Amadeus

Amadeus


Acto primero

Página 4 de 14

A

C

T

O

P

R

I

M

E

R

O

Viena, 1823. Oscuro. Murmullos enfurecidos llenan la sala. Al principio no podemos distinguir nada más que la palabra “¡Salieri!” repetida por todo el teatro. También, apenas perceptible, la palabra “¡asesino!”.

Paulatinamente los murmullos se extienden y aumentan de volumen. Luego la luz sube en el fondo del escenario mostrando las siluetas de hombres y mujeres vestidos con sombreros de copa y faldas de principios del siglo XIX: son los CIUDADANOS de Viena, todos apiñados en la “Caja de Luz”, expresando su escándalo.

CIUDADANOS. — ¡Salieri!… ¡Salieri!… ¡Salieri!

(En el escenario, en una silla de ruedas, vuelto de espaldas a nosotros, está sentado un anciano. Cuando la luz se hace más intensa, vemos la parte superior de su cabeza embutida en un viejo gorro, y quizá el chal que rodea sus hombros.)

CIUDADANOS. — ¡Salieri!… ¡Salieri!… ¡Salieri!…

(Dos hombres de mediana edad entran corriendo por ambos lados; también llevan capas largas y sombreros de copa de la época. Estos son los dos “VENTICELLI”, que a lo largo de la obra dan a conocer los hechos, rumores y murmuraciones. Hablan rápidamente —en esta primera aparición, con extrema rapidez— de modo que la escena parezca una obertura veloz y terrible. A veces hablan entre sí; a veces se dirigen al público, pero en todo momento con la urgencia propia de personas que siempre han sido las primeras en dar las noticias.)

VENTICELLO 1. — ¡No puedo creerlo!

VENTICELLO 2. — ¡No puedo creerlo!

V. 1. — ¡No puedo creerlo!

V. 2. — ¡No puedo creerlo!

CIUDADANOS. — ¡Salieri!

V. 1. — Dicen.

V. 2.— He oído.

V. 1. — He oído.

V. 2. — Dicen.

V. 1 y V. 2. — ¡No puedo creerlo!.

CIUDADANOS. — ¡Salieri!

V. 1. — Toda la ciudad lo comenta.

V. 2. — Se oye por todas partes.

V. 1. — Los cafés.

V. 2. — La Ópera.

V. 1. — El Prater.

V. 2. — Las alcantarillas.

V. 1. — Dicen que hasta Metternich lo repite.

V. 2. — Dicen que incluso Beethoven, su antiguo discípulo.

V. 1. — Pero, ¿por qué ahora?

V. 2. — ¿Después de tanto tiempo?

V. 1. — ¡Treinta y dos años!

V. 1 y V. 2. — ¡No puedo creerlo!

CIUDADANOS. — ¡ Salieri!

V. 1. — ¡Dicen que lo grita todo el día!

V. 2. — ¡He oído que lo pregona durante toda la noche!

V. 1. — Permanece en sus habitaciones.

V. 2. — No sale nunca.

V. 1 — No sale desde hace doce meses.

V. 2 — ¡Más! ¡Más!

V. 1 — Debe tener setenta años.

V. 2 — ¡Más viejo! ¡Más viejo!

V. 1 — Antonio Salieri.

V. 2 — El famoso músico.

V. 1 — ¡Gritándolo sin cesar!

V. 2 — Pregonándolo en voz alta.

V. 1 — ¡Imposible!

V. 2 — ¡Increíble!

V. 1 — ¡No puedo creerlo!

V. 2 — ¡No puedo creerlo!

CIUDADANOS. — ¡Salieri!

V. 1. — ¡Yo sé quien empezó el chisme!

V. 2. — ¡Yo sé quien empezó el chisme!

(Dos ancianos —uno delgado y seco, otro muy gordo— se separan de la multitud del fondo y descienden hacia el frente del escenario uno por cada lado: son el criado y el pastelero de SALIERI.)

VENTICELLO 1. —

(Señalándole.) ¡El Criado del viejo!

