Alma

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XXVII. El desastre de Elvenbane

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XXVII

EL DESASTRE DE ELVENBANE

1

Casi todo el mundo caminaba despacio, agotados y vencidos, arrastrando los pies de tal manera que producían un sonido acuoso y desagradable; tanto, que los llenaba de desasosiego y abatimiento. Al fin y al cabo, ninguno podía ignorar el hecho de que pisaban restos de cadáveres.

Las sensaciones que los habían estado confundiendo y atormentando durante el periplo por el bosque también eran ahora peores, más intensas, acentuadas, cambiantes. Ni siquiera caminaban ya juntos; había quien se había alejado varias decenas de metros y marchaba paralelo al sendero, y alguno se había alejado tanto que apenas era una figura grisácea entre la bruma. Roy estaba tan apesadumbrado y encorvado que parecía a punto de rozar el suelo con las manos, y esa sensación se acentuaba por la mochila que llevaba a la espalda, donde había guardado las herramientas que pensaban usar para la curación de la Línea Ley. Alfred, mirándolo desde las tinieblas de su desánimo, se preguntaba qué había pasado desde que estuvieron en el camión para que las cosas hubieran cambiado tanto, y la respuesta le vino de inmediato: era, por supuesto, la Línea Ley infectada. Estaban demasiado cerca del agujero y los efectos eran devastadores.

Roy tenía razón. No lo conseguirían. De ninguna de las maneras.

«Llegaremos allí y nos mataremos entre nosotros, si alguien no se suicida primero», pensó.

Miró alrededor, tan frustrado como furioso. Las expresiones en las caras de la Comunidad del Agujero lo decían todo. Había desolación, rabia, desconfianza, tristeza, y también expresiones muertas, desgarradamente desnudas, desprovistas de toda esperanza. Había pesimismo, había negatividad.

Se detuvo, estiró los brazos como si quisiera despegarse de una telaraña invisible, y lanzó un grito al aire viciado del bosque.

Los otros se detuvieron, mirándolo con ojos atónitos.

—¿Al? —preguntó Roy—. ¿Estás bien?

—No —ladró Alfred—. No lo estoy. Ninguno lo estamos.

Se miraron unos a otros.

—Lo sabéis —añadió—. Nadie ha dicho nada, pero puedo oír vuestro runrún mental desde aquí. ¡Estáis hechos un asco!

Roy asintió.

—¿Qué nos pasa? —siguió diciendo Alfred—. ¿Por qué… dejamos que esto nos afecte así? ¿Por qué nadie ha dicho nada? ¿Tanto miedo tenemos de desnudar nuestros sentimientos?

—Tienes razón… —dijo una chica que cubría su cabello rubio y lacio con un gorro de lana.

—Si no estamos juntos, ¿cómo vamos a hacer lo que hemos venido a hacer?

—Sí… —asintió Roy—. Es cierto.

Alfred paseó la mirada de uno a otro, deteniéndose unos segundos con cada uno. Las reacciones eran diferentes: algunos agachaban la cabeza, pero otros la mantenían erguida, asentían con un pequeño y sutil movimiento o se quedaban inmóviles como estatuas. Incluso en esos casos en los que no parecía haber ninguna respuesta, Alfred podía sentir el deshielo en sus corazones, reaccionando lentamente a sus palabras, llegando de alguna manera a ellos. Un murmullo apagado empezó a extenderse entre el grupo.

—Venid. Acercaos. Quiero un abrazo grupal. Vamos a apoyarnos unos en otros y a recuperar lo que éramos cuando llegamos aquí… gente con cosas buenas dentro… gente que quiere…

De pronto, alguien, en la distancia, lanzó un grito. Se volvieron para mirar, agazapándose como si hubieran oído un disparo. Se trataba de uno de los miembros del grupo. Se había separado tanto que era apenas una mancha en la distancia, pero ahora caía al suelo y se levantaba en el aire como si alguien tirara de sus piernas. En mitad del tirón, describió una voltereta inverosímil y cayó en las garras de una mancha oscura que parecía salir de los mismos árboles. Su cuerpo no resistió: pareció derretirse como si estuviera hecho de jabón y cayó al suelo deslizándose.

La chica del gorro lanzó un grito, y alguien exclamó algo que nadie pudo entender.

La sombra empezó a avanzar hacia ellos, extendiendo tentáculos de oscuridad con los que se agarraba a los troncos, como una araña terrible y delgada.

Fue Roy quien reaccionó primero.

—¡CORRED!

La mayoría empezó a correr, espoleados por un terror súbito e inesperado que los empujaba a huir tan lejos de allí como fuera posible. Casi todos corrieron en la dirección correcta, pero algunos emprendieron el camino de vuelta por donde habían venido. Nadie se detuvo a mirar qué pasaba con los demás. El chapoteo de sus pisadas en las babas humanas se mezclaba con los jadeos entrecortados.

