Alma

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XXVIII. Cambio de planes

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XXVIII

CAMBIO DE PLANES

1

Si existía una entidad superior como Alma sostenía, un Dios, una Fuente, un… Creador de todas las cosas… y si esa Fuente era amor en esencia, en esos momentos debía de estar sufriendo por sus hijos como nunca lo había hecho: el planeta entero era un desgarrador grito de dolor, un llanto desconsolado, un océano de desesperanza, y también un furibundo y colérico alarido de furia y rabia.

El caos crecía por todas partes, atendiendo una progresión geométrica. Elvenbane había sido el origen, pero por todo el mundo, decenas de miles de personas habían dibujado el símbolo maestro que abría los portales y permitido la entrada de las sombras, que deambulaban no sólo absorbiendo almas, sino sembrando desánimo, tristeza y desesperanza. Esa tristeza provocaba, sobre todo, suicidios, pero también actos de inenarrable maldad, como si la gente, al perder la esperanza, se abandonara a sus más profundos y animales estadios de comportamiento.

La mayor parte de las estructuras de emergencia, defensa y respuesta civil se estaban desmantelando, bien por haber sido diezmadas por las sombras, bien porque se habían dispersado o destruido entre sí. La frustración era enorme. Ni los cañones ni las balas ni los muros ni los productos químicos o los gases hacían nada por impedir el avance. Nadie tenía ni la más remota idea de a qué se enfrentaban, y muy pocos de los que sí podían hacer algo, no habían hecho ningún caso a la nota de prensa que Alma y el resto habían redactado.

A esas alturas, internet era apenas un vestigio lento y ruinoso. La mayoría de los nodos principales por los que circulaba su caudal de datos se habían quedado sin operarios, o en el mejor de los casos, sin electricidad. En uno de los centros de procesamiento de datos más importantes del mundo, construido en el desierto de Utah, una empleada llamada Patricia (que llevaba el pelo teñido de un tono amarillo similar al de un pollito) había fabricado una bomba de gas letal usando ácido clorhídrico y luego se había ahorcado usando una maraña de cables.

En las calles, por todas partes, la gente asesinaba por un poco de combustible. Por una mochila. Por un gesto. Porque sí. Y junto a los cuerpos de aquellos que eran asesinados caían los suicidas desde las azoteas, los balcones y las ventanas, incapaces de soportar el desgarro profundo que aquella tristeza honda e insoportable había provocado en sus corazones ya martirizados por sus particulares heridas. Otros caían porque eran empujados, a veces por familiares, por sus esposos o esposas, por sus hijos, por alguien que, simplemente, lo tenía a mano. Y esas cosas pasaban por todas partes en casi todo el mundo, continuamente, sin pausa. Miles de eventos por minuto, simultáneos.

Cada minuto. Miles de muertes. De actos atroces.

En un solo minuto.

En un minuto cualquiera sucedían todas estas cosas: un piloto de la Fuerza Aérea de Estados Unidos, en plena misión de reconocimiento aéreo, decidió soltar los mandos de su aparato. Tenía que cubrir el área arrasada y avejentada que la Marea Negra había dejado a su paso para hacer unas mediciones, pero apenas llegó hasta ella, el desánimo lo tumbó como si un boxeador le hubiera dado un derechazo en la mandíbula. De pronto, no quiso continuar. Con nada. Se quedó mirando el cielo azul tras el cristal de la cabina en la que había pasado más de doscientas horas. El aparato descendió con suavidad virando ligeramente hacia la derecha, y colisionó estrepitosamente contra la segunda planta de un bloque de viviendas. El impacto fue terrible y provocó una flagrante explosión que barrió la calle en sentido horizontal durante unos segundos, haciendo estallar casi un centenar de cristales y provocando catorce muertos.

En ese mismo minuto, un policía de treinta y tres años llamado Ulrich Wesler, en la población alemana de Unterschneidheim, descendió de su vehículo en plena calle, sacó su pistola reglamentaria, y empezó a disparar contra la gente sin importarle su sexo, edad o condición. Mató a Tobias Brandt, que en otras circunstancias, quince años más tarde, habría tenido un hijo que hubiera sido decisivo para desarrollar una vacuna para el VIH.

