Alma

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Segunda parte. Ferrol » Capítulo 13

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Capítulo 13

 

 

¿Qué pasaba allí? Se oía ruido y algunos gritos de los hombres que trabajaban dentro.

Llovía tanto que ellas se habían quedado en la casa junto a Rosa y un chocolate caliente. Pero no había aguantado mucho. Mientras Elisa, que la conocía desde que tenía conciencia, le contaba a la guardesa todas las novedades de los últimos meses, ella se escurrió fuera en dirección a los sonidos que procedían del molino.

Abrió la puerta y asomó la cabeza. Lo que vio la dejó boquiabierta. Distinguió una nave inmensa, que ocupaba todo el ancho de la construcción. Unas enormes piedras giraban sin descanso. Un grupo de trabajadores se atareaban cerca de una de ellas. Entró de puntillas, como si no quisiera que nadie la descubriera. Le fascinaba aquella actividad. Todos los trabajadores estaban pendientes de lo que acontecía en el pequeño grupo. A pesar de que fuera hacía frío, aquella gente trabajaba con el torso desnudo. Tal vez debido al esfuerzo, no percibían las bajas temperaturas. Entonces lo vio. Uno de los que trabajaba era Armand. Sus músculos se tensaban y ondulaban al ritmo de sus movimientos. Por lo que pudo apreciar, intentaba sacar algo que obstruía una de las piedras, impidiéndole girar. Aquel debía de ser el problema que había retenido a su tío. Mantuvo sus ojos fijos en aquel cuerpo que había podido apreciar cuando se ocupó de curarle el disparo. Todavía podía verse la cicatriz, que, suponía, se quedaría allí para siempre. Recordó su calor y su suavidad y sintió la necesidad de volver a tocarlo con libertad.

Alguien se dio cuenta de su presencia y alertó a su tío, que se acercó

—Alma —la saludó con alegría—. Pasa. Bienvenida. ¿Sabes cómo funciona esto?

Ella negó mirando a su alrededor.

—Ven, voy a mostrarte todo lo que hemos conseguido.

Ella se dejó guiar, sin apartar la vista de Armand.

—¿Qué hace monsieur Bandon? —se decidió a preguntar.

—Ha caído algo entre dos de las piedras y las ha atascado. Está intentando sacarlo.

—Pero —caminó junto a su tío sin dejar de preocuparse—, eso es peligroso ¿no?

Jean Ledoux soltó una risita.

—La palabra peligro suele ir unida al señor Bandon. No te preocupes, puede con eso y más. Es un trabajador infatigable.

—Me dijo que no trabajaba para ti.

—Y no lo hace. Se ha ofrecido a arreglarlo cuando ha visto que teníamos problemas.

Eso si que cuadraba con la imagen que Alma tenía de él.

—Mira —Ledoux señaló hacia un espacio enorme—, ahí almacenamos el trigo. El bergantín se quedó en la bahía así que lo trasladaron desde allí en barcos más pequeños hasta la puerta del almacén. Se aprovecha cuando sube la marea, porque el agua llega hasta la misma presa del molino.

—El barco en el que vine… Me dijeron que venía de San Petersburgo y que traía trigo para ti.

—Así es. Ese ya está bien molido y envasado en barriles. He conseguido guardarlo de tal manera que aguanta muchísimo tiempo sin echarse a perder.

—¿Qué haces con él?

—Sirve para abastecer a toda la comarca y al ejército. El precio del pan había subido bastante y con esta producción estamos consiguiendo que llegue a todo el mundo. Después de lo ocurrido en Francia, hay que andarse con cuidado.

Ella recordó como el precio del pan influyó en la revolución y comprendió que tomaran precauciones.

—¿Y de dónde lo sacas? ¿Tienes que ir hasta tan lejos?

Su tío se encogió de hombros.

—También traemos de Filadelfia y de otros lugares de América. Aprovechamos el viaje para traer productos de Cuba y México. Los viajes son muy caros y hay que aprovecharlos.

—¿Ahí es donde va a viajar pronto Francisco?

Él la miró un momento sin comprender.

—¿Te refieres al capitán Suárez?

—Sí.

—Sí. Él y el señor Bandon salen para Cuba dentro de menos de un mes.

Así que Armand también se iba. Ya le había mencionado en alguna ocasión que no le gustaba permanecer mucho tiempo en el mismo lugar.

