Alma

Alma


VII. Pete y Alma

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VII

PETE Y ALMA

*

De alguna forma extraña, las gotas de lluvia resbalando lentamente sobre el cristal del coche trajeron al hombre ensoñaciones de lo que pudo ser y no fue.

Como su vida con Carol.

En los últimos tres años, Carol había sido una constante en sus pensamientos, tan omnipresente como la necesidad vital de respirar. Se levantaba con Carol y se acostaba con Carol, y cuando cruzaba por las calles del centro, veía fugazmente su rostro reflejado en los escaparates de las tiendas. Cuando sonaba el móvil, su nombre aparecía con letras llameantes en su mente, sólo por unos breves instantes, naturalmente, porque nunca era ella. No podía serlo.

Pero ahora que llevaba por fin un tiempo con la mente descansada, que había recuperado el gobierno de su silencio interno y su soledad, recibía ese encargo que se le había antojado rancio y hasta de mal gusto, y la imagen —tan nítida— de Carol había florecido de nuevo en la trastienda de su mente.

Carol. Carol.

Carol se fue inesperadamente. Tomó demasiado deprisa una curva bastante pronunciada, y su coche se precipitó hacia un abismo plagado de rocas puntiagudas, en los acantilados de Beachy Head. El jefe de la policía forense le dijo que el primer impacto había aplastado tanto el techo del vehículo que debió de desnucarse en cuestión de segundos. Dijo que no había sufrido, que su cerebro, probablemente, no tuvo tiempo de captar lo que estaba ocurriendo. Era un triste consuelo, pero un consuelo al fin y al cabo, y él lo aceptó agradecido. Desde entonces habían pasado ya tres largos años, pero incluso ahora, cuando hablaba de ella, nunca decía «Carol murió» o «Carol está muerta». Siempre decía «Carol se fue». Suponía que aceptar el hecho de una manera verbal quedaba aún lejos de sus capacidades mentales. Ya había sido bastante duro enfrentarse al hecho en sí, al desamparo, a la melancolía y a la tristeza, como para afrontar también la terrible realidad desnuda, el hecho inequívoco de que Carol ya nunca volvería.

Sentado en el asiento de su coche, Pete se revolvió, incómodo, intentando apartar de sí los recuerdos. El reloj del salpicadero denunció que el grupo de chalados llegaba tarde. En la calle, las luces del hotel donde había quedado con ellos cimbreaban como las llamas danzantes de una hoguera.

Ellos, los chalados. Así los llamaba.

Era un encargo para tocarle las narices, de eso estaba seguro. Había en la redacción más de un compañero que se habría encargado del asunto con verdadero deleite. Aquella chica rubia, por ejemplo… No recordaba su nombre, pero tampoco importaba, porque difícilmente superaría el periodo de prueba. Pasaba el tiempo enviando e-mails encadenados con mensajes de superación espiritual y karma instantáneo, leía revistas de esoterismo y llenaba su mesa con talismanes y piedras redondas y brillantes. A Pete, que valoraba honestamente su trabajo de periodista y su compromiso de buscar siempre la verdad, esa chica rubia lo ponía muy nervioso. Para Pete, todo eso eran chorradas.

«Pero por eso te han enviado a ti, idiota —se dijo—. El jefe quiere una perspectiva seria del asunto».

«La única perspectiva», se corrigió.

Suspiró largamente.

Las ocho y cuarto. Llevaban quince minutos de retraso, y él ni siquiera se había permitido cenar para no llegar tarde.

Los chalados, como él los llamaba, eran un grupo de parapsicólogos. Eran como esa chica (en serio, ¿cómo se llamaba?) pero con un gabinete, un montón de aparatos, y una pátina científica con tufo a carne pasada. La culpa, por supuesto, era de ese libro que había publicado el ahora famosísimo escritor irlandés Johnnie Balmori: La puerta. Iba sobre fantasmas y cosas similares, y había propiciado toda una moda alrededor de la ouija y los temas espiritistas en general. El periódico quería saber la opinión de una «profesional» del mundillo, y ésa, al parecer, era la doctora Chambers. «No pongas esa cara de imbécil —le había dicho su redactor jefe—. Esa mujer sabe cuántas veces te masturbas a la semana». Pete había resoplado: para él no eran otra cosa que unos profesionales del fraude.

