Alma

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XXV. Varios caminos

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XXV

VARIOS CAMINOS

1

—Sólo digo que no puedes estar segura —repitió Pete, con un tono que desvelaba una protesta. Los brazos cruzados sobre el pecho, por encima del cinturón de seguridad, afianzaban esa imagen.

—Ha venido aquí, a buscarlos a ellos —repitió Jow mientras movía los ojos rápidamente a un lado y a otro intentando encontrar un hueco entre el tráfico.

Jow y Pete habían sido un poco más listos que Alma y habían evitado las carreteras principales. Habían seguido una pequeña carretera secundaria hasta que tampoco fue posible continuar por ahí, y entonces, como de costumbre, decidieron tomar un atajo campo a través. Para hacerlo, tuvieron que arrollar una alambrada, pero ésta era débil y pensada para marcar un límite psicológico al ganado más que como impedimento, y el coche pudo fácilmente con ella. Ese sendero los llevó por detrás de una gasolinera hacia un grupo de almacenes industriales por los que cruzaron a buena velocidad, luego pasaron por un destartalado barrio de casas pobres y se encontraron en la periferia de la ciudad.

Allí parecía imposible continuar de ninguna de las maneras. Los coches ocupaban incluso las aceras.

—Parece que… hasta aquí hemos llegado —dijo al fin, deteniendo el motor.

—Dios mío, no puedo creerlo —siguió protestando Pete.

Jow le dirigió una mirada fulminante.

—Escucha, puedes quedarte en el coche, si quieres. Sé que ella está por aquí… y quiero estar a su lado cuando intente lo que sea que se le haya ocurrido.

Pete suspiró y se miró las manos.

—Lo sé —dijo Pete—. Sé que piensas eso, pero…

—Lo siento —exclamó Jow, determinada.

—Un segundo —pidió Pete, inquieto; sabía que cuando Jow tomaba una decisión era prácticamente imposible hacerla cambiar de opinión—. Vamos a pensarlo despacio. Leeds tiene casi novecientos mil habitantes y una extensión de cuánto, ¿quinientos kilómetros cuadrados? ¿Te das cuenta de lo que es tratar de encontrar a Alma aquí dentro, sin tener ni idea de por dónde puede andar, de qué camino puede haber seguido?

—Me da lo mismo —replicó Jow.

—¡Y eso suponiendo que haya venido a Leeds! En serio; por lo que sabemos, ¡a estas alturas podría haber vuelto a casa de Alfred!

—Sé que no es así —respondió Jow, tajante.

—No estás siendo razonable… —exclamó Pete.

—La razón no tiene nada que ver con esto, Pi. Eso lo dejo para cuando estoy sentada delante del ordenador, programando. Ahora sólo estoy sintiendo. Es lo que ella me ha enseñado, y me gusta. Ella siente conmigo. Sé que… si tengo que encontrarla, la encontraré.

—Hablas de cosas que…

—Hablo de instinto. Llámalo instinto, si te es más cómodo.

—Pero… ¿y si no la encuentras?, ¿qué crees que puede pasar? ¿Aceptarás tu destino… fatal y eso será todo?

—Mira… quédate en el coche —dijo Jow suavemente—. De verdad, no pasa nada. Es mi decisión, mi camino. Tal vez no sea el tuyo. Yo no te pido nada.

Lo besó en la mejilla y se bajó del coche, mirando alrededor. Lo primero que le llamó la atención fue que, en comparación, el Smart de Alfred parecía una pegatina o un montaje hecho con Photoshop que no se integraba nada bien con el resto de la imagen. Allí faltaba color, faltaba sustancia, como si estuviera mirando una fotografía vieja que hubiera estado demasiado tiempo al sol. Lo otro era el frío, desde luego, el frío que conocía tan bien. Pero además…

«Tristeza».

Lo cierto era que, a pesar de la adrenalina que cabalgaba por sus venas, de repente se sentía desanimada y decaída, como si hubiera cogido el teléfono a las cuatro de la mañana para recibir la noticia del fallecimiento de un ser querido.

—Oh, Dios —susurró, encogiendo el cuerpo y cruzando los brazos sobre el pecho.