VENTICELLO 2. —

(Señalándole.) ¡El Pastelero del viejo!

V. 1. — ¡El Criado le oye gritar!

V. 2. — ¡El Pastelero le oye lamentarse!

V. 1. — ¡Qué historia!

V. 2. — ¡Qué escándalo!

(Los VENTICELLI van rápidamente hacia el fondo, uno por cada lado, y cada uno se reúne con un informador silencioso. El VENTICELLO 1 desciende, con gesto ansioso, con el criado. El VENTICELLO 2 desciende, con gesto ansioso, con el pastelero.)

V. 1. —

(Al criado.) ¿Qué dice tu señor?

V. 2. —

(Al pastelero.) ¿Qué es exactamente lo que grita el Maestro de Capilla?

V. 1. — Solo en su casa.

V. 2 — Día y noche.

V. 1 — ¿Qué pecados grita?

V. 2 — El viejo.

V. 1 — El recluso.

V. 2 — ¿Qué horrores habéis oído?

V. 1 y V. 2. — ¡Contadnos! ¡Contadnos al momento!. ¿Qué grita? ¿Qué grita?

(Criado y cocinero hacen un gesto hacia SALIERI.)

SALIERI. —

(Con un gran grito.) ¡¡Mozart!! ¡¡Mozart!!

(Silencio.)

V. 1. —

(Cuchicheando.) ¡Mozart!

V. 2. —

(Cuchicheando.) ¡Mozart!

SALIERI. — Perdonami, Mozart ¡Il tuo assassino ti chiede perdono!

V. 1. —

(Escéptico.) ¡Perdón, Mozart!

V. 2. —

(Escéptico.) ¡Perdona a tu asesino!

V. 1 y V. 2. — ¡Dios nos proteja!

SALIERI. — Pietá, Mozart ¡Mozart, pietá!

V. 1. — ¡Piedad, Mozart!

V. 2. — ¡Mozart, ten piedad!

V. 1. — ¡Cuando está emocionado habla en italiano!

V. 2. — ¡Y en alemán cuando no lo está!

V. l. — Perdonami, Mozart.

V. 2. — ¡Perdona a tu asesino!

(El criado y el cocinero caminan hacia ambos lados del escenario y permanecen en pie inmóviles. Pausa. Los VENTICELLI se santiguan, profundamente escandalizados.)

V. 1. — Ya hubo rumores anteriormente.

V. 2. — Hace treinta y dos años.

V. 1. — Cuando Mozart se estaba muriendo.

V. 2. — Afirmaba que había sido envenenado.

V. 1. — Dijeron que acusaba a un hombre.

V. 2.— Dijeron que ese hombre era Salieri.

V. 1. — Pero nadie lo creyó.

V. 2. — ¡Se sabía de qué había muerto!

V. 1. — Sífilis, por supuesto.

V. 2. —Como todo el mundo.

(Pausa.)

V. 1. —

(Astutamente.) ¿Pero y si Mozart tenía razón?

V. 2. — ¿Si realmente fue asesinado?

V. 1.— Y por él. ¡Por nuestro Primer Kapellmeister!

V. 2. — ¡Antonio Salieri!

V. 1. — No es posible que sea verdad.

V. 2. — Realmente no es creíble.

V. 1. — ¿Por qué?

V. 2. — ¿Por qué?

V. 1 y V. 2. — ¿Por qué razón iba a hacerlo?

V. 1. — Nuestro Primer Real Kapellmeister.

V. 2. — ¿Asesinar a un subalterno?

V. 1. — ¿Y por qué confesarlo ahora?

V. 2. — ¡Después de treinta y dos años!

CIUDADANOS. — ¡Salieri!

SALIERI. — Mozart, Mozart, Perdonami… Il tuo assassino ti chiede perdono.

(Pausa. Le miran. Luego se miran uno a otro.)

VENTICELLO 1. — ¿Qué te parece?

VENTICELLO 2. — ¡No puedo creerlo!