Leeds era una ciudad grande con un montón de barrios ricos, y hasta tenía zonas enteras con una creciente población judía, como Moortown o Alwoodley. Eran barrios con mucha antigüedad, llenos de gente mayor con un montón de pasta en el bolsillo, y ése era un caldo de cultivo excepcional para los fraudes que esos grupos de parapsicólogos solían cometer. Oh, menudo elenco de sandeces manejaban los de su calaña: ayuda mental a distancia, curaciones, adivinación, y algo que ni siquiera había podido encontrar en el diccionario pero que publicitaban como «quirología». Y por supuesto, la joya de la corona: el contacto con los muertos.

Se revolvió de nuevo, vigilando el indicador de temperatura. Ahí fuera estaba helando.

Las ocho y veinte.

Su estómago protestó con un sonido sordo.

Contacto con los muertos.

Quizá por eso, pensó, Carol había vuelto a su mente consciente. Quizá era tan fácil como eso. Por mucho que detestara el mero concepto de todo el asunto, suponía que era algo que no podía evitar. Era una asociación limpia de ideas, y de esa necesidad… de ese vacío sublime, era de lo que sanguijuelas como aquéllas se alimentaban. Si la señora Marwick quería hablar con su marido, fallecido un par de años antes, podía soltar doscientas libras para recibir un montón de mensajes del Más Allá entre los que se incluían una exuberante colección de jadeos infernales y una o dos frases genéricas: «Su marido le envía todo su amor, señora Marwick. Su marido dice que está feliz. No, dice que no le importa que vea de vez en cuando a su nuevo amigo porque quiere que sea feliz, señora Marwick, porque él la quiere mucho mucho MUCHO».

Negó con la cabeza.

De pronto, unos haces de luz barrieron la carretera delante de la curva. Pete se enderezó en el asiento, suspirando con cierta desgana. A esas horas tardías, y con la que estaba cayendo, sólo podía ser su contacto. A modo de confirmación, el coche aminoró suavemente la velocidad hasta detenerse delante de él. Era un Austin Rover del año de la pera, con el foco derecho condenado a emitir una luz mortecina y anaranjada. Por fin, los haces parpadearon brevemente y el motor se detuvo con un ligero traqueteo. Lentamente, los limpiaparabrisas regresaron a su posición de descanso y la lluvia se apresuró a llenar de gotas el cristal.

Pete tomó su pequeño paraguas y descendió, protegiéndose de la lluvia; ahí fuera había al menos tres o cuatro grados de diferencia, lo que le hizo sentir un pequeño escalofrío. Delante de él, un hombre vestido con traje descendía del Rover. Se cubría torpemente la cabeza con una revista desplegada.

—¿Señor Waters? —exclamó. Tenía que alzar la voz para hacerse oír por encima de la lluvia.

—¡Sí!

—¡Buenas noches! —respondió, acercándose y tendiéndole la mano.

—¡Será un decir! —respondió Pete.

—Oh, es…

Pete percibió el rubor en sus mejillas pese a la lluvia. Ahí delante tenía a un hombre tímido, probablemente debido a su juventud, y aunque venía predispuesto a presentar batalla, se apiadó un tanto.

—Puro formalismo, lo sé, no se preocupe —exclamó—. ¿Ha venido usted solo?

—Sí, y lo siento; ha habido un pequeño cambio de planes. La doctora Chambers no va a poder venir. Lamentablemente, hay demasiada humedad, y ella padece una artritis reumatoide severa. Se preguntaba si querría usted, amablemente, acompañarme a nuestro despacho para celebrar allí la entrevista.

Pete se encogió de hombros.

—No tengo inconveniente… —repuso. En realidad, la idea pareció florecer en su mente: si tenía la oportunidad de visitar sus instalaciones físicamente, podría hacerse una idea mucho más precisa de con quién estaba tratando. Las imágenes llenaban huecos que una conversación no podía llenar, aportaban detalles que unos ojos observadores podrían detectar en el entorno. Una jarra en una mesa podía contener una reveladora serigrafía que dijese ALIANZA RADICAL INGLESA, o quizá uno de esos estrafalarios mensajes pronazis con 4-1 ATAQUE RELÁMPAGO, TA-TA INGLATERRA. Podía haber fotos con personajes conocidos sobre los que investigar, revistas e incluso documentos dejados a la vista. Pensó divertido que sería revelador encontrar una carpeta de un proveedor que suministrase Niebla Fantasmal Blanco Nube.