En ese mismo minuto, el australiano Hudson Robe decidía vaciar un bidón de combustible sobre su cuerpo y prenderse fuego. Lo hizo en el almacén de productos químicos donde trabajaba, algunos altamente inflamables y explosivos, la mayoría letales. Provocó un incendio monumental y una nube de vapores tóxicos que asfixió al ochenta y tres por ciento de las poblaciones vecinas. Sesenta y tres mil muertos.

En ese mismo minuto, en la República Checa, la niña de doce años Marie Pávková clavaba un cuchillo en el pecho de su madre, Hanušová Pávková, mientras dormitaba en el sofá de su casa, agotada de llorar por lo que veía en las noticias. La idea no había sido suya, se lo habían dicho sus «amigos de la tabla». La madre no murió inmediatamente. Se despertó con un grito ronco y desgarrador atrapado en la garganta, y sin incorporarse levantó la cabeza para descubrir con ojos despavoridos el mango de madera que asomaba entre sus senos. Luego, el dolor le hizo dar varias vueltas por todo el salón, derribando el viejo televisor de tubo, el jarrón amarillo con las flores de plástico, y la silla de mimbre de la abuela, mientras la baba caía de su boca entreabierta y la sangre dejaba un reguero carmesí en el suelo de azulejos blancos.

En ese mismo minuto, Furio Bianchi asfixiaba a sus nietos en la cama utilizando sus manos arrugadas y curtidas de labrador, sin sentir nada mientras lo hacía. Unas semanas antes había cuidado amorosamente a un cachorro de gato para salvarle la vida, dedicándole la mayor parte del día.

En ese mismo minuto, Pete Fleischer violaba brutalmente a Mette Andersen, que acababa de cumplir veinte años. La idea de hacerlo le vino cuando descubrió que todo se iba al carajo, así que la esperó en el rellano y la arrastró al cuarto de los contadores. No fue difícil porque Mette era pequeña y liviana. Fleischer era impotente y no había practicado sexo desde hacía catorce años, pero disfrutó introduciendo su propia mano hasta que el olor a sangre lo hizo marearse.

En ese mismo minuto, uno solo de los Descarnados cruzaba horizontalmente el monumental centro comercial de Les Quatre Temps, en La Défense, París. Nadie tuvo realmente tiempo de darse cuenta, pero lo hizo atravesando los escaparates de las tiendas, las poderosas columnas de sujeción, los tabiques, ascensores, expositores, todo. Lo hizo a una velocidad imposible, como si saltara de un lugar a otro, dejando un reguero de cadáveres que caían al suelo como maniquíes de aspecto varicoso, la piel trocada en azul ceniciento. La mayoría de la gente ya sabía lo que significaba por las noticias, y el pánico fue aún peor. Después de dar varias pasadas, el espectro cruzó las dieciséis salas del cine UGC provocando más de un millar de muertos en apenas ocho segundos.

En ese mismo minuto, Larry Baker…

En ese mismo minuto, Yesim Efimov, Cao Nguyen…

En un solo minuto. Por todas partes.

2

La Comunidad del Agujero, contra todo pronóstico, estaba ahora compuesta de ocho personas. Penny, que pensaba alocadamente que los restos humanos que la cubrían podrían protegerla, Alfred, Roy, el joven y su compañera vestida con ropa deportiva, y los tres integrantes que habían aparecido en el último momento. Estaban tan asustados, perdidos y desorientados como el que más. En aquel momento contemplaban la demencial estructura que era la casa Taggar.

—Somos ocho —dijo Roy—. Creo que podemos intentarlo.

Alfred asintió. Habían llegado hasta allí y en número suficiente; aunque la anomalía que tenían delante era bastante más vasta que los desequilibrios con los que había trabajado hasta el momento, las cosas se habían desarrollado de tal manera que parecía, finalmente, plausible el intentarlo. De todas maneras, se dijo, habían ido hasta allí para eso.

—Muy bien —exclamó Roy, sacándose la mochila de la espalda—. Hemos… Bueno, Susan no está…, pero no creo que haya que usar radiestesia para saber que estamos encima de la Línea. Por lo que hemos vivido, apuesto a que se extiende en esa dirección a través del bosque.

Abrió la mochila y empezó a extraer una serie de minerales de distintos tamaños.

—¿Qué traes? —preguntó la mujer vestida con ropa deportiva—. Oh, cuarzos.

