Alma

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Primera parte. París » Capítulo 3

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Capítulo 3

 

 

Las mujeres se acomodaron en el confortable interior y ellos subieron al pescante. Si se sintió desilusionada porque él no las acompañara, no lo demostró. Tampoco quiso mirar cómo Ana la daba un efusivo beso de despedida.

No volvieron a verse hasta que a mediodía se detuvieron delante de la posada, salvo por una corta parada que hicieron para estirar las piernas y comer lo que madame Rohan les había preparado. Sophie se encontraba algo mejor, así que ella se concentró en lo que hacían sus compañeros de viaje, que permanecieron algo alejados de ellas, cuchicheando en voz baja. Esa actitud la exasperó. Le parecía de mala educación que se retiraran para hablar de modo que ella no pudiera escuchar su conversación, aunque si se sinceraba consigo misma, debía reconocer que lo que más la irritaba era no saber qué pasaba, porque estaba segura de que allí pasaba algo y a ella, pobre mujercita, la habían dejado al margen. Siempre que observaba esa actitud se alteraba hasta tener que morderse los labios para no decir alguna inconveniencia. ¿Cuántas veces le había dicho su padre que había cosas que no era correcto decir en público? Sobre todo si uno no conocía muy bien a quien se lo decía. Y ella no conocía a Armand Bandon. Por su aspecto podría tratarse de un revolucionario, por su forma de comportarse podía ser un caballero; por su vocabulario parecería un mozo de cuadras y por su brusquedad, alguien que estaba acostumbrado a mandar y a que le obedecieran. Pero, en realidad, ¿quién era? El hombre que iba a sacarla de Francia. Nada más. El mismo que en ese momento le ofrecía el brazo para que descendiera del coche.

Sumida en sus pensamientos, no se había dado cuenta de que había abierto la puerta. Su voz la sobresaltó y el sobresalto no le permitió levantar la barrera que interponía cuando estaba frente a él. Sus ojos quedaron a la misma altura y durante unos segundos, solo ellos hablaron. Miraron a las profundidades, como si quisieran conocer los secretos más ocultos del otro. Un ligero parpadeo les devolvió a la realidad. Alma apoyó la mano en el brazo, como había hecho la noche anterior y bajó. Al igual que esa ocasión, sintió cómo los músculos en los que se apoyaba se tensaban bajo su contacto. Le habría gustado prolongarlo un poco más; sin embargo, abandonó la seguridad inesperada que le producía tocarlo y avanzó en dirección al edificio en el que figuraba el letrero Parada de postas. Aquel sitio era mucho más grande que la casa donde habían pasado la noche. Varios carruajes estaban parados a la espera de que los viajeros volvieran a ellos para continuar su marcha. También había algún caballo atado a una traviesa de madera. Supuso que se trataba de los que se dedicaban a transportar el correo.

Buscó con la mirada al mozo, pero no lo vio por ningún lado. Tendría que hablar con monsieur Bandon sobre él. Ya vería como afrontaba el tema.

Al cabo de pocos segundos, Sophie y Armand se le unieron.

—Espero descansar más de lo que lo hice anoche —comentó antes de entrar.

—No vamos a quedarnos aquí —fue la escueta respuesta.

Ella se detuvo de golpe.

—¿Cómo que no vamos a quedarnos? ¿Pretende que nos pasemos el día subidas en ese trasto? —señaló el carruaje.

Armand se enfadó de nuevo. Reconocía que tenía poca paciencia con ella, a pesar de que ya había comprobado que explotaba y después no volvía a protestar.

—Ese trasto, como usted lo llama, es lo mejor que pudo encontrar su padre. Es seguro y bastante cómodo.

Y tenía razón, se dijo ella arrepentida. No tenía derecho a quejarse. Lo que pasaba era que estaba cansada y Armand la alteraba demasiado.

—Discúlpeme —dijo, sorprendiéndolo de nuevo.

A él le pareció ver un brillo de lágrimas en los bellos ojos, que ella se ocupó en ocultar. —Usted hace lo que puede y no tiene necesidad de aguantar a una damisela quejumbrosa.

—No se preocupe —respondió él, mucho más amable—. Todos estanos cansados. Vamos a avanzar un poco más. Esta noche podrá dormir más horas, incluso podrá quitarse esa ropa.

¿Cómo sabía que había dormido con la ropa puesta? Por lo visto se daba cuenta de todo.

—Gracias —murmuró al tiempo que se ponía en marcha. Cuando la trataba con cordialidad le temía más que cuando estaba irritado y la taladraba con la mirada.

Nada más instalarlas en el interior, firmó el libro en el que figuraba el cambio de caballos y las dejó solas.

Las señoras comieron en compañía de los viajeros de otra diligencia. No volvieron a ver a sus compañeros hasta la hora de reanudar el camino.

