los Howard y ayudó a Amelia a descender.

-He pasado un día estupendo, Amelia-dijo-. Ojalá no acabase nunca.

Cuando tomó su mano entre las suyas notó que estaba fría como el hielo y que ella parecía muy preocupada.

-Ay, Amelia, si confiaras un poco en mí -suspiró. -No te preocupes. Todo va bien -le tranquilizó ella con una sonrisa.

-Es por culpa de King que no quieres venir a cenar al rancho, ¿verdad?

-Sí. Ya sabes que tu hermano me detesta -contestó Amelia.

-Sé más de lo que crees -replicó él-. Quiero que me prometas que no vacilarás en llamarme si necesitas cualquier cosa.

Amelia asintió y le estrechó la mano.

-Gracias Alan -dijo, emocionada-. Eres un buen amigo.

-King también sería un excelente amigo si algún día le necesitaras -repuso él-.

No dudaría en dejar a un lado todas sus manías si le pidieras ayuda.

-¿Lo crees? Yo no estoy tan segura. Apuesto a que si me estuviera ahogando me lanzaría un ancla en vez de un salvavidas -replicó Amelia con amargura.

-Eres injusta con él. Veo que no hay forma de convencerte... -dijo sonriéndole cariñosamente-. Que duermas bien, Amelia. ¿Por qué no vienes a comer al rancho mañana? King está invitado a casa de los Valverde.

-Si me prometes que no aparecerá por allí... Está bien, acepto. Espero que mi padre se encuentre bien. No quiero abusar de la amabilidad del doctor Vázquez. Mi padre es responsabilidad mía.

-Te recogeré en la iglesia y te prometo que en dos horas estarás de regreso en casa, ¿de acuerdo? Buenas noches, Amelia.

-Hasta mañana. Y gracias por un día tan maravilloso. Alan esperó hasta que Amelia entró en la casa y luego se marchó.

Amelia subió a la habitación de su padre y comprobó, aliviada, que dormía plácidamente. El enfermero le había dejado una nota en la que decía que el paciente se había encontrado bien durante todo el día y que había dormido la siesta.

Eso quería decir que había pasado la mayor parte del día durmiendo. Amelia esperaba que no despertara en mitad de la noche.

Se quedó un rato a los pies de la cama contemplando con preocupación el pálido rostro de su padre y escuchando su respiración dificultosa. El médico había dicho que moriría. Se alegraba de haber sabido que los arrebatos de mal genio de su padre eran producto de una grave enfermedad.

Su padre iba a morir, pero nadie sabía cómo ni cuándo. Sólo esperaba que al final no fuera necesario recurrir a la ayuda de otras personas. No podía dejarle solo en una situación tan delicada.

Había otra cosa que le inquietaba. Su padre pronto tendría que dejar de trabajar. ¿De qué iban a vivir? Quinn no permitiría que pasaran hambre pero su sueldo no daba para mantener la casa. Tendría que buscar un trabajo. Se preguntó si la señorita Valverde necesitaría una doncella.

Su otra opción era casarse con Alan. Él le había insinuado en varias ocasiones que no se sentía preparado para el matrimonio, pero estaba segura de que accedería en cuanto ella le contara su problema. Sin embargo, esa solución no sería justa para Alan porque ella nunca sentiría por él lo que sentía por King. King. Cerró los ojos recordando sus besos, el temblor de sus brazos y el ardoroso apremio de su boca.

Amelia nunca había querido tanto a nadie, pero se daba cuenta de que King sólo sentía por ella puro y simple deseo. No le había hecho ninguna promesa que pudiera comprometerle. Amelia estaba segura de que haría todo lo posible por impedir su eventual matrimonio con Alan.

Salió de puntillas de la habitación y cerró la puerta suavemente tras de sí.

Empezó a ordenar el salón mientras se preguntaba qué iba a ser de ella y cuánto podía empeorar la situación antes de que su padre se viera libre de su tormento y, de paso, la liberara a ella del suyo.

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