Alma

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XI. Ausencia de amor

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XI

AUSENCIA DE AMOR

1

El despertador sonó puntual a las ocho y media de la mañana, como cada día, desgranando un sonido tan estridente como monótono. A Jow le ponía el vello de punta, pero era la única manera de despertarse que funcionaba.

Apagó el infernal cacharro con una mano y se revolvió entre las sábanas, haciendo ruidos de protesta. Sin embargo, volvió a quedarse dormida. El despertador volvió a insistir unos minutos más tarde, como cada mañana, y Jow se arrastró fuera de la cama para dirigirse al cuarto de baño y empezar el día. Se llevó el nórdico para cubrir su cuerpo desnudo. Últimamente hacía tanto frío…

La noche anterior había sido larga. Jow leía mucho, casi todo lo que caía en sus manos, sobre el mundo que había descubierto hacía sólo una semana: libros, revistas, y mil documentos y entrevistas; todo lo que estaba a su alcance en internet, incluyendo vídeos y fotografías, pero la última noche le habían dado casi las cuatro de la mañana. Por algún motivo le resultaba tan… excitante… Investigar sobre aquel mundo oculto, desconocido y por lo general tachado de pamplina, se había convertido en una especie de hobby, de obsesión. Había descubierto además que su innata intuición era más que útil a la hora de manejarse entre tamaño cúmulo de información, porque de alguna manera internet estaba tan lleno de basura que casi olía a cloaca. ¡Oh, era tan complicado separar la paja del grano que no entendía cómo la gente de a pie podía hacerlo! La respuesta era que no lo hacían, naturalmente, y ése era con probabilidad el motivo por el que aquel tema en particular sufría de un escepticismo mundial galopante. Había fotos basura, había vídeos llenos de sandeces, manipulados con filtros y efectos tan burdos que Jow se sentía tan insultada como desanimada. Había textos atiborrados de morbo y superchería, gurús de plástico y estrellitas de colores, vendehúmos y maestros de la mentira augurando futuros imposibles conjurados con unas cartas llenas de dibujitos místicos. Era agotador localizar la información adecuada, pero estaba. Si se sabía buscar, estaba.

A las nueve y cinco de la mañana, cuando Jow se había duchado y completado su ritual de aseo matutino, el teléfono vibró con un mensaje de texto. Jow levantó una ceja; desde que estaba Whatsapp los mensajes de texto se habían convertido en el equivalente al correo postal, reservado casi siempre a mensajes de las compañías de teléfonos, seguros y…

bancos.

Leyó el mensaje.

—Oh, no.

Era, por supuesto, del banco en el que estaba gestionando el crédito. Se lo habían denegado. Después de casi un mes de gestiones y recopilar información de todo tipo, le mandaban un mensaje al teléfono diciéndole que su solicitud había sido DESESTIMADA, y le deseaban, además, BUENOS DÍAS.

Jow dejó caer el móvil sobre la repisa del lavabo, apretando mucho los dientes. ¡Buenos días! Sin el crédito, todo el proyecto se tambaleaba. Ahora que estaban más cerca que nunca, ahora que su programa había pasado no una, sino varias veces las pruebas finales de eficiencia, su crédito había sido DESESTIMADO.

—No me lo puedo creer —dijo, mirándose al espejo. Era como contemplar la viva imagen de la perplejidad. Incluso sus rizos, por lo general alborotados y vivos como las serpientes de Medusa, parecían aplastados y carentes de vida.

—Mierda. Joder.

Arran y ella habían hablado ya sobre lo que pasaría si el banco decidía no concederles el préstamo. Necesitaban el dinero para terminar de impulsar el proyecto. Había aviones que coger, ciudades que visitar, compañías con las que hablar, y aunque cierta parte del trabajo podían hacerlo ellos mismos, como la página web, había cosas que era mejor dejar en manos de profesionales, como los mecanismos sutiles que esconde un buen diseño y la distribución de la información y los elementos. Ella podía hacer un apaño informativo, un profesional podría ofrecer al mundo la auténtica capacidad de su software. Necesitaban eso.

El plan B para conseguir dinero era aparcar el proyecto un año. Era arriesgado, desde luego, porque significaba que en cualquier momento algún programador chino podía dar con la misma idea que ellos, pero no quedaba otra opción. Trabajarían cada uno en una cosa diferente, ahorrando todo lo posible para relanzar su trabajo al cabo de doce meses. Arran, como ingeniero de sonido, tenía contactos en la industria de la música, y ella… ella era una excelente programadora. Había ofertas de trabajo por todas partes para gente capaz como ella, y podría hacerse con un sueldo de unas seiscientas libras semanales a poco que se esforzara.

