Alma

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Tercera parte. París » Capítulo 23

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Capítulo 23

 

 

Acababa de enterarse de que habían detenido al rey en Varennes. Por lo visto y aunque sus defensores dijeran que lo habían secuestrado, había intentado huir del país con su familia. El primero en quien pensó fue en el pequeño Louis. Hablaban de que les habían hecho volver a París, pero nadie conocía el paradero del heredero. Estaba segura de que Pascal habría tenido mucho trabajo esos días. Solo esperaba que estuviera bien dondequiera que fuera.

Su existencia se había convertido en rutinaria. Cuidar de su hija era lo más importante. Había vuelto a ver a algunas de sus antiguas amigas; sin embargo, ya no tenían los mismos intereses ni las mismas ilusiones. Ella había madurado de golpe. Había encontrado y perdido el amor y se había convertido en madre. Desde luego, nada que ver con sus actividades pasadas. La curiosidad que despertaba con su bebé la hacía sentirse incomoda. Ella, que se sentía capaz de luchar contra las injusticias, que había navegado y atravesado Francia en una diligencia, que se había opuesto a que dirigieran sus actos, no estaba cómoda con las que hasta entonces había considerado sus iguales.

La llegada de su padre constituyó una inmensa alegría. Incluso habían acudido al teatro. A pesar de la inestabilidad, la Comedie-Française seguía representando obras clásicas. Acudir a alguna de ellas había constituido sus únicas salidas.

Casi un mes después de su llegada, volvía a ser feliz. Todo lo feliz que se permitía porque siempre quedaba su gran tema pendiente: Armand. ¿Dónde estaría? ¿Se acordaría de ella o la habría olvidado por completo? Tal vez, después de tantas promesas, había sido otra más de las muchas mujeres que habían pasado por su cama.

 

 

Esa tarde, otro golpe del destino le hizo comprender que no se tenía nada seguro y mucho menos en un país tan revuelto.

Se preparaba para cenar cuando el ama de llaves entró en su habitación. Acunaba a Natalie para que se durmiera mientras le cantaba la misma canción de cuna que su madre le cantaba a ella. La expresión horrorizada de la mujer le provocó un vuelco en el estómago. Algo grave había sucedido.

—Juliette, ¿qué pasa? —preguntó con el corazón en la boca y un presentimiento oscuro.

—Señorita… —La voz de la sirvienta temblaba tanto como ella.

—Por Dios, Juliette, dilo ya —rogó

—Su padre. Es su padre.

—¿Mi padre? —preguntó extrañada— ¿Qué pasa con él?

—Lo han detenido. Un amigo de Charles ha venido a decírnoslo. Ha visto como lo detenían. Se lo han llevado a La Force.

Alma se dejó caer en la silla más cercana con la niña en brazos, la mente en blanco y sin poder reaccionar. Intentaba entender lo que acababan de decirle.

Juliette le arrancó a su hija de los brazos y llamó a Sophie a gritos. Esta apareció, asustada, al momento.

—Muchacha, hazte cargo de Natalie.

Sophie miro a las dos mujeres, obedeció, pero no salió de la habitación. Hacía tiempo que la relación criada-ama había pasado a la historia.

—¿Por qué? ¿Qué ha ocurrido?

—Es el señor. Lo han detenido y lo han llevado a La Force.

—¡El señor no ha hecho nada! —lloriqueó la sirvienta.

Alma se puso en pie con un gesto decidido.

—Tiene que ser una equivocación. Voy a ver qué ha ocurrido.

—Señorita, es muy tarde y usted sola no va a solucionar nada.

El ama de llaves mostró su nerviosismo ante la actitud de su señora, que en ese momento se disponía a salir de la casa en busca del amo.

—Voy a hacer todo lo que este en mi mano para liberar a mi padre. Buscaré a sus amigos, a los míos, a quien haga falta con tal de que lo liberen —dijo con desesperación.

Se detuvo delante de Sophie y besó a Natalie en la frente.

