Ama

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Ella paseó por mi ciudad aquella tarde de primavera, y ahora soy yo el que camina por la aldea en la que nació.

Tan solo había venido a este lugar cuando era niño. No recordaba cómo se llegaba. He tenido que pedirle a mi padre que me explique qué desvíos debería coger. Después he preguntado a uno de los pocos vecinos que queda en la aldea; son apenas una decena de casas desperdigadas a uno y otro lado de una carretera regional. También he consultado varias veces el GPS y he tratado de recordar los caminos que recorría con mi madre cuando se acercaba a mi ordenador y abríamos Google Maps.

Me resulta muy complicado orientarme. Está lloviendo mucho, y el limpiaparabrisas no da abasto, pero finalmente he encontrado la casa. La casa donde mi madre nació todavía permanece en pie. Es una vivienda pequeña, la más pequeña de todas las que he visto alrededor, de una sola planta, edificada con piedras que se han ido cayendo, y dejan aberturas a través de las que se cuelan la lluvia y los bichos. La casa es pequeña, pero el paisaje la empequeñece aún más. Está rodeada de prados y caminos embarrados que cercan unas piedras cubiertas de musgo. Es Irlanda. Es Escocia. Es el paisaje de una película de Dreyer. En esta zona del interior de Galicia llueve continuamente durante gran parte del año. Llueve sobre mi coche, y sobre las piedras y los árboles, y sobre las vacas y las ovejas que caminan hacia una granja cercana. Llueve sobre los muros que cercan las fincas, y sobre la hierba, las ranas y los riachuelos que vierten su agua en el asfalto. Abro la ventanilla. La humedad se incrusta en mi cuerpo y no la mitiga ni el calefactor del vehículo ni el humo que sale de las chimeneas de las pocas casas que todavía continúan abiertas. La mayor parte de las casas parecen abandonadas. Están cubiertas de vegetación, y tienen las ventanas rotas y las puertas podridas. Las veo desde el coche. Conduzco despacio. Fuera diluvia y yo me detengo cada poco para así intentar recordar el paisaje que vi de niño. Estuve aquí hace muchos años, acababa de hacer la primera comunión, pero apenas recuerdo nada. Solo conservo imágenes borrosas que quizá confunda con otras vistas en una película o en internet. Me es más útil el recuerdo de Google Maps. Cuando mi madre enfermó y yo la visitaba, ella me pedía que recorriéramos su tierra a través de esa herramienta. Yo se lo concedía. Abría el ordenador y la transportaba a Galicia. Ella nunca había exteriorizado una nostalgia, que yo sabía que tenía. Era demasiado dura. Ella se ponía las gafas y yo movía el ratón. Recorríamos las mismas carreteras rurales que ahora contemplo. Más despacio, vuelve atrás, gira un poco más a la derecha, me decía mi madre, y yo obedecía. Mi madre nunca descifró los misterios del ratón, y por eso tenía que ser yo quien la condujese por la red. Ponía su mano en el ratón, y el puntero le salía disparado hacia un lado y otro de la pantalla. Por eso lo cogía yo. Cogía el ratón como si cogiese el volante del coche y ella me acompañara en el asiento del copiloto. Mi madre apenas salía de casa, y la idea de emprender un viaje a Galicia le parecía imposible. Era este, el de Google Maps, el único viaje que podíamos hacer juntos.

Guardo un buen recuerdo de aquellos viajes que hacíamos los dos sentados frente al ordenador. También veíamos vídeos de fiestas locales en Youtube o buscábamos a conocidos suyos en Google. Añoro aquellos viajes, a pesar de haber visto ponerse el sol en el Amazonas, de haber cantado rancheras en México DF, o tomado daiquiris en La Habana. Los añoro, yo que me he pasado horas en un taxi en Bangkok, que me he perdido en las noches de Roma, de Londres, de tantas ciudades de Europa. Yo, que he cantado «Ring of Fire» en un bar de carretera entre Cusco y Arequipa, que he sido engullido por una multitud en Manhattan, que he visto descender la luna sobre los tejados de Fez. Nada de eso añoro. Añoro sentarme con mi madre a enseñarle cosas por internet, que era, esta sí, nuestra forma de viajar, porque yo con mis padres apenas viajé: a San Sebastián, a Burgos, a Santander, a Lugo. Así de limitado era nuestro mundo, aunque dentro de él todo cabía.

