Alma

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Tercera parte. París » Capítulo 24

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Capítulo 24

 

 

Allí estaba, de nuevo atrapada en el interior de un carruaje junto al hombre que creyó no iba a volver a ver jamás.

El silencio pesaba tanto que tuvo que contener las ganas de tirarse en marcha y seguir corriendo. Él estaba sentado enfrente y la observaba sin ningún disimulo, lo que contribuyó a ponerla más nerviosa.

Armand advirtió cómo ella se erguía sobre el asiento. Antes habría pensado que se trataba de orgullo, ahora sabía que se ponía a la defensiva. Era un gesto para ocultar sus verdaderos sentimientos. Así le demostraba que era autosuficiente, que no le necesitaba. Y tal vez así fuera, se dijo con desasosiego. Ella le amaba, se lo había confesado, pero en esos momentos lo trataba con una distancia alarmante. Claro que se sentía engañada y traicionada… Sin ser consciente de lo que hacía, se pasó una mano por la cara en un gesto casi desesperado. ¡Maldita fuera su vida, que le había golpeado tanto figurada como literalmente desde que tenía uso de razón! Había encontrado una mujer que le gustaba, a la que había llegado a admirar y amar y el destino los había separado de manera cruel. Por otro lado, masculló esperanzado, había vuelto a ponerla en su camino. Tal vez aquello fuera una señal. Sacudió la cabeza con fuerza para alejar todo pensamiento que le permitiera crearse falsas ilusiones. Él seguía siendo el mismo, no podía cambiar de quién era hijo y no iba a arriesgar a Alma a que viviera un infierno junto a él.

—¿Has notado algo raro en tu padre durante los últimos días? —preguntó con la intención de que su pensamiento no siguiera por derroteros tan sombríos.

Ella repasó sus conversaciones y su actitud y no pudo encontrar nada extraño.

—Todo estaba como siempre. No parecía preocupado ni nervioso.

Paseaba y jugaba con Natalie. Estaba feliz con el regreso de su hija y con su nieta. Eso no se lo dijo. No tenía la menor intención de informarle de la existencia de Natalie. Él no quería hijos, se lo había dicho muy claro, así que le ahorraría el disgusto.

—Está bien. Mañana comenzaré a trabajar para liberarlo. Te avisaré en cuanto sepa algo.

Habían llegado.

Armand se adelantó en bajar para ayudarla. En esa ocasión no le prestó el brazo para que se apoyara, la agarró por la cintura y la abrazó para que descendiera sin contratiempos. El único que hubo tuvo con ver con la proximidad. Ambos cuerpos pegados, latiendo juntos, las curvas suaves acopladas a los músculos duros en una sensación familiar y añorada. Las manos se desplazaron con voluntad propia solo para acariciarla una vez más.

La puerta de la calle se abrió de golpe

—Señorita, ¿ha podido saber algo del señor?

El ama de llaves esperaba una respuesta con impaciencia.

Ambos se separaron con desgana.

—Monsieur Bandon va a ir mañana a buscarlo —respondió con un optimismo que no sentía.

Juliette lo reconoció de inmediato.

—Monsieur, usted es quien ayudó a la señorita, ¿verdad? ¿Podrá hacerlo ahora con el señor?

—Lo intentaré —apuntó con una media sonrisa—. Haré todo lo que esté en mi mano para traerlo a casa.

Un sonido extraño llegó desde dentro de la casa. ¿Era el llanto de un niño? Necesitaba descansar, se estaba volviendo loco.

—Tengo que irme —dijo Alma bastante alterada—. Espero tus noticias.

Sin darle tiempo a que dijera o hiciera nada, desapareció en el vestíbulo ante la atónita mirada del ama de llaves, que no comprendía el comportamiento de la señora de la casa.

El corazón golpeaba frenéticamente el pecho de Alma. Subió corriendo las escaleras y entró en su dormitorio, donde Sophie intentaba calmar a Natalie.

—¿Qué le pasa? —preguntó preocupada.

—No lo sé. Está intranquila desde que usted se ha ido.

No le extrañaba. Desde que era madre se había dado cuenta de que los niños pequeños poseen un instinto especial para detectar la intranquilidad de la gente que les rodea. Seguramente había percibido su preocupación. Su hija era una niña que, para su corta edad, había tenido una existencia muy ajetreada.

La tomó en brazos y la calmó con besos y palabras cariñosas. Esperaba no trasmitirle la angustia que había experimentado al ver de nuevo a Armand.

—Está bien, Sophie, ya me hago cargo yo. Vete a dormir.

La doncella abandonó la habitación no sin antes insistir en que la llamara si la necesitaba.

La noche transcurrió lenta y llena de angustia. Esperaba y a la vez temía las noticias que Armand pudiera darle.

A media mañana y cuando ya estaba a punto de salir de nuevo a buscarlo, apareció en su puerta, tan atractivo y poderoso como recordaba. Refugiarse en sus brazos no era una opción así que se irguió y caminó a su encuentro.

