Amadeus

Amadeus


Acto primero

Página 4 de 10

ACTO PRIMERO

Viena, 1823. Oscuro. Murmullos enfurecidos llenan la sala. Al principio no podemos distinguir nada más que la palabra “¡Salieri!” repetida por todo el teatro. También, apenas perceptible, la palabra “¡asesino!”.

Paulatinamente los murmullos se extienden y aumentan de volumen. Luego la luz sube en el fondo del escenario mostrando las siluetas de hombres y mujeres vestidos con sombreros de copa y faldas de principios del siglo XIX: son los CIUDADANOS de Viena, todos apiñados en la “Caja de Luz”, expresando su escándalo.

CIUDADANOS. — ¡Salieri!… ¡Salieri!… ¡Salieri!

(En el escenario, en una silla de ruedas, vuelto de espaldas a nosotros, está sentado un anciano. Cuando la luz se hace más intensa, vemos la parte superior de su cabeza embutida en un viejo gorro, y quizá el chal que rodea sus hombros.)

CIUDADANOS. — ¡Salieri!… ¡Salieri!… ¡Salieri!…

(Dos hombres de mediana edad entran corriendo por ambos lados; también llevan capas largas y sombreros de copa de la época. Estos son los dos “VENTICELLI”, que a lo largo de la obra dan a conocer los hechos, rumores y murmuraciones. Hablan rápidamente —en esta primera aparición, con extrema rapidez— de modo que la escena parezca una obertura veloz y terrible. A veces hablan entre sí; a veces se dirigen al público, pero en todo momento con la urgencia propia de personas que siempre han sido las primeras en dar las noticias.)

VENTICELLO 1. — ¡No puedo creerlo!

VENTICELLO 2. — ¡No puedo creerlo!

V. 1. — ¡No puedo creerlo!

V. 2. — ¡No puedo creerlo!

CIUDADANOS. — ¡Salieri!

V. 1. — Dicen.

V. 2.— He oído.

V. 1. — He oído.

V. 2. — Dicen.

V. 1 y V. 2. — ¡No puedo creerlo!.

CIUDADANOS. — ¡Salieri!

V. 1. — Toda la ciudad lo comenta.

V. 2. — Se oye por todas partes.

V. 1. — Los cafés.

V. 2. — La Ópera.

V. 1. — El Prater.

V. 2. — Las alcantarillas.

V. 1. — Dicen que hasta Metternich lo repite.

V. 2. — Dicen que incluso Beethoven, su antiguo discípulo.

V. 1. — Pero, ¿por qué ahora?

V. 2. — ¿Después de tanto tiempo?

V. 1. — ¡Treinta y dos años!

V. 1 y V. 2. — ¡No puedo creerlo!

CIUDADANOS. — ¡ Salieri!

V. 1. — ¡Dicen que lo grita todo el día!

V. 2. — ¡He oído que lo pregona durante toda la noche!

V. 1. — Permanece en sus habitaciones.

V. 2. — No sale nunca.

V. 1 — No sale desde hace doce meses.

V. 2 — ¡Más! ¡Más!

V. 1 — Debe tener setenta años.

V. 2 — ¡Más viejo! ¡Más viejo!

V. 1 — Antonio Salieri.

V. 2 — El famoso músico.

V. 1 — ¡Gritándolo sin cesar!

V. 2 — Pregonándolo en voz alta.

V. 1 — ¡Imposible!

V. 2 — ¡Increíble!

V. 1 — ¡No puedo creerlo!

V. 2 — ¡No puedo creerlo!

CIUDADANOS. — ¡Salieri!

V. 1. — ¡Yo sé quien empezó el chisme!

V. 2. — ¡Yo sé quien empezó el chisme!

(Dos ancianos —uno delgado y seco, otro muy gordo— se separan de la multitud del fondo y descienden hacia el frente del escenario uno por cada lado: son el criado y el pastelero de SALIERI.)

VENTICELLO 1. — (Señalándole.) ¡El Criado del viejo!

VENTICELLO 2. — (Señalándole.) ¡El Pastelero del viejo!

V. 1. — ¡El Criado le oye gritar!

V. 2. — ¡El Pastelero le oye lamentarse!

V. 1. — ¡Qué historia!

V. 2. — ¡Qué escándalo!

(Los VENTICELLI van rápidamente hacia el fondo, uno por cada lado, y cada uno se reúne con un informador silencioso. El VENTICELLO 1 desciende, con gesto ansioso, con el criado. El VENTICELLO 2 desciende, con gesto ansioso, con el pastelero.)

V. 1. — (Al criado.) ¿Qué dice tu señor?

V. 2. — (Al pastelero.) ¿Qué es exactamente lo que grita el Maestro de Capilla?

V. 1. — Solo en su casa.

V. 2 — Día y noche.

V. 1 — ¿Qué pecados grita?

V. 2 — El viejo.

V. 1 — El recluso.

V. 2 — ¿Qué horrores habéis oído?

V. 1 y V. 2. — ¡Contadnos! ¡Contadnos al momento!. ¿Qué grita? ¿Qué grita? (Criado y cocinero hacen un gesto hacia SALIERI.)

SALIERI. — (Con un gran grito.) ¡¡Mozart!! ¡¡Mozart!! (Silencio.)

V. 1. — (Cuchicheando.) ¡Mozart!

V. 2. — (Cuchicheando.) ¡Mozart!

SALIERI. — Perdonami, Mozart ¡Il tuo assassino ti chiede perdono!

V. 1. — (Escéptico.) ¡Perdón, Mozart!

V. 2. — (Escéptico.) ¡Perdona a tu asesino!

V. 1 y V. 2. — ¡Dios nos proteja!

SALIERI. — Pietá, Mozart ¡Mozart, pietá!