—Cuarzo —asintió Roy—. Cuarzo rosa, cuarzo transparente, que es una piedra de poder, y sobre todo, el cristal de los ángeles, el cuarzo Elestial, que puede cambiar la energía en varios kilómetros.

—Cuarzo Elestial —susurró la mujer—. Es precioso.

—Piedras espirituales —susurró Penny—. No sabía que esas cosas… funcionasen.

—Funcionan —afirmó Roy—. Las usaremos para lavar la energía que se ha instalado aquí. Los lavé en casa, por cierto, y debería hacerlo otra vez, pero… no creo que tengamos tiempo.

De pronto, al sacar una de las piedras, su expresión cambió.

—¿Qué ocurre? —preguntó Alfred.

Roy levantó la mano para mostrarle una roca con cristales oscuros facetados que a Alfred le recordó la superficie de Kripton, el planeta natal de Superman.

—El cuarzo transparente —dijo—. Se ha contaminado…

—¿Contaminado?

—¡Sí, sí! Mira. Está opaco. Oscurecido. Nunca había visto una transformación así en tan poco tiempo…

—¿Cómo se ha contaminado?

—¡A través de la mochila, mientras caminábamos por el bosque! Es una puta infección de mierda, te lo aseguro…

—¿Y qué significa que estén contaminadas? —preguntó Penny.

—No podemos usarlas. Tendríamos que purificarlas y no…

Negó con la cabeza y desechó la piedra dejándola caer entre los restos espeluznantes que cubrían el suelo.

—No importa —dijo—. Tendremos que hacerlo sin ellas.

Roy empezó a distribuir las otras piedras entre el grupo. Cuando sacaba cuarzo contaminado, lo tiraba a un lado con una expresión afligida en el rostro.

—¿Tendremos suficientes? —preguntó Penny.

—No merece la pena ni pensarlo —respondió Roy—. Lo haremos con lo que tenemos.

Cuando la mochila estuvo vacía, Roy miró alrededor y contó las piedras. Había trece en total. Daba para dos hileras de seis, al menos. No era en absoluto lo que tenía pensado, pero podría ser suficiente.

—De acuerdo —dijo, incorporándose—. Como primer paso, vamos a distribuir las piedras en dos hileras a lo largo de esta línea, en dirección al bosque. ¿De acuerdo? Deberíamos colocarlas en el suelo…

Alfred frunció el ceño.

—¿Encima de…?

Roy pensó unos instantes y negó con la cabeza.

—No. Vamos a tener que… retirar eso un poco. Las piedras deben estar en contacto directo con el suelo…

—Oh, Dios —exclamó la mujer.

—Dios santo —murmuró uno de los hombres—. ¿Cómo vamos a hacer eso?

Roy le dirigió una mirada dura.

—¡Acabamos de perder a un montón de gente! —bramó de pronto, con las venas del cuello hinchadas—. El mundo entero está bien jodido, ¿sabes?… Así que… vamos a retirar esta mierda con la puta mano, ¡coño!, con los dientes si hace falta. Si tenemos que tragarnos esa papilla para sacarla de ahí… ¡joder… eso es lo que vamos a hacer!

3

Habían terminado de colocar las piedras y se encontraban de pie, sucios y sudorosos a pesar del frío interno, formando una especie de hilera junto a las piedras. Eran ocho, así que se habían distribuido formando parejas enfrentadas, cuatro a cada lado. En sus rostros había miedo, incertidumbre, y una buena dosis de cansancio. Roy estaba a punto de explicar cuál era el siguiente paso cuando, de pronto, un inesperado temblor de tierra los lanzó al suelo sin que tuvieran tiempo para reaccionar. Penny cayó sobre Alfred dando un pequeño grito.

La brutal sacudida duró unos segundos, seguida de un temblor persistente que se prolongó un largo rato. Sus efectos empezaron a sentirse enseguida. El bosque empezó a lamentarse con sonoros quejidos a medida que algunos árboles perdían agarre y se venían abajo, en ocasiones produciendo un efecto en cadena. La tierra se agrietó formando pequeños canales estriados por donde la densa pasta de muerte empezó a filtrarse burbujeando con un sonido que recordaba a un sumidero atascado.

