Amadeus

Amadeus


Acto segundo

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V. 1. — Ha sucedido algo más.

V. 2. — Incluso más extraño.

(MOZART coge una botella. Luego pasa rápidamente a la habitación de SALIERI.)

MOZART. — ¡Se ha ido!

SALIERI. — ¿Qué queréis decir?

(Los VENTICELLI salen. MOZART se dirige a las habitaciones de SALIERI llevando la botella, y se sienta en una de las sillas doradas.)

MOZART. — Stanzerl se ha ido. Dice que solamente por un tiempo. Ha cogido el bebé y se ha ido a Baden. Al balneario. ¡Nos costará el último dinero que nos queda!

SALIERI. — Pero, ¿por qué?

MOZART. — Tiene motivos para marcharse… Yo tengo la culpa… Cree que estoy loco.

SALIERI. — ¿Y lo estáis?

MOZART. — Quizá sí… Creo que lo estoy… Sí…

SALIERI. — Wolfgang…

MOZART. — ¡Dejad que os cuente! Anoche vi de nuevo a la figura de mis sueños. Sólo que esta vez estaba despierto.

(Muy alterado.) Se paró delante de mi mesa, toda de gris; su rostro gris, todavía enmascarado. ¡Y me habló! “Wolfgang Mozart. Tienes que escribir una Misa de Réquiem. ¡Coge tu pluma y comienza!”

SALIERI. — ¿Un Réquiem?

MOZART. — Le pregunté: “¿Quién ha muerto?” Y sólo me dijo: “El trabajo debe estar terminado la próxima vez que nos veamos.” Luego se dio la vuelta y salió de la habitación.

SALIERI. — ¡Oh, eso es fantasía malsana, amigo mío!

MOZART. — ¡Tenía la fuerza de las cosas reales!… A decir verdad, no sé si ocurrió en mi cabeza o fuera de ella… No me extraña que Stanzi se haya ido. Yo la he asustado… Y ahora no podrá ver el vodevil.

SALIERI. — ¿Queréis decir que ya está terminado?

MOZART. — La música es fácil: ¡Lo que es difícil es el matrimonio!

SALIERI. —

(Tras una pausa.) ¡Tengo muchas ganas de ver vuestra nueva obra!

MOZART. — ¿De veras? El Teatro no es grande… No asistirá nadie de la Corte…

SALIERI. — ¿Creéis que eso me importa? ¡Iría a cualquier sitio por una obra vuestra!…

(Pausa.) Yo no puedo sustituir a vuestra mujercita… ¡Pero conozco a alguien que podría!

(Se levanta. MOZART también.)

MOZART. — ¿Quién?

SALIERI. — ¡Llevaré a Katherina! ¡Ella os animará!

MOZART. — ¡Katherina!

SALIERI. — Si mal no recuerdo, ¡disfrutasteis mucho en su compañía!

(MOZART ríe abiertamente. Entra CAVALIERI, más gorda y luciendo un elaborado sombrero de plumas. Hace una reverencia a MOZART y le coge del brazo.)

MOZART. —

(Inclinándose.) ¡ Signora!

SALIERI. —

(Al público.) ¡Y así fuimos a la ópera… formando un extraño trío!

(los otros dos quedan inmóviles.) El Primer Kapellmeister —pulcro como un gato—. Su amante —ahora gorda y emplumada, como el gran pájaro cantor en que se había convertido—. Él, el loco Mozart, borracho de vino barato.

(Recobran movimiento.) Fuimos a las afueras. A un extraño lugar atestado de gente de barrio: ¡Un auténtico tugurio!

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Traen dos bancos que son colocados en la parte delantera del escenario. Ruido repentino. Una multitud de alemanes de clase obrera entran en masa desde el fondo: una masa de humanidad parlanchina, a través de la cual el trío tiene que abrirse paso empujando.

La larga mesa es colocada horizontalmente, y la ruidosa multitud se apila sobre ella, fumando pipas y masticando salchichas.

Sin ser visto, el Barón VAN SWIETEN entra también y se queda de pie en la parte de atrás.

MOZART. — ¡Debéis ser indulgente! ¡Es mi primera obra de este tipo!