V. 1. — ¡Piedad, Mozart!

V. 2. — ¡Mozart, ten piedad!

V. 1. — ¡Cuando está emocionado habla en italiano!

V. 2. — ¡Y en alemán cuando no lo está!

V. l. — Perdonami, Mozart.

V. 2. — ¡Perdona a tu asesino!

(El criado y el cocinero caminan hacia ambos lados del escenario y permanecen en pie inmóviles. Pausa. Los VENTICELLI se santiguan, profundamente escandalizados.)

V. 1. — Ya hubo rumores anteriormente.

V. 2. — Hace treinta y dos años.

V. 1. — Cuando Mozart se estaba muriendo.

V. 2. — Afirmaba que había sido envenenado.

V. 1. — Dijeron que acusaba a un hombre.

V. 2.— Dijeron que ese hombre era Salieri.

V. 1. — Pero nadie lo creyó.

V. 2. — ¡Se sabía de qué había muerto!

V. 1. — Sífilis, por supuesto.

V. 2. —Como todo el mundo. (Pausa.)

V. 1. — (Astutamente.) ¿Pero y si Mozart tenía razón?

V. 2. — ¿Si realmente fue asesinado?

V. 1.— Y por él. ¡Por nuestro Primer Kapellmeister!

V. 2. — ¡Antonio Salieri!

V. 1. — No es posible que sea verdad.

V. 2. — Realmente no es creíble.

V. 1. — ¿Por qué?

V. 2. — ¿Por qué?

V. 1 y V. 2. — ¿Por qué razón iba a hacerlo?

V. 1. — Nuestro Primer Real Kapellmeister.

V. 2. — ¿Asesinar a un subalterno?

V. 1. — ¿Y por qué confesarlo ahora?

V. 2. — ¡Después de treinta y dos años!

CIUDADANOS. — ¡Salieri!

SALIERI. — Mozart, Mozart, Perdonami… Il tuo assassino ti chiede perdono.

(Pausa. Le miran. Luego se miran uno a otro.)

VENTICELLO 1. — ¿Qué te parece?

VENTICELLO 2. — ¡No puedo creerlo!

V. 1. — En cualquier caso…

V. 2. — ¡¿Es posible que sea verdad?!

V. 1 y V. 2. — (Susurrando.) ¿Lo hizo a pesar de todo?

CIUDADANOS.— ¡Salieri!

(Los VENTICELLI se retiran. El criado y el pastelero permanecen a ambos lados del escenario. SALIERI hace girar su silla de ruedas y mira al público fijamente. Es un hombre de setenta años, vestido con una bata vieja y manchada, envuelto en un chal. Se levanta y mira de soslayo al público, como tratando de verlo.)

APOSENTOS DE SALIERI

(Noviembre de 1823. Altas horas de la noche.)

SALIERI. — (Llamando al público.) ¡Vi saluto! Ombri del Futuro! Antonio Salieri… a vostro servizio! (Fuera, en la calle, un reloj da las tres.) Casi puedo veros en las butacas… esperando vuestro turno para vivir. ¡Sombras del futuro! Haceos visibles. Os lo ruego. Dejadme veros. Venid a esta vieja habitación polvorienta… en esta hora de la madrugada de un oscuro noviembre de 1823… y sed mis confesores. ¿No queréis venir y quedaros conmigo hasta el alba? Sólo hasta el alba… ¡Hasta las seis en punto!

CIUDADANOS. — Salieri… ¡Salieri!…

(Las cortinas bajan lentamente sobre los CIUDADANOS de Viena. Sobre la seda se proyectan tenues imágenes de ventanales.)

