Ama

Ama


VI

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VI

Siempre pensé que el día del funeral de mi madre iba a llover. Siempre imaginé los paraguas abiertos en la plaza de la iglesia, los coches en doble fila, y mis pies mojados. Debe de ser mi imaginación, acostumbrada a los libros y a las películas, la que, una vez más, me hizo creer que la realidad guarda algún parecido con la ficción. Podría haber llovido, pero no llovió. A nadie le importaba. Simplemente, sucedió así. Fue tal y como había transcurrido la vida de mi madre. Sin sucesos extraordinarios. Sin tragedia, ni épica. Sin escenas dignas de una película de John Ford. Según mi madre, la vida se tomaba tal y como venía. Y eso fue, precisamente, lo que yo aprendí esa tarde sin lluvia de su funeral. Fue una lección de humildad. Aprendí que las cosas, sencillamente, suceden.

Tras el funeral regresé a casa de mis padres. Me asustó el silencio. Hay un silencio bueno y un silencio malo. Aquel no era el silencio de una catedral. Era un silencio denso e incómodo. Por eso traté de distraerme. Di vueltas por el piso, abrí las ventanas y dejé que entrara el aire. Miré las fotos que decoran el salón, e intenté que me hablaran, que me dijeran algo, pero permanecieron calladas. Entonces me senté en el sofá y contemplé todo cuanto me rodeaba. Los objetos, el sol que entraba a través de las persianas el mundo, en definitiva, había adquirido una extraña consistencia. El universo de las cosas, que hasta ahora se movía, se había detenido de pronto. Así, detenidos, estaban todos los objetos que había sobre el armario del salón. Las figuras imitación de Lladró, el cenicero recuerdo de Salou, los souvenirs de Benidorm, los marcos de plata con fotografías de mi licenciatura, o de la primera comunión de mis primos, la talla de la Virgen de Guadalupe, el juego de té que compré en Marruecos, la colección de dedales, el frasco con arena de una playa de Cancún que alguien le trajo a mi madre, los rosarios que le compré en El Vaticano, su colección de cucharillas de plata, las cajitas de cristal de Murano, el abrecartas recuerdo de Gijón, los vasos de chupito con la inscripción de un aniversario, la cigüeña del pastel de mi bautizo, los muñecos de una tarta de bodas, las caracolas de mar, los vasos de tubo que regalaron con El Correo, el tazón con el plano del metro de Madrid, otro con el escudo de las cuatro provincias gallegas, las flores disecadas, el hórreo de porcelana, la enciclopedia Larousse, la colección Sellos del Mundo, el libro sobre la salud en el hogar del doctor Beltrán, los tomos de la serie Pueblos de España, los VHS con los programas de Labordeta, y la Biblia. Una Biblia cosida con hilo de oro, y vistosos dibujos, en cuyo interior mi madre guardó las letras del banco que fue pagando mensualmente. Mi madre pagó a plazos esa enorme Biblia de tapas de cuero y dibujos dorados, y guardó las letras dentro de ella por si tenía que justificar su pago en algún momento. No ocurrió: nadie negó que mi madre pagara su deuda. Mi madre compró ese libro precioso al que yo quito el polvo que se le ha posado durante los últimos meses. Hace meses que todo está más sucio. Toda la casa se ha llenado de un polvo que parece ceniza.

Yo me desprendería de toda esa inútil herencia. De nada me sirven todos esos objetos que de pronto se han quedado viejos, apolillados, detenidos en un mundo que, sin embargo, no ha dejado ni un instante de moverse. A nadie le importan estos restos de stock, estos objetos que, con suerte, acabarán en los Encantes, o en el Rastro, si no en la basura. Han perdido su color, su significado; solo son lo que siempre habían sido.

Tere, la mujer de mi tío, que es colombiana, me ha propuesto cambiarlos de lugar. Ya lo ha hecho con algunos objetos que hay en la casa del pueblo. Dice que eso evita que los espíritus regresen a la casa en la que vivieron. Si cambiamos los objetos de lugar, entonces el fantasma no podrá ubicarse, ya que todo cuanto conocía le resultará extraño. Pero yo le he dicho a Tere que a estas alturas de la novela no puedo variar el registro y escribir un libro del realismo mágico. Además, bien pensado, prefiero atraer al espíritu de mi madre. No puede suceder nada malo. Tere me explica que se trata de que el fantasma no se quede entre dos mundos, o algo así, pero yo he decidido creer en los espíritus a mi manera. Me parece bien que el fantasma se quede entre dos mundos. ¿Qué tiene de malo? Algo es algo. Allá, en el otro mundo, todo debe de ser oscuro y aburrido. Además, el otro mundo está muy lejos. No es como cuando los tíos de mi madre se fueron a Argentina. Es un viaje mucho más largo y lleno de inconvenientes. Y aquí, además, quedan muchas cosas por hacer. Tere trata de convencerme, pero yo no me dejo. Ella también ha perdido a su madre hace poco y cambió todas sus cosas de lugar. Cree en los espíritus como mi madre creía en Dios, y antes en la Santa Compaña, en las meigas y en todas esas leyendas que tienen los gallegos. Nosotros, sin embargo, nos hemos vuelto alemanes. No lloramos en los funerales, preferimos que nos incineren y acudimos a fríos tanatorios. Hemos perdido la capacidad de sentir, de imaginar, de ver las cosas más allá de la triste realidad con la que se manifiestan. Bien, cambiemos las cosas de sitio, concedo finalmente. Hagámoslo como en una novela de García Márquez. Sigamos las olvidadas sendas de lo imposible. Al fin y al cabo, la realidad poco nos puede ofrecer ya.