Pero era un año, maldita sea. Un año más.

Suspiró largamente y buscó el número de Arran. Podía decírselo en persona, pero pensó que, cuanto antes lo supiera, mejor.

2

El Coconut Cake era una cafetería que a Jow le gustaba especialmente. En primer lugar porque estaba al lado de su casa, y en segundo lugar porque era razonablemente económica. Casi siempre había ofertas de bollos dulces, pan negro y café por menos de una libra, o cuencos de fruta del tiempo y yogur por ochenta peniques. Era un buen truco, porque la gente conocía el lugar para desayunar y luego volvían por la noche a tomar unas copas, a precio normal. Y siempre volvían. La verdadera razón de que a Jow le gustase tanto el Coconut Cake, de hecho, era que estaba decorada como un jardín, con rocas de cartón piedra cubriendo las paredes y brotes de vegetación colgando del techo. Toda esa puesta en escena generaba una penumbra que atenuaban con velas y luces cálidas colocadas en las mesas de piedra. El sonido ambiental recordaba al de un bosque o una jungla, con cantos de pájaros silvestres, el frufrú de las hojas moviéndose bajo una brisa suave o un trueno que, de pronto, retumbaba a lo lejos.

Esa mañana, sin embargo, la mayoría de la ambientación había desaparecido. Las luces estaban encendidas, revelando los pequeños fallos que generalmente pasaban por alto. El gran televisor plano que colgaba de la entrada estaba funcionando, y los clientes lo miraban mientras sorbían preocupados sus tazas de café.

—¿Qué hay, cielo? —la saludó el camarero.

—Hola, Lien. Té, por favor, y un cuenco de fruta.

—Claro que sí.

—¿Lien? —preguntó uno de los clientes que estaban apoyados en la barra, pendiente del televisor—. ¿Qué clase de nombre es Lien?

—Lien Mamlag, señor, para servirlo. No sabría decirle. Mis abuelos eran japoneses, mi padre finlandés y mi madre noruega. Yo soy irlandés. ¡Mi familia se ha ido formando a base de cachitos de mundo!

El hombre soltó una breve carcajada.

Jow, mientras tanto, miraba el televisor con curiosidad. La escena mostraba cuatro coches de policía a las puertas de lo que parecía ser un colegio. Había un montón de gente, gente llorando, y un despliegue de ambulancias alucinante. El titular al pie decía: TRAGEDIA EN EL COLEGIO BANE’S PEEK. LA ESTUDIANTE LAUREEN BANYARD (17) PROVOCA MÁS DE VEINTE MUERTOS.

—Dios mío —exclamó Jow—. ¿Qué ha pasado?

Lien se rascó la nariz con una mueca torcida.

—Una estudiante. Parece que se le fue la pinza y acabó con casi todo el mundo en su colegio.

—Pero… ¿cómo?

—De alguna manera consiguió armas.

—Jesús. ¿Disparó contra otros estudiantes?

Jow se sentó en un taburete frente a la barra. Estuvo un rato mirando la pantalla mientras las imágenes evolucionaban. Había tantas furgonetas de medios de comunicación como policiales.

—Llevan toda la mañana con eso —dijo Lien mientras preparaba el pedido.

Jow estaba asintiendo cuando percibió que un anciano, sentado a la barra a su lado, la miraba con manifiesto interés. Era un tipo curioso, con una larga barba gris y un sombrero de color terracota, a juego con su abrigo marrón de flecos. A pesar de las innumerables arrugas de su rostro, aún parecía contar con un pecho fornido y unos brazos fuertes. Jow inclinó ligeramente la cabeza y volvió a concentrar la atención en la pantalla.

—Es una tragedia, desde luego —dijo alguien más, un hombre calvo vestido con un elegante jersey de cuello vuelto—. Pero al menos no es un acto de terrorismo. ¡Cuando se trata de terrorismo se tiran días enteros hablando de ello!

—Menuda hipocresía —soltó el anciano.

Jow volvió a dedicarle un rápido vistazo. El hombre sujetaba su taza con ambas manos, sin mirar a nadie.

—Aquí tienes, cielo —dijo Lien, sirviéndole el desayuno.

—Gracias.