 

 

Armand observó a Alma sin que ella se diera cuenta. La joven participaba en una animada conversación con otros pasajeros que se habían sentado alrededor de la chimenea. Se mostraba segura de sí misma y no se privaba de dar su opinión sobre los temas que trataban. Se veía en ella una persona culta y bien educada. Lo que más le llamaba la atención era la amabilidad con que trataba a quienes la rodeaban. Se la veía integrada y a gusto, al contrario de lo que ocurría cuando él aparecía, que su cuerpo se tensaba y le mandaba señales para que mantuviera las distancias. No obstante, cuando la había ayudado a bajar del coche había notado una conexión entre ellos que no había experimentado nunca con ninguna mujer. Un vínculo que le daba miedo, que le obligaba a permanecer lo más alejado posible. Por eso se había marchado a comer con Pascal. Por lo menos, podía relajarse y ser él mismo.

Había llegado la hora de marcharse. Todavía quedaban unas horas de luz y quería aprovecharlas al máximo.

 

 

Alma supo que estaba allí antes de verlo. Un sexto sentido le indicó que había entrado en la estancia y que la miraba. Le fastidiaba que la influenciara tanto y le molestaba mucho más que hubiera preferido comer alejado de ellas. Y sobre todo, le irritaba ver cómo sonreía a todo el mundo mientras que a ella solo le dirigía miradas de reprobación.

—Mademoiselle —la voz sonó junto a su oído—, tenemos que salir ya o se nos hará muy tarde.

Alma elevó los ojos hasta él. Dio gracias por estar sentada porque, en esa ocasión, la sonrisa iba dirigida a ella. Y era una sonrisa fantástica que transformaba su rostro adusto en otro tremendamente atractivo. Sintió un pequeño estremecimiento antes de poder controlar su reacción. Se puso en pie con rapidez y se despidió de sus contertulios.

—Cuando usted disponga —comentó con toda la dignidad que pudo reunir sin parecer una boba enamorada.

 

 

El coche traqueteaba sobre el camino de tierra lleno de barro. Había vuelto a llover, lo que hizo que avanzaran más despacio. Las mantas de viaje las envolvían por entero, pero aun así ella sentía frío. El aire se filtraba por la puerta, que no ajustaba bien. Estaba deseando llegar. Soñaba con un baño caliente y una cama blanda sobre la que tumbarse sin pensar en nada. Sabía que, probablemente no lo encontraría en una posada; no obstante, no estaba mal soñar. Esa posibilidad le hacía más llevadero el camino. Observó a Sophie que, sentada frente a ella, miraba absorta el paisaje.

—Espero que no falte mucho —comentó.

La doncella se olvidó de lo que ocurría fuera y centró en ella su interés.

—Me temo que vamos a pasar muchas horas aquí dentro. Menos mal que el señor Bandon hace paradas para que podamos descansar.

—¿Te parece bien este ritmo de viaje? —se interesó por la opinión de su doncella.

—Creo que si fuera por él, solo habríamos parado esta noche. Se nota que tiene prisa por llegar.

Ese deseo resultaba evidente y más evidente todavía, que estaba deseando meterlas en el barco y deshacerse de ellas lo antes posible. Si hubieran ido a caballo, habrían tardado la mitad. Suspiró con desaliento. Si alguien le hubiera preguntado, habría dicho que era capaz de hacerlo.

—¿Qué opinas de él? —preguntó, dejando el tema del largo viaje.

—Es muy guapo —respondió Sophie con aire soñador. Después añadió para disimular—: Y sabe lo que hace. Todo el mundo le hace caso.

Sí que era guapo, pensó Alma. No podía negar la evidencia. Sin embargo había algo en él que la ponía en guardia.

—Es muy quisquilloso —apuntó—. Se enfada con demasiada facilidad.

—Eso es porque está preocupado —le defendió Sophie.

Nada. Estaba visto que la muchacha no iba a decir nada en su contra. Más bien tenía en ella una defensora a ultranza.

—Sus modales son muy bruscos —insistió.

—Eso no lo discuto. De todas formas, lo que nos interesa es que nos proteja y nos saque de Francia antes de que nos corten la cabeza.

Demasiado sabía que a ella nadie se la iba a cortar, pero fue todo un detalle que se solidarizara con la causa por la que su padre la quería fuera de su país.

Se removió inquieta ante la idea de lo que le esperaría al final del trayecto.

El carruaje se detuvo y pensó que ya habían llegado. No era así. Solo se había parado para que él pudiera bajar del pescante y entrar en el coche.

Se sentó junto a la doncella, para quedar frente a ella. Anochecía y las sombras que se proyectaban en el interior del coche, no le permitían ver bien su expresión. Lo único que notó era que su capote estaba húmedo. Se tapó con la manta para evitar que el frío que había traído con él la alcanzara.

Él se percató del movimiento y del escalofrío involuntario que la recorrió.

—¿Están ustedes bien? —se interesó por las dos, aunque era ella quien atraía toda su atención—. Ya queda poco.