(Los tres se sientan en el banco delantero: MOZART, enfermo y demacrado, CAVALIERI, ordinaria y coloradota; SALIERI, tan elegante como siempre.)

SALIERI. — Nos sentamos entre alemanes vulgares. ¡El olor a sudor y salchichas era casi aniquilador!

(CAVALIERI oprime un pañuelo contra su sensible nariz.) (A MOZART.) ¡Esto es tan excitante!

MOZART. —

(Feliz.) ¿Lo decís de verdad?

SALIERI. —

(Mirando a su alrededor.) ¡Oh, sí! ¡Este es exactamente el tipo de público para el que deberíamos estar escribiendo! No la aburrida Corte… Como siempre, vos nos mostráis el camino.

(El público queda inmóvil.) (A nosotros.) Mis olorosos vecinos se revolcaban en sus bancos al escuchar los chistes…

(Recobran movimiento un instante para demostrar su regocijo.) Y yo solo, en medio de ellos, oía La Flauta Mágica.

(Recobran movimiento otra vez. Se oye el gran himno del final del acto segundo: “Heil sei euch geweihten”) Había reflejado a los Masones perfectamente. Oh, sí. ¿Pero, cómo? Los había convertido en una Orden de Sacerdotes Eternos. Oí voces que clamaban desde antiguos templos. Vi un enorme sol levantarse sobre una tierra sin tiempo, donde los animales bailaban y los niños flotaban: ¡Y al contacto de sus rayos todos los venenos con que nos alimentamos unos a otros dejaban de actuar y se quemaban!

(Un gran sol se levanta dentro de la “Caja de Luz”, y de pie en medio de él, la gigantesca silueta de una figura sacerdotal, extendiendo sus brazos al mundo en una bienvenida universal.) Y en este sol —fijaos— vi a su padre. ¡Ya no era una figura acusadora, sino misericordiosa! ¡El Sumo Sacerdote de la Orden extendiendo su mano hacia el mundo con amor! ¡Wolfgang ya no temía a Leopoldo!: ¡Se había creado una leyenda definitiva!… ¡Oh, el sonido —el sonido de aquella paz recién hallada en él— burlándose de mi dolor que no disminuía! Allí estaba la Flauta Mágica…, ¡allí junto a mí!

(Señala con la mano a MOZART. Todos aplauden. MOZART salta sobre el banco, excitado, y agradece los aplausos con sus brazos abiertos. Se vuelve hacia nosotros con una botella en la mano. Sus ojos miran fijamente: todos vuelven a quedarse inmóviles.) Mozart, la flauta. Y Dios, el músico inexorable. ¿Por cuánto tiempo podría soportarlo la criatura —tan frágil, tan palpablemente mortal—? ¿Y qué era esto que yo saboreaba de repente? ¿Podía ser compasión?… ¡Jamás!

VAN SWIETEN. —

(Gritando.) ¡Mozart!

(VAN SWIETEN se abre camino hasta el frente, a empujones, por entre la multitud de CIUDADANOS que se van dispersando. Está ofendido.)

MOZART. —

(Volviéndose lleno de alegría a darle la bienvenida.) ¡Barón! ¡Vos aquí! ¡Qué alegría me da veros!

SALIERI. —

(Al público.) Por supuesto yo se lo había sugerido.

VAN SWIETEN. —

(Con fría furia.) ¿Qué habéis hecho?

MOZART. — ¿Excelencia?

VAN SWIETEN. — ¡Habéis puesto nuestros rituales en un vulgar espectáculo!

MOZART. — No, señor…

VAN SWIETEN. — ¡Están bien claros, para que los vea todo el mundo! ¡Y se rían de ellos! Habéis traicionado a la Orden.

MOZART. —

(Horrorizado.) ¡No!

SALIERI. — Barón, permitidme unas palabras…

VAN SWIETEN. — ¡No le defendáis, Salieri!

(A MOZART, con gélido desprecio.) Siempre fuisteis un bárbaro y vulgar salvaje que nosotros esperábamos enmendar. ¡Una tarea estúpida y sin esperanzas! Ahora sois, además, un traidor. No os perdonaré nunca. ¡Y estad seguro de que haré cuanto esté en mi mano para que ningún Masón ni persona notable de Viena os perdone mientras yo viva!