V. 1. — En cualquier caso…

V. 2. — ¡¿Es posible que sea verdad?!

V. 1 y V. 2. —

(Susurrando.) ¿Lo hizo a pesar de todo?

CIUDADANOS.— ¡Salieri!

(Los VENTICELLI se retiran. El criado y el pastelero permanecen a ambos lados del escenario. SALIERI hace girar su silla de ruedas y mira al público fijamente. Es un hombre de setenta años, vestido con una bata vieja y manchada, envuelto en un chal. Se levanta y mira de soslayo al público, como tratando de verlo.)

A

P

O

S

E

N

T

O

S

D

E

S

A

L

I

E

R

I

(Noviembre de 1823. Altas horas de la noche.)

SALIERI. —

(Llamando al público.) ¡Vi saluto! Ombri del Futuro! Antonio Salieri… a vostro servizio!

(Fuera, en la calle, un reloj da las tres.) Casi puedo veros en las butacas… esperando vuestro turno para vivir. ¡Sombras del futuro! Haceos visibles. Os lo ruego. Dejadme veros. Venid a esta vieja habitación polvorienta… en esta hora de la madrugada de un oscuro noviembre de 1823… y sed mis confesores. ¿No queréis venir y quedaros conmigo hasta el alba? Sólo hasta el alba… ¡Hasta las seis en punto!

CIUDADANOS. — Salieri… ¡Salieri!…

(Las cortinas bajan lentamente sobre los CIUDADANOS de Viena. Sobre la seda se proyectan tenues imágenes de ventanales.)

SALIERI. — ¿Los oís? Viena es una ciudad de difamación. Aquí todo el mundo cuenta historias: incluso mis criados. Ahora sólo conservo dos

(los señala)… Han estado conmigo desde que vine aquí, hace cincuenta años: el guardián de la navaja de afeitar y el pastelero. Uno me mantiene aseado y el otro saciado.

(A los criados.) “¡Dejadme ambos! ¡Esta noche no pienso acostarme!”

(Reaccionan con sorpresa.) “¡Volved mañana a las seis en punto para afeitar y dar de comer a vuestro caprichoso amo!”

(Sonríe a ambos y da unas palmadas como amable despedida.) Via. Via, via, via! Grazie!

(Ellos se inclinan, desconcertados, y abandonan la escena.) ¡Qué sorprendidos se quedaron!… ¡Pero más se sorprenderán mañana! ¡Ya lo creo!

(Escudriña insistentemente al público, tratando de verlo.) ¿No vais a aparecer? ¡Os necesito… desesperadamente! ¡Los que van a morir os suplican! ¿Qué debo hacer para que os hagáis visibles? ¿Para que os materialicéis en carne y hueso y seáis mi último, último público?… ¿Hace falta una invocación? ¡Así es como se hace siempre en la Ópera! Eso es. Una invocación. Esa es la solución.

(Se levanta.) Dejadme que intente conjuraros, sombras del lejano Futuro, para que pueda veros.

(Abandona la silla de ruedas y se acerca al pianoforte. Parado junto a él, comienza a cantar con una voz aguda y quebrada, interrumpiéndose al final de cada frase con figuras en el teclado, al modo de un “ricitativo secco”. Mientras, las luces de la sala se encienden lentamente, iluminando al público.) (Cantando): ¡Sombras del Futuro! / ¡Fantasmas del tiempo venidero! / ¡Aún más inevitables que los del tiempo ya pasado / ¡Presentaos! / ¡Apareced con la simpatía con que vuestra encarnación pueda haberos dotado! / Apareced, vosotros… ciudadanos del siglo XX. / ¡Los que aún tenéis que nacer! / ¡Los que aún tenéis que odiar! / ¡Los que aún tenéis que matar! / Apareced… ¡Posteridad!

(En la sala la luz sube al máximo. Permanece así durante todo lo que sigue. SALIERI ve al público y su cara se ilumina feliz al ver realizada su invocación.) ¡Ya está! Ha funcionado. ¡Puedo veros! Este es el resultado de un adecuado entrenamiento. Me enseñó a invocar el Caballero Gluck, que era un auténtico maestro en ello. Lógico: en su época la gente iba a la Ópera sólo para eso, para ver revivir dioses y fantasmas… Hoy día, desde que Rossini se ha puesto de moda, el público prefiere contemplar las bufonadas de los barberos.