—Cuida de mi niña —dijo antes de salir y dejar pasmadas a las dos sirvientas.

—No es la misma que salió de aquí hace dos años —comentó el ama de llaves.

—No, señora —ratificó la doncella—. Le han ocurrido muchas cosas durante este tiempo y se ha vuelto más resuelta y autosuficiente. No creo que nadie la detenga.

 

 

Alma no tenía ni idea de por dónde empezar a buscar. Salió a la calle y se detuvo en la puerta. Todo estaba como siempre. La chocolatería había cerrado al público. Algunos viandantes caminaban con prisas para ir a sus casas y otros paseaban, disfrutando de la buena temperatura veraniega. Si no fuera porque la angustia le apretaba el corazón, habría sido una perfecta tarde parisina, una de esas que tanto había extrañado.

Pensó en las posibilidades que tenía y optó por acercarse a casa del conde de Poitier, amigo de la familia. Tal vez él podría ayudarla. Caminó con resolución hacia el palacete del conde, que estaba a dos calles de su casa. La mano que golpeó con fuerza la aldaba de bronce, temblaba cuando repitió la llamada. Por la cara que mostraba el mayordomo, era evidente que no esperaban visitas.

—Buenas noches —se adelantó al saludo—. Soy la hija del duque de Nevers y busco al conde. Es muy urgente.

El criado le pidió que esperara en el vestíbulo. Por lo menos no la habían dejado en la calle, se dijo con ironía. Minutos después, apareció la condesa, una mujer de edad mediana, vestida con un atuendo que había visto tiempos mejores. Por lo visto, era cierto que estaban pasando apuros económicos. No sería ella la que juzgara u opinara.

—Alma, querida —saludó la condesa, plantándole dos besos en ambas mejillas—, me han dicho que habías vuelto.

—Sí, señora, volví hace poco, por eso no nos hemos visto.

No quiso entrar en explicaciones, por más que la dama intentó que se las diera.

—¿Es verdad que te has casado en España y tienes una hija?

—Es verdad. Tengo una hija. —No confirmó ni desmintió si estaba casada, no tenía tiempo de alimentar cotilleos—. Señora Dumon, necesito ver a su marido.

—Baja ahora mismo. Vamos, pasa al salón. ¿Qué es eso tan importante que te ha hecho salir sola a estas horas?

—Es mi padre.

—¿Qué pasa con él? —La voz del conde tronó a sus espaldas.

—¡Señor Dumon! —Se dirigió hacia él, olvidando por completo a su esposa—. Han detenido a mi padre. No conocemos el motivo. ¿Puede ayudarme? ¿Conoce a alguien que pueda hacerlo?

—Pequeña —por el tono supo que se había equivocado de lugar—, no somos muy populares últimamente. Si me metiera a investigar, en vez de ayudarle podría perjudicarle. ¿No conoces a nadie que pueda hacer algunas gestiones o preguntas?

Ella buscó en sus recuerdos a alguien que pudiera hacerlo. Solo encontraba a una persona y no tenía ni idea de cómo encontrarla. Por su padre se rebajaría, le rogaría, se tragaría su orgullo y le pediría ayuda.

—Hay alguien —dijo pensativa—, pero solo conozco su nombre y que es duque. Su padre murió hace un año más o menos.

—¿No puedes decirme algo más?

—Se llama Armand Bandon y ni siquiera era el heredero. Me dijeron que su hermano mayor también murió.

Dio toda esa información sin ninguna esperanza. Era como buscar una aguja en un pajar.

—¡Conozco el caso! —exclamó con satisfacción el conde—. Conozco al joven duque.

Ella comenzó a temblar. ¡Podía localizarlo! ¡Lo encontraría! ¿Dónde? ¿Cómo? No acertaba a hablar.

—Tengo que encontrarlo —dijo con decisión.

—No puedes salir por ahí y empezar a buscarlo. Es peligroso. Mañana moveré algunos hilos.

—No voy a esperar a mañana. Si puede ayudarme, tengo que contarle lo que ha sucedido cuanto antes. Él conoce a mi padre y lo aprecia. No va a dejar que se pudra en prisión.