SALIERI. — ¡Barón, por favor, debo hablaros!

VAN SWIETEN. — ¡No, señor! Dejadlo estar.

(A MOZART.) No esperaba este pago, Mozart. No volváis a dirigirme la palabra.

(Sale. La multitud se dispersa. Las luces cambian. Los bancos son retirados. SALIERI, observando atentamente a MOZART, despide a KATHERINA. MOZART parece un muerto.)

SALIERI. — ¿Wolfgang?…

(MOZART sacude su cabeza bruscamente y se aleja de él, hacia el fondo, desolado y aturdido.) Wolfgang… no se ha perdido todo.

(MOZART entra en su apartamento y queda inmóvil.) (Al público.) ¡Pero desde luego lo estaba! Ahora sí que estaba perdido. Deshecho y rechazado por todos los hombres influyentes. Por añadidura, ni siquiera cobró la mitad de la recaudación que le correspondía por la ópera.

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VENTICELLO 1. — Schikaneder no le paga.

VENTICELLO 2. — Schikaneder le estafa.

V. 1. — Le da lo justo para comprar bebida.

V. 2. — Y se guarda el resto.

SALIERI. — Yo mismo no hubiera podido prepararlo mejor.

(MOZART coge una manta y se envuelve en ella. Luego se sienta a su mesa de trabajo, en la parte delantera, mirando fijamente al público, muy quieto, con la manta casi tapándole la cara.) Y después, silencio. No dijo ni una sola palabra. ¿Por qué?… Yo esperé día tras día. Nada. ¿Por qué?…

(A los VENTICELLI, bruscamente.) ¿Qué hace?

(MOZART escribe.)

V. 1. — Se sienta junto a su ventana.

V. 2. — Día y noche.

V. 1. — Escribiendo.

V. 2. — Escribiendo como un poseso.

(MOZART se pone en pie de un salto y queda inmóvil.)

V. 1. — ¡Se levanta a cada momento!

V. 2. — ¡Mira fijamente a la calle, como un loco!

V. 1. — Esperando algo.

V. 2. — A alguien.

V. 1 y V. 2. — ¡No podemos imaginarnos qué!

SALIERI. —

(Al público.) ¡Yo sí lo sabía.

(El también se levanta de un salto, excitado, haciendo un gesto de despedida a los VENTICELLI. MOZART y SALIERI, ambos de pie, miran al frente.) ¿Qué buscaba? Una figura vestida de gris, enmascarada y afligida, venida para llevárselo. ¡Yo sabia lo que estaba haciendo, solo en aquel cuchitril! Estaba escribiendo una Misa de Réquiem… ¡para él mismo!… Y ahora quiero confesar la cosa más cruel que yo le hice.

(Su criado le trae las ropas que describe, y él se las pone, volviéndonos la espalda para ponerse el sombrero, al cual va unida la máscara.) Amigos míos, ¡no hay pecado que un hombre no cometa cuando está obligado a una guerra como la mía! Conseguí una capa gris. Sí. Y una máscara gris. ¡Sí!

(Se da la vuelta: está enmascarado.) ¡Y aparecí ante la demente Criatura como el Mensajero de Dios!… Confieso que en noviembre de 1791, yo Antonio Salieri, entonces como ahora Primer Kapellmeister del Imperio, ¡caminé por las desiertas calles de Viena, bajo la luz de la luna, durante siete heladas noches consecutivas! Y en el preciso instante en que los relojes de la ciudad daban la una, yo me detenía bajo la ventana de Mozart y me convertía en su más terrible reloj.