—¿Quiere que lo siga con el coche? —preguntó entonces.

—No está demasiado lejos, en Enfield Terrace, así que si quiere podemos acercarnos con el mío. Estaré encantado de traerlo de vuelta después.

Pete asintió. Aquel hombre tenía un acento y unas maneras demasiado de Cambridge para su gusto, pero no parecía un mal tío. Subieron al coche, y cuando cerraron las puertas el ruido de la lluvia descendió rápidamente.

—Qué manera de llover… —dijo el hombre con una pequeña sonrisa. Acababa de quitarse las gafas para limpiarlas y Pete reconoció, a pesar de su evidente palidez, que tenía cierta presencia sin ellas.

—Seguirá así toda la semana, según el pronóstico —informó Pete.

—Me llamo Andrew, por cierto. Soy el asistente personal de la doctora Chambers.

Pete le estrechó la mano.

—Encantado. ¿Lleva mucho tiempo trabajando con ella?

—Vaya, pues… —Dudó unos instantes—. Creo que en abril hará tres años ya. Es increíble cómo pasa el tiempo. A veces parece que fue ayer cuando hice aquella entrevista con ella.

—¿Le costó mucho conseguir el empleo?

Para entonces, Andrew ya estaba arrancando el motor. Sonaba a viejo y gastado, pero aún rugía con fuerza bajo la intensa lluvia.

—Bueno… —dijo riendo—… ésa fue la entrevista más extraña que he tenido nunca.

—¿A qué se refiere?

—Bueno… verá, yo acababa de terminar mis estudios, y era un entusiasta seguidor de la doctora Chambers. Lo había leído todo sobre ella, y había asistido a la mayoría de sus conferencias, incluyendo la que pronunció en Frankfurt. Me costó bastante desplazarme hasta allí con mi asignación de estudiante, por cierto. Pero sabía que trabajar con ella era lo que más deseaba en el mundo…

—¿En qué se licenció?

—En Filosofía y Humanidades.

—¿En serio?

—Sí. Pero además hice varias cosas que sabía que me ayudarían a trabajar en su gabinete. Medicina Psicológica en el Real Colegio de Médicos de Londres, un máster en psicoterapia y psicología de la conducta…

—¿Todo eso los ayuda a… hacer prácticas espiritistas?

Andrew soltó una pequeña carcajada mientras hacía dar la vuelta al coche. Los limpiaparabrisas trabajaban con escaso éxito intentando mantener los cristales libres de agua. Uno de ellos, en concreto, producía un ruido en extremo fatigado y lastimero: ÑIIIK ÑIIIK.

—¿Qué pensaba usted que había estudiado? —preguntó el joven.

—No lo sé… ¿parapsicología, simplemente?

Andrew negó con la cabeza, todavía con una sonrisa dibujada en su rostro juvenil.

—Para eso tendría que haber ido a Estados Unidos —explicó—. En Inglaterra es… bueno, es complicado, tendría que haberme doctorado en Psicología, lo que lleva probablemente entre ocho y doce años, y luego continuar desde ahí, cinco o diez años más. Pero en realidad no hace falta nada de eso.

—¿Qué hace falta entonces? —preguntó Pete, ahora vivamente interesado.

—Bien… Es una materia que puede abordarse experimentalmente en muchos aspectos: psicológico, biológico, físico, fisiológico, neurológico, psicoanalítico, antropológico…

—¡De acuerdo, de acuerdo! —protestó, divertido, Pete—. Pero estaba usted contándome cómo fue la entrevista.

—Ah, sí. Bien, yo llegué allí con un montón de papeles. Todos mis títulos, para empezar, cartas de recomendación, algunas colaboraciones en diversas publicaciones… En fin, todo tipo de… de condecoraciones académicas. Ella me escuchó todo el tiempo, y creo que hice un discurso… largo. —Rio brevemente—. No puedo decirle si fue bueno o malo porque no lo recuerdo, estaba francamente aterrorizado. Me había esforzado mucho para llegar hasta allí y ahora todo se decidía en una reunión de unos minutos.

—Sí, lo entiendo… —exclamó Pete, aceptando de manera consciente que sentía una creciente simpatía por aquel muchacho.