Y entonces nos pasamos toda la tarde cambiando las cosas de sitio. Fue así como durante esa tarde de invierno me dejé conducir por el pensamiento mágico. Mientras ella se afanaba en ubicar los objetos en otro lugar, yo me senté en el sillón e inspeccioné lo que habíamos sacado de los armarios y de las estanterías. Un billete de una peseta con la cara del Marqués de Santa Cruz. Un billete de quinientas pesetas con la cara da Rosalía de Castro. «Adiós ríos, adiós fontes, adiós regatos pequenos». Un billete de doscientas pesetas con la cara de Leopoldo Alas Clarín. Otro de dos mil pesetas con la de Juan Ramón Jiménez. Y también un billete de cien escudos con el rostro de un tal Manuel María Barbosa Du Bocage, y otro de cinco pesos argentinos con la cara de Manuel Belgrano. Esta era toda la colección numismática de mi madre. La colección que guarda junto con otras cosas más recientes. La invitación a la ceremonia de mi investidura como licenciado por la Universidad de Deusto. Mi alta en el Colegio de Abogados de Madrid. Una tarjeta-regalo de Loewe, que me entregaron cuando devolví un maletín carísimo y horrible que mi exjefe me regaló. Mi madre nunca fue a Loewe, porque ese sitio no estaba hecho para ella, y yo me he alegrado al comprobarlo. Tenía que ser así. Mi madre guardó la tarjeta-regalo junto con mis notas de fin de curso, un certificado del Colegio de Abogados, y las fotos de cuando trabajaba en las casas de la Margen Derecha, como si quisiera decirles a todos esos señoritos: «¿Ahora qué, cabrones?». Yo también guardaré la tarjeta-regalo entre todas esas cosas. Mil y pico euros de tarjeta-regalo metidos en una caja de recuerdos inservibles. Junto con exámenes corregidos y dibujos que hice por el día del padre. Todo eso ha guardado mi madre en esos armarios que ahora desordenamos.

Finalmente, la veo en el fondo de la caja. Saco la revista de la caja y comienzo a ojearla despacio. No me acordaba de ella. Su recuerdo había quedado completamente sepultado en mi memoria. Sobre la memoria a menudo se acumulan demasiados acontecimientos. Se apilan unos sobre otros hasta formar una masa compacta a la que llamamos pasado. Pero no es cierto. El pasado no es sólido; es quebradizo, poroso; es, en realidad, el conjunto de muchas pequeñas cosas que somos incapaces de retener en nuestra memoria. Sucede, sin embargo, que en ocasiones rescatamos un objeto, una imagen o una idea, y así, como si sacáramos una cereza de un cesto y se hubieran enganchado a ella el rabo de otras cerezas, brotan de nuestra memoria los recuerdos que creíamos olvidados. Yo saco la revista de la caja y con ella surge el pasado. Es una revista que hicimos en primero o segundo de bachillerato. Una revista impresa en folios Din A4, con fotos pegadas con cola junto al texto. Una revista mal encuadernada, con grapas, e impresa en papel reciclado. En ese curso, antes de ir a la universidad, nos hacían participar en proyectos de voluntariado. Podías escoger entre ayudar a niños con síndrome de Down, visitar residencias de ancianos, o acudir a centros especializados en daños cerebrales. Sin embargo, cuatro compañeros y yo elegimos participar en la creación de una revista que después se repartiría en un hospital cercano. Creo que queríamos involucrarnos lo justo, encerrarnos en un aula del colegio para hacer el tonto, y así cubrir el expediente. Así fue al principio, pero después nos informaron de que teníamos que repartir la revista a los enfermos de la planta de cuidados paliativos. La misma planta en la que murió mi madre. Había olvidado que ya había estado en esa planta. Había olvidado que ya había escrito en otra ocasión para los enfermos que nos están abandonando. Y ahora lo he vuelto a hacer. Pero esta vez ha sido diferente. El proyecto ha sido más ambicioso. Mi madre se iba, y yo escribía. Lo que hacía, en realidad, era seguir escribiendo esa revista. Una revista interminable que escribo desde entonces, y que ahora, por fin, voy a acabar. Quería hacerlo bien, quería hacerlo lo mejor que pudiese, pero no he llegado a tiempo. Me ha faltado poco, pero no he llegado a tiempo. Ni tan siquiera le he podido leer algún párrafo a mi madre. Todo esfuerzo ha sido inútil. Mejor hubiese sido hacer otra revistita de mierda, y no haberme creído escritor.