(El reloj da la una. SALIERI, sin moverse de la parte izquierda del escenario, levanta sus brazos: sus dedos indican siete días. MOZART se levanta —fascinado y horrorizado— y permanece igualmente rígido en el lado derecho, mirando al frente con terror.) Cada noche le mostraba un día menos. Luego me alejaba con paso majestuoso. Su rostro, a través de la ventana, era el de un hombre que, lentamente, se estaba volviendo loco. Finalmente, cuando se le acabaron los días, ¡horror! Llegué como de costumbre. Me detuve. ¡Y en lugar de mostrarle dedos levanté el brazo haciéndole señas, como la figura de sus sueños! “¡Ven!, ¡ven!, ¡ven!…”

(Llama por señas a MOZART insidiosamente.) Estaba de pie, balanceándose como si fuese a caer muerto. Pero de pronto —increíblemente— reunió todas sus menguadas fuerzas y con voz clara me gritó las palabras de su ópera Don Giovanni invitando a la estatua a cenar.

MOZART. —

(Abriendo la “ventana” de un empujón.) ¡O statua gentilissima, venite a cena!

(Llama por señas a su vez.)

SALIERI. — Durante un largo momento ambos nos miramos aterrorizados. Luego —insensiblemente— me encontré a mí mismo asintiendo con la cabeza, igual que en la ópera. ¡Empezando a cruzar la calle!

(Suena misteriosamente, serpenteando en siniestra repetición, el ascendente y descendente pasaje de escala de la obertura de Don Giovanni. A los compases de esta música sepulcral, SALIERI avanza lentamente hacia el fondo del escenario.) Bajando el picaporte de su puerta, subiendo penosamente las escaleras con pies de piedra. No era posible detener esto. ¡Yo estaba en su sueño!

(MOZART está de pie junto a su mesa, aterrorizado. SALIERI abre la puerta de repente. Un rápido cambio de luz. SALIERI permanece inmóvil, mirando impasible hacia el frente del escenario. MOZART se dirige a él con insistencia y con temor.)

MOZART. — ¡No está terminada!… ¡Todavía no!… Perdonadme. ¡Hubo un tiempo en que yo podía escribir una misa en una semana!… Dadme un mes más, y estará hecha: ¡Lo juro!… ¿No creéis que Él me lo concederá? ¡Dios no puede quererla inacabada!… Mirad…, ved lo que he hecho.

(Agarra las páginas de la mesa y se las muestra, con gesto ansioso, a la figura.) Aquí está el Kyrie, ¡ya está terminado! Llevadle esto… ¡El verá que no es indigno!… Kyrie, el primer tema. Eleison, el segundo. Ambos, juntos, componen una doble fuga.

(De mala gana, SALIERI cruza la habitación. Coge las páginas y se sienta detrás de la mesa, en la silla de MOZART, mirando al frente.) ¡Concededme tiempo, os lo ruego! Si lo hacéis, os juro que escribiré una pieza perfecta! Sé que me he jactado de haber escrito cientos, pero no es cierto. ¡No he escrito nada definitivamente bueno!

(SALIERI mira las páginas. Inmediatamente oímos la sombría obertura de la Misa de Réquiem. Sobre este fondo musical MOZART habla.) Ah, ¡mi vida empezó tan bien! ¡Hubo un tiempo en que el mundo era tan perfecto, tan feliz… Todos aquellos viajes… los carruajes… ¡los salones llenos de sonrisas! Todos me sonreían al mismo tiempo. ¡El Rey en Schonbrunn; la Princesa en Versalles, alumbraban con velas mi camino hasta el clave!… ¡Con qué regocijo mi padre hacía reverencias, y reverencias, y reverencias!… “El Caballero Mozart, ¡mi milagroso hijo!”… ¡¿Por qué ha terminado todo?!… ¡¿Por qué?!… ¿Tan malo he sido? ¿Tan perverso?… ¡Responded por él y decídmelo!

(Deliberadamente SALIERI rompe los papeles por la mitad. La música se detiene al instante. Silencio) (Tímidamente.) ¿Por qué?… ¿No es bueno?

SALIERI. —

(Rígidamente.) Es bueno. Sí. Es bueno.

(Rasga una esquina de la partitura, la levanta como en el rito de la Comunión, se la coloca en la lengua y se la traga.) (Con dolor.) Tomo lo que Dios me da. Dosis tras dosis. Durante toda la vida. Su veneno. Los dos estamos envenenados, Amadeus. Yo con vos; vos conmigo.