SALIERI. — ¿Los oís? Viena es una ciudad de difamación. Aquí todo el mundo cuenta historias: incluso mis criados. Ahora sólo conservo dos (los señala)… Han estado conmigo desde que vine aquí, hace cincuenta años: el guardián de la navaja de afeitar y el pastelero. Uno me mantiene aseado y el otro saciado. (A los criados.) “¡Dejadme ambos! ¡Esta noche no pienso acostarme!” (Reaccionan con sorpresa.) “¡Volved mañana a las seis en punto para afeitar y dar de comer a vuestro caprichoso amo!” (Sonríe a ambos y da unas palmadas como amable despedida.) Via. Via, via, via! Grazie! (Ellos se inclinan, desconcertados, y abandonan la escena.) ¡Qué sorprendidos se quedaron!… ¡Pero más se sorprenderán mañana! ¡Ya lo creo! (Escudriña insistentemente al público, tratando de verlo.) ¿No vais a aparecer? ¡Os necesito… desesperadamente! ¡Los que van a morir os suplican! ¿Qué debo hacer para que os hagáis visibles? ¿Para que os materialicéis en carne y hueso y seáis mi último, último público?… ¿Hace falta una invocación? ¡Así es como se hace siempre en la Ópera! Eso es. Una invocación. Esa es la solución. (Se levanta.) Dejadme que intente conjuraros, sombras del lejano Futuro, para que pueda veros. (Abandona la silla de ruedas y se acerca al pianoforte. Parado junto a él, comienza a cantar con una voz aguda y quebrada, interrumpiéndose al final de cada frase con figuras en el teclado, al modo de un “ricitativo secco”. Mientras, las luces de la sala se encienden lentamente, iluminando al público.) (Cantando): ¡Sombras del Futuro! / ¡Fantasmas del tiempo venidero! / ¡Aún más inevitables que los del tiempo ya pasado / ¡Presentaos! / ¡Apareced con la simpatía con que vuestra encarnación pueda haberos dotado! / Apareced, vosotros… ciudadanos del siglo XX. / ¡Los que aún tenéis que nacer! / ¡Los que aún tenéis que odiar! / ¡Los que aún tenéis que matar! / Apareced… ¡Posteridad! (En la sala la luz sube al máximo. Permanece así durante todo lo que sigue. SALIERI ve al público y su cara se ilumina feliz al ver realizada su invocación.) ¡Ya está! Ha funcionado. ¡Puedo veros! Este es el resultado de un adecuado entrenamiento. Me enseñó a invocar el Caballero Gluck, que era un auténtico maestro en ello. Lógico: en su época la gente iba a la Ópera sólo para eso, para ver revivir dioses y fantasmas… Hoy día, desde que Rossini se ha puesto de moda, el público prefiere contemplar las bufonadas de los barberos. (Pausa.) Scusate. ¡La invocación es un trabajo agotador! Necesito reponer fuerzas. (Se acerca al soporte de pasteles.) Es un poco repulsivo, lo admito, pero, de hecho, el primer pecado que debo confesaros es la glotonería. Una glotonería tenaz, ¡infantil!, ¡italiana! La verdad es que a lo largo de toda mi vida no he sido capaz de dominar esta pasión por las golosinas del norte de Italia, donde yo nací. Desde la edad de tres años hasta la de setenta y tres, toda mi carrera ha estado marcada por el sabor de las almendras espolvoreadas con azúcar en polvo. (Voluptuosamente.) ¡Bizcochos milaneses! ¡Almendras de Siena! ¡Pudín de nieve con salsa de pistacho!… No me juzguéis con demasiado rigor por esto: Todos los hombres abrigan algún tipo de sentimientos patrióticos… Mis padres, un comerciante lombardo y su esposa lombarda, eran súbditos italianos del Imperio Austríaco y estaban muy contentos de serlo. Su idea del mundo se limitaba a la pequeñísima ciudad de Legnago, que yo estaba deseando abandonar. Su idea sobre Dios se reducía a verle como un altivo Emperador Hapsburgo que habitaba en el Cielo, lugar que al fin y al cabo se encontraba tan sólo un poco más lejos que Viena. Todo lo que pedían a Dios era que les mantuviese para siempre inadvertidos y preservados en su mediocridad. Mis aspiraciones, por el contrario, eran bastante diferentes. (Pausa.) Yo quería Fama. Pero no para embaucaros. Quería resplandecer como un cometa a través del firmamento de Europa. Pero sólo de un modo especial: la música. Una nota de música es absolutamente correcta o incorrecta. Ni siquiera el tiempo puede modificar esto. La música es el arte de Dios. (Excitado por los recuerdos.) ¡Ya cuando tenía diez años un conjunto de notas perfectas me hacía sentir vértigo hasta casi desmayarme! A los doce tarareaba entre dientes mis arias y antífonas al Señor. Mi único deseo era unirme a todos los compositores que han cantado la gloria de Dios a través del largo pasado italiano… Todos los domingos le veía en la iglesia, pintado sobre una pared desconchada. No me refiero a Cristo. Los Cristos de Lombardía son bobos de sonrisa tonta que sostienen corderitos en los brazos. No. Yo me refiero a un viejo Dios con una túnica de color púrpura, ennegrecido por el humo de las velas, que miraba descaradamente al mundo con ojos de negociante. Los comerciantes le habían puesto allí arriba. Aquellos ojos de Dios hacían tratos verdaderos e irrevocables. “¡Tú me das eso, yo te doy esto! ¡Ni más, ni menos!” (En su excitación se come una galleta.) Una noche fui a verle e hice un trato con Él. Yo era un sensato muchacho de dieciséis años, con un desesperado sentido de la rectitud. Me arrodillé ante el Dios de los Tratos y recé con toda mi alma. (Se arrodilla. Las luces de la sala bajan lentamente.) “Signore, ¡déjame ser compositor! ¡Haz que sea un compositor famoso! A cambio, viviré en la virtud, seré casto. Me esforzaré por mejorar el destino de mis hermanos ¡Y te honraré con mi música todos los días de mi vida!” Mientras decía Amén, vi que sus ojos relampagueaban. Y me decían: (Como si fuese Dios.) “Bene. Adelante, Antonio. Sírveme; a mí y a la humanidad, y serás bendecido”… “¡Grazie!”, respondí. “¡Soy tu siervo para el resto de mi vida!” (Vuelve a levantarse.) Al día siguiente, como caído del cielo, un amigo de la familia apareció repentinamente. Me llevó a Viena y pagó mis estudios de música. (Pausa.) Poco tiempo después conocí al Emperador de Austria, que me protegió. ¡Evidentemente, mi pacto con Dios había sido aceptado! (Pausa.) El mismo año en que yo abandoné Italia, un joven prodigio estaba recorriendo Europa. Un maravilloso virtuoso de diez años: Wolfgang Amadeus Mozart. (Pausa. Sonríe con complicidad al público. Pausa.) Y ahora, ¡graciosas damas!, ¡corteses caballeros!, vais a asistir —por una sola representación— a mi última composición titulada La Muerte de Mozart o “¿Lo hice yo?”… Dedicada a la Posteridad en esta última noche de mi vida.

(Se inclina profundamente, desabrochando mientras tanto los botones de su vieja bata. Cuando se endereza —quitándose esta triste prenda exterior y el gorro— es un hombre joven, en la flor de la vida, vestido con una casaca azul celeste y las elegantes ropas formales de un compositor de éxito de los años 1780.)

CAMBIO AL SIGLO XVIII

Suena suavemente la música: una serena pieza para cuerda de SALIERI. Entran criados. Uno retira la bata y el chal; otro coloca en la mesa un soporte con una peluca empolvada; un tercero trae una silla y la coloca hacia atrás, a la izquierda.