(Pausa.) Scusate. ¡La invocación es un trabajo agotador! Necesito reponer fuerzas.

(Se acerca al soporte de pasteles.) Es un poco repulsivo, lo admito, pero, de hecho, el primer pecado que debo confesaros es la glotonería. Una glotonería tenaz, ¡infantil!, ¡italiana! La verdad es que a lo largo de toda mi vida no he sido capaz de dominar esta pasión por las golosinas del norte de Italia, donde yo nací. Desde la edad de tres años hasta la de setenta y tres, toda mi carrera ha estado marcada por el sabor de las almendras espolvoreadas con azúcar en polvo.

(Voluptuosamente.) ¡Bizcochos milaneses! ¡Almendras de Siena! ¡Pudín de nieve con salsa de pistacho!… No me juzguéis con demasiado rigor por esto: Todos los hombres abrigan algún tipo de sentimientos patrióticos… Mis padres, un comerciante lombardo y su esposa lombarda, eran súbditos italianos del Imperio Austríaco y estaban muy contentos de serlo. Su idea del mundo se limitaba a la pequeñísima ciudad de Legnago, que yo estaba deseando abandonar. Su idea sobre Dios se reducía a verle como un altivo Emperador Hapsburgo que habitaba en el Cielo, lugar que al fin y al cabo se encontraba tan sólo un poco más lejos que Viena. Todo lo que pedían a Dios era que les mantuviese para siempre inadvertidos y preservados en su mediocridad. Mis aspiraciones, por el contrario, eran bastante diferentes.

(Pausa.) Yo quería Fama. Pero no para embaucaros. Quería resplandecer como un cometa a través del firmamento de Europa. Pero sólo de un modo especial: la música. Una nota de música es absolutamente correcta o incorrecta. Ni siquiera el tiempo puede modificar esto. La música es el arte de Dios.

(Excitado por los recuerdos.) ¡Ya cuando tenía diez años un conjunto de notas perfectas me hacía sentir vértigo hasta casi desmayarme! A los doce tarareaba entre dientes mis arias y antífonas al Señor. Mi único deseo era unirme a todos los compositores que han cantado la gloria de Dios a través del largo pasado italiano… Todos los domingos le veía en la iglesia, pintado sobre una pared desconchada. No me refiero a Cristo. Los Cristos de Lombardía son bobos de sonrisa tonta que sostienen corderitos en los brazos. No. Yo me refiero a un viejo Dios con una túnica de color púrpura, ennegrecido por el humo de las velas, que miraba descaradamente al mundo con ojos de negociante. Los comerciantes le habían puesto allí arriba. Aquellos ojos de Dios hacían tratos verdaderos e irrevocables. “¡Tú me das eso, yo te doy esto! ¡Ni más, ni menos!”

(En su excitación se come una galleta.) Una noche fui a verle e hice un trato con Él. Yo era un sensato muchacho de dieciséis años, con un desesperado sentido de la rectitud. Me arrodillé ante el Dios de los Tratos y recé con toda mi alma.

(Se arrodilla. Las luces de la sala bajan lentamente.) “Signore, ¡déjame ser compositor! ¡Haz que sea un compositor famoso! A cambio, viviré en la virtud, seré casto. Me esforzaré por mejorar el destino de mis hermanos ¡Y te honraré con mi música todos los días de mi vida!” Mientras decía Amén, vi que sus ojos relampagueaban. Y me decían: (Como si fuese Dios.) “Bene. Adelante, Antonio. Sírveme; a mí y a la humanidad, y serás bendecido”… “¡Grazie!”, respondí. “¡Soy tu siervo para el resto de mi vida!”

(Vuelve a levantarse.) Al día siguiente, como caído del cielo, un amigo de la familia apareció repentinamente. Me llevó a Viena y pagó mis estudios de música.