(Horrorizado, MOZART se coloca lentamente detrás de él, colocando su mano sobre la boca de SALIERI. Luego, todavía desde atrás, le quita lentamente la máscara y el sombrero. SALIERI nos mira.) Heme aquí. Antonio Salieri. Diez años de mi odio os han envenenado mortalmente.

(MOZART cae de rodillas junto a la mesa.)

MOZART. — ¡Oh Dios!

SALIERI. —

(Despectivamente.) ¡¿Dios!?… ¡Dios no os ayudará! ¡Dios no ayuda!

MOZART. — ¡Oh Dios!… ¡Oh Dios!… ¡Oh Dios!

SALIERI. — ¡Dios no os ama, Amadeus! ¡Dios no ama! ¡Sólo utiliza!… No se preocupa por la persona que utiliza; ¡ni por la que rechaza!… Vos ya no le sois útil… Sois demasiado débil… ¡demasiado enfermo! ¡Ha terminado con vos! ¡Todo lo que podéis hacer ahora es morir! El encontrará otro instrumento y se olvidará totalmente de vos.

MOZART. — ¡Ah!

(Con un gemido, MOZART se arrastra rápidamente a través del caballete de la mesa, como un animal buscando una madriguera, o un niño un lugar seguro para esconderse. SALIERI se arrodilla junto a la mesa, gritando desesperado a su victima.)

SALIERI. — ¡Muere, Amadeus! Muere, te lo ruego, ¡muere!… ¡Déjame en paz, te imploro! ¡Déjame por fin en paz! ¡Déjame en paz!

(En su desesperación, golpea la mesa.) ¡En paz! ¡En paz! ¡En paz! ¡En paz!

MOZART. —

(Gritando a pleno pulmón.) ¡Papaaaaaaaaaa!

(Queda inmóvil, con la boca abierta, asomando la cabeza de debajo de la mesa. SALIERI se levanta horrorizado. Silencio. Luego, muy lentamente, MOZART sale a gatas de debajo de la mesa. Se sienta. Ve a SALIERI. Sonríe.) (Con voz infantil.) ¡Papá!

(Silencio.) Papá… papá…

(Levanta los brazos extendidos con gesto implorante. Ahora habla como un niño muy pequeño.) Cógeme, papá. Cógeme. Baja los brazos y yo saltaré a ellos. ¡Como solíamos hacer!…A-a-a-a-a-a-a-¡UPA!

(Sube a la mesa de un salto. SALIERI le mira horrorizado.) Estréchame en tus brazos, papá. Cantemos juntos nuestra cancioncita de los besos. ¿La recuerdas?…

(Canta con una vocecita infantil.) ¡Oragna figata fa! ¡Marina gamina fa!

SALIERI. — Degradado el hombre, degradado el Dios. Contemplad mi juramento cumplido. La voz más profunda del mundo reducida a una tonadilla infantil.

(Abandona lentamente la habitación mientras MOZART reanuda su canto.)

MOZART. — ¡Oragna figata fa! ¡Marina gamina fa!

(Mientras SALIERI se retira, CONSTANZE aparece por el fondo del escenario, con el sombrero en la mano. Ha vuelto de Baden. Va a la parte delantera del escenario, hacia su marido, y le encuentra allí, sobre la mesa, cantando con una vocecita atiplada, manifiestamente infantil.) Oragna figata fa, Marina gamina fa. ¡Fa! ¡Fa!

(Besa el aire varias veces. Finalmente se da cuenta de la presencia de su esposa, que está de pie cerca de él.) (En tono inseguro.) ¿Stanzi?

CONSTANZE. — ¿Wolfi?…

MOZART. —

(Tranquilizado.) ¡ Stanzi!

CONSTANZE. —

(Con enorme ternura.) ¡Wolfi, mi amor! Maridito de mi corazón!

(Él, prácticamente, cae de la mesa en sus brazos.)

MOZART. — ¡Oh!

(Se abraza a ella rebosando felicidad. Ella le ayuda con dulzura a moverse alrededor de la mesa hasta llegar a la silla que hay detrás, mirando al frente.)

CONSTANZE. — Oh, cariño… ven conmigo… Vamos… Vamos, ven. Así… Así…

(MOZART se sienta con aire enfermizo.)