Al fondo las cortinas suben y se abren, mostrando al Emperador José II y su corte bañados en luz dorada, sobre un fondo dorado, de espejos dorados y una inmensa chimenea dorada. Su Majestad está sentado, sosteniendo un papel enrollado, escuchando la música.

También escuchando están el Conde VON STRACK, el Conde ORSINI-ROSEMBERG, el Barón VAN SWIETEN y un CLÉRIGO anónimo vestido con sotana.

Un viejo cortesano con peluca entra y ocupa su puesto al teclado. El kapellmeister BONNO. SALIERI coge la peluca del soporte.

SALIERI. — (Con la voz de un hombre joven: vigorosa y segura.) Nos encontramos en Viena. El año —para empezar— 1781. La época es, todavía, la de la ilustración: aquel tiempo feliz antes de que en Francia cayera la guillotina cortando nuestras vidas por la mitad. Yo tengo treinta y un años y soy ya un prolífico compositor de la Corte de los Hapsburgo. Poseo una casa respetable y una esposa respetable: Teresa. (Entra TERESA: una dama rellena y apacible que se sienta muy derecha en la silla que hay en el escenario.) No me burlo de ella, os lo aseguro. Yo en una compañera doméstica sólo pido una cualidad: falta de pasión. Y en ese aspecto es preciso reconocer que Teresa era sobresaliente. (Ceremoniosamente se pone la peluca empolvada.) También tenía una alumna muy apreciada: Katherina Cavalieri. (KATHERINA entra como un torbellino por el lado opuesto: una hermosa muchacha de veinte años. La música se hace vocal: débilmente oímos a una soprano cantando un aria de concierto. El papel de KATHERINA, como el de TERESA, es mudo, pero al entrar se para junto al pianoforte y remeda enérgicamente su arrebatado canto. El viejo BONNO, al teclado, la acompaña con aire de apreciación.) Era tan sólo una estudiante burbujeante de ojos risueños, con una boca dulce e invitadora. Yo estaba muy enamorado de Katherina —o al menos la deseaba—. Pero a causa de mi trato con Dios nunca le había puesto un dedo encima a la muchacha, excepto, accidentalmente, para comprimir su diafragma cuando la enseñaba a cantar. Mi ambición ardía con una llama inextinguible: la meta principal era el puesto de Primer Kapellmeister Real que por entonces ostentaba Giuseppe Bonno (le señala), de setenta años de edad y aparentemente inmortal. (En el escenario todos, excepto SALIERI, se paralizan de repente. Este habla al público de forma muy directa.) A vosotros os dirán que nosotros, los músicos del siglo XVIII no éramos más que siervos: complacientes esclavos de la gente acomodada. Esto es bastante cierto. Y también bastante falso. Sí, éramos siervos. ¡Pero éramos siervos ilustrados! ¡Y utilizábamos nuestra cultura para dar solemnidad a las ordinarias vidas de los hombres. (Suena una música más grandiosa. El Emperador permanece sentado, pero los otros cuatro hombres de la “Caja de Luz” —STRACK, ROSEMBERG, VAN SWIETEN y el CLÉRIGO— salen lentamente al escenario principal y avanzan imponentes hacia abajo, y alrededor y de nuevo hacia arriba, para volver a sus sitios. Sólo el CLÉRIGO se retira, igual que TERESA lo hace por su lado y KATHERINA por el suyo.) (Sobre esto.) Tomábamos hombres poco notables: banqueros al uso, clérigos del montón y soldados, estadistas y esposas corrientes, y sacramentalizábamos su mediocridad. Suavizábamos sus melodías con instrumentos de cuerda divisi, traspasábamos sus noches con chittarini Les ofrecíamos cabalgatas para su contoneo arrogante; serenatas para su época de celo; poderosos cuernos para sus cacerías y también para sus guerras. ¡Cuando venían al mundo sonaban las trompetas y cuando lo abandonaban gemían los trombones! El perfume de sus días se ha conservado gracias a nosotros, a nuestra música que aún se recuerda, mientras su política ha sido olvidada hace tiempo. (El Emperador entrega el papel enrollado a STRACK y, sale. En la “Caja de Luz” quedan, en pie como tres iconos, ORSINI-ROSEMBERG, gordinflón y altanero, sesenta años; von STRACK, envarado y ceremonioso, cincuenta y cinco años; VAN SWIETEN, cultivado y grave, cincuenta años. Las luces bajan un poco sobre ellos.) Decidme, antes de que nos llaméis siervos, ¿quién os inmortalizará a vosotros en vuestra época?

(Los dos VENTICELLI entran rápidamente a la parte baja del escenario desde ambos lados. Ahora también llevan peluca y están bien vestidos al estilo de finales del siglo XVIII. Su ademán es más confidencial que antes.)

VENTICELLO 1. — (A SALIERI.) ¡Señor!

VENTICELLO 2. — (A SALIERI) ¡Señor!

V. 1. — Señor, señor.

V. 2. — Señor, señor. (SALIERI les pide que esperen un segundo.)

SALIERI. — Yo era el músico joven de mayor éxito en la ciudad de los músicos. Y ahora, de repente, sin ningún aviso…

(Se le acercan, impacientes, por ambos lados.)

V. 1. — ¡Mozart!

V. 2. — ¡Mozart!

V. 1 y V. 2. — ¡Ha llegado Mozart!.

SALIERI. — Estos son mis Venticelli. Mis “Vientecillos”, como yo los llamo. (Da a cada uno una moneda de su bolsillo.) El secreto de una vida próspera en una gran ciudad es saber siempre, al segundo, lo que está sucediendo a espaldas nuestras.

VENTICELLO 1. — Ha dejado Salzburgo.

VENTICELLO 2. — Se propone dar conciertos.

