Alma

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IX. Alma en la oscuridad

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«Amor, sí».

Alma respiró profundamente.

Por alguna razón no podía cerrar los ojos, pero consiguió sustraerse a aquella realidad monstruosa y reencontrarse, menuda y encogida por el frío gélido, en mitad de aquellos torbellinos monstruosos. Lo hizo, y dirigió sus recuerdos hacia…

«Mamá».

Su madre. Su madre prodigándole todo el cariño y el amor que era capaz de generar: amor incondicional, amor de querer, no de quererse. Amor de dar. Amor en estado puro, intenso y vital, chispeante y hermoso.

Y se concentró en eso y lo hizo su escudo. Y cuando lo tuvo, empezó a brillar, un poco, en mitad de tanta oscuridad.

Las voces aullaron, redoblando su intensidad. Parecía una manada de lobos de un millar de miembros, lobos hambrientos que huelen la sangre por primera vez en milenios. El ruido de las trampas para animales empezó a repicar mucho más rápidamente, como un tambor infernal. CLAP CLAP CLAP.

Y entonces, justo cuando Alma empezaba ya a creer que podría tener una posibilidad de plantarse firme y resistir, la vorágine de aullidos que la envolvía desgranó una carcajada acuosa, enfermiza, como el estertor de muerte de un leproso que está perdiendo su garganta a medida que intenta usarla.

ZORRA ESTÚPIDA.

ME FOLLO TU MIERDA.

Alma centelleó brevemente; su luz amenazaba con apagarse, trémula, y por un segundo se sintió desfallecer.

No…

No estaba funcionando. La doctora seguía sin saber a qué se enfrentaba, pero estaba claro que había tenido un error de cálculo; obviamente, aquellas presencias o entidades del tipo que fuesen eran demasiado fuertes como para dejarse afectar con algo conjurado tan atrás en el tiempo.

Necesitaba otra cosa.

Darnell —dijo su mente.

Las voces se rebelaron. Casi podía sentir sus acometidas como si fuesen pequeñas patadas: la golpeaban en las espinillas, en el costado, en los hombros.

GUARRRRRA.

SO… PUTA.

ES NNNNUESTRO.

¡No lo es! —gritó Alma.

Darnell. Buscó a Darnell a su alrededor, al lado de la cama, y aunque su propia energía estaba más que eclipsada por tanta hostilidad, se concentró en él, en su entidad, su humanidad. Confiaba que su propia presencia hubiera distraído a aquellas entidades, fuesen lo que fuesen, y que lo hubieran soltado; un poco al menos. Confiaba, en suma, en que Darnell hubiera vuelto en sí.

Porque lo necesitaba.

Darnell…

Buscó y buscó y lo encontró, confuso y asustado como un cervatillo que oye la llamada de los cazadores y los ladridos de los perros de caza.

Darnell.

Y encontró que estaba, a pesar de todo. Encontró el amor que residía en él, amor por su mujer, ese amor que habían intentado arrebatarle y volverlo contra él. Y buscó su luz y se aferró a ella, aun tan débil como estaba, torpedeada de miedo y de terror, para usarla como ancla.

Las voces se revolvieron como si las hubieran mordido.

¡BASTA!

CERDA ASQUEROSA.

Alma empezó a sonreír.

POR…

QUERÍA.

¡QUE SE LARGUE!

¡ECHADLA!

Alma levantó ligeramente la cabeza.

¿Qué sois? —preguntó entonces, luminosa y radiante, hermosa otra vez como una estrella.

Las voces aullaron al unísono, como si su pregunta hubiera sido un estilete mortal, largo y afilado, hiriente, lanzado hacia la oscuridad tormentosa y distorsionada que la rodeaba.

¡ECHADLA ECHADLA!

¡NO… AÚN!

¡AÚN NO!