Mientras corrían, oyeron otro ruido, como el de unas maletas cayendo sobre otras, seguido de un alarido extraño, gutural, como el ronquido de un animal. Todos comprendieron lo que acababa de ocurrir y apretaron el paso, presos de la histeria. Lo único que les cabía en la mente era correr correr correr más deprisa, más rápido, más lejos.

La chica del gorro corría en último lugar. No era demasiado buena en ese tipo de situaciones, y además el terror la paralizaba. Resbaló y cayó de bruces entre los restos. Cuando se irguió a duras penas, con la cara llena de moco gelatinoso, estaba tan impresionada y bloqueada que no pudo ni avisar a sus compañeros. La sombra le pasó por encima, recorriendo su cuerpo desde las piernas hasta la cabeza. Si Alma hubiera estado allí, habría visto cómo su esencia vital era literalmente arrancada de la carne y proyectada hacia adelante, donde permaneció ingrávida y brillante hasta que un latigazo de oscuridad la rompió en pequeños círculos de luz que no tardaron en esfumarse. El cuerpo se deshizo como una especie de fuente de yogur.

—¡CORREEEEED!

Alfred buscaba escapatorias entre los árboles, pero todo se le antojaba igual. Ellos no habían tenido tanta suerte como Alma o Colin. El sendero, que ya era vago entonces, había quedado sepultado por los restos mortales, así que corrían a ciegas, sin saber si se acercaban o alejaban de su destino. Y el pecho empezaba a arderle, castigado por la falta de aire y el esfuerzo. Un cráneo parcialmente derretido pareció mirarlo pasar desde la derecha, sonriendo burlonamente.

A su espalda, los ruidos y los gritos se sucedían con demasiada rapidez. Estaban cayendo todos, uno tras otro.

Alfred corrió. Corrió más. Corrió durante toda una eternidad. El costado le dolía, las rodillas parecían a punto de desgarrarse, pero siguió corriendo. Roy pasó a su lado y lo superó, a pesar del peso extra de su mochila, raudo como una centella; movía los brazos como si fuese un autómata pasado de revoluciones, echando rápidos vistazos hacia atrás. La visión casi hubiera resultado hilarante de no haber sido por las circunstancias.

Después de un rato, Alfred perdió la noción del tiempo. Le parecía que había estado corriendo durante horas enteras, aunque la realidad hablase más bien de minutos. Roy, unos metros delante de él, acababa de darse la vuelta y detenerse, dando pequeños pasos hacia atrás. La boca abierta le hacía parecer un pez que busca oxígeno fuera del agua.

Pasó a su lado y el otro lo detuvo con un brazo. Alfred se frenó, aunque siguió corriendo todavía unos metros. Era la primera vez que miraba a su espalda, pero cuando lo hizo le sorprendió ver la diáfana extensión del bosque salpicada solamente por los troncos de los árboles, silenciosos e impasibles. No había rastro de la sombra, ni de nadie.

Quiso decir algo, pero de pronto un acceso de vómito lo hizo doblarse en dos. Permaneció así, apoyado en las rodillas, jadeando descontroladamente y dando grandes bocanadas.

Miró otra vez sin incorporarse. Ahora había algo que iba hacia ellos, avanzando desde la bruma. Eran dos personas, apoyadas la una en la otra.

—Dios —exclamó Roy—. Queda alguien…

—¿Qué…? —preguntó Alfred, pero no consiguió añadir nada más. Una nueva arcada le hizo agachar la cabeza. Cuando se miró las piernas, descubrió que tenía manchas por todo el pantalón, hasta la cintura. «Manchas de gente», pensó. Y vomitó de nuevo.

—Se… Se ha ido… —susurró Roy, mirando alrededor.

—¿Qué…?

—Esa cosa… Se ha ido…

Los dos supervivientes llegaron hasta ellos: un hombre joven y una mujer vestida con ropa deportiva. Alfred no los conocía, pero habían asistido a algunas sesiones con Roy.

—¿Estáis bien? —preguntó éste.

—Joder… —dijo el hombre.

Alfred consiguió incorporarse. El corazón parecía a punto de salírsele por la boca, pero la respiración empezaba a normalizarse un poco. Ahora se daba cuenta de que estaba mareado, y le costaba mantenerse recto sin oscilar hacia los lados, pero… pero estaba allí, estaban allí…

—¿Dónde están… los demás? —preguntó de repente.

El chico se encogió de hombros.

—Había una chica que venía detrás de nosotros hace un rato, pero…

—Dios —susurró Roy.

—¿Penny? ¿Era Penny? —preguntó Alfred.

—No sé quién es Penny, lo siento —dijo el joven.

—¿Y Vondur? ¿Lo conocéis?

Ambos negaron con la cabeza.

—Vinimos con Ralph. Ralph… cayó a nuestra espalda hace un buen rato. Salió despedido contra uno de los troncos, como si…

La mujer se echó a llorar y él la abrazó.

—Dios —repitió Roy.