—Bueno, el mundo ya no necesita terrorismo, parece —continuó diciendo el hombre calvo—. Nos hemos vuelto todos locos.

Jow levantó una ceja. Lien advirtió el gesto.

—El programa —siguió con su perorata el del jersey de cuello vuelto—. Hace un rato hicieron un inciso para alertar de todo lo que ha estado ocurriendo este último mes. Cosas terribles, como ésta, por todas partes. Ha sido un poco escalofriante.

—No me he enterado —comentó Jow con suavidad—. ¿Qué está ocurriendo?

—Cosas como gente que empuja a otra a la vía del metro sin saber por qué, un tipo que metió más de cien cajas de ibuprofeno en polvo en el suministro del agua en su bloque, matando a todo el mundo…

—¿En serio?

—Indigentes asesinados. Matrimonios que se han matado el uno al otro… Una pasada.

—¿Cuándo ha ocurrido todo eso?

—Estas últimas semanas. He leído algunas cosas y he visto otras en la tele.

—Vaya —dijo Jow. No se había enterado de nada, y no sólo porque había estado ocupada con su software y su personal investigación sobre el mundo paranormal, sino porque, sencillamente, ni veía la tele ni leía periódicos; le parecían campos abonados para la manipulación política. Al menos el tabloide Te Sun era ocurrente en sus desvaríos.

El anciano del sombrero volvía a mirarla de nuevo. Jow le sostuvo la mirada unos segundos.

—Chica…, tú ves, ¿no?

Jow pestañeó.

—¿Cómo dice?

El hombre se señaló los ojos con dos dedos.

—Tú ves.

—No sé a qué se refiere…

El anciano asintió despacio.

—Lo tienes. A lo mejor no lo sabes, pero lo tienes.

Jow sonrió ligeramente y sorbió un poco de su té.

Lien estaba ajustándose la bufanda. Resultaba raro verlo tan abrigado detrás del mostrador, así que aprovechó aquel hecho para escapar de la atención del anciano.

—¿Estás resfriado, Lien? —preguntó.

—¡Cielos, no! —respondió éste—. No nos dejan trabajar cuando estamos resfriados, pero tampoco nos pagan, y eso no me viene nada bien. Es este… frío. Ni abrigándose uno consigue sacárselo de encima.

—Sí que hace frío —asintió el hombre calvo.

—El caso es que… —se volvió para mirar el panel del aire acondicionado—… el termómetro marca diecinueve grados aquí dentro. No debería hacer tanto frío, pero coño, lo hace. ¿Se habrá estropeado?

—Hace frío en todas partes, Lien —dijo Jow.

—El frío —intervino el anciano—. ¡Mala cosa!

Lien levantó una ceja y miró a Jow con aire de complicidad. Ésta esbozó una pequeña sonrisa.

—Armarán un buen circo con lo del colegio —prosiguió el anciano—. Entrevistarán a psicólogos y descubrirán que la niña usaba el móvil para ligar, así que empezarán a decir que los móviles son demoniacos y algunos padres les quitarán esos cacharros a sus hijos. Como si lo viese.

Jow pensó que no le faltaba razón.

—Pero no es el móvil. Tú sabes lo que es, ¿no, chica?

—No tengo ni idea —replicó ella.

El anciano asintió, soltó un sonoro suspiro y volvió a asentir lentamente.

—Es por cómo está el mundo —dijo—. Es por nosotros. Mira, llevo aquí cuarenta y cinco minutos. En ese tiempo habrán muerto cuarenta y cinco mujeres durante el parto y noventa niños en África por malaria, porque mueren dos por minuto, constantemente. En ese mismo tiempo habrán muerto cuatrocientos cincuenta niños más sólo por beber agua en mal estado. Eso son diez por minuto, de cada día, de cada semana, de cada mes, de cada año. Novecientos cuarenta y cinco niños de menos de cinco años habrán muerto por enfermedades fácilmente curables, pero no tienen medicamentos.

Jow sintió un escalofrío. Lien y el hombre calvo lo miraban como si acabara de abrir la caja de Pandora.

—Pero aquí, en nuestro escondite del primer mundo, una niña pija mata a veinte compañeros y todos nos rasgamos las vestiduras. Es como lo de las torres gemelas o el atentado de París. En serio, qué hipocresía.

Lien asintió, pensativo.

El hombre calvo apuró su taza de café, nervioso.