V. 1.—Buscando abonados.

SALIERI. — Había oído hablar de él durante años, por supuesto. Por toda Europa se contaban relatos de sus proezas.

V. 1. — Dicen que escribió su primera sinfonía a los cinco años.

V. 2. — Su primer concierto a los cuatro.

V. 1. — Una ópera completa a los catorce.

V. 2. — Mitridates, rey de Ponto.

SALIERI. — (A ellos.) ¿Qué edad tiene ahora?

V. 1. — Veinticinco.

SALIERI. — (Cuidadosamente.) ¿Y cuánto tiempo va a estar en Viena?

V. 1. — No se va a marchar.

V. 2. — Ha venido para quedarse.

(Los VENTICELLI se retiran suavemente.)

EL PALACIO DE SCHONBRUNN

Suben las luces sobre las figuras rígidas de ROSEMBERG, STRACK y VAN SWIETEN, en pie al fondo de la escena, en la “Caja de Luz”. El chambelán da el papel que ha recibido del Emperador al Director de la Ópera. SALIERI permanece en la parte baja del escenario.

STRACK. — (A ROSEMBERG.) Se os pide que encarguéis una ópera cómica en alemán a Herr Mozart.

SALIERI. — (Al público.) Johan Von Strack. Real Chambelán. Oficial de la Corte hasta la médula.

ROSEMBERG. — (Pomposamente.) ¿Por qué en alemán? ¡El italiano es la única lengua posible para la Ópera!

SALIERI. — Conde Orsini-Rosemberg. Director de la Ópera. Benévolo hacia todo lo italiano, especialmente hacia mí.

STRACK. — (Envarado.) Su majestad desea crear una Ópera Nacional. Quiere escuchar obras en puro alemán.

VAN SWIETEN. — Sí, pero, ¿por qué cómicas? La función de la música no es hacer reír.

SALIERI. — Barón Van Swieten. Prefecto de la Biblioteca Imperial. Ferviente masón. Todavía está por encontrar algo que le divierta. A causa de su entusiasmo por la música pasada de moda se le conoce como “Lord Fuga”.

VAN SWIETEN. — La semana pasada escuché una extraordinaria ópera seria de Mozart: Idomeneo, Rey de Creta.

ROSEMBERG. — Yo también la oí. Mozart es un joven que trata de impresionar por encima de su talento. Demasiado condimento. Demasiadas notas.

STRACK. — (A ROSEMBERG con firmeza.) No obstante, tened la amabilidad de hacerle el encargo hoy.

ROSEMBERG. — (Tomando el papel de mala gana.) Creo que vamos a tener dificultades con este joven. (ROSEMBERG abandona la “Caja de Luz” y desciende por el escenario hasta donde está SALIERI.) Fue un niño prodigio. Esto, a la larga, siempre es un problema. Su padre, Leopoldo Mozart, es un pedante músico de Salzburgo al servicio del Arzobispo. Arrastró al muchacho por toda Europa sin parar, haciéndole tocar el piano con los ojos vendados, con un dedo, y cosas por el estilo. (A SALIERI.) Todos los prodigios son odiosos… ¿Non é vero, Compositore?

SALIERI. — Divengono sempre sterili con gli anni.

ROSEMBERG. — Precisamente. Precisamente.

STRACK. — (Gritando receloso.) ¿Qué estáis diciendo?

ROSEMBERG. — (Vivamente.) ¡Nada, Herr Chambelán!… Niente, Signor Pomposo. (Sale. STRACK sale dando zancadas, irritado. VAN SWIETEN baja al frente del escenario.)

VAN SWIETEN. — Nos veremos mañana, espero, en vuestro Comité de Dotación de Pensiones a Músicos Ancianos.

SALIERI. — (Respetuosamente.) ¡Es muy amable por vuestra parte el asistir, Barón!

VAN SWIETEN. — Sois un hombre honorable, Salieri. Deberíais uniros a nuestra Hermandad de Masones. Os recibiríamos afectuosamente.

SALIERI. — ¡Para mí seria un honor, Barón!

VAN SWIETEN. — Si lo deseáis puedo disponer vuestra iniciación en mi Logia.

SALIERI. — Es más de lo que merezco.

VAN SWIETEN. — Tonterías. Aceptamos a los hombres de talento de todos los rangos. Puede que invite también al joven Mozart: depende de la impresión que cause.

SALIERI. — (Inclinándose.) Por supuesto, Barón. (VAN SWIETEN sale.) (Al público.) Un honor, en efecto. En esos días casi todo hombre de influencia en Viena era masón. Y la Logia del Barón era, con gran diferencia, la más elegante. En cuanto al joven Mozart, confieso que yo me sentía inquieto ante su venida. Se le ensalzaba demasiado.

(Los VENTICELLI entran aprisa por ambos lados.)

V. 1. — ¡Qué viveza de espíritu!

V. 2. — ¡Qué desenvoltura de ademanes!

V. 1. — ¡Qué encanto natural!

SALIERI. — (A los VENTICELLI.) ¿De verdad? ¿Dónde vive?

V. 1. — Peter Platz.

V. 2. — Número once.

V. 1 . — La casera es Madame Weber.

V. 2. — Una verdadera zorra.

V. 1. — Admite huéspedes masculinos, y tiene una caterva de hijas.

V. 2. — Mozart tuvo anteriormente relaciones con una de ellas.

V. 1. — Una soprano llamada Aloysia.

V. 2. — Le dejó plantado.

V. 1. — Ahora él anda detrás de otra hermana.

V. 2. — Constanza.

SALIERI. — ¿Queréis decir que tuvo aventuras con una hermana y ahora pretende casarse con la otra?