—Tiene que haber alguien más —dijo Alfred con esfuerzo. Tenía la boca repentinamente seca y rasposa; el regusto a vómito estaba dándole náuseas de nuevo—. Nos hemos dispersado… Tiene que haber…

Miraron inquietos en la distancia, pero no apareció nadie más.

—Es imposible —susurró Alfred.

—Oh, tío… —lloriqueó el hombre.

Roy le puso una mano en el hombro. Su expresión era tensa.

—Lo sé.

—Esa… cosa…

Roy asintió.

—Lo sé.

—Tenemos que volver a por ellos —exclamó Alfred de pronto.

—No, Al —se negó Roy, enérgico—. Ésa no es buena idea.

—¡Pero salimos corriendo en direcciones opuestas! —exclamó Alfred elevando la voz—. ¡Puede que haya alguien por el bosque todavía!

Roy se acercó a él, mirando nervioso alrededor.

—No grites, tío, ¿vale?

Alfred lo miraba como si hablara en otro idioma.

—No grites —repitió susurrando—. No es buena idea, tío. Si pudiéramos… ayudarlos, si tuviéramos una manera de hacer frente a esas cosas… ¡te diría que sí! Pero no podemos, tío. Si volvemos, nos pondremos en peligro otra vez…

—Pero…

—¿Sabes lo que tenemos que hacer? —propuso Roy—: Encontrar el dichoso agujero. Encontrar el agujero y…

—Míranos —dijo Alfred, ahora con lágrimas asomando a sus ojos claros—. Somos muy pocos, Roy. Nos han… diezmado antes de venir.

—Somos cuatro… Aún podemos intentar algo.

—Sabes que no… —exclamó Alfred—. Sabes que no.

—¿Y qué quieres hacer, entonces?

El joven, aún abrazado a la mujer con ropa deportiva, carraspeó brevemente.

—Nosotros… vamos a… buscar la salida… —dijo.

—¿En serio? —preguntó Roy.

—Sí. Esto es…

—Pero…

—Yo voy a buscar a los demás —exclamó Alfred.

Roy suspiró. Se miró las manos, impotente, y maldijo en voz baja.

—¿No os dais cuenta? —dijo—. Somos… quizá… la última esperanza del mundo… Tenemos algo que hacer, hemos venido a hacerlo, todo el mundo quería hacerlo…

El hombre joven balbuceó algo.

—Nosotros…

La mujer rompió a llorar.

—No podemos rendirnos —se apresuró a decir Roy en tono suplicante.

—Lo siento —dijo el joven—. Lo siento.

—Es este lugar… Produce… esta sensación de derrota, este desánimo… esta tristeza. ¿No lo veis? ¡Venga, tenéis que afrontarlo!

Pero no añadieron nada más. Se dieron la vuelta y empezaron a caminar, lentamente, hacia algún lugar a su izquierda, un punto intermedio entre la dirección que venían siguiendo y hacia donde se suponía que se dirigían originalmente.

Alfred, con los ojos anegados en lágrimas, miró al bosque. Era un extraño paisaje, casi mágico, con tintes sobrenaturales, como una estampa en blanco y negro. Pensó fugazmente que, en otras circunstancias, y sin la triste inmundicia que cubría el suelo, era un lugar del que hubiera disfrutado. Pero en las ramas de los árboles colgaba ropa embadurnada en baba, como si, al ser atrapados por las sombras, éstas hubieran salido volando en cualquier dirección. Con la bruma y el aspecto descolorido del lugar, parecían espectros henchidos de amargura.

—Alfred, ¿podemos por lo menos ir con ellos? —preguntó Roy en voz baja—. Si vas a buscar a los demás y nos hemos desperdigado, ¿qué más te da? Podrían estar en cualquier dirección.

Alfred pensó durante unos instantes. Luego, asintió brevemente.

—De acuerdo —asintió, y luego, con un hilo de voz, repitió—: De acuerdo.

2

El bosque era eterno, y los cadáveres vivían en él.

Habían andado durante tanto tiempo que no podían decir cuánto. Nadie se había preocupado siquiera en mirar la hora, sólo se concentraban en dar un paso tras otro, uno cada vez. Cada paso, una victoria. Cada vez que sus zapatillas se hundían en una maraña de ropa, cabello y trozos de hueso, apretaban los dientes y se esforzaban por tirar de la otra pierna, y el sonido les producía náuseas. Pero continuaban.

Y aunque hablaban poco o nada, seguían juntos, porque tampoco habían encontrado a nadie, ni habían llegado a ninguna parte. Cuando lo hacían solía ser para decirse que, en cualquier momento, saldrían de allí; que los restos terminarían alguna vez, que llegarían a un prado, o a un camino, o a una carretera, y que sería pronto. Se decían, sobre todo para sus adentros, que cada paso podía ser el último, que podían, de repente, pisar suelo firme. Y esa sensación los apremiaba.

Pero eso no ocurrió.

En lugar de ello, Roy, que iba en primer lugar, encontró que el camino descendía abruptamente justo delante de él. Levantó la vista y encontró la quebrada, con los restos de la casa Taggar a la vista.