(Pausa.) Poco tiempo después conocí al Emperador de Austria, que me protegió. ¡Evidentemente, mi pacto con Dios había sido aceptado!

(Pausa.) El mismo año en que yo abandoné Italia, un joven prodigio estaba recorriendo Europa. Un maravilloso virtuoso de diez años: Wolfgang Amadeus Mozart.

(Pausa. Sonríe con complicidad al público. Pausa.) Y ahora, ¡graciosas damas!, ¡corteses caballeros!, vais a asistir —por una sola representación— a mi última composición titulada La Muerte de Mozart o “¿Lo hice yo?”… Dedicada a la Posteridad en esta última noche de mi vida.

(Se inclina profundamente, desabrochando mientras tanto los botones de su vieja bata. Cuando se endereza —quitándose esta triste prenda exterior y el gorro— es un hombre joven, en la flor de la vida, vestido con una casaca azul celeste y las elegantes ropas formales de un compositor de éxito de los años 1780.)

C

A

M

B

I

O

A

L

S

I

G

L

O

X

V

I

I

I

Suena suavemente la música: una serena pieza para cuerda de SALIERI. Entran criados. Uno retira la bata y el chal; otro coloca en la mesa un soporte con una peluca empolvada; un tercero trae una silla y la coloca hacia atrás, a la izquierda.

Al fondo las cortinas suben y se abren, mostrando al Emperador José II y su corte bañados en luz dorada, sobre un fondo dorado, de espejos dorados y una inmensa chimenea dorada. Su Majestad está sentado, sosteniendo un papel enrollado, escuchando la música.

También escuchando están el Conde VON STRACK, el Conde ORSINI-ROSEMBERG, el Barón VAN SWIETEN y un CLÉRIGO anónimo vestido con sotana.

Un viejo cortesano con peluca entra y ocupa su puesto al teclado. El kapellmeister BONNO. SALIERI coge la peluca del soporte.

SALIERI. —

(Con la voz de un hombre joven: vigorosa y segura.) Nos encontramos en Viena. El año —para empezar— 1781. La época es, todavía, la de la ilustración: aquel tiempo feliz antes de que en Francia cayera la guillotina cortando nuestras vidas por la mitad. Yo tengo treinta y un años y soy ya un prolífico compositor de la Corte de los Hapsburgo. Poseo una casa respetable y una esposa respetable: Teresa.

(Entra TERESA: una dama rellena y apacible que se sienta muy derecha en la silla que hay en el escenario.) No me burlo de ella, os lo aseguro. Yo en una compañera doméstica sólo pido una cualidad: falta de pasión. Y en ese aspecto es preciso reconocer que Teresa era sobresaliente.

(Ceremoniosamente se pone la peluca empolvada.) También tenía una alumna muy apreciada: Katherina Cavalieri.

(KATHERINA entra como un torbellino por el lado opuesto: una hermosa muchacha de veinte años. La música se hace vocal: débilmente oímos a una soprano cantando un aria de concierto. El papel de KATHERINA, como el de TERESA, es mudo, pero al entrar se para junto al pianoforte y remeda enérgicamente su arrebatado canto. El viejo BONNO, al teclado, la acompaña con aire de apreciación.) Era tan sólo una estudiante burbujeante de ojos risueños, con una boca dulce e invitadora. Yo estaba muy enamorado de Katherina —o al menos la deseaba—. Pero a causa de mi trato con Dios nunca le había puesto un dedo encima a la muchacha, excepto, accidentalmente, para comprimir su diafragma cuando la enseñaba a cantar. Mi ambición ardía con una llama inextinguible: la meta principal era el puesto de Primer Kapellmeister Real que por entonces ostentaba Giuseppe Bonno (le señala), de setenta años de edad y aparentemente inmortal.