—Bueno, me escuchó todo el tiempo, y de repente, sin que ella pronunciase ni una sola palabra, yo había acabado. Eso era todo. Me quedé allí sentado, pensando que mi futuro se acababa de derrumbar por completo. Estaba fascinado. ¡Era Alma Chambers la que tenía delante, y aún hoy no sabría decirle si le acababa de decir que era su fan número uno o le había contado la técnica de fabricación del papel verjurado!

Ahora fue Pete quien soltó una pequeña carcajada.

—Bueno, de repente ella cogió todos aquellos documentos e informes que había puesto sobre la mesa y los apartó con desdén. Pensé: «Ya está. Ahora sí que se ha acabado». Le juro que me habría levantado si no hubiese estado tan bloqueado.

—Pero consiguió el trabajo… —apuntó Pete—. No apartó realmente sus informes…

—Sí que lo hizo. No le interesaban lo más mínimo, aunque eso lo supe más tarde. Lo hizo para colocar sus brazos sobre la mesa, con las palmas hacia arriba. «Vamos. Coge mis manos», dijo.

—¿Eso dijo?

—«Coge mis manos» —repitió, asintiendo suavemente con la cabeza—. Y eso hice, por supuesto. Ella cerró los ojos y permaneció así un buen rato. Puede que fueran sólo unos segundos, pero a mí me pareció una eternidad. De pronto… puede usted creerme, soltó mis manos y, mientras se levantaba, exclamó: «El trabajo es suyo».

—¿Ya está? —preguntó Pete con tono decepcionado, como si hubiese esperado un final mucho más sorprendente.

—Dijo aquello, se levantó y salió de la habitación. Yo me quedé allí sentado, con un notable temblor de piernas, y permanecí sin moverme cinco o quizá diez minutos. Sus palabras se repetían incesantemente en mi cabeza: «El trabajo es suyo», «el trabajo es suyo», aunque no conseguía interiorizarlo. No sabría decirle si estaba eufórico o decepcionado.

—Pero… no comprendo. ¿Qué ocurrió realmente?

El joven le dirigió una rápida mirada apreciativa mientras conducía.

—¿No lo sabe? —inquirió—. La doctora Chambers es una mujer extraordinaria, indeciblemente dotada. No conozco a nadie más como ella. Hay médiums que son sensitivos, otros que se conectan mediante el contacto, los hay capaces de escuchar cosas. La doctora Chambers tiene bastante de todo eso a la vez. Es como si… tuviera un pie aquí y el otro en otra parte. ¿No lo sabía? Pensaba que habría… no sé… investigado un poco.

—Bueno, en realidad para eso estoy aquí —exclamó Pete, ahora a la defensiva—. Para hacer preguntas. Soy de la vieja escuela. Podría haberme quedado en la oficina y haber sacado la información de internet, pero me gusta tratar directamente con la fuente.

—Desde luego… —se apresuró a decir Andrew, recobrando la compostura de la que había hecho gala hacía sólo unos minutos. Se daba cuenta de que se había relajado con demasiada facilidad y sus comentarios resultaban algo impertinentes. Carraspeó y se enderezó en el asiento. Cuando adquiría esa pose cuidada y profesional curvaba suavemente las cejas, lo que le daba un aire flemático típicamente inglés—. No quería hacerlo sentir incómodo, lo lamento.

—No se preocupe. Una pregunta… ¿Qué tiene que ver el hecho de que la doctora sea una médium tan… dotada con su entrevista de trabajo?

Andrew carraspeó brevemente antes de responder.

—La doctora Chambers obtiene información por varias vías, una de ellas es el contacto. Aún no la he oído explicar con sus propias palabras lo que siente, pero… tampoco importa, es algo bien documentado. Sabrá que un médium es un agente entre los planos físico y espiritual. Algunos, como la doctora, tienen la capacidad de transferir, extraer y potenciar la energía espiritual.

Pete suspiró. Tenía la vaga sensación de que acababa de escuchar un discurso político: mucha palabrería, pero ningún contenido real.

—Interesante —dijo.

—Tal y como yo lo entiendo, es como una imprimación de sensaciones. Ella recibe recuerdos e imágenes, a veces por contacto. También es capaz de ver a ciertas entidades que nos rodean y de comunicarse con ellas.

—Eso es fantástico…

Andrew percibió el frío tono de voz de su interlocutor, y la cuidadosa elección de la palabra «fantástico» como manera de mostrar interés.