Roy se quedó tan impresionado que no pudo articular palabra.

La casa Taggar se había convertido en un espectáculo fantástico y surrealista, una estructura negra tan maltrecha que parecía a punto de desmoronarse. Mirándola, ni siquiera se entendía que pudiera sustentarse por sí misma, entre otras cosas, porque no lo hacía. Los tablones de los laterales se habían desprendido en su mayoría, pero seguían allí, prácticamente en sus posiciones habituales, flotando ingrávidos en el aire, superpuestos unos a otros, girados en varias direcciones, creando una suerte de escudo puntiagudo. A través de los huecos que dejaban se filtraba una luz de un azul intenso, casi iridiscente, rodeada por un confuso montón de maderas y cascotes. El tejado se había venido abajo en su totalidad, sobre todo por la parte central. De allí brotaba una luminosidad inquietante que parecía alcanzar a las mismas nubes, dotándolas de un halo espectral amenazante por sus claroscuros. Alrededor flotaban tejas y trozos de ladrillo, pequeños despojos que parecían gravitar alrededor de la casa, como atrapados en una órbita.

Roy no estaba preparado para esa visión. Había oído, leído y hasta visto cosas, pero aquella deformación imposible de la misma realidad superaba cualquier cosa que hubiera podido concebir.

Se dejó caer al suelo y se quedó sentado sobre los restos húmedos que se esparcían por allí, sobre las piedras, los arbustos ralos, manchando los troncos de los árboles, cayendo en cascada por la quebrada, chorreante como un limo aborrecible.

—Dios mío —dijo Alfred a su espalda. Acababa de descubrir lo que Roy estaba mirando y estaba tan sobrecogido como impresionado. Apenas comprendía lo que veía. Ni siquiera pensó que habían llegado al agujero; su cerebro trataba simplemente de aceptar la imagen, de integrarla con lo que sabía de la realidad de las cosas. El hombre y la mujer vestida con ropa deportiva se les unieron un momento después, y los cuatro se quedaron mirando, incapaces de pronunciar palabra.

Alfred se agachó junto a Roy.

—Es… el agujero —susurró.

Roy asintió despacio.

—Tiene que serlo —dijo.

—Dios mío.

Mirando las tablas y los pequeños trozos de roca flotando por todas partes, Alfred se acordó de Alma. Allí había fuerzas en acción que escapaban ampliamente de su conocimiento o capacidades, y pensó que quizá habría sido importante que estuviera allí, a su lado, porque ella se manejaba mejor con ese tipo de sucesos. Las cosas que él sabía eran meramente teóricas, expresadas por gente que tenía sensaciones íntimas y que parecían funcionar, al menos la mayor parte de las veces; casi nunca con efectos visibles o palpables. Allí, en cambio, la realidad cimbreaba, destrozaba las leyes físicas y las desparramaba ante la vista.

Alfred miró hacia atrás y vio a la pareja, todavía cogidos de la mano. Su expresión era de auténtico terror. Estaban mentalizados para salir de allí, no para encontrarse con un espectáculo tan extravagante que hacía que les zumbaran los oídos.

Roy asintió, con los ojos brillantes.

—No creo que haga falta acercarse más —dijo—. Podemos hacerlo aquí.

—¿Hacer qué? —preguntó Alfred.

—¡El ritual de alineamiento!

—¿Cómo?

Roy iba a decir algo cuando, de pronto, algo golpeó la cabeza de Alfred. El sobresalto fue mayúsculo, y tuvo que lanzar una mano hacia atrás para apoyarse y no caer. Meter la mano en la inmundicia fue como introducirla en una fuente de flan casero cuajado de grumos.

Roy miró alrededor, sobrecogido.

—Allí —dijo el hombre joven con voz ronca.

Miraron en la dirección en la que señalaba y descubrieron una forma agazapada entre los árboles. La primera impresión fue de que se trataba de alguna monstruosidad, algún extraño guardián conjurado, quizá, para proteger el agujero; una suerte de troll abyecto. Pero no era un espectro, ni una de las sombras, ni ninguna otra criatura. Era Penny, con el pelo pegado a la cara por efecto de los restos jabonosos que los rodeaban.

Alfred sonrió.

3

Hylke había hecho aterrizar el aparato por varios motivos. En primer lugar, no podía irse sin más, las manos le temblaban demasiado como para intentar ninguna maniobra. Tampoco se sentía cómodo volando de vuelta a la base con los restos del comandante chorreando en el asiento del copiloto. Era macabro, y los despojos de carne blanda que quedaban empezaban a emitir un olor muy fuerte. El tercer motivo era la mujer que se abrazaba a su amiga en mitad de la calle.

Lo que había pasado…

Porque había pasado, ¿verdad? Casi empezaba a dudarlo. Casi. Pero había visto lo que había visto, había visto cómo la sombra se había consumido, retorciéndose como atormentada cuando había intentado engullirla. Era algo, desde luego. Era algo que merecía la pena investigar, sobre todo tras el fracaso de los cañones.