Yo, sin embargo, viajo lejos porque quizá solo quiero escapar. Mientras corrijo este fragmento acerca de la visita al pueblo donde nació mi madre, miro a través de la ventana y veo a gente con traje y zapatillas recorrer a toda prisa la Quinta Avenida. Me engullen, van a otro ritmo diferente al mío, caminan tan deprisa que me empequeñecen, me aturden, me hacen sentir extranjero. Creo que así se sentían ellos, mis padres, cuando llegaron a Bilbao hace ya muchos años. Nunca habían visto el tráfico, los semáforos, la gente caminando deprisa, las fábricas, los quioscos, las colas de los cines, los estadios de fútbol, los bloques de pisos. Nunca habían visto todo aquello que después fue nuestro hogar.

Ahora sí. Ahora estoy frente a la casa en la que nació mi madre. Es más pequeña que en Google Maps. He llegado hasta aquí cerrando los ojos, tratando de recordar el mapa que veía junto a ama en el ordenador. A veces me decía que me detuviera y se quedaba en silencio unos segundos. Y después volvíamos atrás, no tan atrás, me decía, y allí permanecíamos otro rato. Ella se quedaba en silencio, y nunca me decía lo que pensaba. Mi madre se guardaba siempre sus pensamientos. Ha sido así, recordando aquellos días en los que hacíamos excursiones por internet, como he encontrado la casa donde nació. He aparcado el coche y me he quedado mirándola a través de la ventana. He querido verla más de cerca. Por eso, me he calzado las botas y me he puesto el chubasquero que tengo en el asiento de atrás. Después he salido del coche y una ráfaga de lluvia me ha cubierto de agua. Se me han empañado las gafas. Me las he guardado en el bolsillo. Una espesa niebla ha cubierto de pronto la casa. Pero sé que está allí. Lleva décadas, siglos, en el mismo sitio. Y así es, pues tras caminar unos minutos por la embarrada senda que conduce a ella, me he topado con sus muros de piedra. Aunque la madera de la puerta está podrida, no se puede entrar. El viento y la lluvia son cada vez más fuertes. Me he resguardado junto a uno de los muros de la casa, y más tarde, cuando el viento ha amainado, he seguido caminando por la senda. No sé cuanto tiempo he caminado. Mis botas se han hundido en la tierra y me ha costado sacarlas del lodo. Sigue lloviendo. Son gotas más gruesas que las de antes, pero al haber cesado el viento caminar cuesta menos. La senda va cubriéndose de vegetación; poco a poco va penetrando en la espesura del bosque. Yo he seguido el sendero. No sé hacia dónde voy. Esta estrecha vereda no aparecía en Google Maps. La hubiera recordado. No sé hacia dónde voy, pero sigo caminando. Han pasado varios minutos ya, pero la lluvia no cesa. De pronto advierto que la senda ha desaparecido. Estoy cansado. Me siento en el tronco de un árbol caído sobre la hierba. Y allí, en lo profundo del bosque, lloro por fin. Es más fácil llorar así: entre la lluvia. Llover. Llorar. Qué más dará. Es lo mismo.

Después, al regresar a la casa, he encontrado una abertura y he entrado. Me he quedado allí, como hago en tantos otros lugares, mirando la lluvia. Creo que llevo la lluvia incrustada dentro de mí. No sé si es la lluvia de Galicia, o la del País Vasco, pero sé que la llevo conmigo. A veces, en la ducha, elevo la cabeza, cierro los ojos, y entonces el agua tapona mis oídos, y después las gotas repiquetean sobre ellos de tal forma que creo sentir la lluvia cayendo sobre los tejados. La lluvia del País Vasco a menudo es fina y cae a ráfagas, lluvia horizontal empujada por los vientos que vienen del mar. Pero la de aquí, la del interior de Galicia, es gruesa, contundente, vertical. Cae sobre los charcos como si golpease un tambor. Tam-tam. Tam-tam. No es una lluvia silenciosa. Es violenta y retumba dentro de uno. La del País Vasco te cala sin que te des cuenta; la de aquí te empapa como si el mar, tan lejano de este interior abandonado, cayera sobre ti. Eso es lo más cerca que mi madre pudo sentirse del mar antes de llegar a Bilbao. La lluvia que inunda los prados, que cala los pies, que convierte a los campesinos en náufragos.

