Alma

Alma


V. Alma Chambers, antes (II)

Página 8 de 39

V

ALMA CHAMBERS, ANTES (II)

*

Alma tiene diecisiete años y es la primera vez que va sin sus padres a la zona de bares de la ciudad. Se ha vestido tan adecuadamente como le ha sido posible, porque no tiene mucha idea de cómo se viste la gente de su edad para ese tipo de situaciones, pero cuando ve llegar a sus amigas en el coche, descubre que lo ha hecho bien. Está preciosa y radiante, en toda su esplendorosa juventud, y sonríe como no recuerda haberlo hecho jamás.

—¡Noche de chicas! —gritan al unísono, levantando un brazo en el interior del vehículo.

La discoteca es el Saturday Night, una sala enorme donde la música suena a muchos más decibelios de los que sería oportuno, pero de eso se trata. Para hablar, los chicos tienen que acercarse tanto a los oídos de las chicas que casi parece que van a besarse, y después de todo, también se trata de eso. Suenan todos los éxitos de los ochenta, uno tras otro: The Communards, Michael Jackson, Police, U2, Madonna y R.E.M. entre otros. Cuando suena Never Can Say Goodbye, Alma salta a la pista junto a casi trescientas personas. La luz intermitente de los focos hace que la sala de baile parezca una secuencia de fotografías sin movimiento, revelando rostros extasiados, sudor, miradas llenas de deseo puramente sexual, juventud y libertad. Alma baila cinco o seis temas seguidos antes de que se descubra sedienta. Una de sus amigas le ofrece una cerveza y ella bebe directamente de la botella. El sabor es amargo y grosero, pero diferente, coronado por la advertencia de sus padres de que no se le ocurra beber alcohol, y también se trata de eso.

Unas horas y varias cervezas más tarde, una amiga se le acerca.

—¡Almi, ven, voy a presentarte!

Alma levanta la mirada y descubre a un chico que se le acerca. Tiene cara de llevar un buen pedo, pero cuando descubre (porque ella sabe esas cosas) que lo que intenta hacer es parecer interesante, como un pavo real que extiende sus plumas para atraer a la hembra, no puede evitar soltar una carcajada. El chico levanta una ceja, pero sonríe, y la sonrisa al menos la tiene bonita. Tiene tanto alcohol en el cuerpo que incluso Danny Devito le parecería un galán.

—¡Éste es Eddie! ¡Dice que le gustas, tía!

—¿Qué? —pregunta Alma, entregándose a un nuevo ataque de risa.

Su amiga pone cara de loca y los ojos en blanco, y se ríe con ella, pero para cuando quiere darse cuenta, Eddie se ha acercado para darle un par de besos en la mejilla. Alma no lo ve venir. Ha bebido, está indeciblemente feliz, y no está precisamente concentrada en sus escudos psíquicos, que mantiene altos y potentes en todo momento. Cuando la piel del chico toca la de ella, hay un fogonazo blanco y Alma recibe un montón de información que desearía no haber recibido.

Da un pequeño grito y se queda inmóvil.

Esas nuevas imágenes que flotan en su cabeza se sienten como recuerdos, pero no son suyos. Son de él. Y ve a Eddie volviendo a casa en su moto, una vieja Vespa de color rojo. La moto desacelera y se detiene a la entrada de una casa, un pequeño adosado de dos pisos en cuyas ventanas hay plantas con grandes flores rojas que no consigue identificar. Eddie llama al timbre y espera, bostezando y frotándose los ojos. Se huele el aliento para asegurarse de que no apesta a cerveza y a tabaco y se mira los pies, que se mueven como si tuvieran vida propia; los ecos de la discoteca aún resuenan en su cabeza.

Entonces, la imagen se acerca a la puerta de la casa y la atraviesa, accediendo al interior. Allí hay una escalera que sube directamente al segundo piso, y sabe que es así porque la familia tiene alquilada la planta de abajo a un iraní apellidado Chegini que trabaja doce o catorce horas en una tienda del centro de Londres. La madre de Eddie desciende por esa escalera, colocándose la bata de andar por casa sobre el viejo camisón. «¡Ya va!», dice, pero tiene los ojos cerrados por la somnolencia. En un momento dado, da un traspié y se precipita hacia adelante cuan larga es. La madre del chico pesa ciento dieciséis kilos y la caída le hace dar una vuelta sobre sí misma. El peso resulta excesivo para su frágil cuello, que produce un ruido atroz cuando golpea contra el borde de uno de los escalones. El cuerpo enorme, ya privado de vida, termina chocando contra la puerta, BLAM, y el chico da un respingo en el exterior.