—Topo Beige —decía la radio—. Informe. ¡Adelante, Topo Beige!

Hylke respondió. Siempre se ajustaba al protocolo, pero pensó que se había ganado unos momentos.

—Control de misión —respondió—. Eh… van a tener que esperar un momento. Ha ocurrido algo importante.

—Topo Beige, ¿ha funcionado el prototipo? —inquirió la voz con visible urgencia.

—No —dijo, y cortó la comunicación.

Luego se soltó el cinturón de seguridad, se quitó el casco y se bajó del aparato, acompañado del vaivén lastimero de los últimos giros de las aspas. Los motores, en pleno proceso de apagado, producían una suerte de estertor terminal, como el sonido de una bomba al caer.

Para entonces, Pete se había sumado a Alma y a Jow y compartían un abrazo común, sonriendo satisfechos.

—Hola —dijo al acercarse—. Soy el teniente Hylke de las Fuerzas Aéreas Británicas.

Jow se volvió para encontrarse con una mano tendida. Pete fue el primero en estrecharla.

—¿Están bien? —preguntó el piloto.

—Estamos bien —respondió Alma.

Hylke se quedó momentáneamente clavado por el influjo de su mirada, pero no era la mirada en sí… era la belleza magnética y misteriosa de sus ojos, esculpidos en hielo.

—Usted… —dijo al fin—. He visto lo que ha pasado… Parecía como si…

Alma asintió.

—Se ha ido —confirmó—. Lo he disuelto, como hacen ellos con nosotros.

—Disuelto… —farfulló Hylke—. ¿Destruido?

—Destruido.

—¿Cómo ha hecho eso?

Alma suspiró.

—Es… largo de explicar, y me temo que tenemos algo de prisa.

La gente de la calle, mientras tanto, se había congregado paulatinamente alrededor. Miraban la escena como meros espectadores, curiosos, atónitos, casi sin moverse, recorridos por un murmullo apenas audible. Todos habían visto lo ocurrido y estaban conmocionados, pero Pete sabía que era cuestión de tiempo que empezaran a comportarse como el ganado asustado que era: intentarían acceder al helicóptero con la esperanza de salir de allí, y lo harían a toda costa. No dudarían en reducir a la única autoridad que había por la zona, que irónicamente era el propio piloto. Lo matarían si intentaba detenerlos. Hylke lo sabía también. Mientras hablaba mantenía la mano en la cartuchera que contenía su pistola reglamentaria, lanzando pequeñas y rápidas miradas alrededor. Estaba nervioso; sabía cómo funcionaban esas cosas.

—¿Puede llevarnos a Elvenbane? —preguntó Alma de pronto—. Es importante, créame. Mucho.

—¿Cómo? ¿Elvenbane?

Jow acababa de comprender.

—Elvenbane —dijo—. Tiene que llevarnos. Hay cosas que están pasando allí…

—Sé lo de Elvenbane —afirmo Hylke—. Pero precisamente por eso no puedo llevarla allí. Puedo llevarlos a la base… Allí los escucharán y los ayudarán…

—No hay tiempo —dijo Alma—. Tiene que ser Elvenbane, y tiene que ser rápido. En su aparato.

—¿Cuántas veces ha visto esto? —preguntó Jow.

—¿El qué?

—Vencer a uno de esos monstruos —dijo Jow—. ¿Cuántas veces lo ha visto?

Hylke suspiró.

—Ninguna —respondió.

—En ninguna parte, ¿verdad?

—No… Pero…

—Entonces háganos caso. Esta mujer sabe cómo vencerlos. Tiene un plan, ¿comprende? Llévenos a Elvenbane, por favor. ¡Llévenos! El tiempo corre en nuestra contra.

—¡Tengo órdenes! ¡No puedo ir a Elvenbane! —exclamó Hylke.

—Déjelo —dijo Jow, dándose la vuelta—. Iremos por nuestro propio pie.

Pete levantó una ceja.

—Señorita —exclamó Hylke, enérgico—, le recuerdo que el Reino Unido está ahora mismo bajo ley marcial, y como oficial…

—¿Va a dispararme? —lo desafió Jow, volviendo la cabeza de nuevo para encararse a él—. ¿Va a disparar a esta señora que acaba de salvarle la vida a usted y a todos los demás? ¿A la única persona que puede detener todo esto?

Hylke apretó los dientes.

Le parecía que los curiosos estaban ahora más cerca, mucho más cerca; era cuestión de segundos que alguno saltara a la cabina para tratar de asegurarse un sitio en el aparato. Si uno solo daba un paso, si alguien se adelantaba aunque fuera sutilmente, con un paso tímido, apenas un amago de intento… los demás lo seguirían. Siempre era así.

Consideró entonces sus opciones, pero ni le hizo falta pensar mucho ni podía tampoco permitírselo.