—¿Cree usted en estas cosas, señor Waters? —preguntó entonces, ahora en un tono de voz más bajo.

—Debo decir que no, lo siento —respondió con rapidez.

—Sé lo que parece —exclamó Andrew—. Pero si llevara tres años trabajando con ella, tendría otra percepción de las cosas.

—Usted ya estaba predispuesto a creer —razonó Pete—. Me lo ha contado. Ya era un seguidor de su trabajo cuando estudiaba.

—Tiene razón. Aunque esa predisposición nace de algunos sucesos ocurridos en mi vida.

—¿Experiencias personales de algún tipo?

—Entre otras cosas, sí.

—¿Es por eso por lo que lo hace? ¿Por eso trabaja en esto?

Andrew pensó unos instantes. En el parabrisas, la lluvia repiqueteaba con intensidad, llenando el interior del habitáculo del sonido grave y melancólico de las gotas golpeando el techo del vehículo. Era un Rover antiguo y no disponía de los modernos climatizadores, pero el aire acondicionado generaba un calor suficiente y agradable.

—Lo hago… porque es excitante —respondió entonces, hablando despacio—. Es como en la Antigüedad, cuando aún había misterios por descubrir. Imagine a un niño en la orilla del océano, preguntando a su padre: «¿Y más allá del horizonte, qué hay, papá?». Y el padre responde: «Oh, no se sabe. Unos dicen que dragones. Otros dicen que nada. Pero nadie lo sabe realmente». Estoy seguro de que ese niño creció pensando que explorar ese océano sería lo más excitante que podría hacerse.

Pete recuperó su sonrisa.

—Comprendo…

—Con este tema pasa lo mismo. La doctora Chambers sigue su propio sendero. Sólo le interesa una cosa: demostrar de alguna forma que coexistimos con un mundo espiritual.

—Vale… —asintió Pete. De pronto, el viejo instinto periodístico saltó a la palestra, y sintió que tenía la oportunidad de recabar algo de información sobre un tema que le parecía crucial para trazar las bases de su artículo—. Pero también atienden un montón de casos. Imagino que son una buena forma de financiación.

—¿Los casos? Oh, no… la financiación no viene de ahí. La mayor parte viene de las arcas personales de la doctora. Otra parte es financiación privada. A un escéptico como usted le sorprendería descubrir que hay mucha gente interesada en su trabajo.

—¿Tienen ayuda de fondos públicos?

Andrew le dedicó otra vez una mirada rápida, con una expresión divertida en el rostro.

—¿Qué? ¡No! No, en absoluto… No hay fondos para este tipo de investigaciones.

—¿No cobran a la gente a la que le prestan servicios profesionales?

—No, jamás hemos hecho tal cosa. No facturamos nunca, ni a empresas ni a particulares. La doctora Chambers jamás cobra por sus conferencias en público. Lo considera divulgación científica esencial.

Pete asintió lentamente, pensativo y hasta algo contrariado. Andrew no parecía el tipo de hombre que mintiera de una manera tan clara sobre un particular como ése. Parecía convincente, pero en su vida había encontrado muchas personas capaces de mentir sin pestañear. No era difícil. A veces las personas interiorizaban una mentira de una manera tan profunda que acababan creyéndosela. Y por supuesto, podía ser que un mero asistente como él no estuviera informado de la realidad de las cosas. Mientras asentía, tomó una pequeña nota mental. La nota decía: «Investigar financiación».

—Pero antes dijo que una gran parte de su financiación proviene de las arcas personales de la doctora —continuó entonces.

—Así es —respondió Andrew—. ¿No conoce la historia de la familia Chambers? Es de procedencia escocesa. Amasaron una enorme fortuna gracias a la industria del acero al final de la revolución industrial. Su abuelo hizo crecer esa fortuna aún más gracias a inversiones en el mundo del petróleo. El padre de la doctora Chambers estaba enfadado con la familia por motivos que me son desconocidos, y ella no pudo disfrutar de ese dinero hasta que éste falleció y ella fue incluida en la herencia familiar. Algo paradójico, porque Alma tenía la misma opinión sobre el negocio familiar que su padre. Una vez dijo algo sobre eso… ¿Cómo era? ¡Ah, sí!: «El negocio del petróleo es tan oscuro, sucio y pestilente como el petróleo en sí».

—¡Oh!