Hubo otro proyecto. Cuando la enfermedad de mi madre avanzaba, y yo no tenía ideas, me puse a escribir apresuradamente. Antes de este libro, escribí otro. Un libro que escribí rápido para que mi madre lo tuviera entre sus manos antes de irse. Sé que le hubiese alegrado. Sin embargo, al mercado editorial le importan poco mis sentimientos. El libro, dijeron, carecía de una estructura narrativa sólida. Era cierto. No puedo negarlo. Escribes bien, sentenciaron los entendidos, pero la historia no se sostiene. Yo escribía aquella novela para darle a mi madre algo antes de que se fuera; para que, en cierto modo, me quisiera más. Creo que por eso escribimos. Bien, es cierto, era una absurda historia en la que mi alter ego se enamoraba de la hija de un diputado, y lo que es más rocambolesco, ella se enamoraba de él, y entonces a su padre le metían en la cárcel por un escándalo de corrupción, y ella se refugiaba en la casa del chico, y follaban, y veían películas de Kurosawa, y comían pizza y shawarmas con queso. Una basura de novela, es verdad, pero tendrían que haberla publicado, porque, cuando ingresaron a mi madre en el hospital, ella me preguntaba por la novela, y yo le decía que todo iba bien, pero que no fuese impaciente. Le pedía tiempo, justo lo que no tenía. Le podía haber pedido cualquier otra cosa, y me la hubiese dado, pero no podía pedirle tiempo. Fracasé, y ahora, cuando reviso el anterior manuscrito, me doy cuenta de que, efectivamente, carecía de una estructura narrativa sólida. O, lo que es lo mismo, era una porquería. Perdió todo su sentido en el momento en el que a mí también dejó de importarme. Por ese motivo, mandé a la papelera de reciclaje los capítulos de aquel libro y me puse a escribir otro: este. Este, en realidad, no va de nada. No hay políticos corruptos, ni intrigas, ni bajos fondos. En este libro solo estoy yo tecleando en la oscuridad de mi habitación. Escribiendo acerca de la vida de mi madre. Narrando sucesos que quizá a nadie le importen. Hubiera preferido escribir una novelita de quiosco. Hubiera dado igual. Mi madre, al morir, dejó a medias el libro de Terelu Campos. Al conocer el diagnóstico de mi madre me puse a escribir apresuradamente. Había renunciado, si alguna vez la he tenido, a la ambición del escritor. Solo quería terminar y entregarle a mi madre una novelita de quiosco. Una novelita de tapa dura que regalase a sus amigas en la peluquería. Solamente quería eso, y no pude conseguirlo.

Pasados unos días regresé a Barcelona. Mi padre insistió, aunque al cabo de poco tiempo tendría que volver para arreglar los papeles del cementerio. Los ricos arreglan los papeles de Panamá, y los pobres los papeles del cementerio. Regresé a Barcelona, y quedé con Laia. Debía de estar deprimido, o preocupado, porque tuve varios gatillazos seguidos. Ella no dijo nada. Solo me acariciaba mientras yo miraba el techo desde la cama. Lo sé: estoy sonando frívolo; no se puede hablar de muerte y de sexo al mismo tiempo, así que dejaré de hacerlo. Así, superficial, era precisamente como quería sonar cuando, antes de conocer la enfermedad de mi madre, me propuse escribir aquella otra novela. Una novela cínica y divertida de chicos que se emborrachan, se enamoran y se acuestan con chicas de la parte alta de Barcelona. Chicas pijas y despreocupadas que suben en sus motos por Aribau con la melena al aire. Pero todo se jodió y acabé escribiendo una novela desencantada y triste. Al menos si en la historia que narro hubiese rencor podría convertirse en alta literatura. Pero no lo hay, y es sabido que las historias de gente buena, sin rencor ni maldad, no tienen interés para el público. Podría haber descrito una madre alcohólica, que se acuesta con el vecino, o que se gasta el sueldo en ropa cara y perfumes, pero ni sería verdad, ni sabría cómo hacerlo. Un buen escritor sabría indagar en esa ficción, pero yo no. Si al menos hubiese tenido tiempo… Pero el tiempo, como era de esperar, se agotó. Las prisas no son buenas para la literatura, pero yo rompí esa regla. Me di prisa, juro que me di prisa, pero aun así no he llegado a tiempo. Mi madre se ha muerto unas líneas más atrás, y yo sigo escribiendo. No debería haber sido así. A partir de ahora, eso sí, me lo tomaré con más calma. Como cuando ves que ya has perdido el metro, y decides dejar de correr. Bien, lo haré de esta forma, ralentizaré el tiempo, y me lo tomaré con calma. Al fin y al cabo, nadie me espera. Ahora solo estoy yo frente al ordenador, y Laia tirada en el sofá sin saber de qué va todo esto.

¿Y el cuadro con la imagen de mi madre? Olvidé decir que el pintor al que se lo encargué es caribeño. Él todavía se lo toma con más calma que yo. Lleva meses diciéndome que casi lo tiene acabado, pero lo cierto es que no me manda ni una foto para saber cómo avanza. Ya le he dicho que se lo tome con tranquilidad, y me ha respondido que así lo hará. El cabrón ni siquiera lo habrá empezado.

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