En la quebrada, muchas rocas (algunas de gran tamaño) se desprendieron y rodaron hacia abajo levantando una nube de polvo y tierra. El pico de rocas por el que Colin ascendiera no hacía demasiado tiempo, se vino abajo con un estrépito amenazador. La casa Taggar, sin embargo, permaneció impasible a medida que el suelo se sacudía y cambiaba de inclinación bajo ella, como si gravitara en el aire. El terreno se estremecía como una atracción de feria.

Nadie decía nada, estaban demasiado ocupados mirando alrededor, asustados, más pendientes de los árboles que de ninguna otra cosa. Estaban cayendo por todas partes produciendo un estrépito que iba in crescendo. Alfred, aún tendido en el suelo, abrazó a Penny y le protegió la cabeza con su brazo.

Un crujido desgarrador les llegó desde la casa Taggar. Algunos volvieron la cabeza atraídos por el ruido, pensando, quizá, que se venía abajo; pero las tablas seguían flotando en el aire y la estructura se mantenía intacta. Era el suelo el que parecía desgarrarse, desparramándose hacia la quebrada, como la tierra que es sacudida en un tamiz. Las viejas raíces muertas afloraban, las rocas salían despedidas al chocar unas contra otras, y la polvareda iba en aumento.

Roy estaba intentando incorporarse cuando, de pronto, el suelo descendió casi medio metro bajo sus pies, como si estuviera subido en un montacargas. Cayó levantando los brazos mientras su boca componía una O perfecta, la viva imagen de la sorpresa. Levantó la vista y se encontró con Alfred, que lo miraba con asombro y una expresión de vértigo esculpida en el rostro. Ninguno dijo nada, pero Alfred se separó de Penny y se lanzó hacia él, tumbándose en el suelo con el brazo extendido. Roy lo cogió de la mano. El suelo volvió a ceder, haciéndole descender, esta vez unos quince centímetros. El corazón se aceleró en su pecho. Era como si la tierra se filtrara por un agujero bajo sus pies, escurriéndose entre sus piernas a una velocidad de vértigo. Roy pensó en pozos insondables y en abismos que serpenteaban hacia las profundidades de la tierra, pensó en asfixia y en oscuridad, pensó en el crujir de huesos y los golpes mientras caía. Azuzado por el terror generado por esas visiones, se agarró al brazo de Alfred para, con un pequeño salto, escapar de aquella depresión.

Se miraron por unos instantes, Roy respirando como si tuviera un fuelle instalado en el pecho, mientras a su alrededor el bosque crujía y se desgarraba. Roy se volvió a tiempo para ver cómo el terreno, finalmente, se separaba como una lámina de caramelo, como si alguien hubiera eliminado, en alguna parte, un muro de contención. Caía, como todo lo demás, hacia la cañada, monte abajo, formando un amasijo de rocas y tierra contaminada de pringue. Las raíces de los árboles, atrapadas en grandes bloques de tierra húmeda, empezaron a quedar al descubierto; los grandes troncos se mecían, débiles como los dientes de leche de un infante.

Roy se impulsó con las piernas para alejarse del borde, preso de una histeria creciente.

Alfred fue el primero en avisar.

—¡ATRÁS, SE VIENE ABAJO!

4

Pete, Jow y Alma se estiraron en sus asientos, tan expectantes como atemorizados. «Algo va mal», había dicho el piloto. ¿Qué más podía ir mal? Ninguno sabía cómo comunicarse con la cabina, así que esperaron a que ampliara la información. Ésta llegó enseguida.

—Miren a su derecha —dijo Hylke—. Hay un montón de actividad sísmica ahí abajo.

Pete y Jow se movieron para mirar por la ventana del panel lateral, más cerca de donde estaba Alma. La visión que obtuvieron fue la de un bosque que se extendía hasta donde alcanzaba la vista, pero parecía vivo, en movimiento, como si los árboles estuvieran asentados sobre una sábana que se moviera por acción del viento. Suaves ondulaciones sacudían su superficie de un lado a otro, como las ondas en un lago quedo. El aire estaba lleno de polvo y tierra en suspensión. Estaban mirando la escena como hipnotizados cuando una sección del bosque se colapsó y se hundió en un solo instante. Los árboles caían por todas partes, quedándose prendidos unos en otros.

—Dios mío —exclamó Pete—. ¿Dónde estamos?

Hylke no respondió. Pete chasqueó la lengua al recordar que, con seguridad, no podía oírlo. No tardó demasiado en descubrir un pequeño comunicador colgado en la pared.