«Respira». Era lo que solía decirle Alma. «Respira».

—Respiro… Respiro.

Respiró una, dos y hasta tres veces, hasta que algo le tocó el hombro. Dio un respingo y se volvió.

Era Pete. Había abandonado el coche y se había puesto a su lado.

—Está bien —dijo con una sonrisa—. Tú y yo contra el mundo.

Jow lo miró unos instantes. Sí, Pete la seguiría…, cruzaría con ella la ciudad sabiendo a lo que se enfrentaban; lo haría porque…

Porque…

Se abrazaron.

2

Algo chirrió en alguna parte. Era un sonido enervante, estridente, de esos que te hacen apretar los dientes, como el que produce una tiza en una pizarra, pero a un volumen industrial. El grupo de jóvenes lo había oído antes, ese mismo día, y lo reconocieron enseguida. Soltaron a Alma como si fueran niños a los que se ha sorprendido torturando a una mascota y se quedaron congelados. Todo el mundo se quedó congelado, durante un instante, al menos. Después, explotó el caos.

Gritos, carreras. Los jóvenes se dispersaron en todas direcciones, y Alma se quedó en la acera intentando recuperar el equilibrio. Cuando consiguió alzar un brazo y sujetarse a la pared, levantó la vista y lo vio.

Era como si las sombras en el suelo estuvieran haciendo un esfuerzo por erguirse, proyectándose a sí mismas en sentido vertical y escapando de su prisión de dos dimensiones. Sus raíces parecían ser la oscuridad de la parte inferior de un viejo Austin y las tinieblas engendradas bajo la marquesina de un pequeño comercio, ALFRED LIL’ GROCERY, y de allí surgía lo imposible: una concentración de oscuridad tan escalofriante que parecía que la calle se hubiera desgarrado, mostrando un agujero por donde los ojos se resistían a ver o comprender nada.

Alma dio un respingo.

Allí estaba. Era lo que estaba buscando.

Un Descarnado.

Antes de que pudiera reaccionar, sin embargo, la sombra se desplazó abruptamente hacia la derecha en un solo movimiento fugaz y despiadado. Un segundo más tarde estaba al otro lado, enganchada a la pierna de un señor con el pelo blanco. El hombre se cayó de bruces, como si le hubieran atrapado el pie con el anzuelo de una caña de pescar. Aulló, y aulló aún más cuando la sombra se cernió sobre él y su cuerpo comenzó a encogerse de una manera imposible y aterradora, desgranando sonidos húmedos y desgarradores. Un par de segundos más tarde, estaba muerto. Su mano derecha caía sobre la acera, lánguida, y su reloj de muñeca producía un sonido metálico al chocar contra el suelo.

Alma se lanzó hacia el monstruo.

—¡Eh! —graznó.

La sombra se sacudió: sus múltiples facetas se revolvieron y cambiaron de lugar.

«No…, así no», pensó Alma.

Estaba llena de urgencia, de rabia, de… inseguridad. Llena. Colmada. Su labio inferior, incluso, se estremecía como si tuviera vida propia, y así no iba a conseguirlo: el invasor se ocuparía de ella como se había ocupado de casi todo el mundo.

Así no.

Entonces se detuvo, mientras la forma negra parecía crecer ante ella, evolucionando hasta parecer un poste tosco y deforme, amenazante como un animal que se ha erguido sobre sus cuartos traseros para parecer más grande.

«Está… midiendo», pensó.

De pronto, la doctora Chambers se dejó caer al suelo. Se quedó sentada con las piernas cruzadas, como una diligente estudiante de los caminos del yoga. El frío era tan acusado que sus articulaciones parecieron quebrarse en múltiples trozos, proyectando atroces punzadas de dolor, pero lo ignoró. Cerró los ojos y lo ignoró todo.

Se olvidó de la sombra, de la amenaza, hasta de sí misma. Buscó la soledad, recuperó la soledad en la que se había instruido y encontrado durante casi toda su vida y en la que ella era ella, infinita, única, tan imperturbable como inalcanzable.

Entonces… silencio.