—Estamos bien —respondió Alma concentrada en su mirada.

El reproche que él esperaba por lo largo del viaje no llegó. Los rostros de las dos mujeres reflejaban cansancio. Seguramente estaban deseando un buen baño caliente y una noche de descanso, sin prisas. Eso podría dárselo porque la posada a la que iban, tenía habitaciones suficientes para ello.

Volvió a mirarla con el interés de un hombre que aprecia una mujer bella. A pesar de no estar en su mejor momento, desprendía un aura de energía y atractivo difícil de ignorar. Sus profundos ojos negros se clavaban en los de él con interés, sin llegar a ser descarados. Esa mirada le provocaba cosas que no quería experimentar. Él era libre, no tenía cargas, iba de acá para allá sin dar explicaciones y, sobre todo, una dama como Alma no estaba destinada a alguien como él. Sin embargo, le gustaba mirarla y provocarla. Había observado que tenía un genio muy vivo y una lengua rápida. Le gustaba cuando se enfrentaba a él sin ningún atisbo de sumisión.

—¿No le resulta incómodo el carruaje? Una dama como usted no debe de estar acostumbrada a viajar de esta manera tan modesta —preguntó con la intención de fastidiarla.

La luz que quedaba en el exterior, le permitió ver la ráfaga de indignación que pasaba por sus ojos. Sintió la tentación de soltar una carcajada. ¡Qué fácil era molestarla!, pensó divertido.

¿Por qué hacía eso?, se preguntó Alma. Podía cerrar la bocaza y dejarla en paz, en vez de echarle en cara su posición social. Nadie elegía la cuna donde nacía, se dijo Alma enfadada.

—No soy imbécil, monsieur —le respondió en un tono tan dulce que contrastaba con su expresión dura—. Soy consciente de que mi situación en París es muy peligrosa y de que usted es mi salvoconducto para salir, así que no voy a poner ningún inconveniente al modo de hacerlo.

A Armand se le fue la diversión de golpe con aquella respuesta. Se había pasado. La chica iba a abandonar su cómodo estilo de vida, su país, su familia, todo lo que conocía y él se estaba burlando. ¿Dónde quedaban su educación y su buen corazón? No se había comportado mucho mejor de lo que solía hacerlo el hombre al que más odiaba y del que había huido. Su padre.

Ese recuerdo ensombreció su humor. No quería parecerse a él en nada.

—Llegaremos muy pronto y podrán descansar —dijo en un tono carente de ironía, casi rozando la amabilidad.

Esas palabras dejaron totalmente desconcertada a Alma, puesto que mostraban un humor tan volátil que no sabía en qué categoría clasificarlo.

En una cosa sí tenía razón, quedaba poco para llegar al ansiado lugar donde pasarían la noche. No había transcurrido mucho tiempo cuando se detuvieron. Armand se bajó para ayudarlas. No habían vuelto a hablar, pero sentía su mirada fija en ella todo el tiempo.

Había anochecido, por lo que no distinguía bien lo que los rodeaba. Sí vio que la posada era una edificación bastante grande. Muchas de las ventanas estaban iluminadas. Las de la planta baja lo estaban todas. Supuso que ahí estaba situado el comedor o la sala donde se reunían los residentes.

La luz que salía le permitió ver los tejadillos sobre las ventanas y el entramado de madera que adornaba la fachada. Un pequeño riachuelo transcurría por un lateral. Por el día, debía de tener un entorno precioso.

El calor del interior les dio la bienvenida. Aquel sitio estaba pensado para ofrecer reposo a los agotados viajeros. El aroma a comida les despertó el hambre adormecida durante horas. Primero comerían y después ya se ocuparían del aseo y el sueño reparador.

 

 

Armand entró en la posada y sacudió las gotas de lluvia de su abrigo. La sala se había vaciado. A tan altas horas, todo el mundo se había retirado a sus habitaciones. Alma también.

Cuando se había excusado para ir a ayudar a Pascal con los caballos, le había deseado buenas noches y había huido de su perturbadora presencia. Él era un solitario que se encontraba más cómodo en el campo que en las tertulias de los salones, al contrario que ella, que se movía entre la gente con soltura y amabilidad, con esa clase y saber estar que solo otorgaba la experiencia.

Estaba agotado. No había querido dejar solo a Pascal para que guiara a los animales y el pescante no resultaba demasiado cómodo. Esperaba que al día siguiente se manejara mejor con ellos.

Al pensar en la jornada que se avecinaba, recordó que no había dicho nada a Alma sobre la hora de salida. Aquella era una buena excusa para volver a verla antes de acostarse.

Dudó durante unos segundos antes de golpear la gruesa puerta de madera tras la que se encontraba aquella mujer para él rodeada de misterio, ya que no se ceñía en casi nada a la idea de «dama» que se tenía en la alta sociedad.

No estaba preparado para lo que encontró.

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