Pulsó el botón.

—¿Hylke? —preguntó.

—Sí. Le escucho.

—¿Qué pasa ahí abajo?

—¿No lo ve? —exclamó Hylke—. ¡Es un terremoto, y uno grande!

—¿Dónde estamos?

—Ése es el bosque de Tir Nanog, al este de Elvenbane. El pueblo está justo ahí delante, pero no voy a poder aterrizar ahí. Con esta intensidad sísmica sospecho que el pueblo debe de estar hecho unos zorros… Voy a sobrevolarlo para que puedan verlo.

—No nos interesa el pueblo, Hylke —se apresuró a decir Alma al comunicador—. Tiene que buscar una quebrada.

—Hay una quebrada que cruza el bosque de norte a sureste —informó Hylke—. ¿Quiere que la sobrevuele?

—Sí, querido, por favor.

El helicóptero viró con elegante suavidad hacia un lado, y por un instante perdieron de vista el bosque. En su lugar, el cielo cuajado de nubarrones grises les ofreció un pequeño espectáculo tan estremecedor como ominoso. Pequeñas estrías luminosas indicaba que allí detrás, en alguna parte, el sol seguía brillando, y Alma se dejó conmover por el sutil pero certero mensaje de esperanza que esa visión ofrecía. Luego, el aparato volvió a girar y tuvieron, otra vez, una visión de Tir Nanog, sacudido por el terremoto. Resultaba un espectáculo tan hipnótico como funesto, con zonas enteras devastadas en su práctica totalidad, irguiéndose entre las masas de árboles. Parecían costras grises y enfermizas. En ellas, uno o dos árboles se empeñaban en permanecer erguidos, todavía victoriosos, apuntando hacia el cielo con una persistencia sobrenatural.

—Estoy acercándome desde el lateral para que puedan ver la quebrada.

Todos miraban por la ventana lateral, pero Alma y Jow ponían especial interés en reconocer el lugar que habían visitado hacía algún tiempo.

Fue Hylke quien lo vio primero.

—Dios mío —exclamó por la radio—. Creo que estoy viendo lo que buscan. Seguro.

—¿Qué ha visto? —preguntó Alma. Luego recordó que tenía que apretar el botón y repitió—: ¿Qué ha visto, Hylke?

—A su derecha, en unos segundos.

Miraron hacia allí.

Era como un resplandor de un azul eléctrico que destacaba en mitad del espacio grisáceo, conformando una suerte de esfera. No se habían dado cuenta de la ausencia de color que afectaba al bosque, sobre todo porque el día estaba gris y ceniciento; pero la intensidad de la luz azulada era tan intensa que parecía teñir hasta las nubes. En el interior del resplandor había algo, una luz aún más poderosa que salía de una estructura de un negro ominoso. Jow no tardó en reconocerla: era la casa Taggar, desde luego, pero parecía como si ésta hubiera explotado y se hubiese congelado el tiempo en mitad del momento, con todas las tablas que conformaban la fachada y un sinfín de rocas y desechos flotando alrededor sin terminar de salir despedidos. La visión resultaba extraña.

—El agujero —susurró Alma, y casi en el acto, un desánimo frío y espantoso le atenazó el corazón.

5

La Comunidad del Agujero corría por el bosque, tratando de alejarse del barranco. El suelo se derrumbaba en grandes secciones, como arrastrado por un río tumultuoso. Los árboles se desarraigaban y caían produciendo un enorme estrépito. Corrieron tanto que no tardaron en encontrarse con un claro lleno de troncos caídos, las ramas quebradas y partidas en direcciones contrapuestas, el suelo cubierto de hojarasca. Avanzar por allí era complicado, pero al menos no tenían que temer ser aplastados por la caída de un árbol.

Ahora lo único que les preocupaba era que el suelo no se abriera bajo sus pies.

Alfred se detuvo el primero, fatigado y dolorido. Se miró los pantalones y los tenía llenos de cortes que debía de haberse hecho, sin darse cuenta, en algún momento. La tierra aún se sacudía, pero comparado con cómo se había movido unos instantes antes, parecía una pista de baile.

—¡Por Dios! —gritó Roy—. ¿Es que no nos van a dar tregua?

—Podría ser peor —exclamó Penny, con las piernas ligeramente separadas para ayudarse a mantener el equilibrio.