El silencio.

Se rodeó de calma, de confianza; sin miedo, sin ansia, prisa o urgencia. Era ella, conectada con todas las cosas vivas: otras personas, animales, los árboles, las plantas, las piedras, el corazón invisible de la misma Tierra, los filamentos energéticos y luminosos que cruzaban el vacío sideral conectando las estrellas, las galaxias, la estructura esencial del universo. Y permaneció en la imper

ma

nen

cia.

Abrió los ojos, incapaz de saber cuánto tiempo había transcurrido desde que se perdiera en sí misma. El ruido del mundo regresó entonces con una contundencia arrebatadora, como si alguien hubiera encendido un televisor y empezara a sonar a máxima potencia. Se encogió sobre sí misma y se atrevió a abrir los ojos. Apenas lo hizo, descubrió que la sombra, que había estado a punto de abalanzarse sobre ella, ya no estaba.

Miró alrededor, confundida y algo desorientada, y descubrió enseguida que el Descarnado seguía su camino por la calle, alejándose de ella: una mancha imposible, farragosa y desconcertante que dejaba un reguero descolorido tras de sí.

—No… —musitó, incorporándose tan rápido como le fue posible.

Intentó avanzar hacia la amenaza, pero ésta empezó a replegarse contra el suelo y las paredes, confundiéndose con las sombras del lugar. En cuestión de segundos parecía haberse fundido con las zonas más oscuras, desapareciendo de la vista. Alma llegó enseguida, arrodillándose allí donde había percibido su presencia la última vez.

Ya no estaba allí. Había…

Se había evaporado.

Alma apretó los dientes, presa de un desánimo desnudo y sincero.

—No…

Había conseguido escapar, sí, pero esconderse no era una victoria. Había hecho lo que la niña finlandesa, en su prodigiosa inocencia infantil, le había sugerido con sus palabras: Vaciar. Vaciar todo el miedo, la inseguridad, los pensamientos sobre la muerte, la sensación de pérdida, el dolor o la perspectiva del dolor… y había conseguido pasar desapercibida. Era algo, desde luego, pero no era lo que había pretendido.

Había funcionado a medias.

Ella quería haberlo destruido.

3

Alfred llegó al punto de reunión a la hora convenida, pero allí no había nadie más que Penny, una artista de treinta y tres años que esculpía, principalmente, mujeres en actitudes amatorias, y el viejo Vondur, que por lo que sabía, vivía una vida apacible dedicada a sus varios hobbies sin remuneración gracias a una pequeña herencia familiar. Los dos vivían a no mucha distancia de allí, y sus palabras no encerraban demasiadas esperanzas de que el número de integrantes fuese a aumentar.

—Me ha costado Dios y ayuda llegar hasta aquí —dijo Penny, apartándose el pelo de la cara—. Las carreteras… Bueno, la mayoría están cortadas.

—Yo me encontré con el puñetero ejército, ¿podéis creerlo? —explicó Vondur, recostado contra su vieja furgoneta—. Pude escabullirme por un pequeño sendero y di una vuelta enorme. Estaban deteniendo los vehículos que viajaban hacia aquí. Empujaban los coches a la cuneta, y la gente que iba dentro era introducida en un camión militar.

—¿Y eso? —preguntó Alfred.

—¡No lo sé!

—Estamos bajo ley marcial —dijo Penny—. Pueden hacer lo que quieran.

Alfred asintió.

—Llevaban varios vehículos cubiertos con lonas. Para mí que eran cañones.

—Hum. No creo que nada de eso funcione.

Penny negó con la cabeza.

—No lo hará —afirmó—. Pero ellos hacen lo que tienen que hacer: intentarlo todo.

—A lo mejor los cañones no son para la Marea Negra —apuntó Alfred—. A lo mejor son para recuperar el control en las ciudades.

—Puede que leyeran tu nota de prensa y hayan decidido hacer algo en Elvenbane —dijo Vondur—. No sé.

Se pasó una mano por la barba canosa y suspiró largamente, luego tiritó, sacudiendo su voluminoso cuerpo con una especie de espasmo.