Sin embargo, el paisaje es idílico. La lluvia le da misterio y encanto. Pero yo soy solo un visitante. Dentro de unos días volveré a mi casa, a Barcelona, y este campo será solo una postal en mi recuerdo. La vida aquí, hace cincuenta años, y ahora quizá también, era dura. Cosechas que se perdían, animales enfermos, hambre, frío, soledad y llanto. Por eso se marcharon, imagino que por el mismo camino por el que ahora yo emprendo la vuelta. Volvieron la mirada por última vez igual que yo lo hago. Seguramente una lejana mañana que ya nadie recuerda.

Se fueron y solo volvieron algunos veranos. Nada más que eso. Dejaron de pertenecer a este lugar como yo también he dejado de pertenecer al sitio donde nací. No es nada malo. Tenemos que acostumbrarnos a pensar que nuestra casa es el mundo. Nuestra casa es un Starbucks. Es un lugar agradable. Cuando viajo, siempre busco un Starbucks para ponerme a escribir. Los he encontrado, por ejemplo, en Cusco, en la segunda planta de un edificio desde el que se puede ver el atardecer caer sobre la Plaza de Armas. Está lleno de capullos como yo, jóvenes con barba, gafas de pasta y un portátil escribiendo cosas que creen trascendentes; está lleno de chicos y chicas de países del primer mundo que actualizan sus blogs; de estudiantes de Erasmus que subrayan sus cuadernos mientras miran a los camareros y a las camareras, que les sonríen. Suelo pedir un Frapuccino. Yo soy igual que ellos: pertenezco más a ese mundo que a la ciudad que abandoné hace ya diez años. Por eso, quiero que me recuerden en un Starbucks. En un sitio tan aséptico y absurdo como un Starbucks, porque es ahí adonde ahora pertenezco: al Starbucks, a las bocas del metro, a la FNAC, a la Razzmatazz, a las cafeterías de los aeropuertos, a una red social. A sitios que no me gustan, pero que han pasado a ser míos y, por esa razón, los quiero como mi madre amaba esta fría casa que se inunda de charcos, de niebla, de tristeza.

Pero eso ocurrió en otro tiempo. He venido hasta aquí en busca de un fantasma. Vuelvo defraudado. ¿Qué pretendía encontrar? Mi madre dejó este lugar y apenas volvimos algún verano. Quizá dos veranos de los que apenas tengo recuerdos. Vinimos antes de que mi abuelo muriera, y desde entonces mi padre me pregunta si tengo recuerdos de él. Yo le miento, y le digo que sí para que de esa forma descanse y crea que su hijo recuerda a su padre, que no es un extraño para él, que le quiso aunque fuera durante cinco minutos. Pero no, no tengo recuerdos. Apenas vinimos a Galicia porque estaba demasiado lejos. Mis padres compraron una casa en un pueblo del norte de Burgos, a apenas una hora y media de Bilbao. Un pueblo al que no les unía ninguna raíz. Un hermano de mi madre compró allí una casa. Debían de ser los años setenta. Mi padre le ayudó a restaurarla, hay fotos de los dos cargando baldes de cemento, y entonces fueron llegando a ese pueblo de Castilla el resto de mis tíos. También vinieron vecinos de Portugalete. Ocurría otra vez: unos arrastraban a los otros. Una década atrás, habían dejado Galicia, y los que se habían marchado arrastraban a los que quedaban, y los que habían sido vecinos en el pueblo se hacían vecinos del bloque de viviendas al que se habían mudado. De esa forma, los pueblos se trasladaron en bloque a la ciudad, formando aldeas verticales en forma de pisos. Ahora añoraban el campo y compraban casas en ruinas, garajes, y huertas para volver a sentir el pálpito de la tierra. Trasladaron a aquellas pequeñas huertas la sabiduría arcaica de los ciclos de la cosecha, de los esquejes, de las formas de riego. Recuperaron la relación con el sol y la luna, con las acequias, las azadas, las hoces, las plantas, los árboles. A mi madre siempre le gustaron los olivos. Quizá porque en su tierra no los había. Mi madre también quería huir y esa era su forma de hacerlo: plantando un árbol de un lugar remoto. Yo lo hago de otras maneras: viajando, escribiendo, olvidando. Recuerdo el día que plantó su olivo. Estaba emocionada. Era apenas un tallo de menos de medio metro. Lo vi crecer poco a poco mientras fui niño y adolescente. Volví hace poco tiempo a la casa del pueblo, y vi el olivo ya convertido en árbol. Mi madre regaba el olivo, y el árbol crecía, pero yo no contemplé ni una cosa ni la otra. Yo estaba no sé dónde. Me encontré el olivo ya crecido. Es así como el tiempo nos sorprende. Quisiera verlo crecer, quisiera regarlo junto a ella, pero ya no es posible. Todo nace, todo crece, todo muere.