—¡¿Cómo?! —preguntó Roy, visiblemente excitado y furioso—. ¿Cómo podría ser peor?

En ese momento, un zumbido perturbador e inquietante, similar al de una nube de insectos, empezó a llenar el aire a su alrededor. Poco a poco, el zumbido fue creciendo en intensidad hasta parecer una invasión de langostas. Muy pronto se volvió tan insoportable que terminaron llevándose las manos a los oídos, mirando a su alrededor para intentar averiguar qué pasaba.

Fue Penny la que lo vio en primer lugar, elevándose en el aire por detrás de los árboles. Al verlo, y comprender de qué se trataba, se dejó caer al suelo.

Que dejó de estremecerse.

6

—¡Por todos los dioses! —soltó Pete.

Jow dejó escapar una exclamación ahogada.

Era la casa Taggar. A través del agujero en el techo se escapaba ahora un torrente de oscuridad, un chorro de manchas oscuras que se apelmazaban unas con otras conformando un cilindro monumental que se levantaba, como una poderosa columna, hacia el cielo. Allí se confundía con las nubes, se contaminaba y adquiría una tonalidad sombría, a través de cuyos claroscuros se podía adivinar un hecho evidente: que el torrente de sombras, describiendo un pequeño arco, se dirigía hacia el sur. La visión era tan espectacular como intimidatoria.

—¿Están viendo eso? —exclamó Hylke por la radio.

—Alma… —susurró Jow—. ¿Qué ocurre?

Alma negó con la cabeza.

—No… No lo sé. Es posible que sea una nueva oleada. Es posible que el seísmo haya aumentado el agujero, o puede que sea al revés… El seísmo ha ocurrido porque el agujero se ha ensanchado…

—Dios mío… —murmuraba Pete sin poder apartar la mirada. En ese chorro de tinieblas debía de haber decenas, quizá cientos de miles de espectros, y seguían manando con una intensidad apabullante.

—Una segunda oleada… —susurró Jow.

—A lo mejor… —exclamó Alma—… la balanza del mundo se ha desequilibrado. Tanto drama, tanto miedo, tanta oscuridad… quizá eso, de alguna manera, les ha dado fuerza…

—¿Me escuchan? —preguntó Hylke por la radio. Su voz sonaba preocupada.

Pete pulsó el botón.

—Sí, Hylke…

—¿Qué demonios quieren hacer? —ladró—. ¡No quiero quedarme por aquí ni un minuto más!

7

Alfred y el resto del grupo miraban el torrente. Desde su posición parecía todavía más impresionante, como un géiser de petróleo que se elevaba hasta confundirse con las nubes.

—Dios mío… —exclamó Roy.

—Bueno —dijo Penny—. Ya está. Se acabó.

Roy iba a decir algo, pero se quedó callado. Penny tenía razón. No sólo habían perdido las piedras, ahora se daba cuenta de que se enfrentaban a algo cuya fuerza los superaba de una manera que jamás podrían afrontar.

Empezaba a dejarse vencer por el desánimo cuando un sonido inconfundible los hizo mirar hacia el norte. Era un helicóptero, que estaba lo bastante cerca ahora como para que el viento generado por sus aspas los alcanzase. Antes de que pudieran hacer ninguna conjetura sobre su presencia allí, el aparato descendió hasta quedar a sólo medio metro del suelo. Entonces, el panel del compartimento de carga se abrió.

Alfred los reconoció enseguida: Pete descendió primero, seguido de Alma, a la que ayudaron desde el interior, y por último Jow. Tan pronto estuvieron en el suelo, el helicóptero volvió a ascender levantando remolinos de hojarasca y se alejó por encima de los árboles.

—Alma… —exclamó Alfred.

Los dos grupos se acercaron, y Alfred abrazó a Alma como si la conociera de toda la vida. Lo reconfortaba tenerla allí, experimentaba con más fuerza esa sensación cuanto más tiempo pasaba abrazado a ella. Lo hacía sentirse bien, y no sólo por toda su increíble capacidad y su conocimiento, era algo que su expresión segura y confiada, pese al evidente cansancio, le proporcionaba. Después, hubo una rápida ronda de presentaciones.

—Es demasiado tarde —dijo Roy—. Hemos perdido las piedras, y de todas maneras creo que esto…

Alma lo interrumpió negando vehementemente con la cabeza.