—Un momento. Armand es el hombre que tu padre contrató para sacarte de París.

—Sí. Es él.

Con esa escapada pudo empezar de nuevo en España y por lo que habían compartido en ese viaje, tenía la certeza de que él sabría qué hacer.

—¿Sabe cómo puedo encontrarlo?

—Es un personaje extraño. Aparece y desaparece. Su ducado está alejado. Cuando viene a París, suele frecuentar el café Procope.

Ella no necesitaba más. Ya tenía un hilo del que tirar.

—Bien. Gracias.

—No vayas allí ahora —le aconsejó— Mañana lo buscaremos juntos.

Sacudió la cabeza sin afirmar ni negar nada. Volvió a darle las gracias y se detuvo lo justo para despedirse.

Por supuesto, no siguió el consejo. Ahora que sabía dónde podía encontrar a Armand, tenía que hacer todo lo posible por dar con él cuanto antes. El tiempo apremiaba.

El café estaba lejos, pero a esas horas no disponía de un coche, así que la única opción que le quedaba era caminar hacia aquel lugar al que había acudido en alguna ocasión en compañía de su padre. Por estar cerca de la Comédie-Française, era frecuentado por la gente del teatro. También eran asiduos los políticos que abogaban por las nuevas ideas ilustradas, escritores, filósofos… Las tertulias se alargaban durante horas y el café, el chocolate y los sorbetes les acompañaban en sus discusiones.

Ya había caído la noche y le costaba trabajo avanzar. Por lo menos no había llovido y el suelo no tenía barro. Las antorchas sujetas a las paredes de algunos edificios le marcaban el camino. Caminó durante un buen rato hasta que se encontró frente a la puerta. Tomó aire y entró.

 

 

Cuando Alma hizo su aparición, de manera tan teatral como si estuviera en el escenario del teatro cercano, todos miraron hacia la puerta. No era muy extraño ver a una mujer en el local, de hecho era el primer café en el que las mujeres podían acudir sin llamar la atención; lo raro era la hora. Y que iba sola. Ella solo perdió unos segundos en pasear la vista por los presentes. Comprobó que Armand no estaba y se dirigió a la escalera. Podía estar en cualquiera de los reservados o en el comedor. Desde la entrada no podía ver a todas los clientes que se encontraban en el interior. Un camarero, que sujetaban una bandeja de plata con las manos enguantadas, se acercó solícito.

—Madame, ¿busca a alguien? ¿Puedo ayudarla?

Ella se detuvo en su camino. Sería más rápido preguntar que ir estancia por estancia.

—Busco a monsieur Bandon. Es urgente. ¿Sabe usted si está aquí?

El corazón le golpeaba con fuerza contra el pecho. El miedo a volver a verlo, mezclado con la necesidad de encontrarlo le producía esa molesta taquicardia que no le permitía respirar.

—Suele venir, pero hoy no lo he visto —respondió el chico.

Las esperanzas de Alma se derrumbaron, dejándola al borde del desmayo. La adrenalina que la había mantenido con la energía suficiente para moverse la abandonó de golpe. Si se encontraba en un callejón sin salida, si nadie podía ayudarla, se desvanecería allí mismo sin importarle el espectáculo que pudiera ofrecer. Tal vez así alguien se compadecería de ella.

 

 

Armand no tenía ninguna intención de ir esa noche al Procope. Solo la nota urgente de un amigo le había hecho cambiar los planes. Entró con precipitación y curiosidad por saber qué era aquello que requería su presencia con tanta urgencia. Se detuvo de golpe. ¡No podía ser! Cerró los ojos y volvió a abrirlos, para comprobar que la imagen que tenía ante sí no era una alucinación. Resultaba del todo imposible. La mujer que hablaba con el camarero y que parecía a punto de desplomarse era… ¿Alma? Imposible. Solo se parecía, se dijo mientras que permanecía inmóvil. Alma estaba en España.