—Y este frío…

—Pensé en ello —dijo Penny—. Pensé que… aquí debía de hacer más frío. Pero los abrigos no ayudan.

—No ayudan —susurró Alfred.

—Es de locos —añadió Vondur.

—El caso es que no veo cómo podrán llegar aquí los demás —opinó Penny, suspirando—. En serio. Un trayecto que antes se hacía en diez minutos ahora es algo… imprevisible. Puedes tardar un par de horas, o puedes… no llegar nunca.

—Mierda… —exclamó Alfred—. Si lo hubiéramos sabido antes, habríamos podido, quizá, hacer algo.

Penny se encogió de hombros y volvió la cabeza para mirar hacia un punto determinado del horizonte, donde un grupo de árboles despuntaban desmañadamente en una planicie verde. Sabía que más allá estaba el pueblo de Elvenbane, donde había empezado todo. Le resultaba muy curioso que el origen de tanto horror se hubiera engendrado allí, tan cerca de su casa, en el lugar donde solía pasear con aquellos primeros novios de juventud, donde pasaba parte de las vacaciones de verano con su familia, donde había habido tantas risas, momentos felices, días de sol y de soñolencia a media tarde.

Era posible que el nombre del pueblo no estuviera tan mal escogido[3] después de todo.

—Entonces… ¿no lo hacemos? —preguntó Alfred.

—No lo sé —dijo Penny—. No tiene realmente mucho sentido ir allí. Sólo somos tres. Es ridículo intentarlo.

—Diablos —susurró Vondur, pensativo—. Estuve… Cuando venía hasta aquí, estuve pensando que éste era el momento en el que, quizá, podría dar un sentido a mi vida. No he hecho demasiado con ella, ¿sabéis? No he… hecho ningún trabajo que la gente recuerde, no he escrito un libro, ni siquiera he sido especial para nadie o formado una familia. —Se miró las manos—. Era ahora. Aquí y ahora. Para esto era todo. Me sentí bien viniendo aquí, en mi sitio, como si… como si…

Penny le pasó una mano por encima del hombro.

—No importa —exclamó Vondur al fin.

—Sé lo que quieres decir —susurró Penny—. Yo también me sentía así.

Se quedaron silenciosos y pensativos, cabizbajos y alicaídos.

—Quizá deberíamos esperar un poco más —opinó Alfred.

Penny tenía sus propias ideas al respecto, y no eran muy esperanzadoras. De hecho, estaba frotándose con el dedo el pequeño tatuaje de una mariposa que lucía en el antebrazo. Era viejo y estaba deslucido, pero para ella tenía un significado muy especial, el de un antiguo renacimiento que había tenido que afrontar en tiempos difíciles. Cuando tenía problemas, de una manera inconsciente, lo acariciaba con uno o dos dedos.

De pronto, oyó un rumor sordo, áspero y lejano, como el de un motor. Alfred también lo había oído porque, en ese momento, giraba la cabeza hacia la carretera.

—Dios… —exclamó.

Se trataba de un camión. Incluso a esa distancia resultaba inconfundible con su color verde, el guardabarros de barras gruesas y la lona que cubría todo el remolque. Era un camión militar, un transporte de algún tipo, y circulaba a gran velocidad hacia ellos.

—Hostia —soltó Vondur.

—Militares…

—¿Un transporte de tropas? ¿De gente?

—¿Creéis que nos… echarán de aquí? —preguntó Penny.

—No lo sé —dijo Vondur.

—¿Deberíamos irnos?

—No creo que debamos irnos ahora, si es lo que estás preguntando —respondió Alfred en voz baja—. No me parece buena idea. Ley marcial. No se huye del ejército.

El sonido del camión era cada vez más cercano.

—A lo mejor pasan de largo —apuntó Penny—. Debe de haber más gente por la zona… ¡Que yo sepa no han desalojado a nadie en ninguna parte!

Pero nadie respondió. El camión se acercaba a ellos con rapidez, y ahora podían incluso distinguir el polvo del parabrisas con dos marcas limpias en su superficie, conformando algo parecido a un abanico. La matrícula también se hizo visible, y el estruendo fue, finalmente, tan grande en mitad de aquel silencio que parecía envolverlos y tragárselos.