—Esa piedra que está desatascando ¿es muy importante?

—Por supuesto. Con ellas molemos el trigo. He conseguido implantar el sistema francés para moler. Puedo asegurarte que es muy rentable. ¿Ves? —Señaló hacia las piedras—. Hay cuatro ruedas de pedernal, traído de Francia. Ellas muelen el cereal. Por allí, en esas limpiaderas, se separa el polvo y la inmundicia de la harina blanca. El pan blanco que se hace es de una excelente calidad y salen un montón de kilos. Cuando deje de llover, te ensañaré cómo abrimos y cerramos las compuertas.

Alma escuchaba con atención toda aquella explicación. Hasta ese momento no había sido consciente de la importancia del pequeño imperio que había creado su tío.

 

 

Armand la descubrió casi en el mismo momento de su entrada. Ya le extrañaba que después del viaje se resignara a quedarse sentada dentro de la casa. Su curiosidad y su afán por conocer cosas nuevas la habían llevado hasta allí. Mientras intentaba colocar la rueda en su sitio, vio cómo escuchaba las explicaciones de su tío. Apostaría a que era la primera mujer que pisaba aquel lugar lleno de polvo, que parecía no afectarla. Los hombres habían dejado de prestar atención al trabajo para observarla con interés y él sintió el irrefrenable deseo de decirles que dejaran de comérsela con los ojos. En un momento dado sus miradas se cruzaron y la necesidad de sacarla de aquel recinto aumentó. Habría dado cualquier cosa por estar a solas con ella y volver a besarla. ¿Le respondería como había hecho entonces o ya no querría besarlo? Tiró con fuerza de la piedra hasta que esta encajó en su sitio.

—Bien hecho, Bandon. Sigues siendo el mejor —le felicitó Ledoux, que atraído por el ruido del golpe del pedernal había visto como esta se colocaba.

—No ha sido nada. Voy a lavarme y a vestirme.

Ella estuvo a punto de decirle que no hacía falta que se diera prisa, que estaba bien así. Si su tío sospechara cuáles eran sus pensamientos, se escandalizaría y no volvería a dejarla a solas con él.

—Ven —dijo Jean, agarrándola del brazo—, voy a enseñarte cómo se abren las compuertas de la presa.

Ella salió de su ensimismamiento y le siguió, no sin antes echar un último vistazo a Armand, que en ese momento se echaba agua por encima. Diminutas gotas salpicaron sus músculos y su cara. Estuvo a punto de suspirar con fuerza.

—Únete a nosotros cuando termines —propuso su tío a Armand.

Justo lo que necesitaba.

 

 

Elisa no encontraba a su prima. ¿Dónde se habría metido aquella criatura inquieta? Después de tomarse el chocolate, salió en su busca pero no consiguió encontrarla. A quien si encontró fue a Francisco, que daba la impresión de esperarla.

—Hola —saludó ella con algo de timidez.

—Hola.

Él respondió en tono serio y sin dejar de mirarla.

—¿Has visto a mi prima?

—Creo que ha salido. Me ha parecido verla entrar en el molino.

Elisa abrió mucho los ojos, sorprendida.

—No es posible.

Francisco esbozo una amplia sonrisa.

—Sí que lo es. Tendrías que haberla visto en el barco. Alma tiene un gran carácter. Cuando quiere algo, no duda en ir tras ello.

—No como yo —apuntó con amargura.

—Yo no he dicho eso —se defendió.

—No, pero lo piensas. Crees que no soy capaz de luchar por lo que quiero.

Él entrecerró los ojos y la observó con cuidado. Había una determinación que no había advertido antes.

—Vas a luchar por lo que quieres —afirmó.

—Sin duda, estoy decidida. ¿Y tú qué vas a hacer?

Él dio un paso hacia ella. Estaban en mitad del vestíbulo, por lo que no se sentía muy a gusto.

—Yo estoy dispuesto a cualquier cosa. Lo sabes.

—¿Hasta a casarte conmigo?

Él se echó hacia atrás como si lo hubieran golpeado. No podía haber oído bien. Días antes creía que lo tenía todo perdido y ahora ella le pedía en matrimonio. Desde luego, se había contagiado de la determinación de su prima.

—¿Qué has dicho?

—Que si te casarías conmigo antes de salir para Cuba.

—Elisa —alargó los brazos con intención de agarrarla, pero ella retrocedió—, ¿te estás oyendo?