—Está bien —exclamó al fin—. Los llevaré a Elvenbane. Pero si salimos con vida de allí… por Dios que vendrán conmigo a la base, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —aceptó Alma con rapidez mientras miraba a Jow de reojo. Parecía a punto de morder a alguien.

Hylke le ofreció la mano a Alma y ésta se la estrechó con un gesto firme. El teniente asintió con un enérgico movimiento de cabeza.

—Suban al compartimento de carga —dijo—. El asiento del copiloto está algo sucio.

4

Alfred abrazó a Penny, a pesar de la porquería que la cubría.

—Creí que estaba sola —exclamó sollozando.

—No… Estamos nosotros —dijo Roy—. ¿Cómo has llegado aquí?

—No lo sé. Por azar.

—¿Qué te ha pasado, cielo? —preguntó Alfred, levantando una mano para retirarle la porquería de la cara. Penny se apartó con un gesto brusco.

—¡No lo toques! —exclamó con un arranque de histerismo.

—Está bien… —dijo Alfred despacio—. Sólo quería…

—Esta cosa… me salvó, creo. Me caí y… quedé llena de esto… Entonces la sombra que me perseguía me pasó por encima. Sentí algo… como un desvanecimiento… Me vi desde fuera, ¿sabéis?, me vi allí tendida… mirándome… recubierta de… Y luego era yo otra vez, y la sombra continuó su camino. Creo que perseguía a Vondur. No pude… seguir mirando.

—Vondur —exclamó Alfred con un nudo en el pecho.

—Sí —sollozó Penny.

—Por favor —dijo Roy, nervioso—. Por favor, bajad la voz.

Alfred atrajo a Penny hacia sí y volvió a abrazarla, y permanecieron así durante unos instantes, meciéndose mientras la casa Taggar zumbaba y crujía al otro lado de la quebrada.

—Luego… —dijo Penny al fin—… luego me incorporé, y ya no había nadie. Así que eché a andar. Quería alejarme, llegar a alguna parte, y me encontré aquí.

—A nosotros nos pasó lo mismo —dijo Alfred.

—Es posible que otros aparezcan —apuntó Roy.

—Es posible —confirmó Alfred.

—También es posible que no —dijo el hombre joven—. A lo mejor deberíamos irnos… ahora que… Ahora que todavía no nos han visto.

Pero justo cuando la mujer iba a decir algo, Roy lanzó una exclamación con el dedo extendido hacia el bosque. Cuando miraron en aquella dirección, tres figuras más, caminando vencidas entre los árboles, se acercaban a ellos.

La Comunidad del Agujero se había separado, pero aún no estaba del todo vencida.

5

—Cuéntame —dijo Jow con suavidad—. ¿Cómo lo conseguiste?

Alma estaba mirando a través del cristal de la ventanilla a la ciudad que evolucionaba debajo de ellos. Había incendios y humo, mucho, muchísimo humo; había coches siniestrados en las calles, y aunque algunas de las avenidas aparecían despobladas y estériles, en otras una turbamulta de gente avanzaba como un río, intentando salir del infierno. El cuarto piso de uno de los bloques de edificios estalló ante su vista, proyectando una burbuja de fuego de un amarillo intenso hacia la calle.

Alma asintió con la cabeza.

—La pista me la dio la niña —susurró.

Jow la miró, confundida.

—La niña finlandesa que se salvó —explicó Alma.

—Sí —respondió Jow al fin.

—Los Descarnados se alimentan de vacío. Son vacío. Ausencia. Son… ella lo llamó pena… «Están llenos de pena», dijo. La pena, al igual que el dolor, son emociones que nos ayudan a vaciar, como un mecanismo que elimina las cosas que no nos dejan avanzar. El vacío desde el Yo es un estado puro, lleno de paz. El vacío desde la carencia es un agujero negro que absorbe todo lo que lo rodea. Ese vacío y la pena son lo contrario al amor. Supongo que debió de ser su interpretación al mirarlos de frente, ver todo ese vacío, esa nada.

Miró otra vez hacia la ventana y se dejó llevar por un escalofrío.

—Ay, cariño —añadió de pronto—. El amor… Hay tantas palabras, frases y filosofías sobre él… Se nos llena la boca de amor. Los románticos escriben sobre él, la gente cree que lo siente, furioso, desbocado, pasional… Pero el amor del que hablan no es amor: ese pseudoamor encierra un monstruo que nos devora: el ego. El amor sólo es, no encierra nada. La mayoría de la gente no siente amor, sino necesidad de llenar una carencia. Eso es apego. No aman… sólo… quieren que se les quiera. Le ponen condiciones, exigen… Sólo enfrentándote a ese monstruo puedes saber qué es el Amor. Y te das cuenta de que sólo con Amor podemos comprender el Todo. Todo lo que nos sucede, todo lo que vivimos, hacia dónde vamos y de dónde venimos. Sólo con amor es posible comprender —repitió.

Jow asintió despacio.