—De verdad… tiene que conocer a la doctora. Creo que le causará una buena impresión. De hecho… ya estamos llegando.

Pete alzó la mirada. Con la conversación, no había reparado dónde estaban. La realidad se distorsionaba a través del cristal por efecto de la lluvia, y el agua se desparramaba lánguida por el cristal. Pero incluso a través de él pudo ver que se encontraban en lo que parecía ser una zona industrial. En el lado izquierdo del coche se levantaba una vieja nave, la única iluminada en la zona.

Andrew detuvo el motor, y de repente, el sonido de la lluvia adquirió una nueva dimensión, casi amenazante.

—Cuando quiera —dijo Andrew al fin.

Pese a que se movieron con rapidez, no pudieron evitar llegar al interior de las instalaciones chorreando. Un inhóspito viento racheado deslizaba la lluvia por debajo del paraguas (que fue del todo insuficiente para ambos), empapando sus trajes en cuestión de segundos.

Andrew cerró la puerta de entrada lanzando sonoros resoplidos. Pete intentaba plegar su maltrecho paraguas, que el viento había deformado terriblemente.

—Vaya. Pensé que éste duraría un poco más. Me costó una fortuna.

Andrew se encogió de hombros.

—Ahí fuera está cayendo un auténtico diluvio.

Déjelo ahí, por ahora —indicó, señalando el paragüero.

Mientras dejaba caer el paraguas, Pete miró a su alrededor por primera vez. Era apenas una habitación, pero tenía un aspecto cálido totalmente inusual en polígonos industriales como aquél. El suelo lucía una moqueta de un elegante rojo burdeos, a juego con los simplistas marcos de las láminas de las paredes. Éstos, para su sorpresa, no representaban ojos celestiales encerrados en místicos triángulos, ni caras sonrientes con aspecto de budas. Eran coloristas ilustraciones modernas que mostraban formas esenciales combinadas, realizadas con trazos básicos. En conjunto, combinaban muy bien con el estilo sobrio y elegante del sitio. Por lo demás, los únicos muebles eran una mesa y algunas sillas de aspecto confortable alineadas contra la pared. Casi le parecía haber sido transportado a uno de los mejores lugares empresariales del centro.

—Ésta es la recepción —dijo—. No recibimos muchas visitas, pero es una manera tan buena como cualquier otra de mantener el área privada lejos del público. Por aquí, por favor.

Andrew lo condujo entonces a través de una puerta y accedieron a un pasillo distribuidor. Olía bien, a productos de limpieza, y Pete tuvo que admitir que, de alguna manera, se sentía más receptivo. Lo poco que le había dicho Andrew lo había intrigado, y el lugar parecía muy alejado de la típica consulta de expertos en cosas como el tarot, la quiromancia o, en lo que a Pete concernía, la adivinación por tejas de teca. Tales lugares estaban usualmente recargados con tapices abigarrados de santos e imágenes fantasmagóricas, pletóricos de incienso y de música tántrica, de oscuridad y de brillantes círculos con signos astrales.

—Bonita oficina —admitió.

Antes de abrir la siguiente puerta, Andrew compuso una enigmática media sonrisa. Hizo girar la hoja con un brazo, cediéndole el paso, como un presentador de televisión revelando el contenido de la Tercera Puerta.

Y Pete comprendió por qué inmediatamente.

Se trataba de una sala grande, de techos altos. La primera impresión general era de espacio, y la segunda sensación inmediata era de modernidad. Estaba abarrotada de tecnología y la luz también contribuía a ello: provenía de unos tubos de neón en el techo y confería al lugar una iluminación homogénea y limpia. En primer término había una serie de mesas donde había gente trabajando con modernos ordenadores de alta gama. A su alrededor, las carpetas y documentos formaban grandes pilas sobre las mesas. Un poco más allá, varios estantes albergaban diferentes máquinas con luces parpadeantes. Por lo poco que sabía del asunto, podían ser servidores de datos de algún tipo; se parecían, de hecho, a los que tenían en la redacción.

Pero ahí no acababa todo. Al fondo de la sala había gente en pequeños despachos cuyas paredes eran de cristal transparente. Estaban, por lo tanto, aislados del resto, pero participaban del ambiente general de trabajo. Los que allí desarrollaban su labor lo hacían con equipos informáticos, montones de terminales, cámaras, sistemas de edición de vídeo y otro instrumental que no podía identificar.