El camarero levantó la cabeza y lo descubrió. Una sonrisa de alivio se extendió por su cara. Dijo algo a la dama y esta giró la cabeza en dirección a donde él se encontraba. ¡Era ella! Sin ninguna duda. Tal y como la recordaba, bella hasta el dolor, decidida y valiente como siempre. Si no, ¿qué hacía en aquel lugar a aquellas horas? Toda la lucha y el esfuerzo por olvidarla se volatilizaron en el mínimo lapso que duró el cruce de miradas. La necesidad de correr y abrazarla se volvió acuciante, desesperada. Tuvo que controlar todas esas sensaciones antes de dar el primer paso hacia ella. Tenía que recomponerse y tomar el control de la situación antes de enfrentarse a aquel encuentro inesperado.

—¡Alma! ¿Qué haces aquí?

Desde luego no era la pregunta que un ex amante hacia a la mujer que le obsesionaba, pero no podía hacer mucho más si quería mantener el tipo.

—Hola, Armad, buenas noches.

Ella también tuvo que dominar un montón de emociones que la desbordaban. Después de casi dos años, volvía a tenerlo ante sí y los recuerdos la golpearon sin piedad.

La voz femenina se deslizó en su interior y espoleó su memoria. Por mucho que había tratado de enterrar su recuerdo, pensaba en Alma cientos de veces al día. La estudió con avidez mal disimulada. No había cambiado en nada y, sin embargo, estaba diferente.

—¿Hay algún reservado en el que podamos estar tranquilos? —preguntó al camarero.

—En la primera planta hay uno vacío —apuntó—. Les acompaño.

No hablaron ni dijeron nada mientras subían la escalera alfombrada.

Se instalaron en un espacio reducido que les proporcionaría la intimidad que necesitaban.

—¿Les traigo algo para beber?

—Café —respondieron los dos a la vez.

Una ligera sonrisa curvó los labios de Alma. A pesar del tiempo transcurrido, mantenían esa conexión invisible que les había unido desde el primer momento.

El camarero desapareció y el silencio, pesado y espeso, cayó sobre ellos.

—¿Cuándo has llegado a París?

—Hace un mes, más o menos.

—¿Para qué has vuelto? Aquí no estás más segura que antes.

¡Como si a él le importara su seguridad! Tuvo que morderse los labios para no empezar a discutir. Eso también se les daba muy bien.

—Quería volver a mi casa —respondió con sequedad.

Algo andaba mal. Armand notó que ella contenía una respuesta más agresiva.

—Cuando salimos de París, sabías que tardarías mucho en volver. Tu padre no debe de estar muy contento con tu vuelta.

—¿Qué sabrás tú de lo que piensa él? —Comenzaba a alterarse.

—Te quería lejos de aquí. A salvo. Por eso me contrató.

Ese maldito día en que su vida había cambiado para siempre, se dijo ella.

Como no le respondió nada, Armand retomó la palabra y las preguntas. Tenía tantas…

—¿Cómo te ha ido durante estos meses? —Se lo había preguntado cientos de veces. Si no hubiera sido por la muerte de su padre y de su hermano, habría vuelto con Francisco y tal vez su destino habría sido muy diferente.

—Me parece que no te importa mucho lo que me haya podido ocurrir, señor duque —le respondió con acritud.

Él se echó hacia atrás en la silla que ocupaba frente a ella. Así que lo sabía. No era ningún secreto, pero él renegaba de todo lo que tenía que ver con el viejo duque y su forma de actuar, así que nunca hablaba de su origen.

—Te lo contó Francisco —aventuró.

Los ojos negros de Alma lanzaban destellos de ira mezclados con una humedad sospechosa que le hizo sentir culpable.

—¡Claro que me lo contó! —contestó, furiosa—. Me dijiste que volverías. Todavía no sé por qué confié en ti. Siempre decías que no querías comprometerte. Debí pensar que yo era otra más de tus conquistas. —Su voz se quebró.

