Alma

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Primera parte. París » Capítulo 8

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Capítulo 8

 

 

Durante el viaje, muy pocos de los tripulantes habían conocido la existencia del niño que, desde el principio, había estado en un compartimento apartado. Sin embargo, aquello iba a cambiar. Si querían que ella se hiciera cargo, lo haría a su manera. Lo primero sería trasladarlo a su camarote. Estarían muy apretados, pero no le importaba. A partir de ese momento, Guy sería el hijo de su amiga y lo trataría como tal, lo que implicaba que saldría y jugaría al aire libre. Durante el tiempo que estuviera con ella, tendría toda su atención.

Antes de entrar, comunicó a un silencioso Armand todos sus propósitos. Él se detuvo con la mano sobre el pomo de la puerta.

—No hará cosas que lo pongan en peligro.

Los ojos de ella brillaron de enfado. Con unas simples palabras ese hombre conseguía irritarla.

—¿Por qué piensa que voy a hacerlas? —preguntó sin esconder su malestar—. Si me cree tan descerebrada, debería haberlo pensado antes de haberme metido en este enredo.

—No creo que sea una descerebrada —apuntó—, solo un poco impulsiva.

—¿Y eso es malo?

Él lo pensó durante unos segundos antes de responder.

—No estoy del todo seguro.

Antes de que añadiera nada más, una risa infantil se filtró a través de la puerta, después la de Sophie, también divertida, indicaban que lo estaban pasando muy bien.

Armand le dedicó una última mirada antes de entrar.

La imagen que encontraron dentro hizo sonreír a ambos. Un niño de unos ocho años, rubio, vestido con una camisa blanca y preparado para ir a dormir, saltaba sobre una cama improvisada. Sophie intentaba atraparlo. Al verlos, se detuvieron.

—Hola, Louis —saludó Armand—. Quiero presentarte alguien.

El niño lo miró con atención. En sus ojos había cierto temor, que indicó a Alma que su vida no era fácil. Probablemente, nunca lo habían tratado como a un niño normal. Pues bien, eso se iba a terminar. Mientras que estuviera bajo su protección, Louis jugaría y aprendería, por supuesto que no olvidaría quién era y que su formación sería imprescindible, pero a partir de ese instante se acabarían el miedo y los privilegios. Oyó que Armand le explicaba quién era ella y su estómago dio un vuelco.

—Se llama Alma y a partir de ahora va a cuidar de ti.

Sophie se quedó de piedra al oír aquello. Aquella idea era una locura.

 

 

Alma se apoyó en la barandilla del barco. Había tomado la costumbre de pasear cuando se ponía sol. La inmensidad del mar que se extendía ante ella le proporcionaba una sensación de paz incomparable y en esos momentos la necesitaba. Hacía frío y las rachas de viento le agitaban el pelo y la ropa. Se había envuelto en una manta, dispuesta a soportar las inclemencias del tiempo a cambio de un poco de sosiego.

Repasó la sucesión de hechos imprevisibles que le habían acontecido. Un viaje, un niño, un hombre al que no sabía cómo catalogar… Armand Bandon constituía todo un misterio. La manera en que trataba a Louis la había sorprendido. No había esperado que alguien acostumbrado a tratar con marineros y cocheros mostrara tanta paciencia y ternura hacia un niño. Lo mismo devolvía los disparos a unos asaltantes que jugaba con el pequeño como si no hubiera ninguna amenaza sobre la faz de la tierra. Esa faceta la había cautivado. Cuando lo había visto levantarlo en brazos, algo se había quebrado en su interior y se había desbordado. Cerró los ojos para retener esa imagen al tiempo que se recordaba que el trayecto terminaría y que un día, él desaparecería. Tal vez durante una temporada tuvieran que ejercer de tutores de Guy, pero en cuanto todo se solucionara, él se iría. No. No podía dejarse llevar. Si se enamoraba, sufriría, así que lo evitaría a toda costa.

Supo que estaba junto a ella antes de oír su voz. Había desarrollado un sexto sentido en lo que a él se refería. Al principio, conseguía acercarse y sorprenderla; ahora lo presentía cuando andaba cerca. Se preparó para el impacto que, cada vez con más intensidad, le causaba su presencia y se giró. No se había equivocado. Él la observaba unos metros más atrás sin decir nada.

—Buenas noches —saludó a la figura que permanecía inmóvil.