—Creo que te sigo, pero…

—Lo sé —exclamó Alma con tristeza—. Ése es el problema, y el motivo por el que… nos está pasando esto, me parece. Creo que empiezo a comprenderlo ahora mientras hablo… Yo sabía… intuía que como humanidad estábamos llegando a un cenit, un hito, una especie de despertar espiritual. Pero no comprendía que se trataba, en realidad, de una prueba, una dura y terrible evaluación.

—Lo recuerdo —intervino Pete—. Lo mencionaste en nuestra entrevista… Hace… hace tanto de eso…

—Espera —dijo Jow—. ¿Una prueba… para el hombre?

—Como el diluvio universal, si quieres. Eso creo. Ignoro cuánto de la historia del diluvio es realmente cierta, porque de hecho se encontraron restos de un arca como la que se describe en los textos bíblicos en lo alto del monte Ararat, pero… Pero no importa. Es un ejemplo, ¿vale?

—Vale —asintió Jow, confusa.

—Esto ha sido… está siendo una prueba. Sí. Oh, nos hemos… desviado tanto, equivocado tanto…

—Entonces… ¿es una prueba de… alguien, de esa entidad superior de la que hablas, de Dios o como quieras llamarlo?

Alma se encogió de hombros.

—No sé si directamente de él. No lo creo. Hay un libre albedrío, sí… pero… ¿Sabes lo primero que oyes cuando pasas al otro lado? Está en varias experiencias personales, como las del doctor Eben Alexander.

Jow negó con la cabeza.

—«Nada de lo que hagas puede estar mal» —dijo Alma.

—Entonces…

—Entonces… Sí, sé lo que parece, pero es posible que haya puntos de inflexión. Exámenes puntuales, como éste. Puedes adornarlo como quieras. Puedes pensar en las trompetas del Juicio Final, si eso te gusta. Pero es lo que es: un examen. Un examen de fin de carrera.

Jow asentía, aún algo perdida pero empezando a comprender, y la comprensión de todo ello empezaba a arrancarle un dolor terrible en el estómago. Las lágrimas brotaron de sus ojos.

—Una prueba para la humanidad —susurró—. Pero… eso es terrible. ¿Y hemos fracasado? ¿Nadie… siente amor? No lo creo, Alma… Me niego a creer eso.

—Sentir amor no es fácil —exclamó Alma despacio—. No lo es. Sentir amor por todo lo que te ha sucedido y te sucede es el trabajo más difícil que existe. Amor por las cosas buenas y las malas, comprender que… no hay cosas malas, en realidad. Todo tiene un mensaje, un aprendizaje, un motivo. Dar gracias con lágrimas en los ojos por las miserias que nos atribulan no es nada sencillo. Ahora mismo lloras…, pero examina tus lágrimas. No hay amor en ellas. Hay miedo, hay frustración, hay rabia. La aceptación es el primer paso para aprender cómo amarlo todo, empezando por nosotros mismos. Empezando por ese monstruo. Por todo lo que nos ha ayudado a ser como somos. A llegar donde estamos.

—Jesús —soltó Pete, moviéndose incómodo en su asiento.

—Sólo se puede vivir con amor —continuó diciendo Alma—. Sin restricciones, real, sin juicios, sin juzgar o señalar a nadie. Sólo con amor… se puede vivir… libre.

—Sin juzgar a nadie… —susurró Jow—. Alma… no creo que… Creo que ahora comprendo por qué… hemos fracasado.

Alma no dijo nada más. Se quedó callada, como ensimismada, mirándose los guantes cubiertos de suciedad.

—Pero tú lo hiciste… —exclamó Jow entonces.

—Lo hice casi sin querer. Comprendí todo eso, agradecí todos los momentos difíciles de mi vida y lo compartí con el Descarnado para que lo entendiera. Naturalmente, no pudo.

Pete lanzó un sonoro silbido.

—No creo que yo pueda sentir todo eso —respondió Jow con un velo de tristeza en la voz.

Alma soltó un largo suspiro.

—Creo, cariño, que tal vez tú puedas. Eres muy… hermosa. Más de lo que crees. Pero no estoy tan segura de que haya muchas personas que lo consigan. Siempre ha estado mal. Siempre. Piensa que educamos a los niños para pensar y sentir de una manera… equivocada. ¿Quién piensa en la reflexión de uno mismo y del entorno? Nadie. El eslogan del colegio que hay cerca de mi casa, colocado en una enorme valla publicitaria, es: SÉ EL MEJOR. ¿No te parece terrible?

Jow no respondió, pero comprendía lo que quería decir.

—Los niños crecen y transmiten, a su vez, esa forma de entender las cosas. Llevamos siglos haciéndolo. Competitividad, competitividad, integrarse en un sistema que premia abarrotar nuestras vidas de cosas superfluas, nimiedades que sólo servirán para justificar nuestra existencia vacua y empobrecida. La sociedad te dicta que tienes que ser especial. Ser el mejor. Ser alguien que destaque. ESPECIAL. No existe tal cosa. Somos únicos, pero no especiales, porque todos somos lo mismo. De ese conflicto surge una oscuridad, una nebulosa casi paranoica donde el ser humano que tienes al lado es un enemigo, su vida es despreciable, y todo lo que hagas en tu vida tendrá como base el ego, que cuando se ignora no es más que tu falsa esencialidad.