—Con todos mis respetos —susurró Alma—. No creo que la limpieza de la Línea Ley haya sido nunca el camino. Hay demasiada energía moviéndose. Ahora lo sé.

Roy parpadeó, confuso.

—¿Entonces…?

—Tengo una única esperanza —exclamó Alma—. Voy a ir allí y a enfrentarme con ese agujero, a ver cómo respira.

En el grupo surgió una serie de murmullos velados.

—¿Está loca? —intervino Roy, mirándola de arriba abajo—. ¿Que cree que puede hacer usted?

—Es lo que voy a averiguar —exclamó Alma con una sonrisa.

—No podrá ni acercarse —dijo uno de los hombres—. ¿Ha visto toda esa…?

De pronto, el torrente oscuro se paró, como si alguien, en alguna parte, hubiera cerrado un grifo. Las últimas porciones de oscuridad se elevaron hacia el cielo y se confundieron con las nubes. Allí eran apenas un rastro oscuro pero visible que siguió su camino hacia el horizonte. Pero tras ellas no hubo más; fuera lo que fuese aquello, había cesado.

Alma asintió.

—Parece que ahora están las cosas mejor, ¿no? —exclamó risueña. Con paso lento pero firme, echó a andar—. Por cierto, el helicóptero volverá dentro de una hora. Creo que será suficiente: en una hora todo debería haber terminado, o no. Si esperáis aquí, podéis usarlo para escapar.

La mujer vestida con ropa deportiva soltó un gemido.

Jow empezó a caminar al lado de la doctora.

—¿Jow? —la llamó Pete.

—Voy con ella, Pi —dijo con suavidad—. No sé si podré ayudar en algo, pero… voy con ella de todas formas, ¿sabes?

Lo miró durante unos segundos, como si quisiera grabar la imagen en su mente. Comprendía a la perfección que aquélla podía ser la última vez que lo viera, y quería memorizar su rostro atribulado pero sereno, sus marcadas facciones, sus ojos redondeados de mirada limpia, y aquellos labios en los que había encontrado tantas mariposas. Y contemplando la posibilidad de la pérdida definitiva, se dio cuenta de que aunque llevaban muy poco tiempo juntos, Pete era ya mucho más que los hombres y mujeres que habían pasado por su vida. Pete era la conexión esencial, íntima, que se había instalado en su interior de una forma tan natural que apenas se había dado cuenta, como si lo conociera de toda la vida. Allí, mirándolo, tuvo la certeza, súbita y clara, de que ella y Pete se habían amado muchas veces en el pasado; muchas, muchísimas veces, y cuando comprendió eso no deseó siquiera poder besarlo de nuevo cuando todo hubiera pasado, si es que eso era posible. Deseó que hubiera una eternidad en la que ella y él volvieran a encontrarse para disfrutar otro instante del amor que se profesaban y que se habían regalado desde tiempos inmemoriales.

Y Pete, mirándola, pareció comprender lo que estaba pasando por su cabeza. Sin pensárselo dos veces, dio un paso adelante y se puso a su lado.

—Contigo —susurró, y añadió—: Como siempre.

Jow sonrió. Alguna suerte de hielo primigenio, muy dentro de ella, empezó a fundirse. El agua de ese deshielo generó lágrimas dulces en sus ojos claros.

Alfred los miró, tres figuras pequeñas en un océano de destrucción. Podía quedarse allí, desde luego, y tratar de sobrevivir una hora. Incluso podía intentar seguir advirtiendo al mundo de lo que ocurría, hablar con las autoridades, montar una nueva campaña de información sobre lo que pasaba en Elvenbane, pero de repente comprendió que había tomado una decisión. Algo en el intercambio de miradas entre Jow y Pete lo había hecho moverse sin que fuera consciente de ello, y ahora caminaba con paso resuelto hacia el grupo.

También a Penny le había llegado aquel intenso y fugaz instante.

—Esperadme —dijo incorporándose.

Roy le tendió una mano y avanzó con ella.

Alma no se volvió para mirar. No le hacía ninguna falta. Sólo sonreía. Apenas había bajado del helicóptero y visto el grupo ya supo quién la acompañaría y quién no.

Las piezas, se dijo, estaban dispuestas para la jugada final.

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