Él estiró el brazo y le agarró la mano. ¡Tanto tiempo sin tocarla! No llevaba guantes, lo que le permitió confirmar que su tacto seguía siendo igual de suave.

—Eras diferente, ¡lo eres! —lanzó una maldición poco apropiada para los oídos de una dama—. Si te contó todo, sabrás que tuve que venir a hacerme cargo de la herencia.

Ella retiró la mano y dio un sorbo al café que había dejado el camarero sobre la mesa.

—Mira, no me importan los motivos por los que no volviste y me importa mucho menos si eres duque, conde o revolucionario.

Bien, no habría podido explicarlo mejor, pensó Armand. No le importaba qué era o quién sería. Él no le interesaba, solo había vuelto a encontrarla por casualidad. Hasta ahí llegaba su relación.

—Lo has dejado bien claro —dijo molesto—. ¿Y puedo saber qué te ha traído a este lugar a estas horas?

—Te buscaba.

—¿A mí? —Su sorpresa era auténtica ya que acababa de decirle que no quería saber nada de él.

—Sí. Necesito tu ayuda.

En ese momento el camarero volvió a aparecer.

—Monsieur Bandon, el conde de Chambord le busca. Dice que es urgente, que tiene que ver con el tema por el que le ha hecho llamar.

—Está bien. Dígale que espere un momento…

No pudo terminar. El citado conde apareció en el reservado sin más anuncios.

—Bandon, han detenido a Ledoux. Tenemos que hacer algo.

Cuando distinguió la figura de Alma, sentada en una de las sillas de terciopelo rojo, cerró la boca de golpe. Conocía a la chica desde hacía años, lo mismo que ella le conocía a él.

—¡Muchacha! ¿Qué haces aquí? ¿No estabas en España?

—Como podrá comprobar, no lo estoy.

—Ya veo que os conocéis, así que me saltaré las presentaciones —dijo Armand, que se había puesto alerta—. Ahora ¿alguien puede explicarme con claridad que sucede?

—Han detenido a mi padre —dijo Alma.

—Se han llevado a Ledoux a La Force —explicó el conde a la vez.

Armand levantó las manos.

—De uno en uno. —Miró a Alma—. ¿Cómo te has enterado?

—Me lo ha dicho uno de los criados. Y me ha contado lo mismo que dice el conde, que está en La Force.

—No entiendo por qué. Él no se mete en asuntos de política —aseguró Armand.

—Eso mismo pienso yo, por eso quería hablar contigo. Tenemos que sacarlo de ahí —afirmó Chambord.

—¿Y tiene idea de cómo hacerlo? —preguntó ella.

—Primero usaré a algunos de mis contactos para averiguar quién lo ha encerrado; después lo intentaremos por las buenas.

—¿Y si no conseguimos nada?

Armand los miró con una expresión inescrutable que provocó en Alma un mal presentimiento.

—Lo sacaremos por las malas.

Ella se puso en pie.

—¿Qué quiere decir eso de «por las malas»?

—Tendremos que recurrir a la fuerza. —Armand miró al conde—. Tengo amigos que me ayudarán, no es la primera vez que lo hago.

Por unos minutos, ella había olvidado que estaba ante el hombre que su padre había contratado para sacarla de Francia. Sin duda, un individuo con recursos, conocimientos y fuerza suficientes para hacer lo que decía. Un miedo profundo la embargó. Recordó cuando lo hirieron en el asalto en el buque y tomó conciencia de que eso podría ocurrir de nuevo. Sabía que no tenían un futuro juntos, pero no quería que le ocurriera nada malo.

—¿No hay otra manera de liberarlo? —preguntó, temerosa.

Las miradas masculinas se cruzaron de forma significativa.

—Intentaremos encontrar a alguien que nos lleve hasta él. No te preocupes —dijo el conde— Ahora será mejor que te vayas a casa y descanses.

—Yo la llevaré —se ofreció Armand.

—No es necesario. —Ella reaccionó demasiado rápido—. Puedo volver sola.

—No vas a atravesar la ciudad a estas horas sin compañía. Te llevaré.

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