V. 1 y V. 2. — ¡Exactamente!

V. 1. — A su madre le gustaría que el juego terminase en matrimonio.

V. 2. — Al padre de él, no.

V. 1. — ¡Papaíto está terriblemente preocupado!

V. 2. — ¡Le escribe todos los días desde Salzburgo!

SALIERI. — (A ellos.) Quiero conocer a Mozart.

V. 1. — Mañana por la noche irá a casa de la Baronesa Waldstaten.

SALIERI. — Grazie.

V. 2. — Se interpretará algo de su música.

SALIERI. — (A ambos.) Restiamo in contatto.

V. 1 y V. 2. — Certamente, Signore. (Salen.)

SALIERI. — (Al público.) Así, fui a casa de la Baronesa Waldstaten. Aquella noche cambió mi vida.

LA BIBLIOTECA DE LA BARONESA WALDSTATEN

En la “Caja de Luz”, dos ventanas con elegantes cortinajes rodeados de un primoroso y tenue papel pintado. Dos criados traen una amplia mesa repleta de pastelillos y postres. Otros dos llevan una silla de brazos de alto respaldo, que colocan ceremoniosamente en la parte baja del escenario, a la izquierda.

SALIERI. — (Al público.) Entré en la biblioteca para tomar un pequeño refrigerio. Mi generosa anfitriona siempre ponía en aquella habitación los dulces más deliciosos cuando sabía que yo iba a venir. Sorbetti… caramelli… y muy especialmente una maravillosa crema al mascarpone, que es, sencillamente, queso fresco mezclado con azúcar granulado y bañado con ron… ¡era totalmente irresistible! (Coge de la mesita una copa de esto y se sienta en el sillón mirando al frente. Sentado así no le puede ver nadie que entre por el fondo.) Acababa de sentarme para consumir este plato paradisíaco… invisible para cualquiera que pudiese entrar.

(Se oyen ruidos fuera.)

CONSTANZE. — (Fuera.) ¡Squik! ¡Squik! ¡Squik! (CONSTANZE entra corriendo por el fondo: es una chica atractiva de veintipocos años, llena de alegría. En este momento pretende ser un ratón. Corre por el escenario con su alegre vestido de fiesta y se esconde bajo el pianoforte. De repente un hombre pequeño, pálido, de ojos grandes, con una peluca aparatosa y ropas llamativas, entra corriendo detrás de ella y se queda inmóvil —en el centro— como un gato cazando un ratón: es WOLFANG AMADEUS MOZART. A medida que le vamos conociendo, a través de las siguientes escenas, descubrimos varias cosas acerca de él: es un hombre extremadamente desasosegado, sus manos y pies están casi en continuo movimiento; su voz es ligera y aguda; y posee una inolvidable risa falsa, penetrante e infantil.)

MOZART. — ¡Miau!

CONSTANZE. — (Traicionando su escondite.) ¡Squik!

MOZART. — ¡Miau! ¡Miau! ¡Miau! (El compositor se pone a cuatro patas y, arrugando su cara, comienza a acechar a la presa. El ratón —riendo con excitación— sale de su escondite y corre a través del suelo. El gato la persigue. Casi a la altura de la silla donde SALIERI se sienta oculto, el ratón se vuelve, acorralado. El gato le acecha —cada vez más cerca—.)

MOZART. — ¡Voy a saltar y abalanzarme sobre ti! ¡Te voy a comer! ¡Ñam, ñam, ñam! ¡Voy a masticar a mi pequeño ratoncito! ¡Voy a hacerle pedazos con mis garras!

CONSTANZE. — ¡No!

MOZART. — ¡Con mis zarpas! ¡Con mis zarpigarras! ¡Ohh!… ¡Ohhh! (Cae sobre ella. Ella grita.)

SALIERI. — (Al público.) No tuve ocasión de levantarme. Antes de que pudiera hacerlo se había convertido ya en algo muy difícil.

MOZART. — ¡Voy a partirte en dos, de un bocado, con mis colmillos! (Ella ríe encantada, con una risa nerviosa, tumbada boca arriba bajo él.) ¡Estás temblando…! ¡Creo que tienes miedo del miau-miau…! ¡Creo que estás aterrorizada de morir! (Confidencialmente.) ¡Me parece que te estás cagando encima! (Ella da un chillido, pero no está verdaderamente escandalizada.) ¡Dentro de un momento habrás manchado el suelo!

CONSTANZE. — ¡Shhh! ¡Puede oírte alguien! (Él imita el ruido de un pedo.) ¡Basta, Wolferl! ¡Shhh!

MOZART. — Todo en el suelo, asqueroso y maloliente.

CONSTANZE. — ¡No!

MOZART. — ¡Aquí llega ya! ¡Lo oigo aproximarse!… ¡Oh, qué melancólica nota! ¡Algo está chorreando por tu bota! (Otro ruido de pedo, más lento. CONSTANZE chilla divertida.)

CONSTANZE. — ¡Basta ya! ¡Eres un guarro!

(SALIERI está sentado, espantado.)

MOZART. — ¡Eh!… ¡Eh! ¿Qué es Trazom?

CONSTANZE. — ¿Qué?

MOZART. — Trazom. ¿Qué significa?

CONSTANZE. — ¿Cómo puedo saberlo?

MOZART. — Es Mozart deletreado al revés —¡ingenio de mierda! — . Si algún día te casas conmigo serás Constanze Trazom.

CONSTANZE. — No, no lo seré.

MOZART. — Sí, lo serás. Porque cuando me case lo querré todo al revés. Querré lamer el culo de mi esposa en vez de su cara.

CONSTANZE. — A este paso no vas a lamer nada. Tu padre nunca nos dará su consentimiento. (El ánimo de diversión le abandona en el acto.)