Esta se puso en movimiento y se acercó con ese paso felino que le proporcionaba cierto aire peligroso. Sin duda, para ella lo era y para todos aquellos que se cruzaban en su camino, también.

—Buenas noches —respondió él cuando estuvo a su lado—. ¿Va todo bien?

—Sí, gracias. Todo está controlado.

Él la estudió en silencio. Ella lo vio repasar su rostro y su figura, que se estremeció bajo el silencioso escrutinio.

—No debería estar aquí. Hace frío.

Por lo visto él había advertido el temblor.

—Estoy bien —señaló la manta—. Me gusta venir por la noche.

Levantó la cabeza. Las estrellas brillaban en un cielo despejado.

—Podría enfermar si se enfría.

¿Y eso le preocupaba? Seguro que era porque supondría más problemas para él.

—No se preocupe. Podré cuidar al pequeño.

Él se enderezó y la calidez de sus ojos se enfrió.

—No lo decía por eso. No me gustaría que enfermara, es todo.

Ella asintió sin decir nada. La paz que sentía hasta que llegara había desaparecido. Su presencia la ponía nerviosa y a la defensiva.

Armand volvió a mirarla con esa desesperante atención.

—¿Hay algo que le preocupa?

Ella compuso un gesto de incredulidad.

—¿De verdad me pregunta eso? ¿Usted que cree? ¡Míreme! Hace poco más de una semana yo estaba en mi casa, con mi padre. Vivía bien. Y ahora estoy en un barco, rodeada de suciedad, heridos, problemas y un niño, nada menos que el Delfín de Francia, al que tengo que proteger. ¿Le parece que no tengo motivos para estar preocupada? Y por si fuera poco, voy a un país del que no sé nada, no hablo su lengua, no conozco sus costumbres y me voy a encontrar con unos primos y una tía que no conozco y un tío al que apenas recuerdo. —Él iba a decir algo, ella no le dejó—. Ah, y no lo olvide: tengo que compartir con usted la tutoría del heredero de mi país.

—¿Eso le disgusta? —preguntó molesto.

—¿El qué? —No sabía a qué se refería. Había dicho tantas cosas que podía ser cualquiera.

—Compartir la tutoría de Louis conmigo.

Qué egocéntrico era aquel hombre, se dijo impaciente. ¿No había oído nada de lo que le había dicho?

—Mon ami, usted es el menor de mis males.

No pensaba admitir que colaborar con él en aquella misión «patriótica» le iba a dar muchos quebraderos de cabeza, sin mencionar, que también podría quebrarle el corazón. Se volvió hacia el mar y dejó vagar la mirada hasta el horizonte. Estaba cansada.

Él notó su cambio de humor. La mujer luchadora desapareció y en su lugar apareció otra con incertidumbres y dudas. Algo se removió en su interior. Sabía pelear y enfrentarse a todo lo que se le ponía por delante, incluso podía lidiar con ella cuando se mostraba beligerante; en cambio, no tenía ni idea de cómo tratarla cuando perdía el ímpetu y se daba por vencida.

Se acercó a ella y se colocó a su lado. Muy cerca. Sin ser consciente de que lo hacía, le rodeó los hombros con un brazo protector.

—¿De qué tiene miedo?

Ella comenzó a protestar, pero no la dejó. Había llegado el momento de hablar sin discusiones, sin pelear por ver quién de los dos era más fuerte. La lucha de voluntades quedaba a un lado hasta que estuviera en plenas facultades. Sintió cómo se estremecía y apretó un poco más el cerco.

—Al futuro. A lo desconocido —reconoció ella al fin.

—Todo va a ir bien. Su familia es buena gente.

—No sé ni una palabra de español —objetó.

—Es usted lista. No tardará en aprender.

Por lo menos, pensaba que era lista, se dijo Alma, y habían conseguido hablar sin discutir. El calor del brazo sobre su hombro la reconfortaba al tiempo que removía otras sensaciones en su interior. Sintió la necesidad de acurrucarse contra su cuerpo y dejarse llevar. Levantó la cabeza para mirarlo y se encontró con los ojos azules clavados en ella, con tal intensidad que volvió a estremecerse, y esa vez por motivos muy diferentes. De pronto, olvidó su futuro y su pasado. Solo le importaba el presente. Los labios masculinos estaban muy cerca de los suyos. Su línea, casi siempre dura, se había suavizado y experimentó la imperiosa necesidad de probar su textura.