MOZART. —

(Todavía hablando como un niño y con la mayor seriedad.) Salieri… Salieri me ha matado.

CONSTANZE. — Sí, querido mío.

(Se apresura a retirar de la mesa la vela, la botella y el tintero.)

MOZART. — Lo ha hecho. Me lo ha dicho.

CONSTANZE.—Sí, sí; estoy segura…

(Encuentra dos cojines y los coloca en el extremo izquierdo de la mesa.)

MOZART. —

(Malhumorado.) Lo hizo… ¡Lo hizo!

CONSTANZE. — Calla ahora, amorcito.

(Ayuda a su esposo moribundo a colocarse sobre la mesa, que ahora es su lecho. Él se tumba, y ella le cubre con su chal.) He regresado para cuidarte. Siento haberme marchado. Ahora estoy aquí, ¡para siempre!

MOZART. — ¡Salieri… Salieri… Salieri… Salieri!

(Comienza a sollozar.)

CONSTANZE. — Oh, amorcito, calla. Nadie te ha hecho daño. Pronto te pondrás bien, lo prometo. ¿Me oyes? Inténtalo Wolferl… Wolfi, Polfi, ¡por favor!…

(Comienza a sonar débilmente la lacrimosa de la Misa de Réquiem. MOZART se incorpora para oírla, apoyándose en los hombros de su esposa. Su mano comienza débilmente a marcar compases de tambor de la música. Durante todo lo que sigue es evidente que está componiendo la Misa en su cabeza y no oye en absoluto a su esposa.) Si he sido una pesada, si he protestado un poco por culpa del dinero, no lo tengas en cuenta… Ha sido solamente porque estoy muy mimada. Tú me has mimado, amor. Tienes que ponerte bien, Wolfi. Porque te necesitamos. Karl, y también el pequeño Franz. Sólo nosotros tres, amorcito. No nos dejes. No sabríamos qué hacer sin ti. Y tú tampoco sabrías muy bien qué hacer ahí arriba, en el Cielo, sin nosotros. Tontorrón. ¡Ni siquiera sabes partir la carne sin ayuda!… Yo no soy inteligente, amor, ya lo sé. Y no es fácil vivir con alguien tan patosa. Pero te he cuidado, eso debes admitirlo. Y también te he divertido. ¡Te he divertido mucho! ¿Me escuchas?

(Los golpes de tambor se hacen más lentos y se paran.) Te diré una cosa. El día que nos casamos fue el día más feliz de mi vida. Y mientras viva me sentiré la mujer más honrada del mundo… ¿me oyes?

(Se da cuenta de que MOZART está muerto. Abre la boca en un grito silencioso, levantando el brazo en un rígido gesto de dolor. El gran acorde del “amén” no se termina, sino que persiste en un eco intenso.)

(Entran por la derecha los CIUDADANOS de Viena vestidos de negro. CONSTANZE se arrodilla y queda inmóvil, en actitud de dolor, mientras entran unos criados que se sitúan en cada una de las cuatro esquinas de la mesa sobre la que yace el cadáver. También entra VAN SWIETEN.)

SALIERI. —

(Duro.) El Certificado de Defunción decía: fallo de los riñones, acelerado por exposición al frío. El generoso Lord Fuga costeó un funeral de pobre, con otros veinte cadáveres, en un pozo de cal sin ninguna marca.

(VAN SWIETEN se acerca a CONSTANZE.)

VAN SWIETEN. — Lo que pueda economizar en el entierro os lo daré para los niños. No hay necesidad de malgastarlo en pompas inútiles.

(Los criados levantan la mesa y la llevan, con su carga, hacia el fondo del escenario, al centro, a la “Caja de Luz”. Los CIUDADANOS los siguen.)

SALIERI. — ¿Qué sentí yo? Alivio, desde luego: lo confieso. Y también compasión por el hombre que ayudé a destruir. Sentí la compasión por Dios que no pude sentir nunca. Debilité la flauta de Dios hasta la máxima flaqueza. Dios sopló —como debe— sin cesar. La flauta se rajó en la boca de su insaciable exigencia.

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