El camión empezó a aminorar la velocidad. El hecho de que iba a parar donde ellos estaban cruzó por la mente de todos. Era lo que habían temido, que los echaran de allí; pero nadie dijo nada. Sólo miraban, expectantes. Al fin, se detuvo junto a ellos con un quejido hidráulico. La ventana del conductor se abrió.

Penny lo reconoció enseguida. Era Bataller, uno de los que se habían apuntado a las sesiones de Elvenbane, y sonreía.

—¡Vamos, subid atrás, que nos vamos! —dijo.

—¿Qué? —exclamó Penny, perpleja—. ¿Qué es lo que…?

—¡Ahí atrás están casi todos! Subid, ¡ya os lo explicarán!

Penny movió la cabeza con incredulidad y miró a Alfred, que estaba perplejo.

—Es Alex Bataller, del chat —explicó.

Vondur soltó entonces una especie de grito de júbilo y salió corriendo hacia el remolque. Alfred se quedó mirando al hombre y terminó encontrando una sonrisa con la que vestir su sorpresa. Eran ellos. Realmente estaban ahí. Contra todo pronóstico, habían conseguido llegar, y juntos. Y eso…

Eso probablemente significaba algo.

Como el grito de Vondur. Ese hombre podría estar celebrando marchar hacia una muerte segura, pero lo sentía como si fuera parte de su destino vital; la razón última de todo.

Y eso… eso también significaba algo.

4

El zumbido inequívoco de un helicóptero se hizo audible en mitad de la calle.

Pete miró hacia arriba a tiempo para distinguir la silueta de una nave del ejército: un aparato con dos grandes cañones dispuestos a ambos lados que volaba a baja altitud por encima de los edificios, describiendo una especie de giro cerrado. El sonido de sus motores, a esa distancia, era trepidante.

—Dios, ¿qué querrán hacer con eso? —preguntó Jow.

Pete se encogió de hombros.

Caminaban por una de las calles, entre gente que iba y venía en ambas direcciones, buscando con ojos muy abiertos algún sentido para lo que estaba ocurriendo. Alguien caminaba con un colchón en equilibrio sobre la cabeza, asegurándose de mantener a su familia debajo, como si quisiese protegerla de una lluvia de flechas. Otros, arrastraban carritos, maletas y bultos de todo tipo.

Un hombre se había subido a un coche y gritaba algo en un idioma extranjero.

A veces les costaba avanzar entre el gentío.

—¿Cómo vamos a encontrar a Alma en este caos? —preguntó Pete, elevando la voz para hacerse oír.

Jow no lo sabía. Había estado dejándose llevar por la afluencia de personas, como si fuera una hoja arrastrada por la corriente, pero no había tenido tiempo de pararse a pensar. Era incluso complicado averiguar dónde estaban los Descarnados, porque la gente huía desde y hacia todas partes, y tampoco encontraron ningún agente del orden que les impidiera ir hacia alguna dirección en particular. Era el caos perfecto.

Era una buena pregunta.

¿Cómo daría con Alma?

Si fuera el caso contrario, si fuese Alma quien la estuviera buscando, podría, quizá, utilizar alguna de sus capacidades para dar con ella, pero el único don que Jow podía reclamar en justicia era una pequeña reserva de intuición, por lo demás, bastante limitada.

—No lo sé —exclamó.

Pete suspiró largamente y miró alrededor.

Dos hombres se afanaban por arrastrar el cuerpo de una mujer, cogiéndola por las axilas y los pies, haciendo lo imposible por avanzar. Su cabeza se bamboleaba. Pete pensó que, con probabilidad, intentaban llevarla a algún centro de salud, pero dudaba de que nadie fuese a atenderla con rapidez.

Había mucha tristeza en todo lo que veía, y podía sentirla dentro, socavándole el ánimo. En ocasiones, se veía obligado a tomar una profunda bocanada de aire.

Jow se apartó a un lado, dejando que el río de gente fluyera. El helicóptero hizo otra pasada con un estruendo ensordecedor.