Armand perdió la conciencia de todo lo que les rodeaba, solo veía unos ojos oscuros, clavados en su boca. Ni siquiera se habían rozado y se había excitado como un joven inexperto. Ella no tenía ni idea de lo que le estaba haciendo, pero estaba seguro de que se sentía tan atraída como él. Sus cabezas se habían aproximado tanto que los alientos se mezclaban, el frío que los envolvía había desaparecido y, cuando se dio cuenta, estaba tan cerca que ya no pudo retirarse. No había marcha atrás. Tenía que besarla aunque tuviera la certeza absoluta de que era lo último que debía hacer.

Apoyó los labios sobre los de ella, un poco de presión y un roce. Los sintió temblar. La necesidad de apretarlos, lamerlos y mordisquearlos era tan acuciante que temió asaltarla sin tener en cuenta su evidente inexperiencia. Mantuvo un ritmo lento, casi desesperante.

La boca de Armand abandonó la suya. Era desquiciante tenerlo y que desapareciera. Quería saber más, sentir más. Estaba segura de que eso solo era el principio. Lo agarró por la nuca antes de que se separara del todo y lo atrajo de nuevo. El cosquilleo que se extendía por su cuerpo era excitante y maravilloso. Cerró los ojos para intensificar la sensación, para no perder ni un ápice de lo que experimentaba. El frío de la noche contrastaba con el calor que ellos generaban.

Armand la había besado aun a riesgo de recibir una sonora bofetada por su atrevimiento, pero la respuesta apasionada de Alma le pilló desprevenido y con la guardia baja. Esas manos pequeñas y suaves sobre su cuello le habían puesto la piel de gallina y su deseo sexual por las nubes. Abarcó el rostro femenino con las manos y profundizó el beso. Ella abrió los labios y dio paso al embate de su lengua. La dama resultó ser una buena alumna. Segundos después ambos mantenían una silenciosa y erótica lucha que le condujo hasta la enajenación. La rodeó con los brazos y la arrinconó contra la baranda del barco. Ella se amoldó sin problemas y siguió besándolo.

La mente de Alma navegaba entre la ensoñación y el delirio. Sus sentidos estaban receptivos y dispuestos a aprovechar al máximo aquel regalo inesperado. Un hombre tan atractivo y experimentado como el que la besaba tenía mucho que ofrecer. Un ligero suspiro escapó antes de que el aire entrara a los pulmones de nuevo. Estaba demasiado sensible y aturdida para ver que la expresión de Armand se endurecía.

Cuando se dio cuenta de hacia dónde les llevaba aquel beso, él le puso fin. Ese débil suspiro le recordó todos los motivos por los que no podía enredarse con alguien como ella. Aunque en algún lugar de Francia tenía un padre y un hermano, había renegado de su familia y, por supuesto, nunca se arriesgaría a tener hijos. Alma querría un matrimonio y unos hijos, así que lo más sensato sería echar a correr lo más lejos que pudiera. De momento lo haría de manera figurada, porque en aquel barco mantener las distancias iba a resultar muy complicado. Respiró hondo un par de veces y reunió las fuerzas necesarias para retirarse.

—No debemos hacer esto. —No sonaba muy convincente, pero fue suficiente para que la expresión de ella cambiara. Ahora lo miraba con el pecho agitado aún por lo que habían compartido y el ceño fruncido ante su comentario.

—¿Por qué?

Lo miraba de frente, sin vergüenza, sin subterfugios. No ocultaba que le había gustado y no entendía su rechazo.

—Porque lo único que conseguirá conmigo son quebraderos de cabeza.

También hablaba con sinceridad. No iba a hacerle falsas promesas ni a alentarla.

Ella se limitó a mirarlo en silencio. No le contradijo, lo que le llevó a pensar que estaba de acuerdo con él. Le molestó que lo hiciera y le puso de mal humor.

—Será mejor que me vaya —dijo antes de tener que oír que él no era el hombre adecuado para una dama como ella. Huyó como un cobarde, lo que aumentó su malestar. Hasta esa noche, jamás había huido de una mujer.

Alma lo vio alejarse a grandes zancadas. Su corazón golpeaba todavía con violencia, la respiración continuaba agitada y los labios temblorosos. Parecía que la había arrollado un tropel de caballos. No sabía si agradecerle que se fuera o correr tras él para que le explicase esas enigmáticas palabras.

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