—¿Has podido hacer algo?

A él le habría gustado contestarle que sí, pero como bien había aprendido, las cosas de palacio iban despacio.

—He hablado con varias personas que se han puesto a trabajar y a pedir favores. Espero que alguna me reciba esta misma tarde. Por el momento, he conseguido permiso para visitarlo.

—¿Podemos verlo? —preguntó esperanzada.

—He venido a buscarte por si quieres acompañarme.

—¡Pues claro! Vamos.

Él comprendió su impaciencia. Le ofreció el brazo, que ella agarró sin dudar y la acompañó a la salida, encantado de haber puesto en su rostro ese atisbo de esperanza.

 

 

La prisión estaba situada en uno de los lados de una pequeña plaza. Salir de allí resultaba casi imposible. No obstante, Armand había sacado a algún que otro preso por la fuerza. Conocía sus lados vulnerables y tenía práctica. De todas formas, quería entrar de nuevo para comprobar por sí mismo si habían cambiado las condiciones. Miró a su alrededor, tomando nota de todos los detalles de seguridad por si tenía que llegar a sacar a André por sus propios medios, aunque haría todo lo posible para que lo soltaran sin utilizar la violencia. Era la única forma de que pudiera seguir viviendo en Francia y no tuviera que exiliarse.

Un guardia les escoltó hasta una de las celdas más alejadas. El salvoconducto que le había enseñado, le hizo ponerse en movimiento.

—¡Padre! —Alma se lanzó a sus brazos en busca de su abrazo protector. ¡Cuánto lo echaba de menos y cuánto miedo tenía a perderlo!

—¡Alma! ¿Qué haces aquí? ¿Cómo has llegado?

Ella se hizo a un lado y entonces Ledoux pudo ver a Armand. Eso respondió a su pregunta.

—Bandon, este no es lugar para una dama. ¿Cómo se te ha ocurrido traerla?

Ella comenzó a protestar, pero se detuvo ante la sonrisa de Armand.

—¿Has intentado alguna vez llevar la contraria a tu hija?

El ceño de André dejó de fruncirse y lanzó una carcajada.

—Veo que la conoces muy bien.

Si él supiera…

—Quería comprobar por mí misma que estabas bien. ¿Sabes qué ha pasado? ¿Cuál es el motivo por el que te han detenido?

—Demasiadas preguntas y ninguna respuesta —dijo Ledoux y, a continuación, se dirigió a Armand—: ¿Has averiguado algo? No me dio tiempo a avisar a nadie de mi detención, pero ya veo que mi hija te ha encontrado.

—Es una mujer con recursos —apuntó con un deje de pesar en su voz.

—Sí que lo es, y además me ha dado una nieta que es la alegría de mi vejez. No voy a dejar que esos petimetres me separen de ella. Tengo que salir de aquí.

Armand no oyó esas últimas palabras. Su mente se había detenido en la palabra nieta. Observó la palidez de Alma y no necesitó más pruebas para advertir su culpabilidad. Así que le había faltado tiempo para liarse con otro en cuanto se había quedado sola. ¡Y él pensando que era perfecta, que por ella podría replantearse sus opiniones sobre el matrimonio!

Alma vio pasar por su rostro el asombro y después el odio. Así que la odiaba por haberle dado una hija. Eso le daba la razón en no querer decirle nada. Lo malo era que André, ignorante de todo, acababa de desencadenar otra lucha indeseada.

—¿Te casaste en España? —consiguió preguntar Armand sin que se notara su ira.

Entonces Alma se dio cuenta de que él pensaba que se había relacionado con otro tras su marcha. Iba a respirar aliviada, pero su padre respondió antes de que ella pudiera hacerlo.

—No. Alma tuvo a su niña y después decidió volver para que creciera aquí, y esa decisión me ha hecho el hombre más feliz del mundo. La pequeña Natalie es un regalo.

Un momento, ¿la hija de Alma se llamaba Natalie? Armand se volvió hacia ella con tal rapidez que la sorprendió mirándolo con auténtico terror. Entonces comprendió. Natalie era su hija y Alma le había puesto el nombre de su madre. ¡Vaya un momento para descubrir que era padre! Tenía tantas preguntas y reproches que su cabeza iba a estallar.

Alma vio brillar un porqué enorme en sus ojos. Su necesidad de huir contrastaba con la de quedarse un poco más junto a su padre.

Bien, se resignó, tendría que asumir que él lo sabía y puesto que él seguiría sin querer una familia, no creía que cambiara mucho su situación.

—Sí —continuó André, ajeno a las emociones que experimentaban su hija y su amigo—. Un niño siempre es un regalo. Tienes que sacarme de aquí. Quiero verla crecer.

Armand le puso una mano tranquilizadora sobre su antebrazo.

—No te preocupes. Haré lo posible y lo imposible para hacerlo. Ahora tenemos que irnos. Os dejo para que podáis despediros. —Miró a Alma, que permanecía en un hermético silencio—. Te espero fuera.

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