Alma.

¿Cómo podría encontrarla en aquel laberinto de miserias humanas? ¿Cómo?

Estaba pasándose la mano por la cara cuando un chirrido estridente como el de los frenos de un tren se elevó por encima del ruido de la gente, y todo el mundo empezó a gritar.

5

La sombra emergió sin que nadie se diese cuenta de nada, conjurada como por ensalmo de entre las esquinas oscuras de la avenida. Se formó con la lentitud con la que se abre el capullo de una flor, creciendo entre la gente, hasta que tuvo suficiente consistencia como para emitir una especie de grito de guerra. Entonces se desplegó como una estrella de mar, proyectando hilachos alargados y retorcidos, negros como la pez.

Las personas que tenía alrededor apenas pudieron reaccionar. Fueron alcanzadas cuando la sombra se reveló en todo su terrible esplendor, ominosa como un agujero negro, alcanzadas por sus cimbreantes extremidades. Como en todos los otros casos, los cuerpos perdieron su entidad física en cuestión de segundos, desinflándose y cayendo al suelo sin nada que los sostuviera, burdos disfraces de ropa, piel y cabellos.

Aun entonces nadie pareció ver nada, y si alguien lo vio, no pudo articular palabra. Fue luego, cuando el Descarnado profirió esa especie de alarido, que la gente reaccionó moviéndose en masa como un solo cuerpo.

La gente caía al suelo. Los que podían correr más rápido se abrían paso a codazos entre los que no.

La sombra se desplegó lateralmente y pareció introducirse en el interior de un coche. Los cristales estallaron lanzando mil esquirlas en todas direcciones, rápidas como proyectiles, provocando heridas en aquellos a quienes alcanzaba, incluso a través de la ropa. Alguien cayó al suelo y rodó sobre su propio cuerpo, sacudiéndose en un doloroso espasmo. Desde allí, saltó sin que se pudiera ver cómo hacia la acera, enredándose en una de las farolas. El efecto visual fue curioso: como si el metal de repente perdiera su capa de pintura y se volviera quebradizo en apariencia, sucio, estragado por cien mil inclemencias, y luego se desplazó por la acera pasando entre la gente.

Los cuerpos caían en el acto. No había un proceso de succión. Era como si el simple contacto fuera suficiente para que las frágiles carcasas humanas fuesen privadas de su contenido. Algunos arrojaban una fina película de sangre al aire en el proceso, como un géiser. Otros, sencillamente, se desinflaban como un globo.

Jow y Pete miraban con ojos atónitos cómo la gente se encendía como una llama en un océano de hierbas secas, entregándose a un griterío que denunciaba, sobre todo, el miedo y la desesperación. Ahora todo el mundo subía por la calle, corriendo en una única dirección. Animales huyendo despavoridos, autómatas uniformados por el riguroso traje del miedo. El colchón que cubría a la familia, visible sobre las cabezas de la gente que huía, fue arrojado inesperadamente varios metros más allá, dio un bandazo en el aire y salió despedido de nuevo en dirección contraria. Jow no quiso saber ni imaginar qué había pasado con los niños.

Algo tiró de ella.

Era Pete, mirándola con expresión asustada.

—¡Tenemos que irnos! —le decía con urgencia.

Jow lo sabía, sí, pero no podía ni pensar en mezclarse con aquel torrente de gente. A veces, alguien pasaba demasiado cerca y la arrastraba unos centímetros, o le daba un codazo que le arrancaba un leve quejido, o sufría un pisotón. No, formar parte de ese pánico desbocado y acelerado no parecía la mejor de las ideas, y, sin embargo, ¿qué alternativas tenía?