—Me oigo y sé lo que digo. El que parece que ya no está tan seguro eres tú. ¿Qué pasa, no estás acostumbrado a que una mujer tome la iniciativa? Pues aquí me tienes, pelando por lo que quiero.

—¿Y qué es lo que quieres?

—A ti —respondió sin dudar y sin apartar los ojos de los suyos.

Francisco reaccionó con tanta rapidez que ella no pudo retirarse de nuevo. La envolvió en sus brazos y la apretó contra él en un abrazo que la dejó sin respiración.

—¿Cuándo? —Sus ojos echaban fuego y su aliento quemaba.

—Mañana. En la iglesia de Santa María —respondió sin dudar.

Tras unos segundos para sopesar la proposición, Francisco tampoco dudó.

—De acuerdo. Alma y Armand pueden ser los testigos.

No esperó ni un segundo más. Su boca dura y hambrienta se apoderó de los labios dulces y suaves de Elisa. No había nada de timidez ni persuasión. Con ese beso sellaban un pacto y comenzaban una nueva vida, con quien ellos habían elegido. La caricia ávida y poderosa en un principio se volvió más lenta y erótica. Ya no se trataba de un beso contenido, ahora sí que podían hacerlo sin cortapisas. Tocar, saborear, conocer…

Perdidos en aquellas sensaciones, no advirtieron que la puerta se abría. Armand y Alma se detuvieron en seco, boquiabiertos ante lo que veían. Al final, Armand carraspeó para advertir de su presencia, decidido a no asistir a una demostración más allá de lo que contemplaba. También agradeció que Jean se hubiera quedado retrasado en el molino para dar las últimas órdenes. No quería ni imaginar su reacción si hubiera pillado al capitán de uno de sus barcos y a su hija en aquel apasionado beso.

—No es por interrumpir —habló con sorna—, pero el señor Ledoux no va a tardar en entrar.

Ambos se separaron despacio, como si no terminaran de tomar conciencia de la realidad.

—Veo que habéis arreglado vuestras diferencias —comentó Alma.

—Sí, está todo arreglado: Mañana nos casamos —anunció Elisa con una amplia sonrisa.

—¿Qué? —La pregunta salió de las gargantas de los recién llegados con el mismo tono de asombro.

—Hemos decidido casarnos antes de que Francisco parta para Cuba. Mañana hablaremos con el cura de Santa María. Esperamos que queráis ser nuestros testigos.

Ambos se miraron sorprendidos. Ninguno había esperado esa solución tan precipitada.

—¿Te lo has pensado bien? No es necesario que os caséis.

—No lo es, pero queremos hacerlo. Quiero que Francisco salga de aquí teniendo una esposa. Así mi madre no podrá presionarme más.

—¿Has pensado en el escándalo? —Alma no reconocía a su prima.

—Me da igual. Ya es hora de que piense en mí.

No sabía qué era peor, si su actitud cuando no se decidía a hacer algo o aquella testaruda e irreflexiva.

Alma y Armand volvieron a mirarse pasmados. No reconocían a Elisa en aquella joven decidida y desafiante.

—¿Estáis seguros? —preguntó Armand a Francisco—. No va a ser fácil.

—Es lo que ella quiere. Estoy tan sorprendido como vosotros —dijo con una sonrisa mientras la abrazaba—, y estoy encantado. ¡Voy a ser un hombre casado!

—No entiendo tanta efusión —comentó Armand con tono brusco.

Elisa y Alma lo miraron con curiosa sorpresa, Francisco se limitó a sonreír.

—No todos pensamos que el matrimonio es una trampa.

Así que Armand estaba en contra del matrimonio, se dijo Alma, y el capitán lo sabía. Le gustaría saber qué secretos escondía aquel enigmático sujeto.

—Será mejor que vayamos al salón —propuso Elisa—. Allí podremos hablar más tranquilos.

Cuando Jean Ledoux volvió, ya habían planeado el día siguiente. Elisa, que conocía al párroco desde niña, le pediría el favor.

—A lo mejor necesitamos más de un día —reflexionó Alma—. ¿Qué vamos a decirle a tu padre?

—No tengo ni idea. A lo mejor sirve decirle que como hoy ha estado todo el día lloviendo, no has podido ver la zona.

—Podría servir —admitió—. Lo intentaremos.

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