Por lo que a Pete se refería, aquél podía perfectamente ser el laboratorio de investigación de algún reputado científico.

—Impresionante —soltó, casi sin darse cuenta.

—Sabía que le gustaría —comentó Andrew.

—¿Para qué es todo este despliegue?

—Para nuestro trabajo, claro —contestó Andrew—. Todo es para lo mismo. Esta gente de aquí, por ejemplo —dijo señalando a las chicas jóvenes que se ocupaban de las pilas de carpetas y los ordenadores—, se dedica a recopilar y analizar casos existentes. Mucha de esa información es viejísima, aparece en libros, periódicos y revistas sensacionalistas de divulgación, pero no descartamos nada. A veces encontramos cientos de referencias sobre un mismo caso, y al recopilarlas, tomamos nota de las incoherencias. Si una misma referencia aparece en un noventa por ciento de las menciones, por ejemplo, se le asigna una probabilidad más alta de ser cierta. Al fin, todo se digitaliza y alimenta una gran base de datos a la que llamamos Virgilio.

—¿Virgilio?

—Como en la Divina Comedia, el que guía a Dante a través del Infierno y el Purgatorio —respondió sonriente. Con esa luz, la palidez de su rostro era más que evidente—. Pero ya lo comprenderá más adelante.

Pete asintió, recorriendo la sala con ojos ávidos.

—¿Cuánta gente trabaja aquí?

—No crea, nuestro equipo es pequeño. Somos apenas cinco, el resto son profesionales que intervienen, eventualmente, cuando requerimos de sus servicios. También tenemos un grupo de trabajo de estudiantes universitarios que colaboran haciendo tareas sencillas de documentación y archivo, como esa gente de la que hablábamos antes.

—¿Qué tipo de casos recopilan?

Andrew levantó una ceja, sorprendido.

—Creo que no sabe mucho acerca de nosotros, ¿verdad?

Pete se revolvió, incómodo. Era la segunda vez que se sentía así, con la sensación de que lo habían pillado fuera de juego.

—Sé que son un grupo de parapsicólogos —exclamó, manifiestamente a la defensiva.

—Sí, pero tenemos únicamente un área de investigación. Sólo una.

—¿Y cuál es? —preguntó Pete después de un incómodo silencio.

—Somos un gabinete de investigación espiritista, señor Waters —dijo despacio.

«Carol. Carol».

Pete tardó un rato en responder, con la mente invadida por sensaciones que no quería dejar entrar en el plano consciente.

—Pero dijo que la doctora era una médium sensitiva, que sabía cosas por contacto.

—Eso es lo que es —asintió Andrew—. No a lo que se dedica. Ese… don, si le gusta el término, es lo que le permitió comprender que la ciencia moderna prefiere ignorar muchas cosas que, sin embargo, están ahí. No hay nada que la moleste más que un reduccionista científico. Piensa que la ciencia debería tener otra mentalidad sobre estas materias, y no lo hace. Como la scopaesthesia…

—¿La… qué?

—Scopaesthesia. Es muy sencillo, el efecto de «mirada en la nuca». Está en la Wikipedia. Creo que lo que dice es «supuesto fenómeno», porque… diablos… ¡existe! Estoy seguro de que lo ha sentido. Todo el mundo lo ha sentido. Pero la ciencia aún no puede explicarlo; en el laboratorio siempre arroja resultados negativos.

—Entiendo —susurró Pete.

—Otra de esas cosas, claro, es el mundo de los espíritus, que, naturalmente, abarca un concepto tan amplio como se desee. No obstante, la capacidad de la doctora es la piedra angular de todo nuestro trabajo.

—Pero veamos… Si lo he entendido bien, toda esta gente…

Pero no terminó la frase. Caminando hacia ellos entre las filas de mesas venía una mujer vestida con un elegante traje de chaqueta gris. No era muy alta, pero como era delgada y caminaba muy erguida, daba la sensación de serlo. Sonreía, y su expresión era dulce en su rostro ligeramente redondo, comunicando afabilidad. Pete se sintió bien cuando la vio, sobre todo al hacer contacto visual, porque era imposible ignorar sus ojos, hipnóticos, fascinantes, profundos. Eran de un tono azul tan claro que uno tenía la sensación de enfrentarse a dos trozos de hielo, marcados por un círculo alrededor del iris un par de tonos más luminoso. Su cabello, claro y largo, estaba cuidadosamente recogido en una coleta, y colgando del cuello llevaba una sencilla cadena de la que pendía el símbolo egipcio de la vida, el Ankh.