De pronto, algo en la escena cambió, o estaba cambiando en ese momento; algo por encima de la muchedumbre, del ruido, del movimiento vertiginoso. Jow tuvo que parpadear varias veces para comprender lo que pasaba, captar los detalles con la visión periférica. Eran las sombras…, no la sombra demoniaca dotada de vida, sino las pequeñas sombras mundanas e insignificantes propias de un día gris que se proyectaban en las fachadas, entre las ventanas, bajo las cornisas… Todas ellas se movían lentamente como volutas de hierro atraídas por un imán, girando en círculo alrededor de…

La calle estalló con un destello oscuro. El Descarnado, como si estuviera henchido ahora de las energías que precisaba, se había desplegado hacia el centro de la avenida, expandiéndose como un agujero abyecto y voraz. Era una telaraña ominosa y cruel a cuya visión pocos podían escapar. La mayoría se quedaban petrificados, incapaces de soportar la ausencia de materia, la nada colérica que les hacía sentir escalofríos tan violentos que algunos caían de rodillas.

Jow dejó escapar un gemido.

Era como si alguien acabara de apuñalarla en el corazón.

Dejó escapar una vaharada blanca, todo el aliento que le quedaba, y su mano helada se dirigió a la de Pete.

—Vámonos… —susurró éste—. Vámonos…

Jow retrocedió un par de pasos, chocó contra la fachada que tenía detrás, y se quedó allí, sintiéndose como un muerto viviente.

La abominación chilló.

6

El helicóptero descendió entre los edificios, levantando polvaredas de humo y aire. El piloto, uno de los más experimentados de la RAF, realizó una de las maniobras más arriesgadas a las que se había enfrentado, porque los edificios estaban tan cerca unos de otros que no había mucho lugar para maniobrar. Sin embargo, consiguió colocarse en la posición que necesitaba, la única posible para probar el dispositivo: justo a tres metros sobre el nivel del suelo y veinte metros de donde estaba el enemigo, esa sombra monstruosa sin rostro. Tenía que ser ésa, y tenía que ser allí. Llevaban siguiéndola durante horas, perdiéndola y reencontrándola gracias a las reacciones de la gente, porque todas las demás conformaban un tropel demasiado enorme y dinámico como para que pudieran atacarlas. Era, sin duda, la misión más importante de cuantas había afrontado, y había afrontado centenares.

—En posición —exclamó, con los brazos tensos como cables por el esfuerzo de manejar el aparato con tanta precisión.

—Lo has clavado —exclamó el comandante, nervioso y sudoroso bajo el casco—. Buen trabajo, Hylke.

—Vamos, dispare ya esa maldita cosa —soltó, apretando los dientes.

—Equilibrando… Treinta segundos.

—Dios, hay tanta gente —susurró Hylke, mirando cómo la multitud se protegía del viento que generaban las aspas mientras procuraba alejarse de la amenaza, justo delante de él. Algunos hacían señales moviendo ambos brazos, como si quisieran ser rescatados.

—Nadie sufrirá daños —le aseguró el comandante—. Sólo son ultrasonidos.

—Lo sé —asintió Hylke—. Estaba pensando, más bien, en si no funciona. ¿Quién protegerá a esa gente?

—Está bien, estamos listos —comentó el comandante tras revisar su terminal—. Control, voy a iniciar la prueba.

—Adelante, Topo Beige —crepitó una voz por radio.

El comandante, con aire solemne, echó una breve mirada a Hylke; le parecía un buen momento para compartir un instante de posible gloria antes de que su intento se revelase como un éxito o como un fracaso, pero el veterano piloto no podía ni corresponderle: estaba demasiado concentrado en mantener el aparato en el aire sin que escorase ni siquiera un metro en ninguna dirección. Eso era del todo inadmisible. Si tal cosa ocurriera, las aspas acabarían por chocar contra una fachada, y aunque difícilmente un leve roce provocaría desperfectos en las aspas reforzadas, la vibración y el impacto lo empujarían rápidamente contra el lado contrario. Ese segundo impacto sí tendría consecuencias. No tardarían en convertirse en varias toneladas de hierro girando a velocidades mortales sobre un montón de población civil.

Pensó en cuerpos cercenados.

Pensó en cabezas cortadas.

Y mientras lo hacía, el comandante pulsó el botón de disparo.