—Joder. Visto así…

—El cuarenta por ciento de la humanidad vive con menos de dos libras al día, cuando cualquier vaca europea recibe una subvención diaria de cuatro libras al día —continuó el anciano, sin apartar la vista de su taza, recubierta de posos—. En este mundo que hemos construido y del que estamos tan orgullosos, vale más ser una vaca europea que una persona pobre. Es absolutamente trágico.

El hombre calvo miró su taza de café. Iba a pagar casi una libra por él, y más de dos libras si lo hubiera tomado en un Starbucks en el centro de Londres. De repente, tenía un regusto raro.

—El caso es que sobra dinero en el mundo. Hasta para dar una renta personal de por vida a cada ciudadano, pero el dinero es como un montón de hojas en ese patio del colegio donde yacen los cadáveres de niños sobrealimentados: siempre se acumula en montones en cualquier esquina, dejando al resto sin nada.

Todos permanecieron mudos.

—Ustedes callan porque pasado mañana será viernes y es probable que vayan a comprar una película en Blu-Ray. Será su superplan. Pagarán entre quince y veinte libras por ella, y la verán en casa, en su televisor de setecientas libras, ingiriendo bebidas y chucherías por las que habrán pagado una pequeña fortuna en según qué países, y las cuales no necesitan para alimentarse. Y no importará, porque el lunes pagarán ochenta libras más por perder peso en un gimnasio, vestidos con ropa diseñada para sudar por la que habrán pagado… ¿cuánto?, ¿sesenta, ochenta libras más, incluyendo los zapatos? Por eso callan. Son cómplices, culpables de indiferencia, de egoísmo aborrecible.

—Joder, abuelo —dijo el hombre calvo, soltando una pequeña risa nerviosa.

—Está incomodando usted a los clientes —medio bromeó Lien.

—Oh, disculpe por poner el dedo en la llaga —exclamó el anciano levantando ambas manos—. No quería estropear su maravillosa burbuja de felicidad enlatada.

—La verdad es que no le falta razón —dijo el calvo.

—Claro que no —soltó el anciano—. Pero bueno, no quiero hacerles sentir mal. Yo hago lo mismo. Este sombrero me costó diez libras. No quiero decirles lo que dan de sí diez libras de mijo en ciertas zonas de la India. Pero al menos no me sorprendo. Conozco las consecuencias, y estoy dispuesto a pagarlas.

—¿Qué consecuencias? —preguntó Jow.

El anciano sonrió.

—Directa a la cuestión —exclamó el anciano, contento—. ¿Ve cómo está conectada? Creo que sabe la respuesta, pero se lo diré de todas maneras, porque hoy me he levantado parlanchín, lo que no ocurre a menudo. La consecuencia de tanto egoísmo, de tanta… ausencia de amor… es el Frío.

Jow dio un respingo.

—¡Leche! —exclamó Lien—. Voy a dejar de comprar películas en Blu-Ray.

El hombre calvo soltó una carcajada.

—¿Han visto? —dijo el anciano—. Qué sencillo. Hace unos segundos se sentían incómodos y un poco culpables, pero… ¡ya está! Ya se les ha pasado. Vaya. Es fascinante. Dentro de un minuto mirarán sus móviles de cuatrocientas libras con tarifa plana de datos y conducirán sus coches carísimos, porque… porque ¡qué diablos!, dentro de una hora ni siquiera me recordarán a mí.

Jow estaba intrigada y no quería que la conversación se fuera por otros derroteros.

—¿Qué consecuencias está dispuesto a pagar? —quiso saber.

El anciano suspiró.

—El amor tiene consecuencias inmediatas en su entorno. Se lleva dentro, forma parte de usted. Se emite, se regala… no sólo a la persona o personas a las que ama, se percibe de una manera tangible y provoca atracción, una sensación invisible y maravillosa que hace que el mundo se llene de luz y de energía. Algunos podemos verlo más claramente que otros, pero está ahí.

»Lo contrario, la ausencia de amor, provoca Frío. Un frío que ninguna estufa podrá combatir, porque no tiene nada que ver con la temperatura. Es como una enfermedad del alma. Pudre por dentro, te acota, te limita, te define. Y hay tanta ausencia de amor en el mundo que estamos empezando a sentir las consecuencias, como un cáncer, que explota por todas partes en forma de erupciones demenciales, como esos indigentes asesinados, como esos niños muertos en el colegio.

El hombre calvo se revolvió en su taburete, sobrecogido por un inesperado escalofrío.