MOZART. — ¿Y a quién le preocupa su consentimiento?

CONSTANZE. — A ti. A ti te preocupa muchísimo. No lo harías sin tenerlo.

MOZART. — ¿No?

CONSTANZE. — No, no lo harías. Porque le tienes demasiado miedo. Sé lo que dice de mí (voz solemne): “Si te casas con esa horrible chica terminarás acostándote en un montón de paja y tus hijos serán mendigos.”

MOZART. — (Impulsivamente.) ¡Cásate conmigo!

CONSTANZE. — ¡No seas bobo!

MOZART. — ¡Cásate conmigo!

CONSTANZE. — ¿Hablas en serio?…

MOZART. — (Desafiante.) ¡Sí!… Contéstame ahora mismo: ¡ Sí o no! Di que sí, y podré irme a casa, encaramarme en mi lecho… cagarme en la colcha y gritar “¡Lo hice!”

(Se revuelca encima de ella, encantado, emitiendo su aguda risa semejante a un relincho. El mayordomo de la casa entra con paso majestuoso por el fondo.)

MAYORDOMO. — (Impenetrable.) Su Excelencia está preparada para comenzar.

MOZART. — ¡Ah!… ¡Sí!… ¡Bien! (Se levanta, embarazado, y ayuda a CONSTANZE a levantarse. Con una tentativa de dignidad.) Ven, querida. ¡La música espera!

CONSTANZE. — (Sofocando su risa.) ¡Oh, no faltaba más… Herr Trazom!

(La coge por el brazo. Salen haciendo cabriolas seguidos por el desaprobador mayordomo.)

SALIERI. — (Excitado. Al público.) Y entonces, inmediatamente, empezó el concierto. Lo oí a través de la puerta: una serenata. Al principio lo escuché vagamente… estaba demasiado horrorizado para prestar atención. Pero pronto el sonido se hizo más insistente… un solemne Adagio en La bemol. (Empieza a sonar el Adagio: Serenata para trece instrumentos de cuerda [K 361]. Serenamente y bastante despacio, SALIERI, sentado en la silla, habla sobre el fondo musical.) El comienzo era bastante sencillo: sólo un latido en los registros más bajos —fagots y clarinetes—, un sonido como de muelle oxidado. Hubiera resultado cómico a no ser por su lentitud, que le daba una especie de serenidad. Y de repente, por encima, sonó aguda una única nota en el oboe. (Se oye la nota.) Quedó allí, suspendida, inmóvil, traspasándome… hasta que el aliento no pudo sostenerla por más tiempo y un clarinete la alejó de mí y la dulcificó convirtiéndola en una frase tan deliciosa que me hizo estremecer. Las luces de la habitación vacilaron. ¡Mis ojos se nublaron! (Cada vez con más energía y emoción.) El muelle gimió más fuerte, y por encima, los instrumentos más agudos sollozaron y gorjearon lanzando a mi alrededor líneas de sonido… largas líneas de dolor, a mi alrededor y a través de mí. ¡Ah, el dolor! Un dolor como no había conocido jamás. Grité a mi astuto viejo Dios: “¿Qué es esto?… ¿Qué? ” Pero el gemido siguió y siguió y el dolor penetraba más profundamente en mi cabeza temblorosa hasta que, de repente, me encontré corriendo, precipitándome a través de una puerta lateral, dando traspiés escaleras abajo, hasta salir a la calle, a la noche fría, con la respiración entrecortada, buscando aire. (Gritando angustiado.) “¿Qué? ¿Qué es esto? ¡Dime, Signore! ¿Qué es este dolor? ¿Qué es esta exigencia en el sonido que no se podrá satisfacer nunca y sin embargo colma totalmente a quien, lo escucha? ¿Es eso lo que tú quieres? ¿Es esa la música que te gusta?” (Pausa.) La serenata llegaba débilmente desde el salón, arriba. Las estrellas brillaban sobre la calle vacía. De repente sentí miedo. Me pareció haber oído la voz de Dios… Y esa voz emanaba de una criatura cuya propia voz yo también había oído… ¡Y era la voz de un joven obsceno!

(La luz cambia. La escena de calle se desvanece.)

APARTAMENTO DE SALIERI

(Permanece oscuro.)

SALIERI. — Corrí a casa y oculté mi miedo en el trabajo. Cogí más alumnos… hasta que llegaron a ser treinta, ¡cuarenta! ¡Más Comités para ayudar a los músicos! Más Motetes y Antífonas a la gloria de Dios. Y por la noche rezaba pidiendo una sola cosa. (Se arrodilla desesperadamente.) “¡Deja que tu voz entre en mí! ¡Déjame llevarte!… ¡Déjame!” (Pausa. Se pone en pie.) En cuanto a Mozart, evitaba encontrarme con él… y mandaba a mis Vientecillos a por cuantas partituras suyas pudieran encontrarse.

(Los VENTICELLI entran con partituras. SALIERI está sentado al pianoforte y ellos le muestran la música por turno. Mientras, unos criados retiran discretamente la mesa y la silla de brazos de WALDSTATEN.)

VENTICELLO 1. — Seis sonatas para pianoforte compuestas en Munich.

SALIERI. — Inteligentes.

VENTICELLO 2. — Dos en Manheim.

SALIERI. — Todas eran inteligentes.

VENTICELLO 1. — Una Sinfonía parisina.

SALIERI. — (Al público.) ¡Y sin embargo yo las encontraba completamente superficiales!

VENTICELLO 1. — Un Divertimento en Re.

SALIERI. — Lo mismo.

VENTICELLO 2. — Una casazione en Sol.

SALIERI. — Convencional.

VENTICELLO 1. — Una Letanía Solemne en MI bemol.