7

De pronto, el helicóptero que habían visto sobrevolar la zona (o uno muy parecido), apareció descendiendo con suavidad y mucha rapidez al final de la calle. Lo hizo dando un arriesgado y espectacular giro, tanto que el rotor de cola estuvo a punto de chocar contra una de las fachadas; sin embargo, terminó el movimiento con delicadeza, como una pieza de un puzle que encaja suavemente en su sitio. La impresión que tuvo Jow desde su punto de vista privilegiado era cinematográfica, como un efecto especial pensado para provocar el máximo impacto en el espectador. El viento generado por las aspas estaba levantando una polvareda impresionante, y la ropa de la gente y sus cabellos tremolaban enloquecidos. Lo peor, sin embargo, era el estruendo.

Jow se pegó al cuerpo de Pete.

Hubo algunos instantes de confusión que languidecieron ante sus ojos nerviosos y expectantes. El tiempo se arrastraba, sí, y mientras lo hacía, por todas partes sucedían cosas: gente que moría convertida en guiñapos resecos, gente que caía al suelo y gente que se quedaba congelada como un conejo ante los faros de un coche que se aproxima. El agujero en mitad de la avenida se cimbreaba y cambiaba de forma cada segundo, como si marcara el tiempo en un reloj invisible que tenía guadañas en lugar de agujas.

Entonces, los tubos a ambos lados del helicóptero (que Pete había confundido con cañones) empezaron a emitir una ráfaga de luces intermitentes, seguidas por un sonido agudo en extremo. La gente lanzó las manos hacia sus oídos, y los cristales de los edificios de oficinas que estaban a ambos lados del aparato estallaron ruidosamente, llenando la calle de una tormenta de trozos de vidrio. Jow y Pete estaban a cierta distancia, pero pudieron percibirlo igualmente, y era en extremo molesto. Hacía que quisieras morderte la lengua con los dientes.

Muchos empezaron a chillar, pero la forma oscura, siniestra y terrible que se asentaba en el centro de la avenida, no pareció afectada en lo más mínimo. Seguía evolucionando, cambiando su silueta y desgranando formas como en un caleidoscopio.

8

—No funciona —dijo el comandante con desesperación.

—¿No puede… darle más potencia? —aulló Hylke.

—¡No se trata de potencia! —exclamó el comandante, visiblemente nervioso—. Esa gente del Skylon… creía que podría funcionar.

—¿Más tiempo?

—No.

—Entonces no funciona —masculló Hylke.

—No lo ha hecho, maldita sea.

—Topo Beige —dijo una voz por la radio—. No estamos captando nada… ¡Informe!

El comandante iba a responder cuando, de repente, la sombra saltó hacia ellos; como de costumbre, sin transiciones de por medio: en un momento dado estaba allí y al siguiente parecía infiltrarse por la cabina liberando pequeños trazos oscuros, como el humo de una tostadora.

—¡Jesús! —soltó Hylke.

Rápidamente, tiró de la palanca hacia sí y el aparato se encabritó con rapidez. El rotor de cola chocó ligeramente contra el asfalto y la cabina se elevó bruscamente. El comandante se llevó la peor parte: su cuerpo atravesó la maraña de oscuridad y se desinfló como un flotador barato; el casco, sin cráneo que lo sostuviera, resbaló por encima de la ropa hasta caer sobre sus rodillas, reducidas a dos débiles hilachos. Unas manchas oscuras se apresuraron a teñir las perneras.

El sonido, a tan corta distancia, fue lo peor, como el crepitar desproporcionadamente enorme de un mechón de cabello sobre una vela.

—¡Topo Beige, informe!

Hylke soltó un graznido. Estaba a punto de tratar de elevarse cuando las sombras se retiraron con rapidez, como si fueran velámenes negros que alguien, en alguna parte, hubiera empezado a recoger. De repente ya no estaban. Ahora podía ver los controles de nuevo, e incluso podía ver la calle a través del cristal de la cabina. Entonces parpadeó, trató de estabilizar el aparato y soltó todo el aire de sus pulmones. Estabilizar el aparato era lo primero, si tenía tiempo. No podría salir de allí con ninguna inclinación que no tuviera bajo control. Cualquier cosa que intentase acabaría en desastre.

Pero algo… algo pasaba en la calle.

Delante de él, algo inexplicable estaba ocurriendo.

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