—¡Joder! —exclamó—. Me cago en la puta… Me está acojonando de veras.

—No pretendía acariciarle los huevos, señor —dijo el anciano—. Normalmente, no hablo de estas cosas y mucho menos en estos términos, principalmente porque sé muy bien que cuando se habla de estas cosas uno acaba con una etiqueta de zumbado en la frente. ¿Me la han puesto ya? Porque casi puedo sentirla…

Esta vez fue Lien quien soltó una carcajada.

—Está bien, abuelo —dijo—. Cada uno es libre de tener su opinión sobre las cosas.

—Desde luego —asintió el anciano—. De todas maneras, hoy me encuentro en un estado de «me importa todo una mierda», y no hay nada más incómodo que un anciano que ha dejado de preocuparse por lo que dice. Solemos decir cosas que joden a la gente, pero lo cierto es que he visto muchas cosas, aunque no pensaba que vería esto que está ocurriendo en lo que me queda de vida. Es como si se hubiera acelerado todo.

Jow se quedó mirándolo. Allí sentado, con su taza de café vacía pero aún caliente entre las manos, como si quisiera extraer de ella hasta la última partícula de calor de que fuera capaz, el abuelo parecía empezar a adquirir una expresión de visible angustia en su rostro.

Tenía una pregunta en la punta de la lengua, pero por algún motivo no se atrevía a hacerla.

Por fin se decidió.

—¿Y por qué cree que se ha acelerado todo? —preguntó entonces, pronunciando cada palabra con suavidad.

El anciano sonrió, dedicó unos segundos a mirar la taza vacía, y luego se levantó del asiento suspirando pesadamente.

—Ya lo sabe —dijo al fin mientras dejaba unas monedas en la barra—. Y si no lo sabe, lo sabrá dentro de poco.

3

El anciano se había marchado, dejando a la clientela sumida en sus pensamientos. Lien Mamlag, heredero de culturas de medio mundo, estaba preparando desayunos para una nueva remesa de clientes, y el hombre calvo había regresado al mundo cotidiano hablando por su carísimo teléfono móvil. Curiosamente, parecía estar haciendo negocios y hablaba de facturas de miles de libras.

Como había dicho el anciano.

Jow negó con la cabeza.

Aunque lo que había dicho el anciano era cierto, ella misma tenía, por el momento, problemas en los que pensar, como la financiación de su proyecto. Generalmente, devoraba el desayuno en pocos minutos y conducía rápidamente a la oficina, pero esa mañana no se decidía a enfrentarse a Arran; había estado tan excitado estos días atrás que no tenía corazón para decirle lo que había pasado. Lo hundiría, un poco al menos, y tendría que ocuparse de mantenerlo a flote durante un par de semanas.

Suspiró largamente, cogió el periódico y empezó a pasar las páginas a modo de distracción. Además de las habituales noticias económicas, el resto de las páginas ofrecían realmente una imagen desoladora de hacia dónde estaba dirigiéndose el mundo. Las palabras del anciano regresaron a su mente. Había, ciertamente, una tonelada de noticias breves sobre sucesos inexplicables, exactamente del mismo tipo de los que habían hablado en la televisión. Casos de «ausencia de amor». Después de leer algunas, decidió que había tenido bastante y se apresuró para llegar a la sección de Ofertas de Empleo.

No tardó mucho en verlo.

Un gabinete de estudios espiritistas necesitaba un programador senior experto en diseño y programación de bases de datos para desarrollar importantes mejoras técnicas en su avanzado software de trabajo. Levantó una ceja, perpleja por la coincidencia, mientras intentaba contener un acceso de risa. Ella nunca… nunca… leía los folletines propagandísticos que eran los periódicos, pero a aquel anuncio sólo le faltaba un título grande que dijese: «¡Jow, ÉSTE ES EL TRABAJO QUE ESTABAS BUSCANDO!». Ni siquiera estaba lejos de allí, a quince o veinte minutos en coche, probablemente. Podría pasarse de camino a la oficina y curiosear para ver de qué iba todo aquello. Mientras apuraba su taza de té, dedicó unos instantes a recorrer la lista de requisitos para aquel trabajo, y descubrió que, naturalmente, los cumplía todos. La paga no era la mejor del mundo, pero era, por lo menos, una oferta honesta.

—Lien, cóbrate, por favor —dijo entonces sin levantar la vista del anuncio.

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