(En el escenario todos, excepto SALIERI, se paralizan de repente. Este habla al público de forma muy directa.) A vosotros os dirán que nosotros, los músicos del siglo XVIII no éramos más que siervos: complacientes esclavos de la gente acomodada. Esto es bastante cierto. Y también bastante falso. Sí, éramos siervos. ¡Pero éramos siervos ilustrados! ¡Y utilizábamos nuestra cultura para dar solemnidad a las ordinarias vidas de los hombres.

(Suena una música más grandiosa. El Emperador permanece sentado, pero los otros cuatro hombres de la “Caja de Luz” —STRACK, ROSEMBERG, VAN SWIETEN y el CLÉRIGO— salen lentamente al escenario principal y avanzan imponentes hacia abajo, y alrededor y de nuevo hacia arriba, para volver a sus sitios. Sólo el CLÉRIGO se retira, igual que TERESA lo hace por su lado y KATHERINA por el suyo.) (Sobre esto.) Tomábamos hombres poco notables: banqueros al uso, clérigos del montón y soldados, estadistas y esposas corrientes, y sacramentalizábamos su mediocridad. Suavizábamos sus melodías con instrumentos de cuerda

divisi, traspasábamos sus noches con

chittarini Les ofrecíamos cabalgatas para su contoneo arrogante; serenatas para su época de celo; poderosos cuernos para sus cacerías y también para sus guerras. ¡Cuando venían al mundo sonaban las trompetas y cuando lo abandonaban gemían los trombones! El perfume de sus días se ha conservado gracias a nosotros, a nuestra música que aún se recuerda, mientras su política ha sido olvidada hace tiempo.

(El Emperador entrega el papel enrollado a STRACK y, sale. En la “Caja de Luz” quedan, en pie como tres iconos, ORSINI-ROSEMBERG, gordinflón y altanero, sesenta años; von STRACK, envarado y ceremonioso, cincuenta y cinco años; VAN SWIETEN, cultivado y grave, cincuenta años. Las luces bajan un poco sobre ellos.) Decidme, antes de que nos llaméis siervos, ¿quién os inmortalizará a vosotros en vuestra época?

(Los dos VENTICELLI entran rápidamente a la parte baja del escenario desde ambos lados. Ahora también llevan peluca y están bien vestidos al estilo de finales del siglo XVIII. Su ademán es más confidencial que antes.)

VENTICELLO 1. —

(A SALIERI.) ¡Señor!

VENTICELLO 2. —

(A SALIERI) ¡Señor!

V. 1. — Señor, señor.

V. 2. — Señor, señor.

(SALIERI les pide que esperen un segundo.)

SALIERI. — Yo era el músico joven de mayor éxito en la ciudad de los músicos. Y ahora, de repente, sin ningún aviso…

(Se le acercan, impacientes, por ambos lados.)

V. 1. — ¡Mozart!

V. 2. — ¡Mozart!

V. 1 y V. 2. — ¡Ha llegado Mozart!.

SALIERI. — Estos son mis Venticelli. Mis “Vientecillos”, como yo los llamo.

(Da a cada uno una moneda de su bolsillo.) El secreto de una vida próspera en una gran ciudad es saber siempre, al segundo, lo que está sucediendo a espaldas nuestras.

VENTICELLO 1. — Ha dejado Salzburgo.

VENTICELLO 2. — Se propone dar conciertos.

V. 1.—Buscando abonados.

SALIERI. — Había oído hablar de él durante años, por supuesto. Por toda Europa se contaban relatos de sus proezas.

V. 1. — Dicen que escribió su primera sinfonía a los cinco años.

V. 2. — Su primer concierto a los cuatro.

V. 1. — Una ópera completa a los catorce.

V. 2. — Mitridates, rey de Ponto.

SALIERI. —

(A ellos.) ¿Qué edad tiene ahora?

V. 1. — Veinticinco.

SALIERI. —

(Cuidadosamente.) ¿Y cuánto tiempo va a estar en Viena?

V. 1. — No se va a marchar.

V. 2. — Ha venido para quedarse.

(Los VENTICELLI se retiran suavemente.)

E

L

P

A

L

A

C

I

O

D

E

S

C

H

O

N

B

R

U

N

N

Ir a la siguiente página

Report Page