Jow y Pete escuchaban atónitos. Jow recordó a aquel abuelo en la cafetería donde, a veces, desayunaba. ¿No había sido el primero en entender el problema? ¿Cómo no había sido capaz de acordarse de él hasta ese momento?

Alma fijó la mirada en ellos durante unos instantes.

—Lo sé —exclamó al fin—. Piensa en el frío que venimos padeciendo desde hace meses. No era de ellos. Era nuestro… ¡Nuestro! Generado por el individualismo extremo, la necedad, la hipocresía, los subvalores sociales y el desprecio al prójimo. ¿Quién escuchaba a los que hablaban de esto? Nadie. Le poníamos etiquetas risibles. Zen. New-Age. Patrañas. Místicos. Tonterías. Todos nos reíamos.

Pete se cubrió la boca con la mano.

Jow pensaba otra vez en el abuelo del bar. Lo que decía Alma era cierto: sólo les había parecido un pobre loco, un hombre extraño al que todo el mundo olvidó casi en el acto, alguien que había soltado cuatro tonterías mientras los hombres de verdad, los hombres de provecho, hablaban por sus móviles carísimos para hacer negocios y ganar dinero. Ella misma se había olvidado completamente de él, y reconocer eso la hizo sentirse mal.

—Nos reíamos… —estaba diciendo Alma, cabizbaja.

—¿Y toda la gente que se quiere? —preguntó Pete—. ¿No hay nadie en el mundo que…?

—¿De qué vale el amor de dos seres vacíos? —lo interrumpió Alma—. Dime. ¿De qué? Será un amor perverso, casi mórbido, donde cada uno será víctima y victimario a la vez. Si nada de esto hubiera ocurrido y trataras de explicárselo, ¿qué crees que pasaría?: defenderían a capa y espada su manera de interpretar su amor, porque finalmente el hábito dominará sus vidas, lo que piensan, lo que sienten y lo que hacen. Aman cada momento de sus vidas grises, aman sus oscuridades, aman su pobreza interior, y no se atreven a enfrentarse a ninguna otra verdad, porque enfrentarse a la realidad cuesta mucho trabajo y dolor, sobre todo si te has construido una realidad propia donde sus carencias son alimentadas con premios y objetos materiales.

Alma suspiró.

—Suspendidos —añadió al fin—. Todos suspendidos.

—¿Y entonces? —preguntó Pete con amargura—. ¿Ya está? ¿Fin?

Alma se volvió para mirar por la ventana. Abajo, el mundo parecía abocado a esa palabra que Pete había pronunciado: el Fin. La palabra retumbó en su mente durante unos instantes: Fin, Fin, Fin, pero no contestó. No dijo nada porque no podía, porque no tenía ni idea de lo que pasaría a continuación. Ir a Elvenbane parecía el siguiente paso, enfrentarse al origen, a la fuente del mal, pero… ¿tendría fuerzas suficientes? Ni siquiera sabía qué esperar, qué tipo de… magnitud insoportable podía afrontar cuando llegaran. Había dudado con aquella única sombra y casi consigue perderse en sus miedos e inseguridades. De no haber sido por la inesperada ayuda de Jow, emitiendo su amor por ella en el último momento y ofreciéndole un pequeño punto de apoyo, la habría devorado. Funcionó, pero… ¿y si se enfrentaba a dos, a cinco, a diez mil? ¿Sumarían sus fuerzas en una especie de combate íntimo y psíquico entre el bien y el mal?

No dijo nada, y ni Pete ni Jow aportaron más a la conversación, cada uno sumido en sus propios pensamientos. Estaban apesadumbrados, rendidos y desesperanzados.

El helicóptero dejó la ciudad y cruzó océanos de campiña inglesa salpicada de pequeñas granjas, carreteras y edificios veteados por el aspecto vetusto y descolorido de la miseria sin color que dejaba, a su paso, la Marea Negra. Parecían haber pasado por todas partes en su camino hacia Leeds.

El tiempo pasó deprisa, sin ser advertido. Ninguno de los tres pensaba ya en nada, acunados por el arrullo del motor. Alma cerró los ojos un instante. De repente se sentía cansada, muy cansada. Terriblemente cansada. Se dijo que, cuando pasara todo, dormiría durante semanas. Luego se preguntó si pasaría todo alguna vez, y por último se convenció de que las cosas, de una forma o de otra, estaban a punto de acabar. Para entonces se hundía ya en los lindes de la vigilia.

Estaba a punto de quedarse dormida cuando, de pronto, el altavoz interno crepitó brevemente. La voz de Hylke irrumpió en la cabina.

—¡Algo va mal! —dijo.

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