SALIERI. — (Al público.) Incluso aburridas. Las obras de un jovencito precoz —el farolero hijo de Leopoldo Mozart—, nada más. Evidentemente, aquella serenata que yo oí había sido una excepción en su obra: la casualidad que puede dársele a cualquier compositor en un día afortunado. (Los VENTICELLI se retiran con la música.) ¿Pero era verdaderamente eso? ¿O lo que ocurría era que me había irritado el descubrir que aquella sucia criatura fuese capaz de escribir música?… ¡Tuve una feliz idea!… ¡De repente me sentí inmensamente alegre! ¡Le buscaría por todas partes y yo mismo le daría la bienvenida a Viena!

EL PALACIO DE SCHONBRUNN

Rápido cambio de luz. Vemos al Emperador de pie, brillantemente iluminado, delante de los espejos dorados y la chimenea, asistido por el chambelán STRACK.

Su Majestad es un personaje vivaz y alegre, de cuarenta años, considerablemente satisfecho de sí mismo y del mundo. VAN SWIETEN y ROSEMBERG entran apresurados, desde lados opuestos, por la parte delantera del escenario.

JOSEPH. — ¡Fiestas y fuegos artificiales, caballeros! ¡Mozart está aquí! ¡Está esperando abajo! (Todos se inclinan.)

TODOS. — ¡Majestad!

JOSEPH. — Je suis follement impatient.

SALIERI. — (Al público.) El Emperador José II de Austria. Hijo de María Teresa. Hermano de María Antonieta. Amante de la música… siempre que no supusiese un esfuerzo para su real cerebro. (Al Emperador, respetuosamente.) Majestad, he escrito una pequeña marcha en honor de Mozart. ¿Puedo tocarla cuando entre?

JOSEPH. — No faltaba más. ¡Qué gran idea! ¿Le conocéis ya?

SALIERI. — Aún no, Majestad.

JOSEPH. — ¡Fiestas y fuegos artificiales, qué divertido! Strack, hacedle subir al momento. (STRACK sale. El Emperador avanza hacia el escenario propiamente dicho.) Mon Dieu, ¡me gustarla hacer un concurso! Mozart contra algún otro virtuoso. Dos teclados en competición. ¿No sería divertido, Barón?

VAN SWIETEN. — (Severo.) No para mí, Majestad. En mi opinión, los músicos no son como caballos para correr uno contra otro. (Breve pausa.)

JOSEPH. — Ah. Bien… ahí está. (STRACK vuelve.)

STRACK. — Herr Mozart, Majestad.

JOSEPH. — ¡Espléndido! (Conspiradoramente hace señas a SALIERI, que va rápidamente hasta el pianoforte.) Compositor de Cámara… allons! (A STRACK.) Hacedle pasar, por favor.

(Al instante SALIERI se sienta al piano y toca su marcha. Al mismo tiempo MOZART entra contoneándose, exhibiendo una casaca extremadamente vistosa con espada de gala. El Emperador está en la parte delantera del escenario, al centro, dando la espalda al público, y al cercarse MOZART le hace señas de que se detenga y escuche. MOZART, desconcertado, lo hace, dándose cuenta de que SALIERI está tocando su marcha de bienvenida. Es una pieza extremadamente banal, que recuerda vagamente a otra marcha que seria muy famosa posteriormente; todos permanecen inmóviles en actitud de escucha, hasta que SALIERI llega al final. Aplauso.)

JOSEPH. — (A SALIERI.) Encantador… Comme d’habitude! (Se da la vuelta y extiende su mano para que sea besada.) Mozart. (MOZART se acerca y se arrodilla de forma extravagante.)

MOZART. — ¡Majestad! ¡El humilde esclavo de vuestra Majestad! ¡Dejadme besar vuestra real mano ciento quince mil veces! (Le besa vorazmente una y otra vez, hasta que JOSEPH la retira avergonzado.)

JOSEPH. — Non, non, s’il vous plait. Un poco menos de entusiasmo, os lo ruego. Vamos, señor, levez vous. (Ayuda a MOZART a levantarse.) Vos no os acordaréis, pero la última vez que nos vimos estabais también en el suelo. Mi hermana todavía lo recuerda. Este joven —con seis años, nada más— resbaló y cayó al suelo en Schonbrunn… Y le salió un odioso chichón en su cabecita… ¿Os he contado esto anteriormente?

ROSEMBERG. — (Rápidamente.) ¡No, Majestad!

STRACK. — (Rápidamente.) ¡No, Majestad!

SALIERI. — (Rápidamente.) ¡No, Majestad!

JOSEPH. — Bien, mi hermana Antonieta se adelanta corriendo y lo recoge. ¿Y sabéis lo que hace él? Salta inmediatamente a sus brazos —¡hop, aupa!— la besa en ambas mejillas y dice: “¿Quieres casarte conmigo, sí o no?” (Los cortesanos ríen cortésmente. MOZART emite su aguda risa falsa. Manifiestamente, el Emperador se lleva un susto al oírla.) No pretendía avergonzaros, Herr Mozart. ¿Conocéis a todo el mundo aquí, sin duda?

MOZART. — Sí, señor. (Haciendo una primorosa reverencia a ROSEMBERG.) ¡Herr Director! (A VAN SWIETEN.) Herr Prefect.

JOSEPH. — ¡Pero creo que no conocéis a nuestro estimado Compositor de Cámara!… ¡Un grave olvido! Nadie que aprecie el arte puede permitirse no conocer a Herr Salieri. El escribió esa exquisita Marcha de Bienvenida para vos.

SALIERI. — Una bagatela, Majestad.

JOSEPH. — No obstante…

MOZART. — (A SALIERI.) ¡Estoy abrumado, Signore!

Ir a la siguiente página

Report Page