Alma se disponía a repetir la pregunta, ahora con más determinación, cuando de pronto la habitación entera giró noventa grados hacia la derecha, y ella se precipitó hacia un lado como si cayese. Y caía, y caía, descendiendo por un pozo oscuro y resbaladizo, hacia ninguna parte. Entonces, el frío la atravesó haciéndole soltar un quejido de dolor. Y luego…

3

—¡Doctora Chambers! —gritaba Andrew, zarandeándola cada vez con más intensidad. La doctora se había puesto rígida y temblaba de pies a cabeza, la mandíbula sacudida por una vibración que amenazaba con desencajarla.

—¿Está bien? —preguntó Pete, que sudaba copiosamente dentro del abrigo a pesar del frío intenso.

—¿Qué sois? —preguntó la doctora entonces. Su voz sonaba distinta, como si hubiera pronunciado aquellas palabras a través de una película de agua. Sus ojos, abiertos de par en par, se movían con frenética rapidez. Los tenía vueltos hacia arriba, de manera que la mayor parte de lo que se veía era la córnea blancuzca veteada por pequeños capilares rojos.

—Dios mío —exclamó Andrew.

En ese momento, la doctora giró todo su cuerpo hacia la derecha con un solo movimiento imposible, como si alguien hubiera desactivado la gravedad en aquella habitación. Sara, que empezaba a recuperarse al lado de su marido, la vio flotar en el aire y lanzó un grito de terror. Alma cayó entonces sobre la cama como un fardo inútil.

—¡Doctora Chambers! —gritó Andrew.

Alma pareció volver en sí. Su primera exhalación fue una vaharada blanca, tibia, como si acabara de soltar aire en un glaciar.

—Doctora Chambers —dijo Andrew, dándole la mano—. Dios mío, está… helada.

—Estoy bien —respondió la doctora, incorporándose torpemente y ajustándose la falda para recobrar la compostura.

—Nos ha asustado un poco…

—No pasa nada —respondió ella con tranquilidad. Estaba pasándose ambas manos por el cabello para volver a domarlo mientras miraba a Darnell y a Sara. El matrimonio parecía tan confundido como se podía estar, e intercambiaban miradas en las que había una mezcla extraña de miedo y también amor. Era buena señal, se dijo Alma. Darnell derramaba lágrimas de vergüenza. Estaba comprendiendo lo que había intentado hacer y no podía explicárselo.

—¿Se encuentra usted mejor, Darnell?

Darnell la miró, incapaz de responder por el momento.

—Está bien —dijo la doctora—. Sé que sí. Lo han hecho muy bien. Muy bien. Estoy muy orgulloso de ustedes dos.

—Pero yo… —balbuceó Darnell.

—No lo diga —se apresuró a interrumpirlo Alma—. Ya está. Ha pasado todo. No era usted mismo, y tiene que olvidar todo lo que ha ocurrido.

—Darnell… —balbuceó Sara.

—Mientras se tengan el uno al otro —añadió Alma—, mientras se quieran… lo que ha ocurrido no se repetirá. No lo olviden nunca. Recuerden esto: nada real puede ser amenazado.

Entonces Sara olvidó el dolor de su cuello y se lanzó a los brazos de su marido. Él la recibió, desnudo como estaba, y la estrechó entre sus enormes brazos los mismos que unos instantes antes habían intentado estrangularla.

Pete se llevó una mano a la boca, aguantando una explosión de emoción. No comprendía muy bien lo que había pasado, pero acababa de ver a un hombre poseído recuperar la cordura como si lo hubieran devuelto a la realidad de un guantazo, y sobre todo… sobre todo había visto a la doctora Chambers flotar en el aire, ¡aunque hubiera sido por unos segundos!, para caer sobre la cama, como si pesara apenas unos gramos. Y eso… eso era mucho, demasiado para su mente adiestrada para encajar y comprender una realidad determinada, con unas leyes físicas que podían establecerse, explicarse y comprobarse.

Y estaba aquella sensación de frío intenso.

O mucho se equivocaba, o estaba comenzando a desaparecer.

—Darnell… —decía Sara entre sollozos.