Alma pestañea. No sabe cuándo ha ocurrido eso, pero compone una mueca de pena que él descodifica como extraordinariamente dulce, y se enamora al instante. Hace un par de bromas rápidas y ella se ríe, dejándose llevar por la simpatía melancólica que el conocimiento de la pérdida de su madre le produce.

La noche transcurre. Beben, ríen, hablan, intercambian miradas embriagadas de una atracción innegable, y beben. Hay un baile lento, dulce y suave, durante el que permanecen pegados el uno al otro, y cuando acaba, él consulta su reloj y menea la cabeza.

—Tengo que irme —dice entonces.

—Oh.

—Me gustaría verte otro día. ¿Vendrás el próximo fin de semana?

—Es posible —dice ella, juguetona. Lo cierto es que todos los poros de su piel gritan pidiendo más, y su mente resuelve rápidamente que sí, que irá, esté él o no, pero quizá especialmente si él piensa volver.

—Vale. Estaré aquí —contesta sonriendo.

Permanecen mirándose unos instantes más, sin decir nada, dejando que el silencio (su silencio, porque la sala sigue estallando con los ritmos de Bjork) los envuelva. Es un sentimiento potente, y ella lo disfruta más que él porque es su primera vez. Se siente guapa, joven y, sobre todo, se siente normal. Sabe, además, que es un buen chico, y no tiene que preguntar algunas cosas. Sabe, de una manera inexplicable, que hace tres meses que terminó con su chica por una cuestión de infidelidad, y sabe que haciendo el amor es dulce y tan generoso como silencioso. Y sonríe.

—Me gustaría quedarme, pero… tengo que despertar a mi madre para entrar en casa, y si es muy tarde se…

Alma compone una mueca de perplejidad tan evidente que él se interrumpe.

—¿Qué pasa? —pregunta.

—¿Tu… madre?

—Sí…

—¿Despertarla…?

—¡Sí! —contesta riendo—. Sé que es raro, pero le gusta saber a qué hora llego. En realidad es un puñetero control nazi. Me da un beso cuando entro en casa, pero me olisquea para saber si he bebido o fumado. Es un rollo porque me hace volver temprano; si vuelvo muy tarde dice que no puede conciliar el sueño.

—Creía que…

El chico la mira sonriendo. Tiene la sonrisa más bonita que Alma haya visto jamás.

Ella no comprende. Está acostumbrada a que sus visiones y percepciones sean prácticamente infalibles, así que se queda callada, mirando el brillo de la cerveza en los labios de él, entregada a pensamientos rápidos. «Has bebido mucho —se dice—, y se te ha roto el periscopio, tía».

Es eso, seguro.

Contenta con su razonamiento, compone otra sonrisa como respuesta.

Hablan un rato más y se despiden. No hay beso, aunque ella percibe sus ganas como mazazos en un gong; y no lo hay principalmente porque ella no se siente preparada para bloquear un contacto físico tan intenso. Ha tenido suficiente. Cuando Eddie está alejándose por fin entre la multitud, Alma mira al techo de la sala y entre los fogonazos blancos de las luces descubre el problema.

No era un recuerdo fallido.

Repasa su imagen mental y descubre que Eddie lleva la misma ropa que ahora.

Es el futuro. El futuro inmediato.

En el último momento, sale corriendo tras él y lo retiene por el brazo. A Eddie se le ilumina el rostro. Ella sabe que cree que lo ha pensado mejor, así que niega rápidamente con la cabeza. Empieza a explicarle, nerviosa y asustada. Le cuenta que hay cosas difíciles de creer, y que no se conocen todavía muy bien, pero le habla de la Vespa roja, de las ventanas con flores rojas que no puede identificar, de cómo él toca el timbre y su madre baja por la escalera, y de cómo da un traspié y pierde la vida.

Eddie la mira durante unos segundos y suelta una carcajada.