Volví de Galicia sin haber encontrado nada. Solo apellidos familiares en el cementerio. Nada más.

Mi madre había abandonado ese lugar para siempre, y era lógico que yo no encontrase nada allí de ella. Conduje entonces hacia aquel pueblo del norte de Burgos, ya que caí en la cuenta de que era allí donde mis recuerdos de ella eran más intensos. Recuerdo que cuando el hombre de la funeraria nos pidió una foto suya, le entregué una de ama sentada en la terraza de la casa pelando las alubias que había recogido. Bastaba ampliar su rostro con el zoom para insertarlo en la esquela. A todos les pareció una foto preciosa. Mi madre se sentaba en aquella terraza a pelar alubias, limpiar los tomates o cortar las calabazas, mientras los guisos se iban haciendo en la cocina. Mi madre no tenía prisa cocinando. Regaba el rosal que ahora está seco. Barría el suelo que hoy está lleno de musgo y suciedad. Y se sentaba en las sillas de metal que veo oxidadas y rotas.

Así la recuerdo. Trabajando, o leyendo la prensa rosa y esperando a que bajasen sus amigas para ir a caminar junto al canal. Así la veo, y así, escribiendo, intento volver a hacerla hablar. No me bastan los objetos que aún quedan por casa, y que todavía puedo tocar, ni los viajes a su pueblo, ni tan siquiera la memoria. Necesito golpear el teclado, como un machete que libera su voz. Esa voz que ha desaparecido entre las paredes de la que fuera nuestra casa. Esa vivienda que se ha llenado de humedades, desconchados, polillas. Esa casa del norte de Burgos en la que dejé de pasar los veranos, y en la que a partir de entonces todo murió. Dejó de pertenecerme también la casa de Portugalete. Vi a los vecinos que me saludaban en el funeral como a un desconocido. Algunos le preguntaban a mi padre si yo era yo. Les dijo que sí, pero debería haberles respondido que no: que yo ya no era yo. Vi el rostro de los vecinos. Un rostro de afecto, pero también de reprobación por no haber vivido cerca de mis padres y haberme independizado de forma tan abrupta. Eso creo que vi. Es cierto, la mayor parte de madres del barrio tienen a sus hijos cerca, en cambio, yo me marché lejos. No soy ni mejor ni peor, solo elegí hacerlo así.

El día del funeral caminé junto a mi padre hacia el altar de la iglesia. Me despisté un instante al saludar a un vecino, y entonces oí que le preguntaban a mi padre si yo había venido. Sé que no era una persona muy cercana, porque si no habría sabido que me preocupé todo lo que pude por la enfermedad de mi madre; que la llamaba varias veces al día; que lloraba todas las noches y bebía hasta que me quedaba dormido. Sé que no debería importarme, pero todavía resuena el eco de sus palabras en mi cabeza. Le preguntaron a mi padre si su hijo había venido al funeral de su madre. Eso fue lo que oí en el funeral de mi madre. Solo reproduzco lo que ocurrió. Sucede, sin embargo, que quien pronunció esas palabras no ha escrito este libro, ni ningún otro, y soy yo entonces quien deja constancia del relato oficial, es decir, aquel que se presume fiable y veraz. No obstante, no puedo afirmar que lo que aquí narro sea más fidedigno que lo que traslucen las palabras de aquella señora; de aquella impresentable bocazas cuyo rostro tengo clavado en la memoria.

Mis padres y yo somos seres normales y corrientes. Personas como otras muchas que no han pasado a ser personajes de una novela. Soy yo, cuando escribo este libro, quien da sentido a un cúmulo de incongruencias, arbitrariedades, o comportamientos mezquinos. En esta novela me refugio de la intemperie de lo real. Lo real es esa señora preguntándole a mi padre si he venido al funeral de mi madre. El lector, por un momento, debe olvidarse de esta novela, debe abandonarla por un instante, y debe dar a las palabras de esa señora la misma credibilidad que al narrador. Escuchad sus palabras. Haced el esfuerzo de olvidar la literatura, que todo lo contamina, y descubrid algo más allá. ¿Os martillean esas palabras igual que a mí? ¿Sentís la náusea, el asco, el dolor que yo siento cuando estoy escribiendo? ¿Podéis notar la mentira que es esta novela? ¿Y la verdad que al mismo tiempo es? ¿La podéis notar? Decidme. ¿Sirve de algo este grito?

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