Andrew seguía sujetando a la doctora, visiblemente conmovido. Ella hizo un gesto con los brazos para desasirse.

—Estoy bien, Andrew, por el amor de Dios.

—Lo siento, doctora.

—Una cosa más, querida —dijo Alma extrayendo una pequeña tarjeta de su cartera. La levantó con dos dedos para ponerla delante de los ojos de Sara y esperó a que la cogiera—. Este hombre puede ayudarlos a superar lo que viene ahora, ¿de acuerdo? Es un magnífico profesional en su campo, muy bueno en lo que hace.

Sara asintió.

—Bien. Ahora los dejaremos solos —añadió Alma—. Tienen que estar juntos un rato. ¿Quiere hacerme un favor, querida?

Sara abandonó los brazos de su marido para mirarla. Incapaz de decir nada por el momento, asintió torpemente con una sonrisa de franca gratitud en el rostro.

—Ese libro que leía su marido, deje que me lo lleve.

Sara asintió enérgicamente.

—Y otra cosa, querida —continuó la doctora con gesto grave—. Por lo que más quieran, no vuelvan a tocar ese tablero. Nunca jamás de los jamases.

4

El interior del vehículo era cómodo y agradable, y sobre todo, seco. Pete se había dejado caer en el asiento. Después del shock emocional, su mente empezaba a tejer preguntas.

—¿Qué ha pasado ahí dentro? —preguntó al fin.

Alma inclinó ligeramente la cabeza.

—Aún no estoy muy segura —contestó—. Tengo que… dejar que haga poso y ver cómo se siente.

Pete no estaba muy seguro de qué quería decir.

—¿Siempre es así? —preguntó al fin.

Andrew, que mantenía las manos en el volante, como tomándose unos minutos antes de arrancar, negó con la cabeza.

—No. Esta vez ha sido… Bueno, estas últimas veces están siendo especiales.

—Ah, sí —asintió Pete—. Lo mencionó antes, creo.

Negó con la cabeza, ceñudo. Andrew lanzaba miradas furtivas a la doctora por el espejo retrovisor. Pete supo interpretar que estaba preocupado por ella.

—Pero… ¿ya está? ¿El caso está cerrado? —preguntó—. ¿Vamos a dejar a ese hombre con ella? Ha estado a punto de matarla. ¿Cómo sabe que… no ocurrirá más? ¿Cómo sabe que lo que sea que lo afectaba no volverá a ocurrirle?

Alma suspiró con suavidad.

—No pasará otra vez —contestó. Se pasaba la mano por la frente como si estuviera aquejada de un severo dolor de cabeza.

—Pero… ¿cómo puede saberlo? Creo que deberíamos llamar a la policía y que ellos se ocupen de…

—No —lo cortó Alma—. Lo que sea que estaba actuando en esa habitación no está preparado. Aún no. Ahora me han visto, y no les gusto. Ese hombre no les interesa, no es nadie, tan sólo tuvo la mala fortuna de estar llamando al timbre cuando ellos abrían la puerta.

—¿Qué ellos? —preguntó Pete—. ¿Qué ha visto?

—Aún no lo sé —respondió Alma.

—¿Qué puerta?

—Es un símil, querido —respondió, paciente, la doctora.

—¿Preparados para qué?

—No lo sé.

—¿Y la tarjeta que les ha dado? ¿Un psicólogo quizá, un compañero suyo?

—No es de un psicólogo —respondió Alma bajando la voz, como si de repente el cansancio estuviera venciendo toda su resistencia—. No es por lo que ha pasado. Es sólo por… el motivo por el que el marido de esa mujer sintió la necesidad de leer el libro en primer lugar.

Pete parpadeó, confuso.

—Oh, está bien —dijo al cabo, resoplando—. Como quiera. Usted tiene más experiencia que yo. En cuanto a eso, me parece que tengo bastante material para toda una vida. Estoy empapado, he visto a un hombre desnudo volverse loco, a una mujer volar por los aires, y quiero acostarme.

Andrew soltó una pequeña carcajada.

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