Ella se enfada un poco, pero le cuesta concentrarse en su enfado con ese torrente de luz que es su risa.

—¡Te lo ha dicho Elena! —dice—. Lo de la Vespa.

—¡No!

—¡Eres muy retorcida! —declara—. ¡Me gusta!

—¡No, Elena no me ha dicho nada!

Él la mira, con un brillo en los ojos que es mezcla de deseo, curiosidad y algo de incertidumbre. En la sala empieza a sonar Nirvana y hay un pequeño grito de júbilo.

—Está bien —resuelve ella entonces—. Hazme un favor, entonces. No llames a la puerta. ¿Hay alguna forma de que puedas entrar sin tener que llamar?

—Claro —asiente—. Tengo mi llave. Es sólo que…

Alma sonríe.

—¡Úsala! Sólo te pido eso. Usa la llave, sólo esta noche.

—Pero ¿qué…?

—¡Por favor!

—Está bien… —accede él.

Ella sonríe, complacida. Esta vez, antes de despedirse, intercambian los teléfonos. Ella le pide que la llame. Un buen momento es a las siete y media de la tarde; cuando la familia ya ha cenado y aún no es demasiado tarde para llamadas. Le hace prometer que la llamará, aunque sólo sea para dejarla tranquila, y él lo promete.

La llamada no tiene lugar al día siguiente, ni siquiera al otro. Ella pasa unos días inquieta, preguntándose por el desenlace de la noche. Cuando llega el jueves, está impaciente porque llegue el fin de semana y pueda volver a verlo. No sólo está deseando escuchar a Eddie diciendo que no ocurrió nada, sino escucharlo sin más, otra vez. La llamada nunca ocurre, y pasan varios días más de intranquilidad y preocupación. No quiere llamarlo, pero está considerando hacerlo cuando, por fin, lo distingue en la acera que lleva a su casa. Viene avanzando hacia ella, y algo… algo va mal. Se apresura a ir en su busca. Quiere alegrarse, pero percibe que algo no está bien. Hay… algo oscuro rodeándolo, como un campo invisible que ella puede percibir. Es ira. Una ira tan concentrada que la deja hipnotizada, inmóvil y aterrada en su sitio.

—¡Eddie! —dice ella, tratando de componer una sonrisa.

—Tú… Tú…

Eddie está tan nervioso que le tiembla el labio.

—¿Sí, Eddie? —pregunta Alma, afectiva y preocupada.

—Utilicé la llave, como dijiste —empieza a decir, colocándose a pocos centímetros de ella. Escupe las palabras que utiliza como haría un perro con su propia baba, las dispara. Es tan amenazante que Alma no puede reconocer siquiera su voz. Ella espera unos segundos, insegura y totalmente desconcertada. Está asustada pero quiere oír el resto de la historia—. Se metió en la bañera y resbaló. Se… desnucó. Oí el ruido desde la cocina. Oí cómo se abría la cabeza desde el piso de abajo. Subí corriendo la escalera y la encontré muerta. Des… desnuda y muerta en la…

Alma tarda un rato en entender. La terrible y temida información se ha instalado en su cabeza y da vueltas como si estuviera siendo procesada por una hormigonera.

—¡Utilicé la llave como dijiste y mi madre está muerta! —grita, con los ojos enrojecidos. Un grupo de amigos suyos han venido en su busca. Él forcejea, pero lo retienen por los brazos y lo obligan a apartarse. Alma siente que si no hubieran aparecido habría llegado a golpearla.

—¡Bruja! ¡Mataste a mi madre! —Sus amigos se lo llevan lejos pero él sigue gritando sin parar, revolviéndose como si lo llevaran a un pelotón de fusilamiento—. ¡Mataste a mi madre!

Y Alma se deshace en un rincón del pasillo en sollozos y lágrimas enturbiadas por varios «lo siento» que formula más por algún extraño sentimiento de culpabilidad que por el hecho del fallecimiento en sí, comprende. Comprende que la madre de Eddie habría muerto de todas maneras, porque había un Plan. Un Plan que no podía alterarse, un destino cierto e inamovible contaminado de una inevitabilidad aterradora, y que de alguna manera se le reveló como una especie de ley que la marcó para siempre.

Eddie no volvió a hablarle. Nadie lo hizo.

Ir a la siguiente página

Report Page