—Ah… Señor Waters, le presento a la doctora Chambers.

Pete experimentaba una suerte de sensaciones encontradas cuando la miraba. Sus ojos… ¿eran finalmente azules, grises o verdes? Era difícil decirlo, pero lo miraban de una forma que parecía taladrar todos sus pensamientos, como si pudiera leerlos con la misma facilidad que la página de un periódico. Luego desechó esa idea con rapidez. ¿De verdad estaba pensando eso? ¿Él? ¿Precisamente él?

«Sólo tiene los ojos más increíbles que haya visto —pensó—. Así es como lo hacen. Es lo que hacen. Te sugestionan. Al final de la jornada acabas creyendo que el Hada de los Dientes[1] te dejará un trozo de chocolate bajo la almohada si le confías una pieza caída».

Lo cierto era que, sugestión o no, aquella mujer tenía una suerte de carisma personal que podía percibir de una forma innegable y clarísima. No se trataba de belleza: era una mujer madura, y con la clara excepción de sus ojos, no era particularmente bonita en ninguno de sus rasgos reconocibles, pero lo cierto era que había llenado todo el espacio con su presencia, y eso era un hecho.

Instintivamente, extendió la mano, y de nuevo no pudo evitar pensar que aquella mujer obtendría fragmentos de su vida al entrar en contacto con su piel. ¿Qué vería? Había tenido una vida que rayaba en lo anodino; ¿qué podía ser lo más significativo? ¿Lo vería con catorce años y el pene entre las manos, entregado a su primera experiencia masturbatoria?, ¿lo vería haciendo el amor con la que sería su mujer, años después, en aquella nefasta primera experiencia sexual?, ¿o sentado en el retrete, con uno de aquellos ejemplares del Readers Digest?

«Estás sugestionado, amigo —se dijo—. Puede verte tumbado en el césped de la casa de tus padres explorando minuciosamente tu orificio nasal tanto como tú puedes ver lo que hace Naomi Campbell en estos momentos».

—Encantado, señor Waters —dijo ella, dándole un cálido apretón. Si había visto algo, su rostro no lo decía—. Por favor, disculpe que no haya podido atenderlo donde convinimos. Lamentablemente, mi artritis empeora en estos días de lluvia.

—No se preocupe, lo entiendo. Es un placer conocerla —manifestó él. Se fijó entonces en que la doctora llevaba unos elegantes guantes blancos. Eso pareció tranquilizarlo un poco.

«No puede hacerlo a través de los guantes, ¿verdad? Con los guantes no puede hacerlo».

—Ahora voy a quedar aún peor con usted, me temo, porque pese a haber rehusado ir a verlo donde quedamos, ahora voy a pedirle que me acompañe fuera.

Andrew compuso una expresión de sorpresa.

Pete inclinó la cabeza. Iba a decir algo cuando la doctora siguió hablando.

—Acabamos de recibir una llamada. Es un caso que se está produciendo ahora, en estos momentos. Por cosas así, una arriesga pasar una noche envuelta en un dolor desmedido. Además, creo que le gustará ver in situ cómo trabajamos. Puede ser buen material para su artículo, me parece.

Pete parpadeó.

—Oh… desde luego —exclamó, aunque no estaba seguro de dónde se estaba metiendo.

—Una silla que grita, fíjese qué cosas. Pero hay ciertos elementos en esa historia que me satisfacen. Además, ¿cree usted en las casualidades? Supongo que no. Yo tampoco, por descontado. Es nuestra intervención directa número cien. ¿No le parece un número fascinantemente redondo para ser el día que usted viene a vernos?

Pete asintió sin comprender.

Andrew parecía envuelto en sus propias reflexiones.

—¡Doctora, tiene usted razón! —exclamó.

—Nos esperan ya —dijo—. Así que, si no le parece mal…

La doctora extendió un brazo, indicando la salida.

Y Pete, inquieto, tardó apenas un par de segundos en decidir lo que pensaba de todo aquello. De repente había caído en la cuenta. No le gustaba. No le gustaba en absoluto.

Su mujer se había salido de la carretera en el kilómetro cien.

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